CAPÍTULO XXII

Sábado, 13 de junio de 199_, rúa Actor Taborda, Estefanía, Lisboa

En el piso de la profesora la penumbra me había hecho creer que la noche estaba más entrada de lo que era realidad. Crucé el Largo Dona Estefanía, donde Neptuno en su fuente buscaba la eternidad a lomos de sus delfines, y encaminé mis pasos hacia la Rúa Almirante Reis y la estación de metro de Arroios. Las calles estaban vacías y no había tráfico. Los altos árboles reposaban inmóviles en el calor del anochecer y no había un solo niño en el parque Arroios, ni siquiera una pareja de vejetes jugando a cartas, tan sólo palomas. Era como si la población supiera algo que yo desconocía y hubiese desaparecido del mapa.

Llamé a Carlos, que no estaba, y le dejé el mensaje de que me iba a la Alfama a hablar con Jamie Gallacher.

Me quité la chaqueta, recorrí el silencioso pasillo embaldosado de azul que llevaba a la desierta estación de metro y esperé quince minutos en el túnel iluminado de neón. Una vaga canción sonaba en el hilo musical. Fui incapaz de reconocerla y de todos modos la interrumpió el tronar y el siseo de un tren en dirección norte. Fantaseé sobre un encuentro con Luisa Madrugada en otras circunstancias, pero ninguna de mis conversaciones con ella se extendía demasiado porque mi única intención era volver a la penumbrosa sala de su piso y todas sus posibilidades íntimas. ¿Cómo sería estar con otra mujer después de dieciocho años? ¿Diferente olor, champú, perfume, sudor?

El viento azotaba el túnel y arrastraba el olor a frenos quemados. Cuando entré en el vagón vacío pude apreciar mejor la música. Era Al Green y era absurdo, porque cantaba I’m so tired of being alone, «Estoy tan cansado de estar solo». ¿Por qué pasarán estas cosas? Contemplé mi borroso reflejo, dos imágenes superpuestas con leves diferencias hasta que se cerró la puerta y dejó un solo y nítido perfil de mi nueva cara.

Me bajé del metro en Martim Moniz y cogí un tranvía número 12 lleno de turistas españoles que voceaban al unísono como si al día siguiente se fueran de retiro espiritual trapense. El tranvía remontó entre chirridos la pronunciada pendiente, mortalmente aburrido. Bajé antes de tiempo y caminé hasta el Largo das Portas do Sol para tomar el aire y quizás una cerveza, y para contemplar el Tajo azul, ancho como un mar en ese punto, por encima de los rojos tejados de la Alfama. El rebaño de españoles me siguió, ocupó el café que yo había seleccionado y pidió un total de cincuenta bebidas. El camarero absorbió el pedido sin cambiar de expresión.

Volví sobre mis pasos, doblé la esquina de Rúa das Escolas Gerais y fui a dar a la medina de callejuelas que conforma la Alfama. El viejo barrio árabe no olía a rosas después de la noche de Santo Antonio, una noche en la que se asaban y consumían medio millón de sardinas. Jamie Gallacher vivía pegado al Beco do Vigário, sobre una barbería en la que un abuelo recibía su afeitado semanal recostado sobre una vieja silla hidráulica de cuero negro. En pie junto a él lo observaba con interés un chaval con el pelo al rape, y el vejete le pasaba la mano por la camisa para rememorar lo que era ser joven.

Subí una angosta escalera que a duras penas daba cabida a mis hombros y llamé a la única puerta del último piso. Jamie Gallacher se tomó su tiempo para abrirla. Iba sin afeitar y con el pelo como un colchón reventado. Llevaba una camiseta de Led Zeppelin ajada y arrugada y unos gayumbos arremangados en un pliegue a la altura de la bragueta. En la mano izquierda tenía un porro apagado.

—¿Sí? —dijo en inglés, con un deje escocés muy leve y un ojo legañoso—. ¿Quién eres?

—Policía —contesté, y le mostré mi identificación.

Ocultó el porro con la mano y despegó el ojo.

—Será mejor que pase —dijo, educado y contrito—. Disculpe el desorden. Anoche hubo un poco de juerga.

La habitación estaba recubierta de botellas vacías de vino y cerveza, copas y vasos de plástico cargados de colillas, ceniceros repletos y paquetes de tabaco vacíos. Los cuadros se lanzaban en picado por las paredes. La moqueta estaba recién manchada. Un gatito escarbaba entre los restos en busca de algo sin alcohol.

