CAPÍTULO XIII

Sábado, 13 de junio de 199_, Cascais, Portugal

Carlos y yo esperamos en el exterior del bloque de apartamentos del examante de la mujer del abogado. Era nuevo, acabado en un amarillo repugnante y con vistas al mar por encima de las vías del tren, detrás de la Marginal, sobre el aparcamiento del supermercado. No era perfecto, pero sí lo bastante bueno para estar mucho más allá de lo que jamás podría permitirse un policía.

Una cadena protegía el patio delantero de calçada, en el que estaba aparcado un todo terreno nuevecito, un modelo llamado Wrangler o algo así, con barras protectoras cromadas y negras y un acabado muy lustroso. Era mucho todo terreno para dar botes por los pavimentos de Cascáis. Bajo la finca había un pequeño garaje con un BMW serie 3 plateado y una moto Kawasaki 900 negra azabache. Todos los vehículos pertenecían a Paulo Branco, el examante y único ocupante de cualquiera de los pisos de ese bloque. Un vendedor mantuvo la puerta del edificio abierta con el pie mientras le endosaba a una joven pareja que se iba sus últimos dos metros de camelo. Los dejamos atrás y llegamos al apartamento.

Sacamos a Paulo Branco de la cama. Acudió a la puerta en calzoncillos y con olor a recientes escarceos sexuales, aunque de ella no llegamos a ver gran cosa: un brazo moreno sobre la sábana, un pie bronceado que colgaba. Era guapo del modo en que lo son centenares de hombres: pelo moreno peinado hacia atrás, ojos marrón oscuro, mandíbula cuadrada con la usual hendidura y un físico fruto del gimnasio. Desabrido y seguro, hasta que vio nuestra identificación.

Entramos en un salón de planta abierta con ventanales arqueados, del suelo al techo, que daban al mar. Nos sentamos en torno a una mesa cubierta de fotografías desparramadas y cuatro teléfonos móviles de colores.

—¿Conoce a la senhora Teresa Oliveira? —pregunté.

Frunció el ceño.

—Es la esposa del doctor Aquilino Dias Oliveira, un abogado. Tienen una casa aquí, en Cascáis —le recordé.

—Sí, los conozco.

—¿De qué?

—Le vendí a él un ordenador el año pasado.

—¿Es ése su trabajo?

—Entonces lo era. Ahora estoy en la Expo. Les instalé la mayor parte de equipos.

—¿Los trastos que no funcionaron? —preguntó Carlos, desenfundando pronto el aguijón.

—Tuvimos algunos problemas técnicos.

—¿Pero sacó dinerillo?

Las fotos de la mesa mostraban una granja, en Alentejo a juzgar por la tierra, los alcornoques y los olivares. Otro accesorio de moda.

—¿También es suya? —preguntó Carlos.

Asintió. Nosotros también.

—Tenemos entendido que entabló una relación íntima con la mujer del abogado. ¿Cuándo fue?

Miró por encima del hombro hacia la puerta del dormitorio, que estaba entornada.

—En mayo —respondió—. Me parece que fue en mayo del año pasado. Me gustaría tomarme un café… ¿les apetece uno?

—No le entretendremos mucho —dije—. ¿Por qué intimó con Teresa Oliveira?

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

—Una de las más fáciles —replicó Carlos.

Se reclinó por encima de la mesa para hacernos sus confidentes.

—Ella quería sexo. Dijo que el viejo ya no daba la talla.

—¿Dónde? —inquirió Carlos.

—Donde siempre —dijo, recuperando algo de petulancia ahora que sabía que no se trataba de una investigación fiscal.

—Geográficamente.

Le dedicó a Carlos su mejor sonrisa falsa.

—En su casa de Lisboa.

—¿No aquí?

—Vino una o dos tardes de viernes en las que llegué pronto a casa, pero sobre todo fue en Lisboa. Yo salía a atender un pedido y me pasaba por su casa. Eso era todo.

—¿Y la hija, Catarina?

