CAPÍTULO XIX

21 de diciembre de 1942, SS-WHVA, 12.6-3 5 Unter den Eichen, Berlín-Lichterfelde

—Stalingrado —dijo Lehrer, sentado de lado tras su escritorio con el codo encima de un cartapacio y la mano suspendida en el aire a semejanza de una cuchilla—. ¿En Lisboa se habla de Stalingrado? ¿Brindan por Stalingrado en su mierda de Hotel Parque de Estoril?

Felsen, solo, le escuchaba al otro lado de la mesa. Dio una calada pero no respondió. Nadie hablaba de Stalingrado.

—¿Y bien? —insistió Lehrer.

—No en la cena a la que fui anoche.

—Sólo repiquetearon con los cubiertos en los platos.

—No fue para tanto.

—¿Y Poser? ¿Qué pinta tenía Poser? —preguntó Lehrer, cambiando de posición con un crujido de su cinturón, más largo que la cincha de una mula de carga, causado por el desplazamiento de su barrigón.

—La de siempre, pero más enfermo todavía.

—Mmm… —murmuró Lehrer, un seísmo—, Zeitzler, el jefe del estado mayor, vivió de raciones como las de Stalingrado durante dos semanas en señal de solidaridad con sus hombres del frente. Perdió doce kilos. ¿Qué le dice eso?

Felsen cerró los ojos ante otra de las inagotables preguntas de examen de Lehrer. Quería responderle que lo que le decía era que Zeitzler probablemente podía permitirse perder más de doce kilos, pero un vistazo al chirriante cinturón de Lehrer le dijo que eso no iba á alegrar la sesión.

—El Sexto Ejército está en graves apuros —recitó Felsen, el mejor alumno de Lehrer.

—Tengo algunos contactos en el cuartel general de Prusia Oriental de Rastenberg, ¿sabe, Herr Sturmbannführer? Sé de buena tinta que el mariscal de campo Paulus y sus doscientos mil hombres están acabados —dijo Lehrer, y dejó caer la mano para arrancar al Sexto Ejército del Tercer Reich con un golpe de guillotina.

—¿No pueden abrirse paso, retirarse, reagruparse?

—El Führer no piensa permitirlo. Está obsesionado por la desgracia de la retirada, la desgracia de perder toda nuestra artillería pesada. No parece comprender que Zeitzler tiene razón cuando le dice que al dejarlos allí lo perderemos todo, y no sólo Stalingrado… la campaña rusa en su totalidad.

—¿Stalingrado tiene alguna importancia estratégica crucial?

Lehrer alzó las manos encomendándose, si no a Dios, a las persianas opacas.

—Es mítica —respondió—. Quien tiene Stalingrado tiene a Stalin cogido por sus huevos de acero.

Hablaron sobre el volframio. Lehrer se mostró apático y poco interesado. Fue incapaz siquiera de celebrar por todo lo alto la última operación de contrabando: Felsen había cargado 200 toneladas en vagones de tren en Lisboa y se había asegurado de que pasasen la frontera, como manganeso sobre el papel, sin que en aduanas se molestaran ni en abrirlos. Los agentes aliados habían llegado a las manos con los chefes de aduanas que le dieron el visto bueno al cargamento en Lisboa y Vilar Formoso. No habían captado que aquellos funcionarios se llevaban cinco millones de escudos entre los dos, lo cual hacía que su salario de mil al mes pareciera la cuenta del bar de Felsen.

Lehrer consiguió realizar unas cuantas preguntas descorazonadas sobre el banco, que no había hecho gran cosa excepto prestar dinero para comprar concesiones mineras en la frontera.

Empezaba a anochecer cuando Felsen acabó con su informe pero, antes de dejarle marchar, el Obergruppenführer se puso en píe con esfuerzo sin previo aviso, rodeó el escritorio y se sentó en la esquina.

—Usted y yo tenemos un arreglo especial —dijo Lehrer con repentina gravedad—. Cuando le saqué de su fábrica de Berlín le prometí que recibiría una recompensa adecuada por el trabajo que ha realizado. Es posible que el año que viene su tarea sea diferente. Es algo en lo que tiene experiencia, pero de naturaleza distinta. Tiene que fiarse de mí. No se desanime si le digo que a estas alturas podríamos haber llegado ya al principio del fin.

—Lo que sí me dijo Poser es que desde el ascenso de Speer a ministro de armamentos a principios de año nuestra capacidad de producción ha aumentado una barbaridad. Lo he notado. La presión que hemos tenido para enviar volframio ha sido enorme…

—Eso es cierto —admitió Lehrer, y le dio unas suaves palmaditas—, pero los pies me dicen que eso sólo servirá para prolongar la agonía. Y mis pies jamás se equivocan.

Ambos dirigieron la vista a las agónicas botas de Lehrer.

