1 de octubre de 1942, centro de Berlín
Sentada en el estudio de su piso, Eva Brücke fumaba un cigarrillo tras otro y tomaba sorbos de una copa de coñac que sostenía con manos que de puro blancas revelaban con claridad la trama de sus venas azules. Tenía la cara tan descolorida que no le hubiera extrañado que al trasluz las mejillas le transparentaran los dientes. ¿Por dentro? No tenía interior. Se sentía como un pájaro desplumado y destripado, y congelado además.
Compartía el apartamento con dos de ellos, anónimos por supuesto, Hansel y Gretel, Tristán e Isolda. Los dos eran hábiles, expertos en no estar allí: más silenciosos que insectos pero no tan callados que en las habitaciones se hiciera palpable la tensión. Llevaban meses de práctica por todo Berlín y aquélla era su última parada.
Eva se había arreglado para salir y estaba ya a punto de aplicarse el extremo en borla del pintalabios a la boca cuando llamaron a la puerta, unos educados golpecitos. Dejó de lado con calma el pintalabios. No quería pifiarla y romperlo, porque era muy caro. El siguiente toque fue un tronar, un aporreamiento sobrecogedor de la puerta seguido del terrorífico trisílabo capaz de producirle tembleques al camarero berlinés más pintado.
—¡Gestapo!
Gritaron lo bastante fuerte para que los dos ocupantes de la parte trasera del piso lo oyeran y se escondiesen. No disponía de tiempo.
—Voy —consiguió responder a la primera, sin que se le quebrase la voz y con el añadido de un ligero tono de irritación.
El golpeteo no cesó. Se puso el abrigo y abrió la puerta.
—¿Sí? —dijo, con eficacia y un asomo de frunce en la frente—. Estaba a punto de salir.
Los dos hombres la apartaron y entraron en el salón. Ambos lucían negras gabardinas de cuero y sombreros negros que no se quitaron. Uno era delgado, el otro una bestia.
—Pasen —dijo ella.
—¿Sus papeles?
Los sacó del bolso y se los entregó con brazo rígido, donde la serenidad roza la impertinencia.
—¿Eva Brücke? —inquirió el delgado, sin mirar los documentos.
—Confío en que hallarán que ésa soy yo.
—La han denunciado.
—¿Quién y por qué?
—Por refugiar a ilegales —respondió—. Sus vecinos.
—No tengo vecinos, estoy rodeada de escombros.
—No tiene por qué tratarse de los vecinos de al lado. Vecino puede ser alguien que viva en la finca de atrás, por ejemplo.
—Los bombardearon la semana pasada —replicó ella.
—No le importará que echemos un vistazo rápido.
—Estaba a punto de salir —repitió, al borde de la desesperación.
—No nos llevará mucho —dijo el delgado mientras olfateaba el aire.
—Mientras no les importe darme el nombre de esos vecinos y el de sus superiores para que cuando vengan esta noche a mi club denuncie a los vecinos por entrometidos, y también sus nombres…
—¿Para qué? ¿Para denunciarnos, también? —preguntó la bestia con la cara cernida a un palmo de la suya.
—Müller —añadió el delgado señalándose el pecho—, y Schmidt. ¿Quiere apuntarlos? ¿Podemos ponernos ya manos a la obra?
—La parte de atrás del piso aún es peligrosa a causa de los bombardeos. Si se hacen daño, no me hago responsable. Y si por culpa de su torpeza se cae una pared y tengo que congelarme todo el invierno voy…
—… a dormir en esta habitación —terminó Schmidt, con ojos soñolientos; tenía la nariz rota y torcida hacia la derecha.
—No. Le pediré a mis amigos, sus superiores en la RHSA, que me paguen la reconstrucción.
—Y un huevo —repuso Schmidt con crudeza.
Nadie supo a ciencia cierta a lo que se refería.
La contemplaron con fijeza. Se había pasado con la brusquedad y la mención de nombres. Los nervios. Müller le devolvió los papeles.
—Será mejor que entre yo primero —dijo—. Si los cien kilos de Schmidt empiezan a resbalar se llevará con él la fachada entera del edificio.
