CAPÍTULO XII

16 de diciembre de 1941, cuartel de las SS, Unter den Eichen, Berlín-Lichterfelde

—Así pues —dijo el Gruppenführer Lehrer a modo de resumen de la campaña del volframio para los Brigadeführers Hanke, Fischer y Wolff—, aquí en Alemania hemos recibido 2200 toneladas. Hay 300 más de camino y 175 en las reservas de Portugal. Según mis cálculos eso arroja un total de 2675 toneladas, es decir, 325 por debajo del objetivo de 3000 para este año.

Silencio de los cuatro hombres. Felsen fumaba en una silla a tres metros del escritorio de Lehrer.

—Nuestra inteligencia de Lisboa nos informa de que los ingleses exportaron 3850 toneladas.

—Es probable que no haya visto la mina de Beralt, señor —dijo Felsen—. Se trata de una operación colosal…

—Nuestra inteligencia añade que 1300 de esas toneladas eran de volframio «libre», volframio sin contrato. A mi entender esas 1300 toneladas tendrían que haber ido a parar a Alemania. Por Dios —exclamó Lehrer mientras revolvía los papeles de su mesa—, con el dinero que pagamos por esto…

—660 000 escudos por tonelada —aclaró Felsen.

—Eso no me dice nada.

—Seis mil libras por tonelada —tradujo Wolff.

—Exactamente —dijo Lehrer—. Un dineral.

—En España va a más de siete mil libras por tonelada y el producto se desplaza por la frontera para aprovecharse de la situación —dijo Felsen—. En un mercado así no siempre es fácil convencer a la gente de que venda. Los ingleses se retiraron del mercado en octubre y el precio se redujo en una cuarta parte. Ahora han vuelto.

—Eso no tendría que evitarle comprar.

—Tenemos que aceptar que cuando los ingleses estén en el mercado siempre tendrán sus contactos. Se trata de gente a la que es imposible persuadir de que nos venda a nosotros, ni por dinero ni por miedo.

—¿Miedo?

—Libramos nuestra guerra particular en la Beira, sólo que no tiene tanta cobertura como la campaña rusa.

—Mantas —dijo Hanke, en una reacción visceral ante la palabra «Rusia».

—Ahora no, Hanke —dijo Lehrer.

—Tal vez le alegre saber que los ingleses pagan más por su volframio —observó Felsen—. Salazar introdujo en octubre un impuesto sobre las exportaciones de 700 libras por tonelada. Todo el producto inglés viaja por mar, de modo que tienen que declarar hasta el último kilo en los puertos. Yo he enviado más de 300 toneladas sin pagar ningún impuesto.

—¿Contrabando? —inquirió Fischer.

—Es una frontera larga y difícil.

—Entendemos que Salazar quiera reducir la producción de volframio. Todo ese dinero que estamos invirtiendo en su país le preocupa… La inflación, todo eso.

—Por eso ha sacado el impuesto sobre exportaciones —dijo Felsen—. Ahora ha montado un departamento especial de la Corporación de Metales destinado a comprar todo el volframio y el estaño…

—Sí, sí, sí, eso ya lo sabemos —interrumpió Hanke—. Ahora nuestra legación de Lisboa tendrá que convencer a Salazar de que Alemania se merece la parte del león del volframio «libre» antes que los ingleses.

—Seguiré comprando y pasando contrabando —dijo Felsen—, pero desde ahora el gran tonelaje se acordará en las oficinas gubernamentales de Lisboa y no al aire libre en la Beira. No obstante, llevará tiempo…

—¿Por qué?

—Pregúntele a Poser. Cree que desde Napoleón no ha habido un cabrón tan astuto como Salazar.

—¿Qué persigue Salazar? —preguntó Wolff.

—Oro. Materias primas. Nada de problemas.

—Tenemos oro. Es probable que logremos echar mano a algo de buen acero y, si eso no le gusta, podemos hacerle daño —dijo Lehrer.

—¿Cómo? —preguntó Fischer.

—En octubre hundimos el SS Corte Real, Fischer. ¿Es que no se acuerda de nada? No hay motivo por el que no podamos torpedear otro.

—Ah, ya veo a qué se refiere —dijo Fischer, que tenía en mente algo más personal.

—Ahora… las mantas, Hanke —dijo Lehrer.

La reunión y la cena que siguió se prolongaron hasta las 23:00. Lehrer lo acompañó hasta su coche, jovial, borracho y peligroso.

—Ahora ha entrado Estados Unidos, Felsen. ¿Qué me dice? —dijo y restregó el dedo de un lado a otro de la palma de la mano como si extendiera algo. Entonces dio una palmada—. No se olvide de la loncha de embutido.

Felsen no reaccionó. Lehrer se desternillaba de risa.