—Me vestiré. En un segundín estoy con usted.

Recogió el minino al vuelo y salió de la habitación. Se oyeron voces en otro punto del apartamento. Lo seguí hasta una puerta entornada del pasillo. Había una chica desnuda con una masa de pelo crespo sentada con las piernas cruzadas sobre un colchón en el suelo. Estaba liando un porro con ademán despreocupado. Poco a poco apareció un pie negro en su regazo que frotó el pulgar contra su vello púbico. La chica tomó aire, sobresaltada.

—Me cago en todo —exclamó Jamie, y abrió la puerta con violencia.

El dueño del pie negro estaba repantigado sobre el colchón con los ojos entrecerrados. La chica le acariciaba la pierna. Jamie cerró la puerta de golpe.

—Hijos de puta.

—¿Amigos suyos? —pregunté en inglés.

—No puedo ni dormir en mi propia cama sin que haya desconocidos follando, día y noche.

Volvimos al salón. Jamie rebuscó en los ceniceros en busca de una colilla aprovechable. Encontró una, la encendió e hizo una mueca.

—¿Dónde ha dormido? —pregunté.

—Donde caí.

—Cuénteme lo que pasó ayer… después de que saliese del instituto.

—Llegué aquí cerca de las cinco y sobé unas horitas.

—¿A solas?

—Sí, a solas. En este momento no tengo novia.

—¿Cuándo fue la última vez que tuvo novia?

Pegó una calada a la colilla, se estremeció y la apagó en medio vaso de vino tinto con un siseo.

—Yo diría que ésa es una pregunta bastante inusual, inspector Coelho —dijo escupiendo el humo—. Zé Coelho. Buen nombre ése, para un detective. Pepe Conejo. ¿Lo había pensado alguna vez?

—Cuénteme lo de la novia.

—Depende de lo que entienda por novia. Anoche estuve con una chica, pero no era mi novia.

—¿Dónde?

—¿Qué?

—Su cama estaba ocupada, ¿dónde tuvieron relaciones?

Se apoyó en la pared, cruzó las piernas a la altura del tobillo y se rascó la mejilla con una uña.

—En el baño. Se arrodilló sobre el retrete. No me enorgullezco, inspector, pero tiene que saberlo y es lo que hay.

—Ayer por la tarde le vieron con Catarina Sousa Oliveira a la salida del instituto, sobre las cuatro y media.

De la puerta más cercana brotaron unos rítmicos gruñidos.

—Jesús —clamó Jamie mientras aporreaba la pared—. Ya les he dicho a esos cabrones que tengo a la pu… a la policía en casa y todo el rollo.

—Vamos, señor Gallacher. A las cuatro y media, ayer… ¿qué pasó?

—¿De qué coño va todo esto? ¿Por qué pregunta por Catarina? ¿Qué clase de policía es usted?

—Responda a la pregunta, señor Gallacher.

—¡Sólo hablábamos, por el amor de Dios!

—¿De qué?

—Intentaba convencerla de que viniese a la fiesta.

—¿Para practicar su inglés?

Volvió a escarbar los ceniceros. Le di un cigarrillo. Se sentó en la única silla disponible y se encorvó sobre las rodillas. Al otro lado de la puerta la presión iba en aumento. Piel restallaba contra piel. Jamie miró por encima del hombro un momento y volvió a su posición. La chica gritaba.

—Asisto a la secuela de su fiesta, Jamie. Me hago bastante cargo de la escena. Así que, ¿por qué no me cuenta lo suyo con Catarina y lo que tenía en mente?

—Me veía con ella.

—La veía. ¿Es como conocer a alguien en el sentido bíblico?

—Su inglés es cojonudo para ser poli —reconoció—. De acuerdo, me acostaba con ella.

—¿Se quedó alguna noche?

Respiró hondo.

—Nos vimos de forma bastante regular durante seis meses hasta hace un par de semanas. Y no, no se quedaba por la noche. Nunca.

—¿Le dio dinero alguna vez?

Me lanzó una mirada oblicua.

—Cuando me pedía prestado, sí.

—¿Y lo devolvía?

—No.

—¿Qué pasó hace un par de semanas?

