CAPÍTULO XIV

Sábado, 13 de junio de 199_, Telheiras, Lisboa, Portugal

Comimos de bifanas, un sandwich, pero relleno con una tajada caliente de cerdo: una solución angloportuguesa para la comida. Le tomé el pelo a Carlos hasta volver a ponerlo de mi lado y aplacar su mal humor. Pedimos café. Le pasé mi azúcar sin decir nada. Me preguntó por mi mujer, algo que nadie hacía nunca. Me preguntó cómo era estar casado con una inglesa.

—¿Cuál era la diferencia, quiere decir? —pregunté, y se encogió de hombros; no estaba tan seguro de lo que quería decir—. Las únicas discrepancias que teníamos eran sobre cómo educar a Olivia, nuestra hija. Peleábamos sobre eso. Se peleaba por eso con mis padres. Era algo cultural. Ya sabe cómo son las cosas en Portugal.

—Nos llevan entre algodones en todo momento.

—Y nos adoran. Tal vez tengamos una visión romántica de la infancia, que debería ser una época dorada sin responsabilidades, sin presión —añadí, recordando las viejas discusiones—. Mimamos a nuestros críos, les dejamos saber que son un don para nosotros, les animamos a creerse que son especiales. Y, por lo general, se vuelven personas felices y confiadas. Los ingleses no lo ven así. Son más pragmáticos y no hacen concesiones. Bueno, al menos mi mujer no las hacía.

—¿Y cómo es ella… Olivia? —preguntó, acostumbrándose al nombre.

—Resultó que la educación inglesa fue lo mejor. Es una chica de dieciséis que aparenta veintiuno. Puede cuidar de sí misma. Puede cuidar de mí. Ha cuidado de mí, así es cómo superó su dolor. También es hábil en sociedad. Sabe manejar las situaciones por su cuenta. Hace cosas. Es una brillante costurera. Era la afición de mi mujer. Las dos se pasaban el día haciendo vestidos sin dejar de hablar entre ellas. Pero aún no sé si fue lo que yo llamaría una infancia. A veces me sacaba de quicio. Cuando Olivia era pequeña mi mujer no la escuchaba a menos que dijera algo sensato. Si quería decir paparruchas de cría tenía que acudir a mí… Y, ya sabe, a veces eso resulta… siente necesidad de demostrar su valía, de hacer bien las cosas, de resultar siempre interesante. No siempre es capaz de estar a la altura de sus propias exigencias. Lo ve, ya me ha dado cuerda. Voy a callarme o no le dejaré en paz en todo el día.

—¿A su mujer le gustaban los portugueses?

—Le gustábamos —respondí—. La mayor parte del tiempo.

—¿Se lo dijo?

—¿Qué entre nosotros no somos tan majos? Lo sabía. Y, en cualquier caso, los ingleses se odian entre ellos incluso más, pero al menos —esto lo decía ella— a los portugueses les gustan los extranjeros, lo cual no es el caso de los ingleses. También decía que yo tenía una visión sesgada de mis paisanos por hablar todo el tiempo con mentirosos y asesinos.

—No puede ser que le gustase todo el mundo.

—No le gustaban los burócratas, pero yo le decía que recibían un adiestramiento especial. Es todo lo que queda de la Inquisición.

—¿Qué es lo que de verdad odiaba de los portugueses? Tenía que haber algo que odiase de corazón.

—Los programas de televisión nunca cumplían el horario.

—Venga ya. Ella podía hacerlo mejor.

—Odiaba a los conductores varones portugueses, en especial a los que aceleraban cuando veían que los adelantaba una mujer. Decía que era el único momento en que nos veía en plan macho. Siempre supo que iba a morir en la carretera y así fue.

Silencio. Aun así, no se daba por satisfecho.

—Debía de haber algo más. Algo todavía peor.

—Solía decir: «La manera más rápida de morir pisoteada es interponerse entre los portugueses y su comida».