Parecía un hombre al que se le ha fastidiado el paracaídas en el momento de abrirlo.

—¿La… hija? —preguntó.

—Se llamaba Catarina.

—¿Se llamaba?

—Eso es lo que he dicho.

—Miren, no veo a Catarina desde… desde…

—Siga, ¿desde cuándo?

Tragó saliva con fuerza y se llevó la mano a la cabeza.

—Hemos oído que se acostó con ella —dije—. ¿Cuándo fue la última vez?

Se palmeó los muslos, se puso en pie, lanzó un grito inarticulado y cruzó la habitación a zancadas, gesticulando. De repente nos encontrábamos en un culebrón.

—Siéntese, por favor, senhor Branco —le indiqué, dejando mi asiento y señalando el suyo.

Estaba perplejo. La puerta del dormitorio se cerró con un chasquido; a esas alturas la chica probablemente buscaba su ropa interior. Paulo Branco se sentó y se comprimió la cabeza entre las manos, reticente a oír nada más.

—Quiero un abogado —dijo.

—Tiene el número de uno de aquí, de Cascáis —soltó Carlos, que se regodeaba demasiado.

—No vamos a acusarle de acostarse con una menor de edad… o abuso de menores, como suele decirse, senhor Branco —dije yo—. Pero si la asesinó… Ésa es otra cuestión. A lo mejor le convendría conseguir un abogado.

—¿Yo? —preguntó; su día soleado de repente pintaba muy negro—. Yo no la maté. No la he visto desde… desde…

—¿Cuándo fue la última vez?

—Hace meses.

—¿Cómo la conoció?

—En la casa de Lisboa.

—Cómo, senhor Branco, no dónde.

—Salí del dormitorio…

—¿Qué dormitorio?

—El de su madre… El dormitorio de Teresa. Ella estaba en el pasillo.

—¿Cuándo?

—Era la hora de comer… en junio, julio del año pasado.

—¿Qué pasó?

—No me… Llevaba los zapatos en la mano. Bajó las escaleras. Yo me iba. Miré hacia su madre y la seguí. Nos volvimos a encontrar en la calle. Se estaba poniendo los zapatos.

—¿Le dijo algo?

—Me dijo que estuviese allí el viernes siguiente a la hora de comer.

—¿Y aceptó eso de una niña de catorce años?

—¡Catorce! No, no. Eso es imposible. Ella dijo…

—No nos haga perder el tiempo, Paulo —dije—. Oigamos el resto.

—El viernes siguiente me planté allí. Teresa no estaba. Los viernes se iba a Cascáis.

—Lo sabemos.

—Me acosté con ella —continuó, y se encogió de hombros.

—¿En la cama de la madre?

Se rascó una sien y asintió.

—¿Algo más?

—Me sacó cinco mil escudos.

—¿Y usted lo permitió?

—No sabía qué pensar. No estaba seguro de lo que era capaz.

—No me venga con hostias —dije—. A diferencia de ella, usted es adulto.

—Ni siquiera tenía por qué presentarse —añadió Carlos.

Nos evaluó para ver si estábamos preparados para su confesión de machote de colegio.

—Podremos asumirlo —dije.

—Me lo pasé bomba —reconoció—. Tirarme a la madre y a la hija en…

—Genial —lo interrumpí—. ¿Y cuántas veces repitieron antes de que Teresa se enterara?

—Tres. A la cuarta se presentó allí.

—¿Hubo ese día algo fuera de lo normal?

Se le debilitó la cara hasta parecer la de un niño de seis años. Se le escapó una risita nerviosa.

—Mierda —dijo, y se apretó el puente de la nariz—, sí que hubo algo diferente. Fue la primera vez que Catarina pareció disfrutar.

—¿No fingía todo el tiempo? —preguntó Carlos.

Paulo fijó la vista en la mesa, decidido a no replicar.

—Gritaba y tenía una sonrisa rara, pero no la dirigía hacia mí, sino por encima de mi hombro. Me di la vuelta y vi a Teresa plantada en el umbral.

