CAPÍTULO XVII

20 de diciembre de 1941, Serra da Malcata, Beira Baixa, Portugal

La recua de mulas se había dividido. Abrantes, que había enviado por delante al más joven de sus hombres, se maldecía por haber sobrecargado las bestias, pero no tenía sentido dejar atrás unos pocos centenares de kilos para otro viaje. Dos de las mulas habían perdido el paso, una coja y la otra con la cincha partida. Habían tratado de repartir su carga entre el resto de mulas pero sin éxito, ya que se arriesgaban a perder alguna más. El tiempo no había dado cuartel: hacía más frío y la lluvia traía hielo a grupas de un fiero noreste; nubes negras poblaban las colinas.

Abrantes y uno de sus hombres, Salgado, descargaron las mulas. Mientras Abrantes trabajaba en el casco de un animal, Salgado se afanaba por reparar la correa de cuero del otro. Estaban a la vera del río cuando los oyeron. Jinetes. La guarda. Una de las habituales patrullas fronterizas. Los dos hombres miraron el volframio, unos 200 kilos, casi 50 000 escudos. Apagaron sus cigarrillos y tranquilizaron a las mulas.

Abrantes le hizo un gesto con la cabeza a Salgado, recogieron un saco de 60 kilos de volframio cada uno y se acercaron entre tambaleos a la orilla del gélido río. Salgado quería lanzar el suyo al agua sin pensárselo, pero Abrantes le conminó a llegar hasta la corriente más rápida del centro. Volvieron. Salgado no pudo con el segundo, así que los dos sacos siguientes los recogieron entre ambos y después salieron del agua. Regresaron a las mulas y con buenos modos las hicieron entrar en el río y después salir de nuevo.

Aún oían los caballos de la guarda, esta vez más próximos pero sin acercarse, evaluando la situación.

Al principio no los vieron porque la acústica de la cañada jugueteaba con el repiqueteo de los cascos en las rocas. La guarda apareció justo encima de sus cabezas, donde la silueta de sus gorras con visera se recortaba contra la claridad del lejano cielo despejado. Dos de los guardas desenfundaron sus pistolas y el tercero sacó un fusil de detrás de la silla. Les gritaron. El del fusil afianzó su arma y apuntó. Abrantes y su hombre levantaron las manos. Los dos guardas de las pistolas bajaron al galope por el risco hasta el cauce del río. Sus caballos avanzaron con tiento por las piedras hacia las dos mulas. Los guardas desmontaron. El que se había quedado en el risco bajó el fusil, volvió a encajarlo en la silla y aguijoneó a su caballo para unirse al resto junto al río.

El chefe da brigada se aproximó a los dos hombres que seguían con las manos en alto. Agarró la pistola en su mano enguantada con mayor firmeza. Miró hacia las mulas.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Hemos tenido problemas con las mulas —dijo Abrantes—. Ésta está coja y a la otra se le ha roto la cincha.

—¿Dónde tenéis la carga?

—No llevamos nada.

—¿De dónde venís?

—De Penamacor.

—¿Adónde vais?

—A Foios —respondió Abrantes—. Vamos a devolver las mulas a su dueño. Han estado trabajando por Penamacor.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Transporte.

—¿Transporte de qué? —inquirió el guarda, cada vez más molesto.

—Ya sabe, de trajín por la mina.

—¿Volframio?

—Eso creo. Me parece que era eso.

—¿Llevabais algo de volframio?

—No, sólo llevamos las mulas de vuelta.

—Estáis mojados. Empapados hasta la cintura.

—Acabamos de cruzar el río con las bestias.

El chefe les indicó con la pistola que se acercaran a las mulas. Palmeó la panza de los animales para comprobar que estaba mojada. Se acercó al río. El guarda del fusil llegó y desmontó. Arrancó una rama de un árbol y se unió al chefe. Fueron recorriendo la orilla arrastrando la rama por debajo del agua.

Anochecía y la luz iba menguando. Abrantes no sabía de dónde eran los guardas, pero en el mejor de los casos tenían por delante una cabalgata de dos horas. El chefe y el del fusil hablaban donde no alcanzaba a oírlos. Volvieron a los caballos, montaron los tres y se alejaron hasta salir de la cañada sin cambiar más palabras.