Sonrió como si su boca fuera un corte reciente, le dio la espalda y olfateó de nuevo. A Eva no le gustaba. Para ser de la Gestapo parecía una pizca demasiado inteligente. ¿Qué se había hecho de los imbéciles, los habían mandado todos a Stalingrado?
Eva se sentó en el comedor y enfundó las manos en los bolsillos de su abrigo. Schmidt se recostó en el marco de la puerta para observar a Müller avanzar por el pasillo.
—Dígale que donde tiene que mirar es en las dos últimas habitaciones. Lo notará en las tablas del suelo.
Schmidt la miró, asintió y dirigió la vista de nuevo hacia el pasillo sin decir palabra. Eva tenía ganas de fumar pero no se atrevía a sacar las manos de los bolsillos. El estado de su estómago le indicaba que temblarían.
—Los huele antes —comentó Schmidt al rato.
—¿El qué?
—A los judíos —aclaró Schmidt—. Dice que huelen a queso pasado.
—Dígale que en mi cocina encontrará.
—¿Judíos? —preguntó con total naturalidad.
—Queso —dijo Eva—. No quiero que me ponga el piso patas arriba sólo porque tengo un trozo de gruyere que me dieron hace seis semanas.
—¿No se conserva? —preguntó él—. El gruyere.
—¿De dónde sacan a tipos como ustedes?
De sopetón se proyectó desde el marco de la puerta y cruzó la habitación a un paso alarmante, como si ya estuviera bien de cachondeo y fuese hora de aplicar las herramientas de costumbre. Cerró las manos sobre los brazos de su sillón y le acercó tanto la cara que pudo distinguir cada una de las cerdas que le nacían sobre el labio de arriba.
—Tiene unas buenas piernas —dijo él.
—No como su educación.
—Espero que nos la llevemos a Prinz Albrechtstrasse —le anunció, bajando la vista a su regazo para después volverla a centrar en sus ojos—. Allí podemos hacer lo que nos viene en gana.
—¡Schmidt! —gritó Müller desde la otra punta del piso. Eva dio un respingo—. ¡Ven aquí!
Schmidt sonrió y se apartó del sillón con un empujón. Desapareció por el pasillo. Eva se puso una mano entre las piernas sin sacarla del bolsillo y juntó los muslos por si se hacía pis encima. Sentía los intestinos líquidos y temblorosos.
—Agárrame del cinturón —dijo Müller.
—Este suelo está hecho una mierda —proclamó Schmidt con precisión de ingeniero constructor.
Eva se obligó a levantarse y recorrer el pasillo.
—Vaya con cuidado, por el amor de Dios —advirtió—. Hay siete metros hasta la calle. La caída le matará, si no lo hacen los escombros.
—Está preocupada por ti, Müller.
Müller se estiró hacia delante y asomó la cabeza por la puerta. Schmidt lo aguantaba, sonriente; le guiñó un ojo a Eva.
—Deben de gustarle los delgados, me parece a mí —añadió.
—Cállate, Schmidt, y sácame.
Schmidt, sin apartar la vista de Eva, dio un tirón con el antebrazo y Müller fue disparado a estamparse contra su pecho. Schmidt lo rodeó con el brazo.
—Ya sabes lo que hay que hacer —dijo Schmidt—. Hay que actuar con total seguridad. No puede uno andarse con chorradas. Hay que hacerlo, sin más.
Avanzó dos pasos por el pasillo y se metió en el dormitorio de la izquierda. El suelo entero se tambaleó. Las vigas gimieron. Cayó una polvareda de yeso y ladrillo. Se oyó un estruendoso crujido. Schmidt reapareció con la cara empolvada, meneando la cabeza. En el revoque del techo surgió una grieta.
—Puto imbécil —dijo Müller mientras retrocedía a toda prisa por el pasillo.
—Aquí no hay nadie —anunció Schmidt, que caminaba con rigidez, las nalgas chirriantes.
—Nos vamos.
—¿No has olido nada? —preguntó Schmidt, recobrada la calma.
—Sólo la mierda que llevas en los calzoncillos.