Eran las seis, estaba oscuro y hacía un frío espantoso fruto de un viento directamente llegado de la perpetua oscuridad finlandesa. El coche avanzaba a rastras como la criatura medio ciega que era. En el asiento de atrás, Felsen estaba confuso. ¿Sabía Lehrer de lo que hablaba? Siempre se las había dado de visionario, pero ¿en verdad había que achacar el futuro del Tercer Reich a que tenía veinte kilos de más y pasaba demasiado tiempo sentado en su despacho y a una podología atroz? ¿Era posible que el gran ejército alemán que se había paseado por Europa y había aplastado a los rusos hasta el mismísimo Cáucaso, hasta estar a veinticinco kilómetros de Moscú, hasta los arrabales por el amor de Dios, era posible que todo se fuese al traste por la pérdida de una ciudad? Felsen fumaba en el hueco de su mano y contemplaba las ruinas de los arrabales de Steglitz, Schönberg y Wilmersdorf; recordó que a principios de junio Poser le había contado algo que no se había creído. La noche del 30 de mayo, en apenas una hora y media, los bombarderos aliados habían lanzado más de dos mil toneladas de bombas sobre la ciudad. Poser se lo había dicho cuatro días más tarde y Berlín aún estaba en llamas. No se lo había creído y había tratado de quitar de en medio al prusiano para salir de la habitación, pero Poser lo había aferrado por el codo con su prótesis para decirle a la oreja: «He visto la estimación de los daños. La de verdad, no la versión de Goebbels. Ahora váyase a encontrar su volframio. Necesitaremos hasta el último kilo que consiga».

Cuando entraron en el sur de Berlín por la Potsdamerstrasse le pidió al chófer que siguiera adelante y doblase a la izquierda por la Kurfürstenstrasse. La calle estaba irreconocible a causa de los montones de cascotes apilados a cada lado y los edificios destruidos y calcinados. En apariencia, la finca de Eva aún se tenía en pie. Le pidió una linterna al chófer, se metió en la travesía adoquinada y entró en el patio por una puerta que daba paso a un exacto cuarto de círculo de cascotes y un angosto sendero hasta la entrada de la finca, cuya parte de atrás se había derrumbado por completo y revelaba la cocina de Eva.

El lugar era inhabitable y había empezado a retroceder cuando oyó una voz, frágil como porcelana fina, que entonaba una canción infantil paradójicamente recia de su tierra:

Ich bin ein Musikant, ich komm vom Schwabenland,

Du bist ein Musikant, du kommst vom Schwabenland.

Ich kann aufspielen auf Meiner Geige,

Du kannst aufspielen aufDeiner Geige.

Déla schutn, schutn, schum,

Déla schum, schum, schum,

Déla schum, schum, schum,

Déla schum.

Felsen subió las escaleras, todavía sólidas e intactas. La voz atacó el frenético estribillo como el arco de un violín. La puerta del apartamento estaba abierta. Habían vaciado el salón hasta dejar al aire los tablones, y de éstos incluso habían arrancado algunos y los habían llevado al otro extremo de la casa. Siguió la voz hasta el estudio de Eva. Acurrucada en una esquina, con una mezcla extravagante de prendas —bufandas, rebecas, faldas, incluso un chaleco de hombre— estaba Traudl. Dejó de cantar.

—¿Hoy me has traído algo?

Su cara había vuelto por completo a la infancia. A una infancia sin un gramo de grasa. La blanca piel de su cráneo era más fina que la mejor gamuza de guante. Tenía las sienes hundidas. Se arrodilló a su lado.

—Ah —dijo ella al ver que se trataba de un hombre—, ¿quieres follar conmigo?

—¿Dónde está Eva, Traudl?

—Muy bien, pues, deja que me siente contigo, tú déjame sentarme contigo.

—Puedes sentarte conmigo, pero dime de paso dónde está Eva.

—Se ha ido.

—¿Adónde se ha ido?

La chica frunció el ceño pero no contestó. Trató de pasarle la mano por el pelo pero lo tenía demasiado apelmazado. Retomó su canción.

Pasos en las escaleras. Se movió una luz en el salón. En el umbral apareció una mujer.

—¿Qué hace? —preguntó, agresiva hasta ver el uniforme.

—Trato de encontrar a Eva Brücke.

—A Frau Brücke la arrestó la Gestapo hace meses.

La chica dejó de entonar su crispante canción.

—¿Por qué? —preguntó Felsen.

Judenrein, judenrein, judenrein —canturreó Traudl.

—Por refugiar a ilegales —explicó la mujer—. Ésta se presentó aquí al cabo de unos días. No quiere moverse, ni siquiera cuando hay bombardeos. Le traigo algo de comer de vez en cuando. Pero con este invierno pronto tendrá que irse.