Abrantes se acercó a Salgado a su lado y los dos se sentaron y contemplaron el río durante unos instantes mientras la lluvia les calaba la espalda. Abrantes sacó su Walther P48 y comprobó que todavía estaba seca y cargada. Encendieron un fuego. Abrantes volvió al trabajo con el casco de la mula y Salgado arregló la cincha. Cayó la noche y durmieron en torno al fuego después de comer un poco de pan duro con jamón.

La mañana los encontró al rayar el alba metidos en el río para extraer los sacos de volframio. Llevó tiempo, ya que el río venía crecido después de la noche y sólo fueron capaces de sacarlos de uno en uno. Los cargaron en las mulas asignándole a la coja el bulto más ligero. Había dejado de llover pero el viento todavía soplaba frío, y la meseta prometía empeorarlo con el paso del día. Salieron de la cañada y remontaron el risco para empezar a cruzar la sierra hacia España. Allí era donde los esperaban, al otro lado del risco.

El chefe de brigada alzó la pistola y mandó a los hombres que se detuvieran. Abrantes cayó de lado como si hubiera recibido un balazo en la cabeza. El chefe apretó el gatillo por instinto y acertó a un boquiabierto Salgado en la parte superior del pecho, donde el proyectil le destrozó la clavícula. La mula de Salgado arrancó a correr. La segunda bala le alcanzó en el estómago antes de que tocara el suelo.

Abrantes arrastró a su mula hasta el suelo, se sacó la pistola del cinto y disparó al chefe en el pecho, por debajo de la axila. El hombre se desplomó. El guarda del fusil pugnaba por apaciguar a su caballo encabritado y Abrantes pegó dos tiros, el segundo de los cuales le dio en la cabeza. El tercer jinete viró en redondo a tiempo para recibir una bala entre los omoplatos. Cayó hacia atrás con un chasquido y su caballo salió al galope hacia la cañada.

Abrantes amarró su mula y se acercó al chefe, que aún respiraba aunque de su boca manaba sangre a borbotones. Le disparó en la cabeza. El del fusil ya estaba muerto. El tercer guarda tenía el cuello roto. Abrantes fue hasta Salgado, que estaba tumbado boca arriba tan plano que se diría que la tierra ya lo había reclamado. Jadeaba, asustado y atormentado por el dolor, con los labios y la cara blancos. Abrantes le abrió de un tirón la chaqueta y la camisa y vio el amasijo de hueso y carne de su clavícula y el oscuro agujero en su estómago. Salgado murmuró algo. Abrantes inclinó la cabeza hacia su boca.

—No siento las piernas —dijo.

Abrantes asintió, dio un paso atrás y le pegó un tiro en el ojo.

El caballo del chefe se había quedado. Abrantes le cargó dos guardas y se los llevó al río. Allí encontró los otros dos caballos y los ató a un árbol. Volvió y cargó al chefe y a Salgado. Llenó las ropas de los muertos de piedras y los arrastró uno por uno hasta el río.

A grupas del caballo del chefe recogió a su mula y encontró a la de Salgado paciendo en una oquedad, con la carga entera de volframio todavía a cuestas. Repartió los fardos de las mulas entre los caballos de los guardas y emprendió camino de nuevo a través de la sierra, hacia España.

Era Nochebuena por la tarde y Felsen estaba todavía en casa de Abrantes, aguardando con la pistola limpia y cargada. Había sido una larga espera para la que no estaba preparado. No todo el tiempo podía pasarlo pensando en Abrantes, en el volframio desaparecido y en cómo iba a llevar al portugués a través de la frontera para dejarlo allí, entre las piedras y la retama, con una bala en el cerebro.

A veces entraba Maria con café y después con comida y bebida. Quería captar su atención pero él no se la prestaba. Su presencia lo irritaba. La chica lo llevaba por derroteros del pensamiento que preferiría haber dejado sin transitar. Recordaba cómo lo había mirado el día en que enterraron al inglés en el patio, lo cual lo llevaba a pensar en aquella tarde en la mina y lo obligaba a sacudir la cabeza y recorrer la habitación a zancadas para quitárselo de encima. Se preguntaba por qué la había hecho suya aquel día. ¿A qué mortificar a Abrantes cuando de todas formas pensaba matarlo?

