24 de julio de 1944, Hotel Riviera, Génova, norte de Italia
Felsen yacía en la cama de su habitación de hotel; las ventanas abiertas de par en par vertían un chorro de sol sobre la bandeja del desayuno y su cuerpo. Estaba agotado y adormecido como un perro en la plaza del pueblo. La mano que sostenía el cigarrillo pesaba veinte kilos, tenía que arrastrarla desde el pecho hasta la boca. Se sentía flotar como un globo cautivo, con sólo una fina hebra de cable que lo enganchara a la tierra.
Llevaba dieciséis meses de trabajo concienzudo, con una sola pausa. El motivo de esa pausa fue su vuelta a Berlín para contemplar la total destrucción de Neukölln Kupplungs Unternehmen a causa del bombardeo del 24 de marzo de 1944. Speer no iba ni a tratar de reactivarla. La habían aplastado.
La única razón que Felsen veía para que Lehrer le hubiese llevado de vuelta a ese lamentable funeral era mostrarle en qué se había convertido la capital del Tercer Reich. A vista de pájaro parecía la misma ciudad a excepción hecha de varias columnas de humo. No fue hasta que el avión descendió hacia el aeropuerto de Tempelhof cuando descubrió que donde las paredes se tenían en pie los edificios eran esqueletos despanzurrados sin ventanas ni techo. No podían alojar a nadie. Todos vivían bajo tierra. La ciudad estaba patas arriba: una colmena por debajo, unas catacumbas por encima.
Había recorrido las calles inundadas de escombros y se había cruzado con los bomberos de catorce años que todavía intentaban controlar las llamas desatadas varias noches atrás; las calles eran un plato de pasta de mangueras, raíles de tranvía levantados, cableado suspendido y tuberías de agua y de drenaje, con los extremos cerrados a cal y canto por autobuses volcados y tranvías chamuscados. Y caminar era la única opción. Ni S-bahn, ni U-bahn: todas las estaciones estaban hasta los topes de gente. No había combustible. Había caminado hasta el n.° 8 de Prinz Albrechtstrasse para hacerle al Sturmbannführer Otto Graf una pregunta que no quería transmitir por teléfono. A cambio de un cartón de Lucky Strike Graf le contó que Eva Brücke había muerto el 19 de enero. Cuando aquella tarde se fue en avión de Berlín no se le ocurría ninguna razón para volver en su vida.
Lehrer le había prometido que su trabajo cambiaría, pero hasta finales del abril de 1943 se dedicó en exclusiva al contrabando de volframio desde Portugal. Sólo a principios de mayo empezó a transportar lingotes. Su primer encargo fue llevar cuatro camiones con más de 4000 kilos de oro desde la frontera Suiza hasta Madrid, donde los depositaron en el banco nacional español. En junio repitió dos veces esa operación. A principios de julio llevó su primer convoy a Portugal desde el inicio de la campaña del volframio y depositó 3400 kilos de oro en las arcas del Banco de Océano e Rocha. Vendieron cuatrocientos ochenta kilos al Banco de Portugal para comprar escudos y el resto lo enviaron al Banco Alemán Transatlántico de Sao Paulo, Brasil. Después vino la batalla de Kursk y el 13 de agosto de 1943 se reunió con Lehrer en Roma.
Lehrer había perdido diez kilos en tres meses y su cara lucía un permanente color rojo que no era fruto del sol. Fueron a un restaurante en el que Lehrer dio caza a su comida por el plato y consumió dos botellas y media de vino tinto antes de emprenderla con la grappa. Hizo muecas de dolor y se llevó los dedos al estómago tres o cuatro veces durante la comida. Se fumó todos sus cigarrillos y empezó con los de Felsen.
—Hemos perdido Kursk —dijo.
—Eso he oído —replicó Felsen—. Ha habido luto en Lisboa.
—Al fin la guerra ha llegado hasta allá, ¿verdad? —dijo Lehrer con una desabrida sonrisa.
—Poser se pegó un tiro.
—Espero que no fuera en la cabeza —comentó Lehrer—. Eso no lo habría matado.
—¿Qué pasa con el volframio?
—A tomar por culo el volframio. ¿No sabe lo que Kursk significa? —explotó Lehrer, de repente indignado, de modo que Felsen tuvo que cerrar el puño para conservar la calma—. Kursk significa que ya no somos un ejército tirado por tanques. Se acabó la guerra relámpago. Nunca podremos reemplazar los tanques que perdimos en Kursk. Los soviéticos han estrenado una fábrica nueva en Chelyablinsk y los bombarderos aliados destruyen las nuestras día a día. El Ejército Rojo está a 1500 kilómetros de Berlín. No necesitamos volframio, necesitamos un puto milagro.
—¿Qué hay de la munición de núcleo sólido?
—Speer está empleando algo llamado uranio para un proyecto especial de bomba que han tenido que abandonar.
—¿Es el fin del volframio?
—Para usted, sí. Abrantes puede mantener aquello en marcha. Ahora nuestra tarea es sacar todos los lingotes de oro que podamos de Suiza para depositarlos en España y Portugal. Recibirá instrucciones de lo que tiene que hacer con ellos.