Eva los condujo de vuelta al salón. Müller, con cara de circunstancias, parecía enfadado y frustrado. Schmidt abrió la puerta y volvió la vista hacia Eva.
—¿Qué hay ahí dentro? —inquirió Müller, en referencia a un viejo baúl que Eva había trasladado desde la habitación dañada. No era muy grande. No podía contener a un adulto.
—Libros —respondió Eva—. Trate de levantarlo.
Müller intentó abrir la tapa. Estaba cerrado.
—Ábralo —ordenó.
—Hace años que no lo abro. No sé ni dónde está la llave.
—Encuéntrela.
—No sé… —Eva paró en seco. Schmidt se había abierto la gabardina para sacar una Walther PPK—. ¿Qué hace?
—Es el mejor detector de judíos que conozco —explicó.
—Y si dentro no hay ningún judío, ¿está dispuesto a pagarme seis meses de su salario?
—¿Seis meses?
—El baúl es del siglo diecisiete y los libros también tienen valor. ¿Por qué cree que lo saqué del dormitorio?
Schmidt asió con más fuerza la pistola y la apuntó hacia Eva.
—¿Sabe cuál es la pena por refugiar a ilegales?
—Me imagino que incluye unos cuantos años en un KZ.
—¡Premio!
—Vámonos —dijo Müller.
Se fueron. Eva fue directo al baño y soltó un chorrillo de diarrea. Se encendió el primer cigarrillo con el vestido y el abrigo todavía subidos hasta la cintura.
Tenía que obligarse a salir de casa. Había dicho que salía, así que tenía que hacerlo. Sabía que la estarían esperando en su coche. Se acabó el cuarto cigarrillo, derramó lo que quedaba de coñac, se enjuagó la boca con agua y salió a la calle como pudo. Pasó a la calzada. Las aceras estaban cubiertas de pilas de escombros y checos y polacos no paraban de sacar más de los edificios en semirruina. El coche de la Gestapo se puso a su altura y Schmidt bajó la ventanilla.
—¿La acercamos a algún sitio? —preguntó—. Seguro que nos pilla de camino.
—Iré andando, gracias.
—Nos vemos. En el ocho de Prinz Albrechtstrasse.
Llegó a su club, en la Kurfürstendamm. Sudaba a raudales aunque en la calle hiciera frío. En su despacho Traudl descansaba en un catre de campaña detrás de una cortina. Dormía allí cuando no encontraba a algún hombre que cuidara de ella, que era la mayor parte de las veces. Era blanca y delgada, de huesos faciales tan nítidos y frágiles como la porcelana. Eva la envió a limpiar el bar y se sentó con otro coñac y más cigarrillos. Su cuerpo, que por momentos se había sentido tan dislocado como si lo hubiera pensado un cubista, volvió poco a poco a la normalidad. Calientes y rellenas las tripas, los intestinos se le asentaron. Sacó las cuentas de septiembre y desplazó a Hansel y Gretel a la trastienda de su cerebro.
A las 19:30 se fue a casa a ponerse su atuendo nocturno. Hacía una noche fría. Por su lado pasaban grupillos de judíos, todos con las estrellas amarillas que la ley les obligaba a llevar desde principios de septiembre, de camino a casa antes del toque de queda de las 20:00. Obreros de las fábricas de armamentos, legales todos.
Antes de embocar su calle adoquinada desde la Kurfürstenstrasse dirigió una mirada a la noche estrellada. Olfateó el aire. Estaba limpio y en la calle no había coches de la Gestapo a la vista. De todos modos, los bombarderos ya estarían de camino. Había sido un verano espantoso. Primero Lübeck, después Colonia, Dusseldorf, Hamburgo, Osnabrück, Bremen y, por supuesto, Berlín. El aire se había cargado de putrefacción. Sólo engordaban las ratas. Pero esa noche se presentaba limpia. Subió al piso, entró y echó un vistazo en todas las habitaciones.
—Pasó el peligro —dijo en voz queda.
Empezó a percibir movimiento de forma gradual en la habitación del fondo. Un joven se asomó centímetro a centímetro por la puerta con la cara crispada a causa de la rigidez de su cuerpo.