En ese momento Maria reaparecía y la palabra «violación» se le infiltraba en el cerebro, y recordaba la excitación de embestirla con suavidad mientras sus ojos se disparaban de un lado a otro por encima de los nudillos de la mano con que le tapaba la boca. Pero después había dado un giro. Había sentido ese talón en la nalga. Ella había vuelto la noche siguiente y eso lo había puesto enfermo. Le ordenó que se quedase en la cocina.

Pensaba en otras mujeres. Pensaba en la primera. Una chica que tendría que haber estado trabajando para su padre en el campo a la que había pillado durmiendo en el granero. Se había fijado en el modo en que él miraba la carne que separaba sus medias de la falda y le había dejado tomarla para que no se chivase.

Para cuando llegó de adolescente a Berlín seguía siendo la única. En la estación del tren lo recogió una chica. Él pensó que aquello formaba parte de la vida loca de la ciudad hasta que hubo acabado y la chica le pidió el dinero. Le dijo que para qué, y sus labios adquirieron la dureza de dos puntas de cincel. Llamó a su chulo que, después de una ojeada a las proporciones del granjero, sacó una navaja. Él pagó, se fue y después oyó la paliza que el chulo le pegaba a la chica. Wilkommen in Berlín.

El tiempo volvió a ensañarse con Amêndoa. La lluvia barría las tejas. Felsen fumaba y se solazaba intentando acordarse de todas las mujeres que había poseído en el orden correcto. Si se saltaba a alguna tenía que empezar de cero. Le costó bastante llegar hasta Eva.

No quería pensar en ella, pero en la penumbra de la casa y tras su fugaz encuentro en Berlín se descubrió incapaz de evitar que su mente acabase flotando sobre los despojos de su relación como el humo de las armas en un campo de batalla. Empezó a discernir el modo en que ella había desmantelado poco a poco su vida en común. A partir del momento en que lo volvió a aceptar después de que dejaran de verse cuando la acusó de fingir, hasta ese último acto sexual en su piso antes de que la Gestapo se lo llevara por la mañana. Pero incluso en ese periodo era capaz de encontrar momentos en los que habían vuelto a conectar, de igual modo que aún sentía ese punto de conexión cuando sus rodillas se encontraron bajo la mesa del club apenas unas noches atrás. Se lo frotó como si todavía quemara.

Encendió un cigarrillo y la corriente de la habitación azotó el humo de un lado para otro hasta reducirlo a la nada. Se preguntó si aquello era el amor: aquel ácido extraño en el estómago que quemaba una perpetua ulceración, aquella burbuja de aire en sus conductos que enviaba escalofríos a lo largo y ancho del sistema y detenía todo flujo. Pero no era así como le habían descrito el amor y, como un hombre que de un saltito superara una caída a plomo sobre aguas rápidas, frenó en seco ante una repentina conclusión: había pasado de las relaciones íntimas a la pérdida sin llegar a experimentar el amor. Aquello lo asfixió y tuvo que reemprender las zancadas por la habitación para tratar de zafarse de esa idea. Dio largas y hondas caladas a su cigarrillo hasta que la nicotina empezó a marearlo; fue dando tumbos hasta la puerta y salió a la tarde borrascosa.

El viento lanzaba agujas de aguanieve contra su cara. Lo aspiró como si de algún modo fuera a limpiarlo por dentro. Perdió la noción del tiempo que llevaba allí. La tarde se había ya ensombrecido en consonancia con el tiempo y la cara se le había entumecido en el acto. El único motivo por el que era consciente de que había nieve en la lluvia eran los pinchazos que notaba en la lengua.

Cuando al fin se volvió para regresar a la casa vio que no estaba solo en la calle. Dos figuras se acercaban a cierta distancia con las cabezas inclinadas contra el viento. Felsen se puso a la altura de los escalones que subían a la casa. Una figura se alejó hacia el lateral como si buscara cobertura. Al verle el perfil conoció que era una mula. La otra figura avanzaba con obstinación y por el paso y el sombrero supo que se trataba de Abrantes. Notaba la dureza de la pistola en su cinto. Se desabrochó la gabardina hasta la mitad. La figura no vaciló hasta que estuvo a unos cinco metros.