—No la que nos acabamos de comer… y de todas formas eso sólo significa que tenemos hambre. Vamos, ¿qué más? —insistió Carlos, que trataba de llevarme a un extremo con su dichoso complejo de inferioridad.

—Pensaba que no creemos en nosotros mismos.

—Ah.

—¿Hay más preguntas?

—No.

Teresa Carvalho, la teclista, vivía con sus padres en un piso de Telheiras, que sobre el mapa no está muy lejos de Odivelas, aunque en la escala del dinero las separe un abismo. Allí vivía lo mejor de lo mejor. Aislados edificios en tonos pastel, sistemas de seguridad, plaza de aparcamiento, antenas parabólicas, clubes de tenis, diez minutos hasta el aeropuerto, cinco hasta cualquiera de los estadios de fútbol y Colombo. Todo estaba conectado pero muerto; era como pasear por un cementerio de mausoleos perfectos.

Los Carvalho vivían en el ático. El ascensor funcionaba. Una doncella angoleña nos hizo esperar fuera mientras le llevaba nuestros documentos de identidad al senhor Carvalho. Nos acompañó hasta su estudio. Carvalho estaba sentado tras su escritorio con los codos y los peludos antebrazos apoyados. Llevaba un polo rojo YSL por cuyo cuello asomaba más pelambre. Ni una hebra de pelo surcaba su cabeza marrón como una nuez. El bigote era lo bastante recio para que tuviera que cortarlo con tenazas. Inclinó la cabeza hacia delante de forma que nos miraba por debajo de donde tendría que haber estado su cornamenta. Resultaba menos amistoso que un toro con seis bandarilhas a la espalda. La doncella cerró la puerta con el más tenue de los chasquidos como si el mínimo ruido pudiese atraer la atención del morlaco.

—¿De qué quieren hablar con mi hija? —preguntó.

—Ésta no debe de ser la primera visita que le hace la Polícia Judiciária —afirmé—. ¿Se ha metido en problemas antes su hija?

—Nunca se ha metido en problemas, pero eso no impide que la policía trate de involucrarla en líos.

—Somos de Homicidios, no de Narcóticos.

—Pero lo sabían.

—Me lo imaginé —dije—. ¿De qué hablan con ella?

—Elaboración y distribución.

—¿De qué?

—Éxtasis —respondió—. Han arrestado a su profesor de química de la universidad para interrogarlo. Va dando nombres para que le dejen en paz. Uno de ellos fue el de mi hija.

Le expliqué lo que nos ocupaba y poco a poco fue aflojándose el arnés de su furia. Fue a buscar a su hija. Llamé a Fernanda Ramalho con el móvil. Puede que la patóloga corriese maratones, pero daba su información en sprints de cien metros lisos.

—Cosas que te interesarán —dijo—. Hora de la muerte: bastante cerca de las seis o seis y media de la tarde del viernes. Causa de la muerte: asfixia por estrangulación, presión aplicada sobre la tráquea con pulgares enguantados (no hay marcas de uñas en el cuello). El golpe de la nuca: le dieron una sola vez con algo muy duro y pesado, no una barra de hierro: el cráneo destrozado y la zona de la contusión sugieren algo más parecido a un mazo. A buen seguro estaba inconsciente cuando la asfixiaron. No logro encontrar indicios de que opusiera una resistencia seria, no hay magulladuras aparte de la de la frente, que fue causada por el contacto con un pino. Había corteza en la herida. No tenía nada bajo las uñas. Actividad sexual: esto no va a gustarte. Había sido penetrada de forma tanto vaginal como anal. Se usaron preservativos. No hay depósitos de semen. Había rastros de un lubricante de base acuosa en su recto y el daño causado al músculo de su esfínter daría a entender que no había practicado el sexo anal con anterioridad. Sangre: su grupo sanguíneo es poco frecuente, AB negativo, y hay rastros de éxtasis. También había fumado cannabis y existían restos de cafeína.

—¿Algo en el estómago?