—¿Qué hizo Teresa?

—Salí de la cama. Catarina se sentó. Ni siquiera cerró las piernas, se limitó a mirar a su madre y sonreír. Teresa se abalanzó sobre ella y la abofeteó; joder, fue como un fusilamiento.

—¿Dijo algo Catarina?

—Dijo con voz de niña pequeña: «Lo siento, mami».

—¿Y usted?

—Yo ya estaba fuera y a mitad de las escaleras.

—No volvió a ver a Teresa.

—No.

—¿Y a Catarina?

Volvió la vista al dormitorio una vez más y habló en voz baja.

—Me visitó unas cuantas veces. La última fue… en marzo. Sí, en marzo… un par de días después de mi cumpleaños, el diecisiete.

—¿Lo visitó para acostarse con usted?

—No era para charlar.

—¿No hablaban?

—Entraba y se quitaba la ropa.

—¿Cree que iba drogada?

—A lo mejor. —Inclinó la cabeza.

—¿Le cogía dinero?

—Sí, hasta que escondí la cartera.

—¿Eso la molestó?

—No me hizo ningún comentario.

—¿Cuántas veces vino aquí?

—Diez, doce veces.

—¿Y por qué dejó de venir después del diecinueve de marzo?

—No dejó de venir. Lo que pasa es que no la dejaba pasar.

Señaló la puerta del dormitorio con la cabeza y también nosotros la miramos.

Salimos poco después y esperamos fuera, en el coche. La chica salió pocos minutos después que nosotros, con zancadas demasiado largas para sus piernas que hacían que sus esbeltos tacones temblaran sobre la calçada. Carlos asintió, satisfecho de que la chica hubiese visto lo mismo que él.

—Ese chaval —dijo—, novo rico.

Volvimos en coche a casa del abogado. Tenía un par de preguntas para Teresa pero el doctor Oliveira no quería permitirlo, hasta que ella se asomó al pasillo y nos indicó por señas que entrásemos. Se movía como una vieja y su discurso era lento y vago en ocasiones.

—El día que se encontró a Catarina en la cama con Paulo Branco, ¿por qué volvió a la casa?

—No me acuerdo.

—¿No estaba ya aquí?

—Sí.

—Debió de ser algo importante para hacer todo el camino de vuelta a Lisboa.

No dijo nada. Pedí disculpas y me levanté para marcharme. Tenía la cara hundida. Habían aparecido ojeras donde antes no las había.

—Volví —dijo, tan cansada que casi no acertaba a hablar— porque Catarina me llamó. Dijo que se había hecho daño en el colegio.

Los tres intercambiamos miradas. Ella abrió las manos para mostrarnos cómo podía ser la vida.

—Aquello supuso el fin de mi relación con Catarina.

Volvimos en silencio a la 2.ª Circular que rodea Lisboa. Me gustaba Carlos por eso. No hacía falta plantear preguntas para las que ninguno de los dos tenía respuestas. Estaba contemplativo. Un hombre diferente del tipo crispado que había dejado ver en la playa y el piso de Paulo Branco. Dudaba que tuviese muchos amigos.

Me sentía enfermo por el modo en que una familia como los Oliveira podía irse al traste. La familia. La unidad monetaria más fuerte de Portugal. Nuestro oro. Nuestro mejor activo. El elemento puro que mantiene nuestras calles en su mayor parte limpias. Nadie en Europa entiende mejor el valor de la familia que nosotros, y no es sólo un resto de la propaganda salazarista. ¿Fue entonces cuando empezaron a aparecer fisuras sociales?

Nos dirigíamos a una descomunal urbanización del extremo norte de Lisboa llamada Odivelas. Bordeamos una de nuestras actuales glorias —Colombo, el centro comercial más grande de Europa— situada junto a una de las más antiguas: el estadio del Benfica, que jugaba con la bancarrota. Tomamos un desvío y pasamos por debajo de la 2.ª Circular para remontar la colina. En la cima teníamos la mejor vista existente de Odivelas: veinte kilómetros cuadrados de ruinosas torres de pisos cubiertas por la crespa mata de las antenas de televisión. Era una visión infernal, el Elíseo de una constructora. Construían esas cosas en semanas —un esqueleto de huesos de hormigón, paredes de piel sin grasa—, en verano te cocías y en invierno te helabas. Nunca he sido capaz de respirar dentro de ellas, el aire está demasiado reutilizado.