Felsen desabrochó otro botón. De las ropas del hombre que tenía enfrente surgieron unas manos. Felsen deslizó su mano por la abertura de la gabardina y aferró la culata de la pistola. Abrantes alzó la mano izquierda y se retiró el embozo de la cara. La mano derecha pendía con languidez. Cuando pasó fue rápido, demasiado rápido para que Felsen se moviera. Abrantes cubrió los cinco metros en una fracción de segundo, rodeó al alemán con los brazos y palmoteo su espalda de cuero con las dos manos.

Bom Natal —exclamó. «Feliz Navidad».

Abrantes precedió a Felsen cuando subieron las escaleras y entraron en la casa. Llamó a gritos a Maria y le dijo que cuidara de la mula. La chica desapareció por la parte de atrás. Entraron en el salón y Abrantes echó unos leños al fuego. La cara de Felsen volvió a la vida, irritada y dolorida. Abrantes fue a la cocina y regresó con una botella de aguardente y dos vasos. Vertió el licor y brindaron por la Navidad. Estaba más feliz de lo que Felsen le había visto jamás.

—He oído que has pasado por Foios —dijo, como si Felsen se hubiera dejado caer por allí para tomar una copa y no hubiera encontrado a nadie.

—El chefe de Vilar Formoso me dijo que a lo mejor se acercaban malos tiempos. Pensé que era mejor echarle un vistazo a las mulas.

—Y viste que las he tenido en danza durante meses.

—¿Meses?

—Tengo más de cincuenta toneladas al otro lado.

—¿Dónde?

—En un almacén de Navasfrías.

—Tendrías que habérmelo contado. En Berlín las pasé canutas para justificar lo que faltaba.

—Me sabe mal. Fue sólo una reacción ante los rumores.

—¿Qué rumores?

—Que ahora que habéis invadido Rusia y que la campaña… se prolonga, al doctor Salazar no le preocupa tanto que le invadan. Los alemanes se han estirado demasiado, dicen.

—¿Te acuerdas de cuando el Corte Real se hundió en octubre?

—Y del Cassequel —dijo Abrantes—. El Cassequel era uno de nuestros mejores barcos, siete mil toneladas.

—¿Así que no crees que sea problema de Lisboa?

—Lo que creo es que mañana deberíamos acercarnos a Vilar Formoso —respondió Abrantes—, y llevarle al chefe otro regalo de Navidad.

—Estuve hace sólo unos días.

—Tienen mala memoria.

—Y podríamos cruzar y echar un vistazo al producto de Navasfrías —dijo Felsen—. ¿Está a buen recaudo?

—Está a buen recaudo.

A buen recaudo significaba hombres con escopetas. De golpe Felsen se vio tirado entre las piedras y la retama con la cara reventada, pero ya no podía echarse atrás. Asintió y examinó a su socio, pero todo lo que vio fue piel erosionada que se estiraba sobre unos grandes huesos mientras los ojos se concentraban en la tarea de servir más alcohol.

¿Qué era lo que le había dicho Poser, o alguien de la legación, sobre los portugueses? Dos cosas. Primero, que no había ley en Portugal que no pudiera sortearse y, segundo, que los portugueses nunca atacaban de frente. Te hacían clavar la vista delante y después te apuñalaban por detrás. Había sido Poser. Recordaba haberle señalado que aquello, por supuesto, resultaba inconcebible en Alemania, y que el prusiano se había alejado, asqueado por su ironía.

Compartieron una comida de Navidad consistente en una gallina grande y algo de bacalhau al horno. Se bebieron dos botellas de Dão de antes de la guerra que dejaba en el paladar el regusto cálido y redondo de un verano menos complicado.

Felsen se fue pronto a la cama y a oscuras fumó y bebió aguardente de su petaca metálica. Guardó la pistola debajo de la almohada. Al cabo de una hora cruzó el patio y escuchó en la puerta de la casa pistola en ristre. Oyó el consabido gruñido de Abrantes y el extraño siseo de Maria.

Por la mañana bebió café, se fumó un cigarrillo e hizo caso omiso de la inexpresiva cara de la chica. Tenía un problema. No quería cruzar la frontera con Abrantes y toparse de bruces con un equipo de escopeteros en Navasfrías. A las nueve llegó la solución al problema en forma de un conductor procedente de Guarda con un telegrama de Lisboa: «Tropas holandesas y australianas invaden Timor O. Vuelva a Lisboa inmediatamente. Poser».

