Sábado, 13 de junio de 199_, Pensão Nuno, Rúa da Gloria, Lisboa, Portugal
Llegó un coche de policía para llevarse a Valentim. Envié a Carlos con él para que empezase a trabajar en la orden de registro. Jorge arrancó el precinto de lo que debía ser su tercer paquete del día. Saqué la foto de Catarina.
—¿Todavía no ha acabado? —preguntó, mientras se encendía un pitillo.
—¿Ha perdido mucho peso últimamente, Jorge?
—Estuve malo. Pensaron que tenía cáncer de pulmón.
—¿Qué era?
—Una pleuresía, nada más.
—Va bien para quitar peso, de todas formas.
—No hace falta que sea amable conmigo, nadie lo es.
—Conoce a las personas, ¿no es así, Jorge?
—Por delante de este mostrador ha desfilado el mundo entero.
—¿Siempre ha trabajado en esto?
—Es probable.
—¿Ha estado alguna vez entre rejas?
—Si estuve fue antes de que pueda acordarme de si he trabajado en esto toda mi vida.
—Esa memoria suya debe de haberle hecho famoso.
—Tengo una habitación llena de condecoraciones laborales por ella —dijo—. Tendría usted que pasarse alguna vez que no esté tan ocupado y se las enseñaré.
—¿Se acuerda de esta chica? —pregunté, con la fotografía sobre la barra—. Estuvo aquí con ese chaval y otro un viernes al mediodía.
Si algo pasó fue que los ojos de Jorge adquirieron un aire aún más legañoso. Apenas le echó un vistazo a la foto.
—Escuche, inspector, tengo que velar por mi reputación. Si sale a la luz que mi particular enfermedad cerebral se ha evaporado y que me metí en un concurso de preguntas con la Polícia Judiciária se me vaciará el chiringuito.
—¿Aún más? —inquirí—. No es que ahora esté a rebosar.
—A eso iba.
—A lo mejor va siendo hora de que aquí se haga una inspección.
—¿Por qué es tan importante que me acuerde de ella?
—Cinco horas después de salir de aquí estaba muerta. Asesinada.
Por un momento las cejas de Jorge abandonaron su cabeza.
—¿Cuándo?
—Esto es ridículo; se lo acabo de decir. El viernes a las seis, seis y media de la tarde.
—Aquí en Lisboa.
—Tal vez. La encontraron tirada en una playa de Paço de Arcos.
Asintió y se pasó el dorso de la mano por las mejillas a contrapelo de sus cerdas.
—Estuvo aquí el viernes al mediodía. Después de hablar con el chaval ya debe de saberlo. Vino también con otro chico, un estudiante.
—¿Cómo lo sabe?
—Ésta es la puerta del cielo, inspector. El mundo entero pasa por delante de mí; hasta oficiales de la policía.
—¿Puedo emplear su teléfono?
Llamé a casa de la profesora de Catarina. Contestó como si hubiera estado sentada al lado del teléfono en espera de la llamada. Quedé con ella para una hora después. Dijo que no pensaba moverse. Colgué el teléfono, un viejo y pesado cacharro de baquelita que me devolvió a mis tiempos en el cuartel africano de mi padre. Me dirigí a las escaleras sin que Jorge apartara la vista de mí ni un momento. Me paré al bajar dos escalones y le oí suspirar.
—La chica —dije—, ¿había pasado antes por aquí?
Jorge pasó una página de su periódico y volvió a besar su cigarrillo.
—¿Me ha oído, Jorge?
—Le he oído —replicó—. También he oído esa llamada. Era una colegiala.
—No llegaba a los dieciséis, Jorge.
Sacudió la cabeza, poco sorprendido por dónde habíamos ido a parar.
—Ha ido viniendo de forma bastante regular los viernes al mediodía, desde marzo o abril, una cosa así.
—¿Era puta?