—No había tomado nada para comer.

—¿Eso es todo?

—No os conformáis con nada, chicos, aunque sea así de rápido.

—Fernanda —dije—, sabes que te lo agradezco.

Colgó.

Teresa Carvalho tenía el pelo largo y violeta y sombra de ojos, carmín y esmalte de uñas violeta oscuro. Llevaba camiseta negra, falda corta negra, medias negras y unas Doc Martens violetas hasta la pantorrilla. Se sentó en un sillón en una esquina del estudio de su padre y cruzó las piernas. El senhor Carvalho salió de la habitación y permanecimos en el silencio que permitía el mascar de chicle de Teresa.

Los zapatos del senhor Carvalho no se alejaron. Teresa no nos miraba a ninguno de los dos sino que centraba la vista en un punto por encima de la cabeza de Carlos. Abrí la puerta y le dije al senhor Carvalho que después quería volver a hablar con él. Se alejó como un oso que regresara a su cueva. En los ojos de Teresa lucía un micrón de confianza cuando volví a sentarme.

—Nada de lo que aquí se diga tiene por qué salir de esta habitación —aclaré.

—Papá dice que sois de Homicidios. No he matado a nadie, así que estoy tranquila —dijo, e hizo estallar su chicle hacia nosotros.

—¿Has hablado con algún miembro de tu grupo desde que se separó el miércoles por la noche? —pregunté.

Aquella obertura daba a entender que quedaba mucha más munición en el cargador, y pude ver cómo las implicaciones desfilaban por detrás de sus ojos.

—No. No hubiera tenido mucho sentido.

—¿Fue ésa la última vez que viste a Catarina?

—Sí —respondió—. ¿Le ha pasado algo?

—¿Por qué lo preguntas?

—Le podría haber pasado cualquier cosa.

—¿Por algún motivo? —preguntó Carlos.

—Parece inocente, ¿verdad?

—¿Lo dices por el pelo rubio y los ojos azules?

Volvió a reventar el chicle y colocó una de sus Doc Martens en el borde de la silla.

—Sigue, Teresa —la invité—, cuéntanos lo que pensabas de Catarina.

—Estaba chalada, como una puta cabra.

—¿Qué significa eso? ¿Loca, neurótica, enganchada?

—No creo que tenga ni dieciséis años, ¿es así?

—Cierto.

—Se podría encontrar a putas de treinta con su experiencia pero yo…

—Espero que esto no sean habladurías de chicas, Teresa.

—Son habladurías de chicos. Vayan al campus y pregunten.

—No te caía bien.

—No.

—¿Le tenías envidia?

—¿Envidia?

—De su voz, por ejemplo.

Resopló.

—De que los chicos le fueran detrás.

—Ya se lo he dicho, no era más que una puta.

—¿Qué pasa con Bruno y Valentim?

—¿Qué pasa con ellos?

—Limítate a responder a la pregunta —conminó Carlos.

—¿Qué pregunta?

—El grupo —dije, en un intento de aplacar a Carlos, a quien al parecer tampoco le gustaba aquélla—; ¿cómo se deshizo el grupo?

—Su música había dejado de gustarme.

—Me refiero a cómo. ¿Os peleasteis todos y después cada cual siguió su camino? ¿Formasteis algunos un bando…?

—No sé lo que hicieron. Yo había quedado con un amigo en el Bairro Alto.

—¿No sería el saxofonista, por un casual? —pregunté, y se quedó muda.

—No —dijo en voz tan baja que tuvimos que acercarnos.

—¿Qué hace además de tocar el saxofón?

No respondió. Se había llevado la mano a la boca y tenía el pulgar entre los dientes.

—Ese saxofonista… ¿es tu profesor de la universidad?

Asintió. Se formaron lágrimas en su sombra de ojos violeta. Se examinaba la rodilla con detenimiento.

—¿No estabas con él la noche en que se separó el grupo?

Negó con su cabeza violeta.

—¿Lo vistes? —pregunté.