Le gustaba el modo en que Poser empleaba la palabra «invaden». Sabía que así mismo sería como lo viera Salazar, como una invasión de la soberanía portuguesa.

—¿Algún problema? —preguntó Abrantes, de improviso preocupado.

—Se acabaron nuestras dificultades fronterizas —explicó Felsen—. Los aliados han cometido un error. Ahora tengo que irme a Lisboa. Arreglarás las cosas para que las 109 toneladas que guardas en Navasfrías vayan a nuestras instalaciones de Ciudad Rodrigo y se acabó el contrabando hasta que yo lo autorice.

—¿109 toneladas?

Felsen le pasó los cálculos. Los números desfilaron por detrás de la cara de Abrantes, impasible y gris como la escarcha de no afeitarse. En ese momento Felsen entendió lo que Abrantes había estado haciendo. No robaba, sino que jugaba con la diferencia de precios de un lado y otro de la frontera. Vendía caro en España para volver, comprar barato y embolsarse la diferencia. Pero se había pillado los dedos, el precio español había caído, a lo mejor en su momento no había compradores. No tenía dinero para reabastecer las reservas de Foios. Todo lo que le quedaba era intentar resarcirse de la situación subestimando el tonelaje que había contrabandeado. El buen talante de la noche anterior había sido el inicio de un farol, un hombre que jugaba en busca de tiempo para controlar sus pérdidas.

—¿Cuándo quieres que se traslade el producto? —preguntó Abrantes con la inquietud a flor de piel.

—Se supone que tiene que constar en las cuentas del año pasado, que deberían estar cerradas a finales de enero.

Felsen se fue a la cocina. Allí estaba Maria con su crío en brazos, una estampa patética. La dejó atrás a zancadas, cruzó el patio e hizo la maleta con su ropa.

En el asiento de atrás del Citroën escribió una nota para el director de las instalaciones de Ciudad Rodrigo y se la pasó al conductor. A mitad del descenso del monte alcanzaron una procesión. La formaban hombres a los que conocía, que transportaban un cuerpo amortajado, y mujeres que caminaban detrás. Bajó la ventanilla.

—¿Quién se ha muerto? —preguntó.

Los hombres no respondieron. Una mujer contestó:

—Es Alvaro Fortes, y éstos son su viuda y su hijo.

Felsen parpadeó y le dijo a su chófer que tirara adelante.

27 de diciembre de 1941, Legación alemana, Lapa, Lisboa

—Salazar —dijo Poser, que ya llevaba más de veinticuatro horas sin referirse a él como el árabe tramposo— estaba tan histérico, y todavía lo está, por la invasión, que creímos conveniente dar inicio de inmediato a nuestras negociaciones para el volframio de 1942. Ha sido un espectáculo fantástico. Sir Ronald Campbell, el embajador británico, deambulaba por la ciudad como un pianista con los dedos rotos. El bueno del doctor lleva el año entero en estado de irritación contra los ingleses, que le han pasado un brazo por el hombro y le han recordado al oído su vieja alianza mientras ellos y los demás le bloqueaban e inundaban Dili de tropas. Nosotros, en cambio…

—… hemos ido hundiéndole barcos.

—Cierto. Medidas correctivas de poca importancia, pero necesarias, o mejor fuera llamarlas recordatorios de su neutralidad.

—Para Salazar, es Navidad una vez al año y él se lleva todos los regalos. ¿Qué le ofrecen?

—Acero —respondió Poser, rebosante de confianza—. Acero y fertilizantes. Le haremos una oferta dentro de dos semanas. Salazar nos otorgará permisos garantizados de exportación por valor de 3000 toneladas y, una vez que consigamos eso, el resto de negociaciones sobre quién se llevará cada cosa de la Corporación de Metales será irrelevante. Nosotros obtendremos lo que queramos y los ingleses pueden irse preparando para sudar sangre en 1942.

—¿Y yo sigo con mis operaciones? —preguntó Felsen.

—Por supuesto que sí, a menos que reciba órdenes en otro sentido. Me parece que se tercia un enfoque más clandestino, pero en principio tendrá vía libre.

—¿De dónde procede esta información?

