11 mayo de 1945, Quinta das Figueiras, Alentejo, Portugal
La granja era enorme y estaba a quince kilómetros del pueblo más cercano por un camino de barro seco y pizarra que era la ruina de cualquier chasis. Nadie pasaba por allí a excepción de algún pastor errante en lo más cálido del verano en busca de agua del pozo. La casa ocupaba la cima de una pequeña elevación en un paisaje de ondulaciones salpicadas de alcornoques y olivos. La fachada este de la casa dominaba la confluencia del Lucefecit y el Guadiana desde una gran terraza tejada de terracota bordeada por un muro bajo y siete higueras. A la sombra de esos árboles se sentaba la gente al fresco y contemplaba el río que más allá del naranjal desaparecía por un rocoso desfiladero en dirección sur, hacia el Atlántico.
Hacía calor. No ese brutal calor veraniego que venía cuando alguien se dejaba abierta la puerta del horno del Sahara, pero el suficiente para que después del mediodía los pájaros se callaran, las ovejas agacharan la cabeza y se congregaran bajo los diseminados alcornoques y el Guadiana se frenase hasta casi quedarse quieto. La llegada de un coche se oía con una hora de antelación, y los lugareños escuchaban porque eran poco frecuentes por esos pagos.
Felsen y Abrantes iban al volante de un camión de tres toneladas que atravesó un campo de amapolas encarnadas segando las flores hasta llegar a la parte de atrás de la quinta. Llevaban reservas de comida enlatada para dos semanas, cuarenta litros de vino en garrafones de cinco, una caja de coñac, una caja de oporto, cuatro maletas de ropa, una pila de sábanas y dos Walther P48 que habían escondido bajo el asiento del conductor. Entre ellos había un maletín que contenía documentos de identidad y pasaportes para cuatro hombres, cuatro poblados fajos de billetes de 1000 escudos y un saquito de terciopelo con veinticuatro diamantes sin tallar. Felsen trataba de fumar pero el camión daba tantos tumbos sobre los baches del terreno que era incapaz de llevarse el cigarrillo a la boca. Eran las 18:30.
Alcanzaron el patio de tierra batida de detrás de la quinta y llevaron el camión marcha atrás hasta la puerta de la cocina. Felsen sacó la llave y la abrió de par en par. Salió a su encuentro el frescor de la casa de gruesas paredes. Descargaron los víveres del camión y lo llevaron al granero del costado de la casa. Abrantes cogió dos jarras de barro cocido para llenarlas con agua del pozo. Felsen se adentró en la casa fresca y oscura con la ropa de cama. Cruzó el gran comedor de techo abovedado y abrió las puertas dobles que conducían a un pasillo de tres metros de ancho con ocho dormitorios, cuatro a cada lado.
Ventanas y persianas estaban cerradas en todas las habitaciones y sólo filtraban grietas de luz intensa por los contornos. También allí las paredes tenían un grosor de medio metro y los techos eran todos abovedados. Felsen dotó de sábanas a las cuatro habitaciones del lado este y a las últimas dos del oeste. Al fondo del amplio pasillo pendía de la pared un crucifijo que se detuvo a enderezar. El sudor acumulado del viaje le hizo estremecerse.
Abrió las puertas que separaban el comedor de la terraza retirando una gruesa barra de madera que se insertaba a cada lado en agujeros de la pared. Se plantó en mitad de la terraza y dejó que el sol le calentara a través de su camisa empapada. Se encendió un cigarrillo y oyó un inconfundible chasquido metálico. Se volvió para encontrarse con un hombre que no reconoció, pero del que supo de inmediato que era alemán, de pie en el umbral con un revólver en la mano izquierda.
—Buenas tardes —dijo—. Soy Felsen. No nos conocemos.
El hombre era más grande que Felsen y tenía una apariencia brutal acentuada por unos párpados entrecerrados y una nariz rota.
—Schmidt —correspondió, y sonrió.