Cerró los ojos y lágrimas violetas resbalaron por su cara.

—¿Tal vez aquella noche lo vistes más tarde con Catarina Oliveira?

—Lo robó —soltó junto con algo de moco—. Me lo robó.

—¿Es por eso que en Narcóticos recibieron una llamada sobre un profesor de la universidad que elaboraba y distribuía éxtasis?

Se levantó de un salto, agarró unos cuantos pañuelos de papel de la mesa de su padre y se frotó la cara hasta que pareció que le habían dado una paliza.

—¿Dónde estuviste anoche?

—En la fiesta de la Alfama.

—¿Cuándo?

—Me pasé casi toda la tarde aquí, trabajando en mi habitación; unos amigos pasaron a buscarme cerca de las siete.

Le pedí que escribiera los nombres y teléfonos de sus amigos.

—Todavía no me han dicho qué le ha pasado a Catarina —dijo.

—La asesinaron ayer por la noche.

—Yo no le hice nada —afirmó con rapidez, sosteniendo el bolígrafo en el aire.

—¿Crees que Valentim o Bruno mantenían relaciones sexuales con ella?

—Estoy segura de que Valentim sí; él dio con ella. Bruno, no. Le tenía miedo a Valentim.

—¿Dio con ella?

—Oyó su voz, la apuntó al grupo.

—¿Y por qué crees que tenían relaciones sexuales?

—Así era Catarina.

—Pero ¿nunca vistes nada que lo confirmara?

Levantó la vista para ver cómo nos sentaría la verdad.

—No —dijo—. No vi nada.

Nos levantamos para irnos.

—No le dirán nada a los de estupefacientes sobre mi llamada —suplicó.

—Si tu profesor es inocente se lo diré —dije yo—. ¿Lo es?

Negó con la cabeza.

—¿Y tú?

—Quieren demostrar que le ayudé con el trabajo de laboratorio, pero es mentira.

—¿Qué me dices de la distribución?

—No —dijo, con la boca cerrada como un cepo.

—El día en que murió, Catarina tenía rastros de éxtasis en la sangre.

—Míos no. Yo no le di nada.

—¿Qué hay de Valentim o Bruno?

—No —aseveró, una mentira dura, lacónica, segura como una roca.

Le dediqué una larga mirada que no pudo sostener. Estaba pensando en cómo salvar algo de la situación, en cómo caerme simpática. La chica impopular. El fraude. La conservadora que fingía en negro y violeta.

—Para entender a Catarina —dijo— había que oírla cantar. Tenía línea directa con el dolor.

Atravesamos una Lisboa vacía en la primera tarde calurosa de un sábado veraniego. Recorrimos sin los habituales atascos las avenidas arteriales que llevan a Saldanha por el Campo Grande, hasta llegar a la enorme rotonda de Marqués de Pombal, y después seguimos hacia Largo do Rato, que se tostaba en silencio al sol. Carlos hablaba como un hombre con la boca llena de clavos que no diese abasto al escupirlos.

—El mundo no necesita chatas como Teresa Carvalho —decía—. Una senhorina rica sin personalidad que se las da de artista grunge a la vez que alimenta esos valores salazaristas bobalicones de clase media. Es de las que siempre ha tenido lo que ha querido, y cuando no puede conseguirlo, porque es demasiado chata, se asegura de que nadie lo tenga. Traiciona a la gente para salvarse ella. Es una mentirosa. No deja de examinarle a uno para asegurarse de que está diciendo lo que uno quiere oír. Hunde a su profesor, pone verde a Catarina y entonces nos suelta —puso voz quejumbrosa—: «Para entender a Catarina había que oírla cantar. Tenía línea directa con el dolor», y me apuesto lo que sea a que eso ni siquiera se le ocurrió a ella. ¡Puaj! Son todas iguales.

—¿Quiénes?

—Las chicas de clase media. Sinsustancias. Crías sin redaños.

—¿Era Catarina una cría sin redaños?

