CAPÍTULO XV

Sábado, 13 de junio de 199_, Odivelas, Lisboa, Portugal

Dejé a Carlos y Bruno en el edificio de la PJ de la Rúa Gomes Freiré para que Carlos pudiera tomarle declaración y volví a Odivelas a recoger a Valentim.

En su finca habían cambiado unas cuantas cosas. La vida había avanzado un centímetro: atronaban otros programas de la tele, lo que rebotaba por el hueco de la escalera era música tecno y las paredes desprendían calor como si el edificio tuviese fiebre.

La garrapata abrió la puerta y se volvió sin una palabra. Dio el mismo golpecito de pasada en la puerta de Valentim y pasó a la cocina, donde levantó una botella abierta de Sagres.

—Policía —gritó por encima del cuello de la botella y empezó a trasegar cerveza.

La madre de Valentim apareció en la puerta. Aporreé la puerta de cartón hasta que Valentim la abrió de golpe.

—Nos vamos —anuncié—. No necesitarás nada.

—¿Adónde se lo lleva? —preguntó la madre con un chillido.

—A Lisboa.

—¿Qué ha hecho? —preguntó, rebotando desde el marco de la puerta hacia mí por el pasillo.

La garrapata se quedó en la cocina, sorbiendo cerveza y extendiéndose el débil bigote con el índice y el pulgar, lleno de satisfacción.

—Nos va a ayudar en nuestras indagaciones sobre el asesinato de una joven.

—¿Asesinato? —preguntó mientras avanzaba para abrazarlo como si ya lo hubiesen condenado.

—Vámonos —dijo él, dándole la espalda a su madre.

Subimos al coche. Valentim apoyó el codo en la ventanilla y tocó solos de batería en el techo con los dedos mientras volvíamos a la ciudad en el momento más caluroso del día.

—¿Dónde está tu padre? —pregunté.

—Se largó hace años, no me acuerdo de él.

—¿Cuántos años tenías?

—Muy pocos para acordarme.

—Hiciste bien al llegar a la universidad.

—No si miras a los chatos de mi clase.

—¿Te gusta tu madre?

—Es mi madre, y punto.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Cuántos cree?

—No lo sé. Es difícil hacerse una idea…

—¿Con todo ese maquillaje?

—El tipo que está con ella parece joven.

—Tiene treinta y siete, ¿vale?

—Pero ¿te gusta?

Dejó de tamborilear en el techo.

—¿Dónde le encontraron a usted? —preguntó—. ¿Tirado en la carretera con el ala herida?

—Soy una de las pocas personas que te encontrarás en mi mundo que se interesa por el resto de seres humanos, pero eso no significa que sea dulce todo el tiempo. Ahora, dime lo que piensas de tu madre.

—Esto es una mierda —dijo, enunciando cada palabra con precisión.

—Tú eres el que estudia psicología en la universidad.

Suspiró, aburrido hasta la raíz de sus cabellos.

—Creo que mi madre es una magnífica persona con una fuerte voluntad ética y moral, profundamente preocupada por…

—Ya has respondido a la pregunta —lo corté—. Veamos, ¿tienes novia en este momento?

—No.

—¿Has tenido novias?

—De vez en cuando. De forma temporal.

—¿Qué te atraía de esas chicas?

—¿Escribe para Cosmopolitan en sus ratos libres?

—O esto o el codazo en la cara.

—Siempre eran las chicas las que venían a mí.

—Será por ese magnetismo supercargado que tienes.

—Tan sólo expongo un hecho. Yo no las perseguía. Acudían a mí.

—¿Qué tipo de chicas?

—Niñas de clase media de familias acomodadas que querían ser diferentes, que querían ser guay, que querían hincarle el diente a alguien que no fuese un cretino estirado con un móvil que nunca suena.

—Pero tú eras demasiado fuerte para ellas. Demasiado rico. No. Es mala palabra. Demasiado intenso.

—No son personas reales, inspector. Sólo son niñas disfrazadas.

—Y Catarina, ¿también era así?