De debajo de las higueras se oyeron unas risas y una voz familiar.
—Schmidt se desvive por la seguridad. Nos alegramos de contar con él, Klaus.
Lehrer, Hanke y Fischer, los tres ataviados con camisa sin cuello, chaleco negro y pantalones, salieron a la vista bajo las gruesas hojas verdes de higuera. Felsen los abrazó a todos.
—¿Dónde está Wolff?
—Aquí está —dijo Wolff, que apareció junto a Schmidt precedido por Abrantes con un máuser de por medio.
—Pensaba que tardaríais unos días más —dijo Felsen.
—Salimos pronto —dijo Lehrer, y todos rieron—. Hemos pasado dos noches en el granero.
—¿Hay noticias de Alemania? —preguntó Hanke.
—Weidling rindió Berlín el 2 de mayo. Jodl se rindió a Eisenhower el siete y Keitel a Zhukov un día después.
—¿No bastaba con una rendición? —preguntó Hanke.
—¿Y el Führer? —inquirió Wolff.
—Se cree que ha muerto pero ha habido bastante confusión —dijo Felsen—. No han hallado el cuerpo.
—Volverá —dijo Wolff, y Lehrer le miró con escepticismo.
—Os he traído ropa nueva, por si queréis cambiaros para cenar —comentó Felsen.
—No, no —dijo Lehrer—, nos contentamos con ser peones después de diez días de curas. Comamos. Llevamos dos días muertos de hambre a base de higos verdes.
Después de cenar se quedaron en la mesa a la luz de las velas y con las puertas de la terraza abiertas. Todos bebían coñac u oporto menos Schmidt, que en vez de beber escuchaba con la mano izquierda en el revólver y los dedos de la derecha tanteando la rotura de su nariz.
Felsen había distribuido los documentos de identidad, y los examinaban a la débil luz.
—¿Schmidt ha traído fotos? —preguntó Felsen, como si no estuviera presente.
Schmidt se sacó un paquete del chaleco y lo lanzó sobre la mesa.
—Puede que organizar eso me lleve unas semanas —dijo Felsen.
—No tenemos prisa —repuso Lehrer—. Disfrutamos la paz. Ni te imaginas el caos que hemos tenido que soportar.
Los cinco asintieron con solemnidad. Felsen sirvió más licor y les examinó las caras para ver el efecto que la penuria había ejercido sobre ellas. Los ojos de Hanke le habían excavado cráteres más profundos en la cara y sus cejas se habían teñido de gris, al igual que la poblada barba que ocultaba sus mejillas hundidas. Fischer había sumado más pliegues a sus ojeras y sus mejillas irritadas, que presentaban más afluentes rojos, habían perdido parte de su tersura. La juventud madura de Wolff se había desvanecido: el pelo rubio le clareaba en la coronilla, tenía arrugas en los ojos y dos surcos profundos que iban de sus fosas nasales a las comisuras de los labios. La cabeza de Lehrer era blanca por completo, con el pelo corto y ceñido al cráneo como el de un recluta novato. Había perdido peso, y mucho, y la piel sin relleno le colgaba de la cara y por debajo de la mandíbula hasta el cuello. Curiosamente, sus cejas todavía eran negras. Todos estaban cansados pero la comida y la bebida los habían animado hasta el punto que parecían pensionistas en una excursión veraniega al balneario local.
Bebieron hasta la medianoche. Bebieron hasta que Hanke, Fischer y Wolff se retiraron dando tumbos seguidos por el vigilante Schmidt. Abrantes, aburrido por la conversación de los alemanes, se había acostado a las diez. Lehrer y Felsen salieron a la terraza con un candil y otra botella de coñac. Encendieron sendos puros, cuyo humo flotaba unos instantes antes de dispersarse en la noche, vagamente perfumada por los vestigios de las flores que aún quedaban en los naranjos del jardín.
—Ha salido bien —dijo Lehrer mientras inspeccionaba la ceniza del extremo de su cigarro—. Ha salido requetebién. Gracias, Klaus.