—¿Dónde está la chica? —preguntó Eva.
Apareció detrás de él.
—¿Dónde estabas?
—En el baúl —respondió ella—. Justo cuando llegaron estaba mirando si cabía.
De repente Eva se puso en el lugar de la chica dentro del baúl. Se estremeció.
—Esta noche salís para Gotemburgo —dijo, pasando a temas más alegres.
La chica sonrió hacia el techo. El muchacho le dio un apretón en el brazo. Llamaron a la puerta con suavidad. El chico retrocedió con sigilo por el pasillo y se metió por la puerta. La chica había desaparecido. Eva carraspeó.
—¿Quién es?
Otro golpe suave.
Abrió la puerta. Dos chicas. Una rondaba los veinte, la otra tendría catorce como mucho. Estrellas amarillas.
—¿Sí? —preguntó Eva, mientras echaba una ojeada a las escaleras.
—¿Puede ayudarnos? —pidió la mayor—. Venimos de parte de Herr Kaufman.
—No —respondió, y las dos chicas emitieron un grito ahogado como si las hubieran apuñalado—. Me vigilan.
—¿Qué podemos hacer?
—Tendréis que iros a otra parte.
—¿Ahora?
—Es demasiado peligroso que os quedéis aquí.
—¿Y adónde vamos?
Parpadeó. ¿Por qué Kaufman no la había avisado de que le enviaba dos más? Se dio golpecitos en la frente con el puño cerrado y trató de pensar en algún sitio de las cercanías.
—¿Conocéis a Frau Hirschfeld? —preguntó.
Negaron con la cabeza.
—¿Conocéis Berlín?
Otra vez.
Les dio las instrucciones por escrito. No era fácil llegar hasta allá sin papeles pasadas las 20:00. Las puso en camino. Todavía tenía mucho trabajo por delante con Hansel y Gretel. Entró en su despacho, abrió la cerradura del segundo cajón y lo sacó. Retiró el contenido y le dio la vuelta. Enganchados debajo estaban los documentos falsificados para Hansel y Gretel que los acreditaban como Hans e Ingrid Kube.
Otra suave llamada a la puerta.
«¿Y ahora qué?».
Volvió a llenar el cajón y lo introdujo en el escritorio.
Otra suave llamada.
Esas chicas. ¿Dónde tenía la cabeza Herr Kaufman?
Atravesó el salón a zancadas y abrió la puerta. Las dos chicas esperaban con el abrigo puesto y los zapatos plantados bien juntitos, como buenas nenas. Detrás, con las manos sobre sus hombros, estaba Müller. En la luz apareció el colosal puño de Schmidt, que agitaba las instrucciones que Eva acababa de escribir: una momentánea pérdida de concentración. La chica más pequeña rompió a llorar.
—Frau Hirschfeld le envía recuerdos —dijo Schmidt, y empujó a Eva con la mano plana entre los pechos de forma que cayó de espaldas y derrapó por la habitación.
—¿Cuánto ha dicho que costaba ese baúl? —preguntó, y cerró de un portazo tras de sí. Sacó la pistola. Pasos en la escalera. Quitó el seguro.
—No —exclamó Eva.
—¿No? ¿Por qué no?
—He encontrado la llave.
—Es demasiado tarde para las llaves. No tengo tiempo para llaves.
Disparó dos balazos al baúl. Se oyó un grito apagado. Eva se arrojó sobre el brazo de Schmidt que sostenía la pistola y él le soltó un revés en la frente con el cañón. Perdió el equilibrio pero no del todo la consciencia. Schmidt disparó otra vez. Eva notó que la llevaban en volandas, y que su mejilla aterrizaba sobre la superficie labrada del baúl. Schmidt tiró hacia arriba de su falda y la agarró con una mano entre las piernas, hasta que sus dedos se abrieron camino en el interior.
Se oyó un grito procedente del fondo de la casa, un aullido incoherente. Algo cayó, algo grande y pesado, como el armario que Eva no había podido sacar. La manó salió. Siguió un tremendo crujido y luego un breve compás de silencio antes de que la parte trasera del edificio entero se viniera abajo con un estruendo interminable.