—No es una información, es sólo una observación sobre el carácter inglés. Es probable que no sepa gran cosa de criquet, ¿me equivoco? Yo tampoco. Pero tengo entendido que la clave es el juego limpio. Respetarán las normas e informarán a Salazar de todas las indiscreciones que cometa usted como buenos chicos que son. Y Salazar… si seguimos dándole por el lado del gusto, no les hará ni caso.

Poser aceptó uno de los cigarrillos de Felsen, lo encendió y se lo encajó en la mano protésica. Bebió un sorbo de café, se relamió y se aplicó el pañuelo a los labios como si le dolieran. Se reclinó en el asiento y se palmeó el pecho como si allí llevara sus ganancias.

—¿Eso es todo? —inquirió Felsen—. ¿Me ha hecho venir desde la Beira sólo para contarme lo brillante que es?

—No —replicó Poser—, sólo para fumarme unos cuantos cigarrillos de los suyos. Me gusta esa marca.

Felsen estudió su rostro.

—Sí —confirmó Poser—, he aprendido de usted, Felsen. Una broma, algo raro en los círculos diplomáticos.

—¿Cuándo se casan usted y Salazar, Poser?

—Para la boda, me temo, falta todavía bastante —respondió con una sonrisilla.

—Feliz Navidad, Poser.

—Igualmente, Felsen —dijo el prusiano alzando la prótesis en un medio saludo—. Y, por cierto, en mi despacho hay alguien que quiere verlo.

Durante un instante irracional, contagiado del buen humor del prusiano, Felsen pensó que se trataba de Eva. Pero lo distrajo un olor a quemado y vio que Poser se arrancaba el cigarrillo de la mano protésica; la quemadura había echado a perder el guante.

—Mierda —exclamó Poser.

—¿Es también algo raro en los círculos diplomáticos? —preguntó Felsen.

En el despacho de Poser, sentado de espaldas a la puerta y con los pies apoyados en el alféizar, la vista puesta en la débil luz invernal que filtraban las palmeras del jardín, esperaba el Gruppenführer Lehrer.

Heil Hitler —saludó Felsen—. Qué sorpresa, Herr Gruppenführer, qué maravillosa sorpresa.

—No malgaste su encanto suabo conmigo, Herr Sturmbannführer.

—¿Sturmbannführer?

—Le han ascendido. A mí también. Ahora soy Herr Obergruppenführer, si es capaz de decirlo. Y a partir de marzo trabajaremos bajo los auspicios de la Wirtschaftund Verwaltungshauptamt, o WHVA, si es que eso quiere decir algo para usted —dijo Lehrer, y esperó una señal—. Está claro que no.

—Ahora nos ascienden por no alcanzar nuestros objetivos…

—No, por acercarnos a un imposible. Las circunstancias no han sido fáciles, lo sé, y no ha dispuesto usted de un control absoluto sobre la campaña, pero a pesar de eso ha logrado considerables progresos y, lo que es más importante, el Reichsführer Himmler ha tenido ocasión de lucirse delante del Führer y molestar a Fritz Todt, siendo esto último lo más grato.

—No puedo más que agradecerle que haya recorrido un camino tan largo para conferirme el honor, señor.

De una sacudida Lehrer retiró los pies del alféizar y viró su sillón para encarar a Felsen. El ascenso lo había cambiado: de debajo de sus cejas negras emanaba una autoridad mayor y más dura.

—¿Sabe la temperatura que hace en Rusia?

—¿Ahora? —preguntó Felsen, turbado—. Bastante bajo cero, supongo.

—Veinte bajo cero en Moscú. Treinta para los que están por ahí al raso, y va para abajo, no para arriba. No es tan fácil recordarlo cuando se está a quince sobre cero y se tiene el mar azul, el casino de Estoril, el champán…

—Las mantas…

—Olvídese de las condenadas mantas. La calidad era una auténtica mierda, de todas formas. Me alegro, fíjese, me alegro de que la campaña preventiva de los ingleses les saliese tan bien. Ahora todas esas mantas se pudren en sus almacenes en lugar de atufar los nuestros.

—Y Poser que parecía tan contento.

—Lo que no sabe de Poser es que tiene una mano de mentira. No tiene nada real —dijo Lehrer—. ¿Sabe a quién hacen luchar contra nuestros chicos allá en el frente oriental?

—¿A rusos?