Felsen se la llevó a su apartamento, que había sido requisado por la Organización Todt para llenarlo con los obreros de la construcción de Speer. Le dio a una de las mujeres todas sus tarjetas de racionamiento y algo de dinero, y dejó a Traudl con ella.

Le dijo al chófer que lo llevase a Wilhelmstrasse y reservó una habitación absurdamente lujosa en el Hotel Adlon.

A las 8:30 de la mañana siguiente estaba en el n.° 8 de Prinz Albrechtstrasse, sentado en el despacho del SS Sturmbannführer Otto Graf. Mientras esperaban a que les trajeran el archivo Graf disfrutaba de uno de los cigarrillos de Felsen con la vista puesta en el exterior, en la mañana todavía oscura.

—¿Qué interés tiene en este caso, Herr Sturmbannführer?

—La conocía.

—¿Intimamente?

—Llevaba años regentando bares y clubes de Berlín. La conocía un montón de gente.

—Pero usted, ¿qué me dice de usted?

—La conocía lo bastante para saber que ella no pensaba dejarse conocer.

—Es posible… si uno se dedica a eso, es lo que toca.

—La conocí antes de la guerra. Siempre fue así.

Llegó el archivo. Graf miró la fotografía y la recordó. Hojeó las páginas.

—Sí, sí, ya me conozco yo a éstas —comentó—. Parece que vaya a quebrarse como un lápiz a las primeras de cambio y tres semanas después todavía no nos ha contado nada. Y no es que…

—¿Tres semanas?

—Fue un asunto muy serio. Ayudaba a los judíos a escapar clandestinamente. Los mandaba en vagones de muebles a Gotemburgo.

—¿Y después de esas tres semanas?

—Tuvo suerte. Si el juez instructor llega a ser Freisler la habrían colgado. En vez de eso la han enviado a Ravensbrück de por vida.

Felsen ofreció otro cigarrillo, que fue aceptado. Eran estadounidenses, unos Lucky Strike que se había traído de Lisboa. Le dio a Graf el paquete y otro que llevaba en el bolsillo. Le dijo que podía apañárselas para conseguirle un cartón, dos cartones. Graf asintió.

—Vuelva a la hora de comer, tendré listo un permiso de visita para usted.

No fue difícil hacerse con un coche, pero conseguirle gasolina llevó toda la tarde y otros dos cartones de tabaco. Podría haber tomado el tren a Fürstenberg pero le habían dicho que la estación estaba a mucha distancia del campo y que no siempre había transporte disponible.

Por la noche se fue detrás del edificio incendiado del Reichstag y compró cuatro tabletas de chocolate en el mercado negro. Aquella noche no durmió gran cosa, aunque sí estuvo tumbado en su lujosa cama del Hotel Adlon, bebiendo demasiado y calentándose los cascos con fantasías de rescate. Se veía con Eva subiendo la escalerilla de un avión en el aeropuerto de Tempelhof y volando desde el Berlín destrozado por las bombas hacia el mar azul, el ancho Tajo y una nueva vida en Lisboa. Es lo más cerca que estuvo de llorar, llorar de emoción, en su vida de adulto.

La mañana siguiente amaneció sin nubes y el paisaje de los sesenta kilómetros de trayecto al norte de Berlín estaba congelado y empolvado de blanco por una helada férrea que el débil sol invernal jamás lograría fundir. A Felsen le quemaban los ojos, que tenía entrecruzados de líneas rojas. Tenía una acidez de estómago tremenda pero aun así lograba sentir algo del heroísmo de la noche anterior. Aparcó fuera del campo y le dejaron atravesar las paredes de alambre de espino para entrar en un complejo formado por bajas casetas de madera. Lo llevaron a una y lo dejaron a solas con cuatro hileras de bancos. Pasó el tiempo. Horas enteras. No entró ninguna visita más. Se sentó en un banco y fue desplazándose con el sol que entraba por la ventana para mantenerse en calor.

A la hora de comer entró en la habitación una guarda con sobretodo gris y cofia de lado. Felsen se levantó para quejarse pero vio que venía seguida por una figura con un uniforme carcelario a rayas tres tallas demasiado grande que lucía un triángulo verde en el bolsillo de la camisa. La guarda envió a la prisionera rapada hacia los bancos donde se encontraba Felsen. La prisionera marchó como un soldado de maniobras.

—Tienen diez minutos —dijo la guarda.

Felsen no estaba preparado para aquello. La apariencia de la prisionera era tan ajena a la de los seres humanos de detrás de la periferia de alambre de espino que no estaba seguro de que fuesen a hablar el mismo idioma. Le hizo falta medio minuto de reloj para hallar los vestigios de Eva Brücke, propietaria de un club nocturno berlinés, en aquel cráneo hundido de papel maché gris. Por un momento pensó que aquella prisionera iba a llevarla hasta Eva: rubia, con la piel blanca y fumando en algún punto del campo.