Eva resbaló hasta el suelo: encima de ella Schmidt contemplaba el inacabable derrumbamiento con la boca abierta e incapaz de moverse, sin saber dónde se detendría la destrucción del edificio ni si llegaría a engullirlos.
Por primera vez en dos años Eva dejó de tener miedo. Sentía alivio de que todo hubiese terminado. Alivio, esto es, hasta que el silencio volvió a la casa y bajo ella aún había suelo y Schmidt dijo:
—Vaya si había peligro, anda que no.
1 de octubre de 1942, Largo do Rato, centro de Lisboa
En el Largo do Rato Felsen había cogido un taxi a gasogénio, una novedad del año anterior, cuando empezó a notarse la escasez de combustible. Por algún motivo sentía más peligro cuando en el maletero llevaban una estufa que consumía madera para generar vapor y llevarlo a un cilindro del capó, que cuando era la gasolina la que venía a hacer lo mismo. No veía el momento de bajarse, que es lo que hizo cuando no llevaban ni setenta metros de la Rúa da Escola Politécnica, pero no por haber perdido los nervios.
Creía estar equivocado, pero el parecido era tan marcado que tenía que salir a comprobarlo. La chica tomó a la derecha por la Rúa da Imprensa Nacional y él emprendió una carrera cojitranca para alcanzarla. No se había equivocado. Era Laura van Lennep. La agarró por la muñeca cuando volvía a torcer a la derecha: se giró en redondo y pugnó por desembarazarse de él.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó él sin soltarla.
Al parecer estaba en blanco.
—Chave d’Ouro, Casino de Estoril, Hotel Parque, marzo de 1941. Nos enamoramos —añadió con sarcasmo.
La chica parpadeó y él la miró con mayor detenimiento. Algo fallaba, algo de la cabeza que se daba a conocer en la cara.
—Tengo que ir a América —dijo ella, tratando de liberar su muñeca.
—Klaus Felsen —siguió él, aferrándose a ella—. Puede que lo recuerdes… me robaste los gemelos. Llevaban una inscripción con mis iniciales. KF. ¿No? ¿Cuánto sacaste por ellos? No lo bastante para irte a América, o eso parece.
Laura retrocedió calle abajo, no por miedo sino porque sabía que tenía que alejarse de la presión. La desagradable presión. Quería llegar a ese sitio. El sitio en el que te trataban bien. El sitio en el que te cuidaban. Se dio la vuelta. Felsen la soltó, vaciló y, por fin, la siguió. Se metió en la Travessa do Noronha, donde había un comedor y hospital de beneficencia organizado por la Commissão Portuguesa de Assisténcia aos Judeus Refugiados. Era la hora de comer y más personas entraban en el edificio. Felsen la vio hacer cola hasta recibir su comida. No habló con nadie. En ocasiones miraba en derredor, pero de forma furtiva y con la cabeza cernida sobre la cuchara. Felsen se acercó a un médico de bata blanca que esperaba su turno. Señaló a la chica y pidió por ella.
—No sabemos a ciencia cierta lo que le pasó —le indicó el médico en portugués, pero con acento de Viena—. Tuvimos un caso muy parecido al suyo en el que observamos la misma obsesión neurótica por llegar a América. A aquella otra paciente sus padres la habían metido en un tren en Austria y le habían dicho que llegara a América a toda costa. Más adelante descubrió que se habían llevado a toda su familia a un campo de concentración. La noticia provocó una curiosa reacción, consistente en una profunda necesidad de obedecer a sus padres combinada con un sentimiento obsesivo de culpa que le impedía satisfacerla.
»El único motivo para creer que éste puede ser también el caso de esta holandesa es que en su pasaporte vimos que en algún momento dispuso de un visado estadounidense, y que entre sus efectos personales encontramos un pasaje válido para un barco que había zarpado hacía ya mucho. Es triste… pero mire a su alrededor.