—Precisamente tú —replicó Felsen uniéndose al sentimentalismo del momento— no tienes ninguna necesidad de agradecerme nada, Oswald.
—Es importante ser agradecido —dijo Lehrer con un ligero bamboleo en la silla—. Siempre se te dio bien mostrar tu agradecimiento, allá en los tiempos de la Neukölln Kupplungs. Así fue como oí tu nombre por primera vez. Ése es uno de los motivos de que te eligiese.
—Y ese tal Schmidt, ¿por qué lo elegiste?
—Ah, sí. Schmidt era de la Gestapo y un católico muy devoto. Su sacerdote fue de gran importancia para nuestro plan. Vinimos aquí desde el Vaticano.
—Su nerviosismo puede llamar la atención hacia vosotros. Tiene que aprender a relajarse.
—Puf, lo sé… pero es bueno tener a alguien que esté pendiente de uno. Es parte de su naturaleza. Los hombres de la Gestapo siempre son suspicaces.
Lehrer echó un trago de coñac, se lo paseó por la boca y se lo bebió. Dejó caer los brazos a los lados, haciendo oscilar la copa y el puro, para que el estrés manara de él. Inhaló el cálido aire de la noche, cargado del canto de serrucho de los grillos en su turno más largo y del parloteo que ladran las ranas, como borrachos que nunca escuchan y tampoco les importa un pimiento lo que se dice.
—¿Cuánto tiempo vais a estar en Brasil? —preguntó Felsen.
—Un par de años —respondió Lehrer, y después recapacitó dando vueltas al cigarro entre los labios—, tal vez más.
—Se olvidará todo en un año —aseveró Felsen—. La gente se muere por volver a la normalidad.
Lehrer volvió la cabeza con lentitud a la luz oscilante del candil; sus ojos eran negros pero no brillantes, como si la salud que en su día tuvieran hubiese desaparecido para siempre.
—Después de esta guerra nada volverá a ser normal —afirmó.
—Lo mismo dijeron después de la última guerra. Todos esos muertos por estúpidas extensiones de barro.
—Recuerda lo que te dije sobre el origen del oro —dijo Lehrer con voz tan queda y cansina que pudiera haber estado en su lecho de muerte—. Hay que tener ojo con otros nombres: Treblinka, Sobibor, Belzec, Kulmhof, Chelmno…
En el mismo tono apagado Lehrer le dio a Felsen su última lección. Le contó lo de los vagones y los camiones de ganado acoplados mediante los enganches que se fabricaban en Neukölln Kupplungs Unternehmen. Le contó lo de las selecciones, las duchas de Zyklon B y los hornos. Le contó cifras, la cifra de personas en un solo camión de ganado, la cifra de vagones, la cifra tatuada en el antebrazo, la cifra de personas que cabían en una sola ducha, la cifra de los que podían pasar por un crematorio en un solo día. Y volvió a contarle los nombres para que no los olvidase.
—Te digo todo esto —dijo Lehrer—, porque el mundo puede necesitar hasta cinco años para olvidarlo, y durante ese tiempo cualquier relación con las SS será muy peligrosa. Si vas a quedarte aquí, y no hay motivo para que te vayas, tienes que guardar silencio sobre todo esto, y si alguien lo menciona no digas nada.
Eso mismo es lo que hizo Felsen. Fumó de su cigarro y bebió de su copa. Lehrer se puso en pie y se sacudió su historia de los hombros. Se encajó las manos en los riñones y estiró la cabeza hacia atrás para contemplar el claro cielo nocturno.
—Es tarde —dijo—. He bebido demasiado y tengo que dormir.
—Coge la luz, Oswald —le indicó Felsen—. Te hará falta para encontrar tu habitación.
—He dormido bien, aquí —comentó Lehrer—. La paz ha sido magnífica.
—Buenas noches.
—¿También te acostarás?