En el año transcurrido desde aquella reunión en Roma Felsen había llevado casi doscientos cincuenta camiones de lingotes desde la frontera suiza hasta la península Ibérica. Desde allí fletaban los lingotes hacia bancos de Argentina, Uruguay, Brasil, Perú y Chile. Durante ese periodo Felsen se convirtió en el subordinado de mayor confianza de Lehrer. Puso en ello todo su empeño. A su entender no bastaba con ser colega de Lehrer, quería ser poco menos que su hijo. Para cuando Salazar propuso el embargo completo de todo el volframio el 1 de junio de 1944, el éxito de Felsen había sido absoluto. Cuando se encontraba con Lehrer no se daban la mano, se abrazaban. Lehrer llegaba a permitirse las sensiblerías. Se tuteaban y se llamaban Oswald y Klaus. Para Lehrer, Felsen se había convertido en la única parcela de terreno sólido en una Europa de caos.
Una llamada a la puerta sacó a Felsen de la cama. Apagó el cigarrillo y se puso la bata. Abrió la puerta y Lehrer entró en tromba con un bulto envuelto en tela bajo el brazo y un sobre beis en la mano.
—¿Está cargado el camión, Klaus? —preguntó.
—Subieron el camión a la cubierta del Juan Garda a las seis de esta mañana.
Lehrer apoyó el fardo contra la pared y puso el sobre en la mesa. Se sirvió parte del desayuno de Felsen. Ese último año había recuperado peso y volvía a tener su úlcera bajo control.
—Estoy preocupado —dijo mientras sorbía café—. Los estadounidenses van a atacarnos en la Riviera francesa en cualquier momento.
—El barco lleva bandera española, y los estadounidenses tienen otras cosas en la cabeza. ¿Qué es ese fardo?
Las cejas oscuras de Lehrer dieron un salto.
—Un Rembrandt —contestó—. Échale un vistazo al sobre.
Felsen vació el sobre en la cama. Contenía fotografías e información sobre Lehrer, Wolff, Fischer y Hanke.
—Ya sabes qué hacer —le dijo—. Documentos, pasaportes y visados para Brasil. Quiero que compres una propiedad en algún punto cercano a la frontera de Portugal. No en las zonas mineras de volframio donde te conocen, más al sur quizás. He oído que aquello es un desierto.
—El Alentejo. Hemos pasado por allí para comprar corcho. Hay sitios en la frontera. Sólo había que cruzar el río Guadiana —explicó Felsen—. Pero llegar hasta allí desde Berlín…
—Habrá caos, créeme.
—¿Y qué pasa con el Rembrandt?
—Lo llevarás contigo en el camión. Lo guardarás en las cámaras del Banco de Océano e Rocha con el oro.
Felsen volvió a mirar hacia la cama. Las fotografías, la información personal.
—¿Así que de eso se trata, Oswald?
—El último.
—¿Has acordado una escolta en Tarragona?
—No hay escolta. Nadie debe enterarse de este cargamento. Ni los españoles ni los portugueses.
—¿Quieres que lo entre de contrabando en Portugal?
—En estos años ya debes de haber pasado de contrabando cerca de mil toneladas de volframio, ¿por qué no dos y media de oro?
—¿Y entonces qué?
—Esperas.
—¿Cuánto?
—No te lo sé decir. Si el Führer capitulara podría ser mañana mismo, pero no lo hará. No puede.
—¿Por qué no?
—¿Te has leído los documentos de este cargamento de oro?
—¿Leerlos? No, ya no me leo nada. Me limité a firmarlos.
—¿No te fijaste en el origen de los tres paquetes? —preguntó Lehrer.
—No.
—Lublin, Auschwitz y Majdanek.
—Oro polaco.
—En cierta medida.
—No te entiendo.
—Mi alumno más destacado —dijo Lehrer, meneando la cabeza—. En esas poblaciones no hay minas de oro. El oro nacional polaco se lo llevaron de Varsovia hace ya mucho.
Felsen no terció.
—Lisboa ha estado muy alejada de esta guerra —dijo Lehrer—. Nadie te ha hablado de la Solución Final. No es la típica conversación de sobremesa en Lapa. Ese oro procede de los judíos. Sus relojes, sus gafas, sus joyas, sus dientes.
—¿Sus dientes? —inquirió Felsen, pasándose la lengua por las muelas.
—El Führer no capitulará porque sabe, incluso en su locura, que el mundo no aceptará su aniquilación sistemática del judaísmo europeo. Todos tendremos que caer luchando.
El 11 de agosto de 1944 empezó la Operación Dragoon con un desembarco de tropas americanas en la Riviera francesa. A esas alturas en las arcas del Banco de Océano e Rocha de la Rúa do Ouro había 2714 kilos de oro procedente de las joyas y dientes judíos y un lienzo de Rembrandt enrollado. Al Obergruppenführer Lehrer le llevaría otros nueve meses ir a reclamarlos.