Asintió y esbozó una sonrisita como si ya supiera adonde quería ir a parar.

—Se olvida de algo —dijo—. Catarina jamás fue mi novia.

—Pero resultaba interesante, ¿verdad? —repliqué yo—, porque tú diste con ella.

—¿Di con ella?

—Descubriste su voz. La apuntaste al grupo. Fuiste tras ella. No fue ella quien acudió a ti.

—Eso no quiere decir que ella fuese…

—Pero era algo diferente, ¿o no?

Volvió a tamborilear en el techo.

Para entrar en las dependencias de la PJ tuve una pequeña bronca con el policía de la puerta, que sabía muy bien quién era yo pero no me quiso creer hasta que le enseñé un documento acreditativo con mi efigie barbuda. ¿Era eso el principio de toda una crisis de identidad a la vieja usanza?

Dejé a Valentim en el mostrador de entrada y subí las escaleras para encontrar a Carlos y a Bruno sentados en mi despacho, ambos en silencio. Leí la declaración y le dije a Bruno que la firmara.

—¿Había quedado Valentim en verse con Catarina el viernes después de clase?

—Los viernes ella siempre volvía a Cascáis.

—¿Viste a Valentim el viernes por la noche?

—Sí. Nos vimos en Alcántara cerca de las diez.

—¿Qué hizo entre las dos y las diez?

—No lo sé.

—¿Estaba nervioso cuando lo viste?

—No.

—Teresa dijo que Catarina había sido promiscua en la universidad. ¿Es eso cierto?

—No si Teresa lo dijo. Eso no sería de fiar.

—Dice que vio a Catarina con su profesor de química en el Bairro Alto el miércoles por la noche, después de que disolvierais el grupo.

—No le sabría decir.

—¿Adónde fuiste después de la reunión del grupo?

—A casa. Estuve hasta tarde con un trabajo que tenía que entregar el jueves por la mañana.

—¿Y Valentim y Catarina?

—Los dejé en ese bar, la Toca, en el Bairro Alto.

Fuimos a las escaleras y le dije que esperara cinco minutos antes de irse a casa. Carlos y yo nos llevamos a Valentim a la Pensão Nuno, que estaba en la Rúa da Gloria, una callejuela situada entre la Praça da Alegría y el funicular que va de Restauradores al Bairro Alto. A esas horas del día no había muchas prostitutas por la calle. Unas cuantas de las más viejas y tristes miraban por los ventanales de los bares mientras se tomaban un café. En el retrovisor la cara de Valentim se veía maciza, como si la acabasen de vaciar de un molde.

La recepción estaba en el segundo piso de un edificio de cuatro plantas del siglo XIX, con la fachada azulejada hasta el balcón del primero. La escalera de madera era amplia y mohosa, con una tira de linóleo azul en el centro. Detrás del mostrador de la recepción, un tipo de unos sesenta años leía el periódico. Por encima de su cabeza gris un tubo de neón iluminaba las telarañas y demás mugre de las alturas. Iba sin afeitar y fumaba sin parar mientes en el cigarrillo. Se diría que en algún momento estuvo gordo y que el adelgazamiento le había dejado unos inútiles pliegues de piel que le abultaban bajo la camisa.

Levantó la vista hacia nosotros y en sus ojos vi que sabía que se encontraba ante dos policías y un sospechoso.

Se puso derecho y se metió una mano debajo del sobaco. Se pasó el pulgar por las cerdas que crecían debajo de su labio inferior. El humo le obligó a cerrar un ojo. Su piel tenía un aspecto gris, como si estuviera incrustada del polvo de algún trabajo anterior, tal vez de minero.

—¿Es usted Nuno? —pregunté.

—Está muerto.

—¿Quién es usted?

—Jorge.

—¿Está a cargo de esto?

Fumó y asintió.

—Sé quiénes son —afirmó.

—De modo que no le hace falta ver identificaciones.

—Aun así pueden enseñármelas.

Sacamos nuestros carnés. Los examinó con detenimiento sin tocarlos.

—Está mejor sin —me dijo.