—Debía de ser más decente que todas las demás juntas, que es por lo que todas hacen cola para ponerla a parir y contarnos lo puta que era, pero hasta ahora no hemos encontrado a nadie que tenga que ver con ella que valga ni cinco tostões.

—¿De modo que en verdad quiere encontrar a su asesino?

—Pues sí. ¿Pasa algo?

—Sólo preguntaba.

—Pero si era una chata como Teresa Carvalho…

—Por curiosidad, ¿le gustan los negros? —pregunté.

Me observó para ver por dónde le salía aquella vez.

—No tengo prejuicios raciales, si es a eso a lo que se refiere —respondió con lentitud.

—¿Pero si tuviese una hija que quisiera casarse con un chico negro…?

—A lo mejor eso tendría que preguntárselo yo.

—A mí no me gustaría —reconocí—. Lo ve, me ha pillado.

—El clásico policía racista portugués.

—Eso no quiere decir que piense que todos los negros son unos delincuentes —dije—. He vivido en África, conozco a los africanos y muchos me cayeron bien. Lo que quiero decir es que hay un montón de gente con prejuicios raciales por el mundo y no me gustaría que mi hija tuviese que aguantarlo si no fuese necesario.

A un lado dejamos los oscuros jardines del Jardim da Estrela, con su aspecto fresco y somnífero. Atajé por un lado de la Basílica y remonté la colina hasta Lapa. Era territorio de embajadas, un viejo remanso de dinero que dominaba los muelles de Alcántara, probablemente para que los ricos pudiesen contemplar la llegada de sus escudos. Aparcamos en una plaza del centro frente a un viejo bloque de pisos con vistas a un antiguo y decrépito palacio rodeado de andamios que lucía en las puertas un permiso municipal de edificación.

Tocamos al timbre. No hubo respuesta. Un jardinero repartía cortes a diestro y siniestro por unos matojos del otro lado de la verja.

—Esto es el Palacio do Conde dos Oliváis —le expliqué a Carlos—. Ha estado cerrado y en ruinas desde que tengo uso de razón.

—Parece que lo están arreglando.

Le grité al jardinero, un viejo de piel oscura y cara de mula. Dejó de trabajar, se apoyó en la verja y se quitó de la boca un cigarrillo que llevaba un buen rato apagado.

—Va a ser un burdel —anunció.

—¿De verdad?

—¿Saben lo que hace falta para montar un buen burdel?

—Chicas guapas, tal vez.

—Habitaciones a tutiplén. Este sitio es ideal —dijo, y soltó una carcajada asmática. Se limpió la cara con un trapo sucio—. No. Va a ser uno de esos clubes exclusivos para ricachones que no saben qué hacer con el dinero que guardan debajo de sus colchones.

Carlos se rio entre dientes y volvió a llamar. No hubo respuesta. El jardinero se encendió de nuevo el cigarrillo.

—Aquí vivieron los nazis durante la guerra —dijo—. Cuando perdieron se lo quedaron los americanos.

—Es un sitio muy grande para ser un club.

—Van en serio, los ricos. Al menos eso es lo que he oído.

Tuvimos respuesta. Una muy tenue. Una frágil voz femenina demasiado débil para entenderla. Nos dejó entrar a la quinta explicación. Subimos las escaleras hasta el segundo piso. Nos abrió la puerta una mujer con gruesa rebeca verde y falda de tweed. Ya se había olvidado de quiénes éramos y cuando volvimos a explicárselo nos dijo que ella no había llamado a la policía y que no había pasado nada. Empezó a cerrar la puerta con mano temblorosa pasto del Parkinson.

—No pasa nada, mamá —dijo una voz detrás de ella—. Han venido a hablar conmigo. No te preocupes.

—He enviado a la criada a hacer no sé qué, y siempre vienen cuando no está, y tengo que levantarme yo para ver quién es, y nunca oigo nada con ese…

—No pasa nada, mamá. Pronto volverá.