—No subía sola para echar una siesta, si eso es lo que pregunta —dijo mientras se encendía otro cigarrillo con la colilla del último—. Hoy en día las chicas han cambiado. Limpias, bien vestidas, educadas. Vienen a sacarse unos cuartos para el fin de semana porque no les apetece explicarle a papá el motivo de que necesiten 30 000 escudos para pasar un sábado noche decente. Las profesionales también lo saben. Salga y eche una ojeada. Si ven a una chica con minifalda plantada durante demasiado tiempo, la patean hasta dejarla medio muerta. Si quiere saber mi opinión, y hoy en día no muchos quieren, es por la heroína.
—¿Conocía a alguno de sus clientes?
Jorge me dedicó una triste mirada de disculpa y se dio unos golpecitos en la sien.
—¿Cuántas veces le han cerrado el chiringuito?
—Ninguna, a menos que fuese antes de que…
—Basta, Jorge. Ahora me está aburriendo.
—Mire, inspector, colaboro tanto como puedo… a la larga.
—¿Qué me dice de colaborar un poco ahora?
Se lo pensó, deseoso de quitárseme de encima.
—Le diré algo; no es gran cosa pero si con eso va a coger las escaleras…
—No se lo prometo.
—No es el primero que me pregunta por la chica… me refiero en plan detective.
—¿De qué estamos hablando? ¿Otro poli?
—Puede ser.
—Suéltelo, Jorge. De una vez. Como sacarse una muela.
—Tenía pinta de poli pero no me quiso enseñar ninguna identificación, y yo no le conté nada.
—¿Qué le preguntó?
—Fingió que era un cliente interesado en la chica. No le creí. Me dijo que era de la Policía Judiciária. Le pedí la identificación. No me la enseñó. Le dije que dejara de hacerme perder el tiempo y se largó.
—¿De cuándo estamos hablando?
—Poco después de que ella se convirtiera en una fija de los viernes al mediodía.
—¿Abril, mayo? —le pregunté, y asintió—. Descríbamelo.
—Bajo, fornido, y el poco pelo que le vi era gris. Llevaba un sombrero pequeño y con ala, negro, que no llegó a quitarse, chaqueta gris de tweed, camisa blanca, corbata y pantalones grises. Ni bigote ni barba. Ojos marrones. Eso es todo.
—Ahora voy a bajar las escaleras, Jorge.
—No corra —dijo—, no vaya a caerse.
Salí a la oscura callejuela. Después del fresco de la recepción sin ventanas de Jorge tuve que quitarme la americana y echármela al hombro. Habían ido llegando más chicas y en mi recorrido hacia el funicular de vez en cuando le preguntaba a alguna si había visto a Catarina. Una pareja de brasileñas mulatas la recordaban, pero no del día anterior. Una rubia de bote que se aguantaba sobre una pierna mientras se arreglaba un tacón dio unos golpecitos a la foto y asintió, pero fue incapaz de recordar cuándo la había visto.
Le pregunté al conductor del funicular, porque me parecía lógico que se interesase por la vida que lo rodeaba en vez de contemplar incesantemente los mismos doscientos metros de vía hacia arriba o hacia abajo de su colina, pero siguió a lo suyo con un encogimiento de hombros. Caminé de vuelta por la Rúa da Gloria, me subí al coche y conduje hasta la parada de autobús de Saldanha. En general se trataba de una zona de edificios de oficinas de reciente construcción, todos cerrados, pero di con unos cuantos sitios abiertos para realizar mi pregunta.
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
A mi entender el trabajo policial es asunto de tripas. Para muchos de mis colegas se trata de trabajo cerebral. Cogen los sospechosos, las pistas, las declaraciones, los testigos y los motivos y los encajan para razonarlos. Yo también lo hago pero a la vez tengo algo en las tripas que me indica si estoy en lo cierto. Una vez Antonio Borrego me preguntó cómo era aquello y la única respuesta que se me ocurrió fue «amor», y él me dijo que fuera con cuidado porque, como todo el mundo sabe, el amor es ciego. Es cierto. No es como el amor, pero tiene su fuerza.