—Has venido —dijo secamente, y se sentó a su lado.

Felsen extendió su enorme mano. Eva plegó sus ennegrecidas y marchitas zarpas de mono sobre el regazo. Él partió un trozo de chocolate y ella lo cogió y lo engulló. El cacao hizo la combustión en su interior al instante.

—Sabes —dijo—, muchas veces soñaba que se me caían los dientes. Era una pesadilla. La gente decía que era porque me preocupaba el dinero, pero yo sabía que era otra cosa. Nunca me ha preocupado tanto el dinero. No tanto como a ti. Yo sabía que me aterrorizaba perder los dientes porque había visto a todas aquellas mujeres desdentadas de los pueblos, con la cara cedida, su belleza desaparecida, su personalidad arruinada. Me quedan ocho, Klaus, todavía soy humana.

—¿Qué te ha pasado en las manos?

—Me paso el día haciendo uniformes, todos los días. Es el tinte.

Le miró la mano, que seguía extendida en espera de la suya, y después la cara. Sacudió la cabeza.

—Voy a…

—Estamos en mi pausa para comer, Klaus —lo cortó con fiereza—. Dame algo más de chocolate, es lo único que me interesa. Ni la esperanza, ni las promesas y desde luego no el sentimentalismo. Sólo el chocolate.

Partió otro trozo y se lo dio.

—Y tampoco voy a hacerte perder el tiempo —continuó ella—. Supongo que has venido en busca de una explicación. Pues bien, sí que me viste aquella noche en Berna. Ese cerdo de Lehrer… nunca supo perder. Ya te previne de cómo era, ¿o no?

—¿Por qué Lehrer?

—Lo conocía. Lo conocí antes que a ti, años antes. Frecuentó todos mis clubes. Me sorprendía que no hubieras topado con él. Una noche me preguntó si conocía a alguien que hablase idiomas y tuviese buena mano con los negocios, que fuese un buen organizador. Y de golpe todo encajó. Tú, él y lo que yo hacía. Tendrías que darte por afortunado. Si Lehrer no te hubiese enviado a Lisboa, lo más probable es que estuvieras en Dachau. Fue la solución: Lehrer te quitaba de en medio y mi lío con él significaba que no me vigilarían demasiado de cerca.

—Pero ¿por qué no me lo contaste?

Estaba enfadado. Contempló su cara arruinada, los prominentes cráteres de sus cuencas oculares, los restantes dientes amarillos ennegrecidos por el chocolate fundido, las venas que sobresalían de su cabeza rapada y las costras de los cortes del afeitado en la pelusilla que se formaba sobre su cráneo fino como la porcelana. Y ella vio que estaba enfadado.

—Más chocolate —le conminó, sin molestarse en responder a la pregunta de un hombre con uniforme de las SS, el hombre que había sido Förderndes Mitglied de las SS, el hombre que había fabricado enganches para las SS, por el amor de Dios, el hombre que compraba volframio para las SS con el fin de que la máquina bélica nazi pudiera sembrar el pánico. ¿Que por qué no se lo había dicho?

Partió otro pedazo.

—No creas que lo hacía por valentía, Klaus. Todo pasó por casualidad… Después de lo ocurrido con aquellas dos chicas judías, te acuerdas de eso, eso sí que te yo conté, ¿verdad?, las que le envié a Lehrer y a su amigo; aquello de contártelo fue un riesgo… un riesgo que no repetí cuando vi… —se detuvo y se controló—. Así pues, trasladé a las otras dos chicas judías que tenía fuera de Berlín y ya está, ya estaba metida en el ajo. No dejaban de acudir a mí y era incapaz de rechazarlas. Me había convertido en un eslabón de la cadena.

—Un minuto más —dijo la guarda.

—¿Cuándo viste qué? —preguntó Felsen.

—Nada.

—Cuéntamelo.

—Cuando vi que te traía sin cuidado —respondió con calma.

—Hablaré con Lehrer —dijo Felsen a toda prisa, para no tener que meditar demasiado lo que ella le acababa de decir.

—¿Es que no te enteras, Klaus? Fue Lehrer quien me metió aquí. Se libró de mí. Me había convertido en una vergüenza para el Obergruppenführer. La única persona capaz de sacarme de aquí es el Reichsführer Himmler en persona. Así que ni se te ocurra. Más chocolate.

Le dio las tres tabletas que llevaba en el bolsillo y desaparecieron por entre su ropa. Se puso en pie y él se levantó a la par. Eva se puso firme. Él le cubrió la nuca de bebé con la palma de la mano. Volvió la cabeza en un brusco ademán de sorpresa, se zafó de su mano al darse la vuelta y se alejó de él.

—Visita terminada —dijo la guarda.

Desfiló hasta la puerta y, sin volver la vista, salió directa al sol invernal. Fue la última vez que la vio.