La pareja de detrás de la puerta llegó al final del camino: el varón gruñía y resoplaba como si le administraran manguerazos de agua fría; la chica gimoteaba.

—Le dije que estaba enamorado de ella.

—De modo que había algo más que sexo, al menos por su parte.

—El sexo era genial. Éramos la bomba en la cama.

—Pero también hablaban.

—Claro.

—¿De qué?

—Música.

—¿Algo personal?

—La música es personal.

—¿Qué me dice de la familia, los conocidos, los amigos… sentimientos, emociones?

No respondió.

—¿Le habló de sus padres?

—Sólo para decirme que tenía que volver con ellos.

—¿Qué le dijo cuando le confesó que estaba enamorado de ella?

—Se calló.

—¿Nada?

Niente.

—¿No se llevó un chasco?

—Pues claro, un puto chasco.

—Volvamos al viernes por la tarde. Están hablando a la salida del instituto. Le ha pedido que vaya a su fiesta. ¿Qué hace ella?

—Dice que no. Me dijo que tenía que volver a Cascáis. Sus padres la esperaban. Le dije que los llamara y les contase que quería quedarse en la ciudad para ir a la festa de santo Antonio de la Alfama. No le apetecía. Volví a decirle que estaba enamorado de ella y siguió su camino. La agarré por la muñeca. Se retorció hasta soltarse de mi mano.

—¿Dónde están a esas alturas?

—A un paso del colegio, en Duque de Ávila.

—¿A solas?

—Sí, casi todos los chavales se habían ido o estaban cotorreando en la esquina.

—¿Y?

Se estrujó la frente y pegó una fiera calada a uno de mis simulacros de cigarrillo.

—Le pegué.

—¿Con qué?

—Le di un bofetón.

—¿Cómo se lo tomó?

—Bueno… fue raro… porque me miró con una puta sonrisa. No se llevó la mano a la cara. No dijo nada, se limitó a sonreír.

—Como si dijera: «¿Así es como me quieres?».

Asintió, sin estar de acuerdo.

—Me vine abajo. Le dije que lo sentía. Le pedí que me perdonara. Todo eso…

—¿Qué hizo ella?

—Giró sobre sus talones y tiró por la puta calle. Yo me deje caer sobre un coche. Sonó la alarma. No se dio la vuelta. Al final de la calle, junto al semáforo, se paró un coche. Ella lo miró, bajó de la acera, habló un momento con el conductor, el semáforo se puso verde, ella entró y el coche se fue.

—Hábleme del coche.

—No sé nada de coches.

—¿No tiene?

—Ni siquiera sé conducir.

—Empecemos por lo más fácil. ¿Era grande o pequeño?

—Grande.

—¿Claro u oscuro?

—Oscuro.

—¿Alguna insignia?

—Estaba muy lejos.

—¿Cree que ella conocía al conductor del coche?

—No se lo sabría decir.

—¿Cuánto tiempo hablaron, exactamente?

—Mierda. Menos de un minuto. Cuarenta segundos, algo así.

—¿De dónde venía el coche?

—De algún punto calle abajo, no lo sé. La puta alarma del coche no paraba de sonar y yo estaba, bueno, alterado.

—Tendrá que esforzarse más, señor Gallacher.

—No sé si puedo, joder.

—Pues tendrá que poder, y yo voy a asegurarme —dije—. Va a acompañarme a la Policía Judiciária y lo pondremos todo por escrito.

—Jesús. ¿Va a tomarme declaración? ¿Qué pasa aquí?

—Catarina ha muerto, señor Gallacher. La asesinaron ayer por la tarde cerca de las seis y quiero descubrir si fue usted.

No tenía pinta de haberlo hecho él. Parecía que se hubiera abierto una trampilla bajo sus pies y estuviera a medio camino hacia el abismo. Cuando se levantó le temblaban las piernas.

—¿Qué pasa con los dos de ahí dentro? —preguntó.

—Se van.

Entré en el pasillo y abrí la puerta de sopetón. El chico negro estaba derrengado boca arriba, con la respiración aún trabajosa y el cuerpo luciente de sudor en la habitación sin aire. La chica estaba boca abajo con las piernas abiertas. Pateé su ropa hacia ellos. La chica se dio la vuelta con las mejillas arreboladas y los ojos desenfocados.

—Vosotros dos, ¡fuera!