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
La gente me pregunta por qué me dedico a este trabajo, como si tuviera elección, como si pudiera ponerle punto final de inmediato y escaparme a Guatemala a ser poeta vanguardista. Me metí en esto porque allá por el 1978, cuando mi padre y yo volvimos a hurtadillas al país, fue el único trabajo que pude encontrar, y en esos tiempos el dinero iba tan escaso como el trabajo. Al salir de la comisaría de Rossio después de cinco años en Londres supe lo que había echado de menos. El ajetreo de la pobreza, lo llamo yo. En África lo hay a espuertas, por eso lo reconocí. Es el frenesí nervioso que la insuficiente actividad económica acarrea para garantizar que todo el mundo se lleve algo a la boca. Es la agitación del hambre, y en la actualidad ha desaparecido. Las calles están tranquilas como en cualquier ciudad europea. Ahora sólo queda el callejeo, pero no es lo mismo que el hambre, no es más que neurosis.
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
De modo que me dedico a esto porque con el tiempo he llegado a creer en mi trabajo. La caza de la verdad o, cuando menos, la sonsaca de la verdad. Me gusta hablar. Me maravilla el talento natural que tienen los humanos para el engaño. Si alguien cree que a los futbolistas se les da bien hacer cuento y engañar, tendría que ver a los asesinos en acción. Cierto es que practican mucho al mentirse a ellos mismos cada minuto del día. Nuestras cárceles están llenas de inocentes. Pero ésa es la naturaleza del asesino. Es la debilidad humana definitiva. La solución más radical a la incapacidad de tomar una decisión, y la vergüenza por esa debilidad es la inadmisible culpabilidad. Pero las mentiras… Las mentiras le dan vida al trabajo. Soy como un modisto que evalúa un tejido y se recrea en la textura, en la delicadeza de un bordado brillante, de un brocado con hilo de oro, de un sedoso y suave damasco, de un terciopelo oscuro, rico e impenetrable. Pero nunca menosprecio el valor de una tela vaquera fuerte y ligera, un resistente dril o un recio popelín de canalé. Eso tampoco significa que no me las vea con un tafetán apolillado, una ajada franela o un ralo tejido de muselina, lo que pasa es que tengo el educado gusto de un entendido.
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
Aquel día conocimos a unos cuantos mentirosos. El abogado, la esposa, su amante, el estudiante de psicología, la niña nueva rica, el chaval de antigua fortuna. Pero tomemos al patrón de la Pensão, Jorge. El que se espera que sea un mentiroso. El que parecía un mentiroso. Pues no lo era. Era un elididor, un omisor, un exclusor, pero no protegía sus propios secretos. Ésa es la diferencia. Estaba Valentim. Tenía potencial. Mucha práctica. Llevaba en ello desde que se fue su padre, probablemente. No se fiaba de nadie. Ni de su madre. Ése tenía todos los ingredientes del mejor brocado. Luego estaba la que me había perdido. La víctima. En su momento debió de mentir lo suyo, pero lo que me interesaba de ella era el juego que se traía entre manos con su madre. ¿Qué era aquello de llamarla por teléfono? ¿Para qué? ¿Para demostrarle que lo sabía? ¿Para demostrarle que era mejor? ¿Para castigarla?
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
Las tripas me decían algo: «vigila al abogado». Eso era todo por el momento. No sabía qué pensar de Valentim. Es duro reconocer que has sodomizado a una cría. No dejaba de ser vergonzoso, hasta para él. A lo mejor había alguien más. Otro asqueroso que se lo hizo, se avergonzó y la mató por cómo le había hecho sentirse. Pero aquello no era moco de pavo. Jorge decía que llevaba meses frecuentando el lugar y haciendo trabajillos por calderilla. El amante decía que después de acostarse le había sacado dinero. Teresa Carvalho decía que se había encamado con media universidad, incluso con su profesor. Bruno decía que no era de fiar. Ninguno la conocía. Conocían pedacitos de ella. Sólo Valentim había llegado a su interior, pero él ya sabía lo que buscaba.
—Boa tarde, ¿vio usted a esta chica ayer sobre las dos, dos y cuarto? No. Gracias. Adeus.
Me encontraba en un café de la Avenida Duque de Ávila, unos cuantos edificios antes del instituto de Catarina, el Liceu D. Dinis.