—Siberianos. Siberianos de cara plana y ojos rasgados. Ésos duermen durante el verano porque hace demasiado calor para ellos. Sólo se despiertan cuando la temperatura pasa de diez bajo cero. Ésa es la temperatura a la que funcionan. Nuestras tropas llevan todavía las chaquetas de verano. No tienen ni guantes. Y se las ven con esos bárbaros que bailan porque hace un frío estupendo y untan de grasa rancia de cerdo sus bayonetas para que cuando ensarten a nuestros soldados medio congelados la herida se infecte sin remedio y agonicen hasta que mueran. Si sus gritos llegasen a Berlín mañana mismo saldríamos de allí.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—El premio por el fracaso es un destino en el frente ruso. ¿Qué le dice eso?

—Que nuestra victoria no es total.

—El invierno de verdad acaba de empezar, pero van ya dos meses que hace un frío del carajo. Nuestras líneas de suministro tienen que surcar miles de kilómetros. Los rusos se han retirado y no nos han dejado nada. Lo han arrasado todo por completo. No hay ni una sola cosa que no tengamos que transportar. ¿Sabe lo que hacemos con nuestros prisioneros de guerra rusos? Los rodeamos de alambre de espino y miramos cómo se mueren de hambre o de frío. No podemos darles nada. No tenemos suministros ni para nosotros. Desalentador es un adjetivo inimaginablemente leve para lo que pasa allí.

—¿La primera mitad del bocadillo?

—Allí en la Beira, ¿dónde ha tenido la cabeza, en el culo de un cerdo? ¿Qué pasó el 7 de diciembre?

—Pearl Harbor.

—Ya tenemos un bocadillo a medio camino.

—Tal y como lo vemos aquí, estamos a veinticinco kilómetros de Moscú. Estamos en las afueras, por el amor de Dios. Los americanos están al otro lado del Atlántico. Aún tienen que invadir Europa. Seamos razonables, Herr Obergruppenführer.

—Tengo esperanzas, Herr Sturmbannführer, pero hay que tener en cuenta las eventualidades —dijo Lehrer—. Entonces… ese campesino con el que trabaja en la Beira…

—Abrantes.

—¿Sabe leer o escribir?

—No —contestó Felsen—, pero tiene firma.

—¿Está controlado?

—Está controlado —respondió Felsen, pensando en lo cerca que había estado—. Mientras saque dinero estará contento. Saca bastante de las compañías de blanqueo de volframio que montamos.

—Eso no tiene nada que ver. Esas compañías de blanqueo no son nada, no tienen activos de importancia. Recuerda lo que le dije a principios de año… sobre las ideas propias.

Sus ojos se encontraron y llegaron a un acuerdo.

—En el improbable caso de que se produzca un desastre… —dijo Lehrer—, vamos a abrir un banco, un banco de propiedad portuguesa.

—¿De propiedad portuguesa?

—Si eso pasa… la finalización del bocadillo, me refiero, le garantizo que los aliados serán vengativos. En Europa no sobrevivirá ni un activo alemán. Este banco será de propiedad portuguesa pero tendrá unos accionistas alemanes mayoritarios, pero discretos.

—¿Y quiénes serán?

—De momento usted y yo —respondió Lehrer—. Se trata de nuestra empresa propia. Nadie, y menos que nadie ese idiota prusiano, tiene que enterarse de nada.

—¿Es cosa de las SS?

—En cierto modo —dijo Lehrer, que no quería aclarar más las cosas a Felsen—. Pero espero que entienda la importancia de Abrantes en el asunto. Tiene que ser de fiar… tiene que ser un amigo.

—Es un amigo —afirmó Felsen, sin ceder ante la mirada inexorable de Lehrer.

—Bien —sentenció Lehrer, acomodándose de nuevo en su sillón—. Ahora todo lo que necesitamos es un nombre. Un buen nombre portugués. ¿Cómo se dice Felsen en portugués?

Rochedo, rocha.

Rocha. Inspira confianza, pero me parece que hay que acompañarlo de algo importante y grandioso.

—El mar es probablemente el icono portugués por excelencia —dijo Felsen.

—¿Cómo se dice «mar» en portugués?

Mar.

—No, no. Mar e Rocha suena a mal restaurante.

—¿Océano e Rocha?

—Creo que eso funcionaría. Banco de Océano e Rocha —dijo Lehrer, con la vista puesta de nuevo en los jardines—. Yo metería allí mi dinero.