Subimos las escaleras hasta el cuarto piso de una finca que era parte de una urbanización dentro de otra urbanización. Ésta era una de las originales y el resto, clones. El ascensor no funcionaba. Faltaban algunas baldosas y otras estaban rotas, y las paredes de granito estaban incrustadas de humedad reseca. De piso en piso se peleaban los televisores. El hueco canalizaba música y el olor de las comidas. Un par de chicos rebotaron por las paredes y pasaron entre nosotros a empellones.

Llamamos a una puerta de cartón tras la que esperábamos encontrar al guitarrista del grupo de Catarina. El hombre que abrió la puerta era delgado y tenía lo que parecía un bigote mal pegado de la misma textura lacia que el pelo moreno de su cabeza. Llevaba una camisa violeta de manga corta desabrochada hasta abajo. Tenía la mano en el pecho, donde se acariciaba el pelo que rodeaba sus pezones con los dos dedos que usaba para fumar. Sabía que éramos de la policía.

—¿Está Valentim Mateus Almeida? —pregunté.

Se volvió sin responder. Lo seguimos por un pasillo estrecho. Tocó en una puerta sin detenerse.

—Valentim —dijo—. La policía.

Siguió hasta la cocina donde una mujer obesa de pelo teñido embutida en una falda turquesa retiraba los platos de comida de la mesa. Le preguntó al hombre quién había llamado y cuando él se lo dijo metió el estómago. Volvimos a llamar a la puerta de Valentim. Olía a pescado frito.

Valentim nos invitó a entrar pero no levantó la vista de la guitarra que tocaba, sin enchufar, sentado en su cama. Tenía una enorme guirnalda de largos rizos castaño oscuro que le llegaba hasta la cintura. Llevaba camiseta y vaqueros. Era delgado y de piel olivácea, con grandes ojos oscuros y mejillas huecas y desnutridas. Carlos cerró la puerta de la angosta habitación, que tenía una cama y una mesa pero ninguna estantería. Los libros se apilaban en el suelo. Algunos estaban en inglés y francés.

—A tu padre no le preocupa mucho la índole de tus visitas.

—Eso es porque no es mi padre, ni siquiera mi padrastro. Sólo es el huésped capullo que evita que mi madre se sienta sola… y no se preocupen, ya se lo he dicho.

—¿El qué? —preguntó Carlos.

—Que es mejor estar sola que vivir con una garrapata, pero entonces… Lo que hace es rascar hasta sacársela de encima y poner otra en su lugar. Es la naturaleza de las garrapatas y aquellos de los que se alimentan.

—¿Estudias zoología?

—Psicología —respondió—. La zoología es algo con lo que vivo. Se me cuela por debajo de la puerta.

—¿Conoces a una chica llamada Catarina Sousa Oliveira?

—La conozco —dijo, y retomó sus punteos de guitarra.

—Está muerta. Asesinada.

Se le pararon los dedos. Cogió la guitarra por el mástil y la apoyó contra una silla que había a los pies de la cama. Estaba pensando, recomponiéndose, pero también impresionado.

—No lo sabía.

—Estamos reconstruyendo sus últimas veinticuatro horas.

—No la he visto —dijo con rapidez.

—¿En veinticuatro horas?

—No.

—¿Hablaste con ella?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que la vistes?

—El miércoles por la tarde.

—¿Qué pasó?

—El grupo se reunió para hablar del bolo del fin de semana y los ensayos para el viernes y el sábado.

—Ayer era viernes —dijo Carlos.

—Gracias por recordármelo. Todos los días son iguales en Odivelas —replicó—. Ese mismo miércoles se separó el grupo. No hubo ensayo, no habrá bolo.