—Entró aquí poco después de las dos —dijo el camarero—. La he visto antes. Va al Liceo. Pide un café, se lo bebe y se va, como todo el mundo.
—¿Hay algún motivo por el que la recuerde en especial?
—Entré a las dos y ella llegó unos minutos después. Era la única cliente.
—¿Estaba con alguien?
—No. Se quedó de pie en la barra, como le he dicho. Pelo rubio, ojos azules, top blanco, minifalda, piernas bonitas, zapatones con piedras brillantes en los tacones.
—Le echó un buen vistazo.
—¿Por qué no?
—¿Por algún motivo?
Se apoyó en la barra de acero inoxidable, tamborileó en el borde, puso los ojos en blanco y trazó una larga lista de pros y contras que al final se compensaban. No aparté la vista de su cara. Se dejó de tonterías.
—Está de broma —dijo.
—No.
—Porque —reconoció alzando los pulgares sobre la barra— no me habría importado tirármela. Tenía un culo estupendo. ¿Vale? Y ahora, ¿quién es usted?
—Policía —respondí—. ¿Tiene teléfono?
—Al final de la barra.
Llamé a Carlos, que aún no había conseguido la orden de registro.
Le dije que me esperase en el despacho cuando la tuviese, que iba a ir a hablar con la profesora no más de una hora y que después iríamos juntos a registrar la habitación de Valentim. Colgué, dejé algunas monedas sobre la barra y me fui.
La profesora de Catarina vivía en el último piso de una elegante y renovada finca de cuatro plantas de la Rúa Actor Taborda, que se encontraba cruzando la Saldanha desde el instituto y no muy lejos del edificio de la Polícia Judiciária. Eran las siete pasadas y aún quedaba un rato de luz, pero el calor ya estaba en retirada.
Lo primero: no se parecía a ninguna profesora que yo hubiese tenido o conocido. Tenía el pelo corto, moreno, brillante y cortado a la moda. Llevaba unos pendientes que parecían dos cucharillas dobladas y pintalabios… incluso para la policía. Tenía unos ojos verdes y penetrantes que no se apartaron ni un momento de mi cara y unos dientes blancos y perfectos de apariencia sana. Llevaba un vestido azul ligero y muy corto con los diez centímetros de manga subidos hasta los hombros para refrescarse. Era tan alta como yo, con piernas largas y esbeltas y largos y esbeltos brazos. Se llamaba Ana Luisa Madrugada.
—Pero uso Luisa —aclaró—. ¿Té helado? Es casero.
Asentí.
—Siéntese.
Entró en una cocina larga y estrecha y abrió la nevera. Me senté en la sala, en penumbra porque las persianas estaban parcialmente cerradas a la luz y el calor del exterior. La mujer había estado trabajando. Había un flexo encendido que alumbraba pilas de libros y papeles, algunos mecanografiados y otros manuscritos. En la esquina parpadeaba un texto en la pantalla del ordenador. Me trajo el té y se acomodó en una silla frente a mí. Extendió un brazo largo y tubular, más prieto que musculoso. Depositó su vaso con elegancia en una mesilla, donde había un cenicero con dos colillas agotadas hasta el filtro como si le hubieran racionado el tabaco. Más que sentada parecía tumbarse con la espalda en el respaldo y las piernas tan extendidas que sus rodillas casi tocaban las mías.
No paraba mientes a sus extremidades, razón por la cual les presté tanta atención. Mencioné su trabajo. Me dijo que estaba enfrascada en una tesis doctoral sobre un tema que no quedó prendido en mi cerebro. Me hallaba demasiado atribulado por su vestido, que con cada movimiento le trepaba por el muslo de forma que estaba a punto de ver algo que no era de mi incumbencia, por más que quisiese que lo fuera. Unos segundos después descubrí que era una falda pantalón, con lo cual podía permitirse ser descuidada, y yo podía relajarme. Mis ojos derivaron de nuevo a sus hombros brillantes y a las cucharillas dobladas. Desee haber llevado a Carlos conmigo. Habría habido alguien más para plantear preguntas y responderlas mientras yo me dedicaba a la ociosa contemplación sin el agobio de tener que atender.