—¿Conoce a este chico? —le pregunté.

Los ojos de Jorge adquirieron una expresión adormilada como si fuera una pitón que se hubiese comido un caballo y tuviera problemas para digerir los cascos. Fumó un poco más, apagó el cigarrillo con una mueca y nos mostró un juego de dientes amarillos que no conocían el hilo dental.

—Van a decirme que ha estado antes aquí y yo voy a creerles pero… —lo dejó en el aire, sacó su libro de reservas y hojeó las páginas vacías.

—Tal vez le convendría sacar la edición de «habitaciones por horas».

—Si las ocupan…

—Queremos echar un vistazo a una habitación del piso de arriba. ¿Están todas libres?

—Si están cerradas con llave es que están ocupadas.

—¿Tiene algo que hacer? —pregunté, y Jorge hizo algunos cálculos—. Voy a entrar en todas las habitaciones, cerradas o no.

Se echó los pulgares a los pantalones y salió de detrás del mostrador. Llevaba chancletas y sus uñas amarillas, gruesas como baldosas, hacían juego con los dientes. Seguí la piel muerta de sus apergaminados talones hacia el piso de arriba.

—¿Cuántas habitaciones hay aquí?

—Cuatro —respondió parco, ahora que las escaleras le habían dejado sin aliento.

Al llegar arriba tosió hasta apagarse en un tembloroso silencio y escupió en un pañuelo.

—¿Y bien? —dijo, señalando a Valentim con el dedo.

—A mí no me mire —replicó Valentim—. Yo no sé qué estoy haciendo aquí.

—¿Recuerdas lo que te he dicho sobre el codazo en la cara? —pregunté.

—¿Lo ha oído? —le dijo a Jorge—. Eso ha sido una amenaza.

—No te veo. No le oigo —dijo Jorge—. Mis sentidos se desgastaron hace años.

Valentim miró hacia una de las puertas y Jorge la abrió con una floritura de la mano como un portero del siglo XIX.

En el interior Valentim tomó posiciones en el lado de la cama opuesto al mío. Carlos se sentó en un silla ciática junto a la puerta que acababa de cerrar. Yo me lavé las manos en el lavabo, miré a Valentim en el espejo y me refresqué la cara con las palmas mojadas. Agité las manos para secármelas, me enderecé la corbata y me quité la chaqueta. En la habitación hacía calor incluso con las persianas cerradas.

—Suéltalo, Valentim.

—Ya saben lo que pasó.

—Así que de repente ya sabes por qué estás aquí —dije—. Pero quiero oírlo de tus labios. Tú lo montaste. Tú le dijiste a Bruno que a Catarina le gustaba ese tipo de cosas. Cuéntalo a tu manera.

—Ella dijo que quería probarlo, pero sólo con alguien a quien conociera.

—¿Eso dijo? Fue ella quien te lo propuso a ti. ¿Una quinceañera a un tío de veintiuno?

—Veintidós —corrigió, y esperó dos latidos—. Eso le ha dado que pensar, ¿no es cierto, inspector?

—¿Qué tu madre tenía quince años cuando te tuvo? ¿Y qué? Eso no es un ménage á trois. Eso es un error de juventud.

El odio cruzó la habitación en esquirlas procedentes del chico cuya vida había empezado como un accidente. Dejó caer la cabeza y cuando volvió a subirla sus ojos sonreían.

—A lo mejor hoy en día las chicas son más mayores —dijo—. No puede entenderlo, inspector.

—Tengo una hija, no mucho mayor que Catarina.

—¿Y sabe lo que pasa por su perfecta cabeza virginal?

—No un ménage á trois.

—Tiene que haber hablado de ello, para estar tan seguro.

—Cállate —dije; notaba mi tapa en ebullición.

—Al menos sabrá que hoy en día las chicas no están tan confusas… sobre lo que quieren.

—¿Qué creían que querían antes? —preguntó Carlos, al rescate.

—Romanticismo.

—¿Y ahora?