—¿Por qué os separasteis?

—Diferencias musicales —explicó—. Teresa, la teclista, se está follando a un tío que toca el saxofón, así que cree que de repente necesitamos un saxofonista. Cree que tenemos que hacer más rollo instrumental. Yo le dije…

—¿Menos énfasis en la cantante solista? —aventuró Carlos.

Valentim se volvió en busca de mi opinión.

—En eso no puedo ayudarte —dije—. En mi vida no pasa nada desde Pink Floyd.

—¿Hasta qué punto eran musicales esas diferencias? —inquirió Carlos.

—Ésa es su primera pregunta decente y va y la responde usted mismo.

—¿Qué hay de Bruno, qué toca él?

—El bajo.

—¿Salíais tú o Bruno con Catarina? —pregunté.

—¿Si salíamos?

—¿Te la follabas? —dijo Carlos, escogiendo las palabras a medida que avanzábamos.

—En el grupo teníamos un pacto de «no relaciones».

—El saxofonista no tenía ni una oportunidad.

—No creo que la tuviera.

—La reunión. ¿Dónde se celebró?

—En un bar llamado Toca. Está en el Bairro Alto.

—¿Y no la volviste a ver después, ni el jueves ni el viernes?

—No.

—¿Sabes lo que iba a hacer ayer?

—Ir a clase, ¿no?

—¿Tú dónde estabas?

—En la Biblioteca Nacional… todo el día, hasta las siete, siete y media.

Le di una tarjeta y le dije que me llamara si se acordaba de algo. Cuando salimos la madre de Valentim contemplaba el pasillo desde la cocina. Le di las buenas tardes, lo cual atrajo a su hombro a la garrapata.

—¿Dónde estuvo ayer Valentim? —pregunté.

—Se pasó fuera todo el día y casi toda la noche —respondió la garrapata—. No volvió hasta las tres de la mañana.

Debajo del maquillaje que acababa de ponerse la mujer parecía abatida. La garrapata quería que nos llevásemos al chico de inmediato. Salimos y volvimos al coche, que estaba demasiado caliente para tocarlo. Encendí un cigarrillo y lo apagué a las dos caladas.

—Miente —dijo Carlos—. La vio.

—Vamos a hablar con los teclados —dije, y arranqué el coche.

—¿En este trabajo no se come?

—Almuerzo inglés.

—No me gusta como suena.

—Normal, es usted portugués.

—Me dijeron… —se refrenó.

—¿Qué le dijeron?

—Que estuvo casado con una inglesa.

—¿Se supone que eso iba a aclararle algo?

—Creo… Me sorprendió que mencionara a Pink Floyd allí arriba.

—Estuve en Inglaterra en los setenta.

Asintió.

—¿Qué más le dijeron? —pregunté, sorprendido de que la gente se molestara en hablar de mí cuando no estaba presente.

—Dijeron que no era usted… normal.

—¿Por qué cree que le pusieron a trabajar conmigo? —pregunté—. ¿Para esquinar a todos los bichos raros?

—Yo no soy raro.

—Sólo aburrido; aún no ha hablado de chicas, coches o fútbol. Tiene veintisiete años. Es policía. Es portugués. ¿Qué cree que opinan de eso?

—Del Sporting —dijo, para cumplir los requisitos.

—Es un buen equipo.

—No puedo permitirme un coche.

—No es la cuestión.

—Trabajé en un taller. Sólo entiendo de coches viejos que no funcionan. Como los Alfa Romeo.

—¿Chicas?

—No tengo novia.

—Tampoco es la cuestión. ¿Es gay?

Se diría que le había incrustado un destornillador afilado entre las costillas.

—No —respondió, herido de muerte.

—¿Me lo habría dicho si lo fuera?

—No lo soy.

—¿Cree que algunos de nuestros colegas hablan entre ellos de este modo?

Miró por la ventana.

—Por eso nos han juntado —dije—. Somos intrusos, somos raros.