Quería saber su edad. Traté de mirarle el dorso de las manos, pero no paraba quieta. Aparentaba cualquier edad entre los veinticinco y los treinta y cinco. Me dio una patada en la pierna y me puso la mano en la rodilla para disculparse. Me sentí como si me hubieran enchufado, con la sangre a toda máquina como mercurio. ¿Cómo había que hacerlo? ¿Qué palabras tenía que emplear? ¿Dónde estaban esas palabras?
—¿Inspector?
—Sí —dije; tenía la cabeza ladeada en espera de una respuesta—. Ha sido un día muy largo, senhora doutora.
—Luisa —me recordó—. He hablado demasiado. Cuando trabajo todo el día y se hace de noche siento necesidad de hablar. Es un lujo tenerle aquí. En general tengo que bajarme al café y pegarle la hebra al camarero, pero aquí abajo son unos bordes y tienen mucho trabajo. Se la pego de todas formas, todas las tonterías intrascendentes del día. Ya estoy otra vez. Hablo demasiado. Le toca.
—A mí no me importaría oír más tonterías intrascendentes —dije—. No escucho suficientes tonterías. Poca intrascendencia y demasiada inconsistencia.
—Me he levantado a las ocho. A las nueve ya estaba trabajando. Era ideal. Todo iba a la perfección. Entonces he oído a unos críos que jugaban en la calle, pero no había tráfico, y entonces me acuerdo de que es sábado y que por eso estoy trabajando y no dando clase. Entonces pienso: «¿Qué hacen esos chavales en la ciudad el primer día de calor del verano? ¿Qué hago yo en la ciudad? ¿Por qué no estoy comiendo con alguien en la playa? ¿Por qué no me lleva alguien a comer a la playa? ¿Por qué estoy aquí encerrada escribiendo bobadas eruditas que sólo se leerán cinco personas?». Siento que la absurdidad empieza a romper como un maremoto así que antes de que lo haga vuelvo al trabajo. Trabajo toda la tarde… y nadie me llama. Están todos en la playa.
—La única llamada que recibe es la mía.
—Mi salvador.
—La policía.
Se rio.
—Ése es su trabajo, ¿o no?
Ésa la esquivé. Hace años que no me dedico a salvar a nadie. Me dedico más bien a recoger los pedazos.
—He tenido suerte de que estuviera en casa —dije—. Le llega a llamar alguien más y se me va.
—Iba a quedarme en cualquier caso —dijo, y algo de melancolía se coló en la habitación.
—¿No sólo por trabajo?
—No —respondió; me miró con atención y se encogió de hombros—. Hace poco que corté con mi novio y se me vino el mundo encima. En cualquier caso, eso sí que es intrascendente, para morirse de aburrimiento.
—¿Una relación larga?
—Demasiado larga. Tan larga que no nos casamos —dijo, y después me pilló a contrapié—. ¿Y usted, qué?
—¿Qué pasa conmigo? —pregunté a la defensiva, acostumbrado tan sólo a plantear las preguntas sin que nadie preguntase por mis asuntos personales.
—¿Está casado?
—Lo estuve dieciocho años.
—Probablemente el trabajo policial no es muy bueno para el matrimonio.
—Murió.
—Lo siento.
—Hará cosa de un año —expliqué, y después pensé en algo que dije en voz alta—. Lo cual significa que, en realidad, estuve casado diecisiete años, supongo. Es que todavía…
La oscuridad había ido en aumento en la habitación. Estábamos fuera del alcance del limitado haz de luz del flexo y nos sentábamos derechos en el borde de nuestros sillones, tratando de vernos la cara en el cálido anochecer.
—He estado saliendo a flote —dije, motivado por la intimidad que reinaba en la sala y luego, molesto por ello, pisé el freno—. Pero eso, probablemente, también sea para morirse de aburrimiento.
—Y eso es lo que nos pasa.
—¿El qué?
—La gente mortalmente aburrida acaba trabajando los sábados por la tarde. Es lo único que nos hace sentir que valemos algo.