—Dentro de un rato. Todavía no tengo sueño.
Lehrer renqueó hasta la casa; sus pies aún le daban problemas pero ya no le decían nada. Felsen oyó el leve chasquido del pestillo cuando abrió y cerró la puerta de su dormitorio. Estuvo sentado a oscuras durante una hora, apreciando con la vista de manera gradual las hojas de higuera, la línea del muro y los campos de más allá. Hizo oídos sordos al ruido de los insectos y escuchó el crujido de las vigas en el techo que se enfriaba y los rítmicos ronquidos procedentes de una ventana abierta.
Se agazapó bajó el ramaje de las higueras y se encaramó al muro bajo. Soltó una baldosa de la mampostería y extrajo un fardo que contenía un cuchillo de monte y otro de hoja corta que se empleaba para seccionar la columna vertebral de los animales. Eran las 2:30 de la madrugada.
Volvió a entrar en la casa y abrió la puerta del segundo dormitorio del lado oeste. Abrantes esperaba junto a la ventana abierta. Le pasó el corto y crudo cuchillo y cruzó el pasillo hasta el primer dormitorio. La habitación retumbaba con los ronquidos de Fischer. Dormía boca arriba con el cuello perfectamente a la vista. Felsen hundió la hoja sin dudarlo y seccionó la tráquea, notando el contacto de la punta con las vértebras. Fischer abrió los ojos de golpe y abrió la boca para tomar aire. Felsen retiró las sábanas y le clavó la hoja hasta el mango bajo las costillas. Salió marcha atrás de la habitación. Abrantes, que acababa de administrarle un sueño más profundo a Hanke con una certera puñalada en la corteza cerebral, le esperaba. Felsen le señaló la habitación de Schmidt al fondo de la casa.
Felsen apoyó el cuerpo contra la puerta de Wolff y supo que algo iba mal. La puerta sólo se abrió unos centímetros. Estampó el hombro contra ella, lo cual empujó la cama que había detrás con un chirrido. Se retorció para pasar por el palmo y medio de espacio. Wolff se despertó con la mano ya cerrada sobre la culata de su máuser. Felsen lanzó un puñetazo que le dio en un lado del cuello. El golpe estampó la cabeza de Wolff contra la pared blanqueada pero no evitó que descerrajase un disparo que pareció abrir el techo con su descomunal rugido. Felsen agarró la mano que sostenía el máuser y ensartó la hoja del cuchillo en la parte superior de su caja torácica. La atravesó pero sólo perforó un pulmón. La sacó de un tirón y volvió a apuñalarlo; pinchó en hueso y el cuchillo cayó al suelo con estruendo. Arrancó el fusil de las manos debilitadas de Wolff. Wolff le agarró y se colgó de él. Tosió y esputó unas gotas de algo negro y cálido en el cuello y el pecho de Felsen. Felsen le encajó el cañón del fusil en el estómago y disparó dos veces; la fuerza de las balas sacudió el cuerpo pero Wolff no lo soltó y ambos cayeron sobre la cama, exhaustos como amantes. Felsen lo apartó de un empujón y salió al pasillo hacia la habitación de Lehrer.
—No está —susurró Abrantes desde la otra punta del pasillo, señalando la habitación vacía de Schmidt—. La ventana estaba abierta y él no estaba.
—¿Antes o después del disparo?
—No estaba —repitió Abrantes, confuso.
—Encuéntralo.
—¿Dónde?
—Estará ahí fuera. Encuéntralo.
De repente las facciones de Abrantes salieron de la oscuridad bañadas por la aceitosa luz amarilla de un candil. Lehrer se plantó frente a ellos en camiseta y calzoncillos. Llevaba una Walther PPK en la mano derecha.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, no aturdido por el sueño sino plenamente despierto e investido de toda su autoridad de antaño.
—Hanke, Fischer y Wolff han muerto. Schmidt no está en su habitación —dijo Felsen sin pararse a pensar.