—Ahora saben que el sexo puede darse sin amor y eso les interesa —respondió Valentim—. No soy un niño prerrevolucionario como el inspector. No me atiborraron de catolicismo, valores familiares salazaristas, nada de mujeres trabajadoras, nada de tetas y culos por la calle…

—Si esto es una justificación —dijo Carlos—, ve al grano.

—No es una justificación, tan sólo una opinión sobre el motivo de que las chicas de hoy en día, de que una chica como Catarina, que no era en modo alguno virgen, pueda proponer lo que propuso, y también sobre el motivo de que el inspector lo ponga en duda.

—¿Por qué será que la última generación siempre cree que ha inventado el sexo?

—Inventado no, pero sí revolucionado.

Un reguerillo de sudor se abría paso por mi cogote bajo el cuello de la camisa, a punto para precipitarse por mi columna. Valentim, como la mejor mosca del mango de Guinea, me estaba sacando de quicio.

—¿Y qué es lo que oíste en la voz de Catarina que te hizo correr detrás de ella?

—Talento.

—Tenía que haber algo más para que el gran Valentim, siempre acosado por las chicas, fuese corriendo detrás…

—Tenía el pelo rubio y los ojos azules. No es el típico aspecto portugués. Me interesaba algo diferente.

Un rato de silencio. Valentim alzó las cejas.

—Quiero que medites un poco más sobre esa pregunta mientras nos cuentas lo que pasó en esta habitación. Eres lo bastante listo para hacerlo, ¿no?

—¿Por dónde quiere que empiece?

—¿Cuándo os tomasteis las drogas?

—En cuanto llegamos. Bruno tenía un porro. Nos lo fumamos. Yo llevaba unas cuantas pastillas. Nos tomamos una cada uno. Éxtasis… para ahorrarle la pregunta.

—¿De dónde lo sacaste?

—De la calle.

—No de Teresa —dije.

—Bueno, estoy seguro de que Teresa ya les ha sido de ayuda en sus pesquisas, así que se la entregaré en bandeja. Sí, Teresa nos las pasó.

—¿Qué efecto tuvo el éxtasis? —preguntó Carlos.

—Te desinhibe y te enamora de los que amas.

—De modo que acabas follándote a ti mismo —dijo Carlos, contento con esa resolución.

—A lo mejor usted lo haría, agente —le espetó Valentim.

—¿Tiene la habitación el mismo aspecto que ayer?

—Esa silla estaba diez centímetros más a la derecha —respondió él.

Silencio, mientras me arremangaba para desnudar un aguzado codo de piel marrón.

—Vale, vale —concedió, levantando las manos—, cambiamos de sitio la cama.

—Enséñanoslo.

Desplazó la cama hasta delante del espejo.

—¿Idea tuya?

—Ella dijo que quería verse.

—¿Lo hizo?

—¿Verse?

—¿Dijo que eso era lo que quería?

—Se lo acabo de decir.

—Me cuesta creerte.

Se encogió de hombros.

—Sigue.

—Nos quitamos la ropa.

—¿Cómo fue?

—Primero nos quitamos los zapatos, como buenos niños.

Eso sacó a Carlos de su silla, con los labios finos de furia.

Eh pá —dijo Valentim—, calma.

—¿La desnudaste tú? —pregunté.

—Ya estaba desnuda para cuando movimos la cama.

—Ahora es ella la que organizaba el número.

—Ya le he dicho que fue idea suya —dijo—. Se arrodilló en mitad de la cama. Le dijo a Bruno que se arrodillara delante y yo detrás. Me dijo que usara condón. Tuvo que hacer un esfuerzo con Bruno… estaba nervioso. Yo me puse el condón y eso es todo.

—Te olvidas de algo.

—No lo creo.

—El lubricante.

—Ella no necesitaba.

—Tengo entendido que suele emplearse para sodomizar a alguien y la patóloga dijo que había rastros en su recto.

—Yo no la sodomicé. De ningún modo. Eso no me va nada.

—Eso no es lo que dijo Bruno.

—¿Qué dijo? —preguntó Valentim—. Dígame lo que dijo.