—Tengo una hija. Eso ayuda. Y estoy trabajando sólo porque un hombre sin cara me asigna cosas desde un teléfono móvil y yo obedezco.
—¿Qué tipo de asignación le puede haber traído a mi puerta? ¿Se ha metido en líos alguno de mis chicos?
—¿No la ha llamado nadie hoy?
—No me lo restriegue por la cara.
—¿Cuál de sus chicos cree que podría haberse metido en líos?
—¿Chico o chica?
—Chica.
—Catarina Sousa Oliveira.
—A la primera.
—Ya me suponía que al final alguien vendría a hablarme de ella.
—¿Sobre qué?
—Drogas, seguramente.
—Soy de Homicidios.
Se llevó las manos a la cara. La palabra la había dejado helada. Se acercó a la ventana y abrió la persiana para dejar que entrase más luz y algo del calor residual del día.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—La asesinaron, ayer por la tarde —respondí—. Me sorprende que nadie la haya llamado. El doctor Oliveira dice que anoche lo intentó.
—Salí con mi hermana por la Alfama.
—Esperaba usted problemas de drogas —dije.
—Considero parte de mi trabajo buscar señales. Marcas de pinchazos, pupilas dilatadas, poca concentración, soledad.
—¿Cuántas de ésas tenía Catarina?
—Todas menos las marcas de pinchazos.
—¿Lo comentó con ella?
—Por supuesto. Hablo con todos los chicos sospechosos.
—¿Por qué estaba sola?
—Eso no significa que no fuera popular. Ya sabe cómo son las cosas. Tenía talento. Llamaba mucho la atención. Tenía una voz magnífica y el pelo rubio y los ojos azules. A muchos les gustaba y muchas querían ser como ella, pero no tenía amigos; estaba demasiado adelantada.
—¿La oyó cantar?
—No era una voz bonita, no tenía nada de limpia o de dulce, pero le erizaba a una los pelos del cogote. Se le daba bien el fado pero lo que le gustaba de verdad era la música negra, las piezas de blues… Billie Holiday. Le encantaba hacer de Billie Holiday.
—Y había mucho de que llorar —afirmé—. ¿Tenía cambios de humor?
—Este trimestre no ha estado tan mal. Atravesó una racha de furia increíble. Se ponía morada y parecía que fuera a tirar su pupitre por la ventana, después se calmaba con la misma rapidez y se volvía taciturna. Hablé con su madre y las cosas fueron a mejor casi al instante.
—No había rastros de medicación en su sangre.
—A lo mejor dejó de tomar lo que fuera que estuviese causando el problema.
—Era sexualmente activa de una forma extrema para una chica de su edad. ¿Sabía usted de alguna relación dentro del instituto?
—Allí no pasa nada sin que se entere todo el mundo, pero a veces los rumores son más emocionantes que la verdad, y no es fácil distinguirlos, de modo que no hablo sobre lo que oigo.
—Sólo me interesa lo que haya visto.
Se apartó de la ventana y volvió a sentarse en el borde de la silla.
—Se lo diré de otra forma —añadí—. He vuelto sobre sus pasos desde una pensión de la Rúa da Gloria hasta el café que hay en la calle del instituto, La Bella Italia, al que llegó sobre las dos y cuarto. Fue a clase, supongo. No habría hecho todo ese recorrido por otro motivo.
—Estuvo en mi clase hasta cerca de las cuatro y media.
—¿Y entonces qué?
Se retorció las manos y miró hacia el suelo.
—Vi cómo salía del edificio. Iba con ese tipo, un joven que da clase de inglés. Es escocés. Jamie Gallacher. Hablaba con ella en la esquina y ella no le contestaba. Después Catarina tiró por Duque de Ávila y él la siguió… Eso es todo lo que vi.
—¿Era eso raro?
—A juzgar por los rumores, allí se cocía algo. Oí que a veces Catarina iba a su piso después de clase. Pero eso no es de fiar y no debe constar en ninguno de sus informes. Son habladurías de chicas.
—¿Qué opina de Jamie Gallacher?
—No es mal tipo, pero es como tantos ingleses. Le gusta beber y bebe como un cosaco… y entonces deja de ser agradable.