El médico volvió a la cola de la comida. Felsen miró a su alrededor sin comprender a qué se refería. La chica ya no estaba sentada a la mesa. Salió del edificio, se detuvo en lo alto de las escaleras, se encendió un cigarrillo y tiró la cerilla a la calle. Atravesó el Bairro Alto bajo un brillante sol otoñal hasta llegar al Largo do Carmo, donde cogió el elevador que bajaba a la Rúa d’Ouro.
Subió al segundo piso del edificio que habían tomado en arriendo para el Banco de Océano e Rocha. Las oficinas ocupaban la planta baja y el primer piso, y en los de arriba se encontraban los apartamentos, el suyo en el último y el de Abrantes y familia en el segundo. Abrantes le había pedido que fuese el padrino de su segundo hijo. Aquella mañana le había llamado a la legación alemana para decirle que a Maria le habían dado el alta y que debía ir a echarle un vistazo a su nuevo ahijado.
La doncella acompañó a Felsen al comedor. Maria estaba tumbada en el diván con un abrigo de pieles innecesario, dado el tiempo. A duras penas soportaba mirarla. En menos de un año la campesina se había transformado en la réplica de una estrella de cine del momento. No sabía leer pero hojeaba las revistas y elegía cualquier cosa que le llamara la atención; Abrantes la tenía consentida. Felsen se encendió un cigarrillo para reprimir una mueca de sorna. Maria se encendió otro y soltó el humo en un chorro ensayado.
Abrantes contemplaba la Rúa d’Ouro a través de los ventanales, entrecruzados de cinta adhesiva a causa de los bombardeos que los portugueses todavía esperaban ver descender desde Europa como un frente de mal tiempo. Felsen había llegado a oír alarmas de bombardeo y había visto a los soldados sentarse sobre sacos terreros tras las barricadas alambradas de la Praga do Comercio, intrigado por qué demonios se suponía que estaban haciendo.
Abrantes lucía traje gris y unas flamantes gafas, aunque él nunca fingía saber leer. Se estaba fumando un charuto. Llevaba la transformación de su anterior estado de campesino de la Beira mejor que Maria. Tenía la estatura y la mirada siniestra capaces de inspirar respeto a los pobladores de la ciudad. Había aprendido normas de comportamiento y educación al igual que Felsen cuando llegó a la urbe desde Suabia. Saludó al alemán con grandes aspavientos, como correspondía a un próspero hombre de negocios en tiempos de guerra. Lo guio hasta el borde de la cuna, sobre la que Maria tenía puesta una mano con aire de propietaria.
—Mi segundo hijo —dijo—. Tu ahijado. Le hemos puesto Manuel. Me gustaría haberle puesto tu nombre, pero Klaus… Estoy seguro de que lo entenderás, un niño portugués no puede llamarse Klaus, así que le hemos puesto el nombre de mi abuelo.
Felsen asintió. La criatura dormía, apretujada entre lo que parecían más que demasiadas mantas. Era igual que cualquier otro bebé sólo que con menos arrugas. Maria acarició al niño con el dedo. Felsen era consciente de que le miraba. La criatura pugnó por zafarse del dedo intruso y una burbuja surgió de su boquita fruncida. De improviso abrió unos ojos sorprendidos y grandes en comparación con su cara. Felsen torció el gesto. La cara de Maria apareció en su campo de visión.
—Éste se parece a la madre —dijo Abrantes por encima de su hombro.
Aquellos ojos tenían mucho de azules y, tal vez si uno era el padre, una mínima traza del verde de Maria, pero para Felsen eran azules, sus ojos.
—Un bebé precioso —comentó Felsen de manera automática, y Maria volvió a sentarse en el diván.
Abrantes extrajo al niño de la cuna y lo sostuvo en alto. Le gruñó. La criatura parpadeó ante el oso malo.
—Mi segundo hijo —repitió—. No hay hombre más feliz que el que tiene dos hijos.
—¿Y uno que tenga tres hijos? —preguntó Maria con descaro, segura de su posición.
—No, no —dijo Abrantes, agitado por la superstición como la retama por el viento de la Beira—. De tres, uno siempre sale mal.
El bebé hizo acopio de sus pequeñas pero impresionantes fuerzas y emitió un largo y penetrante lamento.