Seguimos a la mujer, que entró arrastrando los pies en el salón del brazo de su hijo. Las paredes estaban cubiertas de libros del suelo hasta el techo y el espacio libre estaba ocupado en su mayor parte por dibujos, cuadros, bocetos y acuarelas. El chico sentó a su madre frente a una mesa con una lente de aumento y una licorera de lo que tal vez fuera oporto seco.

El chico, con la camiseta y los vaqueros reglamentarios, nos llevó a otra habitación. Llevaba el pelo, moreno y lacio, largo y con la raya en medio, y su cara triste anunciaba una gama limitada de expresiones. Apenas abría la boca cuando hablaba. Las paredes de su habitación estaban cubiertas de más dibujos y bocetos, ninguno enmarcado.

—¿Quién es el artista? —preguntó Carlos.

—Mi madre era galerista; esto es lo que queda de sus existencias.

—Parece enferma.

—Lo está.

—¿Has hablado con Valentim?

—Me llamó.

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con Catarina? —pregunté, y Carlos se estremeció como si fuese él quien tuviera que responder a la pregunta.

Bruno dio un paso atrás y se apartó el pelo de los hombros con una sacudida de las dos manos, como si fuera un pájaro asustado.

—¡Qué! —exclamó, con la boca abierta dos milímetros más que la de un cepo, lo que para él era como el Grito de Munch.

—Ya me has oído.

—Yo no…

—Teresa Carvalho dice que sí. Tú, Valentim y media universidad.

Ya parecía haberse venido abajo, como si llevase su esqueleto en el exterior como las arañas. Puede que Valentim lo hubiese puesto sobre aviso, pero no para esto. Tragó saliva.

—Tampoco queremos oír el rollo de Valentim —dije—. Esto es una investigación de asesinato de modo que si por un momento pienso que estás mintiendo u obstruyendo la labor de la justicia te llevaré a los tacos a pasar el fin de semana. ¿Has estado alguna vez?

—No.

—¿Sabes lo que son?

No hubo respuesta.

—Chulos, prostitutas, drogatas, borrachos, camellos, chorizos y todo un surtido más de quinquis demasiado violentos para que les dejemos salir. Sin luz natural. Sin aire fresco. Bazofia para comer. Te llevaré, Bruno. La criada cuidará de tu madre, así que no tendré remordimientos. De modo que olvídate de Valentim y suéltalo.

Se situó junto a la ventana y desvió la cabeza para mirar por encima del palacio hasta el tramo del Tajo que los árboles dejaban a la vista. No daba la impresión de que fuera a tener que pensárselo demasiado.

—El viernes a la hora de comer —le dijo a los cristales.

—¿Dónde?

—En la Pensão Nuno; está cerca de la Praça da Alegría, por ahí.

—¿A qué hora?

—Entre la una y las dos.

—¿Hubo drogas?

Bruno se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas y habló con la vista puesta en el suelo.

—Nos comimos una pastilla de éxtasis cada uno y nos fumamos un porro.

—¿Quién os lo pasó?

No respondió.

—No buscamos a nadie por posesión o venta de drogas —dije—. Sólo quiero tener las cosas claras. Quiero ver cada minuto de ese día tan claro como si lo hubiera vivido yo. ¿Fue Teresa Carvalho?

—Valentim —respondió.

—¿Valentim también estaba? —preguntó Carlos.

El chico asintió hacia el suelo.

—¿Estabais los dos allí… copulando con la chica?

Bruno se agarró la frente en un intento de exprimir sus recuerdos.

—¿Cómo llegó a pasar aquello?

—Valentim dijo que a ella le iba.

—¿Era eso cierto?

Abrió las manos y se encogió de hombros.

—¿Y quién la sodomizó? —pregunté.

Tosió, mitad sollozo, mitad arcada. Se envolvió la cabeza con las manos y se acurrucó en la pose que recomiendan los aviones como si estuviese a la espera de una colisión terrorífica.