—¿Y él? —preguntó, desviando su pistola hacia Abrantes, cuyo cuchillo corto y cruel le pendía de la mano—. ¿Y tú? Tu camisa.
La pechera de la camisa de Felsen estaba negra por la sangre de la hemorragia de Wolff. Los dos hombres se miraron a la cara. Los ojos de Lehrer se abrieron como platos cuando comprendió, horrorizado.
La pistola de Lehrer no apuntaba a ninguno de los dos en particular. Felsen le dio un golpe y una bala entró rebotada por la puerta abierta del dormitorio de Schmidt. Felsen disparó el máuser de Wolff hacia la parte inferior del cuerpo de Lehrer, con la única intención de pegarle un tiro, sin molestarse en alzar el cañón para causar una herida mortal. Lehrer cayó al instante con un grito y su pistola salió disparada por el suelo. El candil se rompió en pedazos y la parafina estalló en llamas amarillas.
Lehrer se retorcía en posición fetal con la mano sobre la rodilla ensangrentada, entre bramidos. Le ardían llamas en los tobillos, las pantorrillas y los calzoncillos. Felsen le pasó por encima y recogió la pistola. Siguió hasta la habitación de Lehrer, arrancó la sábana de un tirón y sofocó el fuego. Lehrer apretaba los dientes y siseaba, presa del dolor. Abrantes lo vigilaba de pie cuchillo en mano. Felsen le dio la Walther PPK de Lehrer y le mandó a por Schmidt.
Felsen cogió a su superior por las axilas y lo llevó a rastras hasta el comedor; no dejó de gritar de dolor en todo el camino. Encendió las velas y recostó a Lehrer en una silla; éste cayó de bruces sobre la mesa, jadeando. Una pierna presentaba una fea quemadura, con la carne chamuscada y llena de ampollas. La otra alojaba una bala debajo de la rótula. Felsen tomó asiento frente a él y situó entre ellos el máuser aún caliente. Alcanzó el coñac y dos vasos usados. Los llenó y deslizó uno sobre la mesa hacia Lehrer.
—Bébetelo, Oswald. Te ayudará a aguantar los próximos diez minutos.
Lehrer alzó la cabeza; gotas de sudor debido al dolor y al esfuerzo le resbalaban por los lados de la cara, y sus mejillas estaban surcadas de lágrimas. Bebió. Felsen volvió a servir.
—En mi habitación hay algo de morfina.
—¿Ah, sí?
—En un maletín de cuero junto a la ventana. Hay una jeringuilla y cuatro ampollas.
—¿Para qué son?
—Por si acaso, ya sabes.
Felsen no se inmutó. Se encendió un cigarrillo.
—No pensaba que con tu profunda comprensión del asunto te diera miedo el dolor.
—Al lado de la ventana… un maletín de cuero.
Felsen se puso cómodo y fumó. Lehrer emitía gruñidos rítmicos como si fuera estreñido.
—¿Qué fue lo peor, Oswald?
—Tráeme la morfina, Klaus… por favor.
—Cuéntame lo peor.
—No podría decírtelo.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Hubo demasiadas cosas o es que hay una que fue demasiado horrible?
—No podría… no sé qué pretendes.
—Sólo pretendo saber si hubo algo que te hiciera sufrir… personalmente, me refiero.
—Haz el favor de pegarme un tiro y punto, Klaus. No pienso seguirte el juego…
—No, hasta que al menos lo intentes.
Felsen encendió otro cigarrillo y se lo pasó a Lehrer, que lo tomó y ocultó el rostro en el hueco del codo, como un escolar que afrontara un examen complicado.
—Empezaré yo por ti, Oswald —dijo Felsen, y echó un trago de coñac—. Había una mujer que era puta, amasó algo de dinero y abrió un club. No era más que un burdel con copas y números cutres, pero se hizo popular entre los militares porque aquella mujer siempre encontraba algo especial para sus clientes… Te toca, Oswald.