Le indiqué a Carlos que sí con la cabeza y éste hojeó su copia de la declaración de Bruno. Leyó:

—… ella me masturbó y me chupó el pene mientras Valentim le hacía el amor por detrás. Yo no la penetré ni vaginal ni analmente y no eyaculé.

—Eso no significa que la sodomizara… y no lo hice. Lo que dice Bruno es cierto. Estaba nervioso, y yo hice el amor con ella, y estaba detrás suyo, pero penetré su vagina. Puede aplicarme su famoso codo tanto como quiera, inspector, pero no diré nada diferente.

—¿Y cómo explicas el informe de la patóloga?

Silencio mientras Valentim se cambiaba la pesada mata de pelo de lado y se pasaba un dedo por la frente. Lanzó un cúmulo de sudor al suelo de un papirotazo.

—Tuvo que haber alguien más —dijo.

—¿Cuándo salisteis de aquí?

—Sobre las dos.

—Bruno dice que se fue a casa y tú saliste caminando hacia el funicular con Catarina.

—Eso es verdad.

—¿Adónde fuisteis?

—Caminamos hasta la Avenida da Liberdade y cogimos el autobús 45. Ella se bajó en Saldanha para volver a clase. Yo seguí hasta Campo Grande y fui a la Biblioteca Nacional.

—¿Cuánto tiempo pasaste allí?

—Estuve hasta bien pasadas las siete. Me vio mucha gente.

—¿Tienes coche?

—Está de broma, inspector.

—¿Tienes acceso a alguno?

—El novio de mi madre tiene uno. ¿Cree que me lo prestaría?

—Volvamos a mi primera pregunta sobre por qué metiste a Catarina en el grupo.

—Ya se lo he dicho.

—¿Qué tenía de especial, Valentim? ¿Qué tenía que te interesase en particular?

Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado. No parecía quedarle saliva.

—No era una chica feliz, ¿verdad, Valentim?

—¿Feliz? —preguntó con sorna, como si ése fuera un estado discutible.

—¿Te gustaba eso, Valentim? ¿Te gustaba tener un poco de vulnerabilidad con la que trabajar, algo de sufrimiento real al que hincarle el diente?

—Lo próximo será decirme que odio a mi madre —dijo como colofón a una aguda carcajada—. ¿Ahora dan a Freud en la academia de policía?

—Pregúnteselo al agente Pinto, yo hace bastante que no paso por la academia —dije—. En cualquier caso no necesito a Freud después de dieciocho años hablando con gente como tú.

Miró a Carlos tras la pista de un blanco más tierno.

—¿No tiene alguna gilipollez para mí, agente?

—No eres un buen chico —dijo Carlos con calma después de una mirada directa.

—Si fueses buen chico —añadí—, y una niña de quince años te propusiese un ménage a trois con algo de sodomía para rematar…

—¡No la sodomicé! —gritó.

—… no tirarías adelante, ¿verdad? Pensarías que aquella chica no estaba bien. Eres estudiante de psicología. Sabrías que no es un comportamiento normal. Si fueses buen chico la ayudarías. Hablarías con sus padres. Le recomendarías algo de terapia. Pero no lo eres, ¿verdad, Valentim? Eres un mierda. Ves a alguien así y piensas: puedo usar eso. Puedo abusar de eso… y hará que me sienta mejor.

—Y todo porque no dije que quería a mi madre; es usted un radical, inspector. Un puto radical.

—Pero eso es por lo que organizaste este pequeño encuentro de ayer, ¿verdad, Valentim? Para poner a Catarina a tu nivel, arrastrarla a tu charca. Ahora lo único que me falta es descubrir si querías llevarlo un poco más allá y matar a la chica.

—Entonces tiene un montón de trabajo por delante.

—Entre tanto puedes pasarte el fin de semana en los tacos, para ver si te refresca la memoria. Y yo conseguiré una orden de registro de tu habitación.

Valentim se pasó el pulgar y el índice por la nariz y lanzó el sudor al suelo. Sacudió la cabeza y vi que estaba preocupado, y no por tener que pasar un par de noches en los tacos.