Lehrer levantó la cabeza, haciéndose cruces de encontrarse en aquella situación. Volcó el vaso de coñac. Felsen lo puso derecho y lo rellenó. Lehrer trató de llevarse el cigarrillo a la boca. Felsen se lo encasquetó.
—Un buen día la llamó un Gruppenführer que le pidió que enviara dos chicas judías a una dirección del Havel. Las hicieron pasar a una hermosa sala de techo alto con ventanales que daban al lago. Allí las esperaban dos oficiales, el Gruppenführer y su superior. Les mandaron desnudarse y después ponerse los abrigos. El superior del Gruppenführer les clavó una estrella de David a cada una en la solapa. ¿Te acuerdas, Oswald?
Lehrer no dijo nada. En sus labios humeaba el cigarrillo. Seguía sudando.
—Le dieron una fusta a cada chica y les ordenaron que azotaran las nalgas desnudas del oficial superior. Eran jóvenes y no muy fuertes, y las fustas eran demasiado cortas, así que las cambiaron por cañas. Cuando le hubieron dejado el culo a rayas al oficial les dijeron que se arrodillaran y, con el pantalón aún por los tobillos, el oficial de las SS les pegó sendos tiros en la cabeza.
—¿Es eso cierto? —pregunto Lehrer, como si lo hubiera soñado.
—Tú estabas presente. Lo viste. Se lo contaste a Eva. Tuviste que contarle lo que había sido de las chicas. Por eso empezó a refugiar a ilegales. Por eso la Gestapo fue a verla un día.
—¡Ajá! —exclamó Lehrer, inclinándose hasta entrar en la luz de las velas—. Así que de eso va todo esto. Eva Brücke. Al fin y al cabo eres un sentimental, ¿verdad, Klaus?
—Hiciste que la arrestaran.
—Schmidt me contó a qué se dedicaba. No tuve elección.
—¿De verdad?
—No tienes por qué justificarte —dijo Lehrer—. No tienes por qué tratar de ennoblecer lo que haces con una causa sentimental de pacotilla. Pégame un tiro y llévate el oro, Klaus. Te lo mereces. Me has ganado. Escogí demasiado bien.
Permanecieron sentados en silencio unos minutos más. Felsen no estaba satisfecho del todo, quería sacar algo más de la situación. Lehrer contemplaba la luz vacilante de las velas y se fumó otro cigarrillo. Un disparo desgarró la noche. El eco restalló por la terraza. Felsen recogió el máuser y bordeó la mesa. Se inclinó por encima de Lehrer como un camarero solícito. Lo rodeó con un brazo y lo alzó. Lehrer se agarró de su cuello. Salieron al frescor de la noche, cruzaron la terraza, pasaron por debajo de las gruesas y ásperas hojas verdes de higuera, superaron la brecha del muro y un sendero lleno de rodadas y entraron en un campo de matas y flores silvestres que estaban cerradas por ser de noche. Recorridos apenas cincuenta metros a Lehrer le fallaron las piernas y Felsen lo bajó hasta el suelo. Se quedó de lado, jadeando y sudando como un animal herido que buscara refugio en su propio interior. Felsen le encañonó en la sien y disparó una vez. El retroceso del arma le recorrió el cuerpo con una sacudida y se oyó un sonoro tosido, como si allá dentro se hubiera ocultado algo que no veía el momento de salir.
Felsen volvió a la casa con la frescura previa al amanecer en la nariz. Abrantes le esperaba bebiendo coñac, con la cara sucia y sudorosa.
—Has encontrado a Schmidt —dijo Felsen.
Abrantes asintió.
—¿Dónde estaba?
—Junto al río.
—Le has matado.
—Está en el río… Lo he hundido con piedras.
Felsen fue hasta el camión y volvió con una pala y un azadón. En el comedor le pasó el azadón a Abrantes y bebió coñac a gollete. Abrantes se escupió en las manos. Atravesaron la terraza cuando la primera luz ahuyentaba la oscuridad.