El coche emprendió su recorrido de topo hacia su piso de Berlín. Felsen no había dicho nada en la reunión, pero las cifras le habían preocupado. Era consciente de que su campaña no había alcanzado el objetivo de las 3000 toneladas, pero también sabía que la diferencia era mucho menor que esas 325. Debía de haberse producido algún error al calcular las reservas en Portugal. Se fumó un cigarrillo en unas tres caladas mientras le daba vueltas a la cuestión.

El coche lo dejó justo antes de medianoche. Esperó a que se fuera y se puso en camino hacia el club de Eva en la Kurfürstendamm.

Se sentó a solas a una mesita de un apartado con vistas a la puerta del despacho de Eva. En el escenario, una chica de pelo corto azabache y blancos brazos desnudos desafinaba aunque daba el pego porque tenía unas piernas largas y esbeltas perfectamente enfundadas en nailon. Pidió un coñac y miró a todas las mujeres del local. Ninguna era Eva. Una chica fue a su mesa y le preguntó si deseaba compañía. Parecía un chico, sin caderas y con un trasero escuálido. Negó con la cabeza sin decir palabra. La chica encogió sus hombros huesudos.

Felsen sacó el tabaco y la pitillera de plata se le escurrió de la mano. La pescó de debajo de la mesa. Topó con otra mano. Emergió. Eva se llevaba uno de sus cigarrillos a la boca. Lo encendió, después hizo lo propio con el de Felsen y sacó brillo a la pitillera con el vestido.

—Me ha parecido que eras tú —dijo—. Aún no te reconozco de uniforme. Quiero decir que no reconozco a los hombres de uniforme. ¿Me siento contigo un ratito?

Balanceó las piernas por debajo de la mesa y su rodilla tocó la de Felsen. Se produjo una chispa de reconocimiento, un impulso que viajó y recuperó un tiempo y dos personas que habían sabido algo la una de la otra.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella mientras le devolvía la pitillera y le tocaba la mano, el pelo conocido, pelo fuerte, recio como cerdas—. Has perdido tu palidez berlinesa.

—La pálida siempre fuiste tú —repuso él.

—Últimamente me he vuelto transparente —dijo ella—. Es la dieta y el miedo.

—No pareces asustada.

—El único motivo de que hoy el local esté lleno es la cobertura de las nubes. Hay noches en las que estamos sólo las chicas y yo… y nuestros amigos de la otra orilla soltando pavos de Navidad.

—Las chicas están esqueléticas —comentó Felsen, sin ver el brazo demacrado de Eva.

—Yo también —dijo ella, mostrándole su brazo, fibroso de músculos.

Felsen jugueteó con la copa y realizó un cono perfecto con la punta de su cigarrillo. ¿Cómo empezar? Nueve meses fuera de Berlín y había perdido el barniz, la capa endurecida de cinismo e ingenio que sacaba del paso a los berlineses.

—Te vi en Berna —dijo, hacia el cenicero.

Ella frunció el ceño y se le hundieron las mejillas cuando dio una calada.

—Nunca he estado en Berna —dijo—. Debes de…

—Te vi en un club nocturno de Berna… en febrero.

—Pero, Klaus, yo nunca he estado en Suiza.

—Te vi allí con él.

Felsen estaba completamente quieto y la miraba con la intensidad de un lobo famélico recién bajado de la montaña. Ella le devolvió la mirada, iluminada por detrás y con el humo trazando volutas en torno a su cabeza. No se iba a volver atrás de la mentira.

—Has cambiado —dijo ella, y tomó un sorbo de su copa de coñac.

—Paso mucho tiempo a la intemperie.

—Todos hemos cambiado —añadió, y su rodilla se apartó de la de él—. Ha habido un endurecimiento humano.

—Todos acabamos haciendo por fuerza cosas que no queremos hacer —dijo él—. Pero tampoco es que no haya ninguna oportunidad.

—La cuestión es que no siempre hay alternativa.

—Sí —concedió él, y le vino el recuerdo de una tarde de julio en una mina abandonada, en la que había dispuesto de una alternativa y algo había salido mal.

—¿Qué es lo que te ha pasado, Klaus? —preguntó ella, y el énfasis renovado lo sobresaltó, como si llevase algo indebidamente a la vista en la cara.

—Hay cosas que no resultan fáciles de explicar.

—Eso es muy cierto —replicó ella.

La chica que había pasado antes se aproximó a Eva.

—Nadie quiere que le haga compañía —dijo.

—Siéntate con Klaus —dijo Eva—. Él quiere que le hagas compañía.

Lo miraron. Indicó el espacio vacío con la cabeza. La chica se sentó, ya feliz. Eva se inclinó por encima de la mesa y apoyó la mejilla contra la suya.

—Ha estado bien —le dijo— hablar un ratito.

No dejó ningún perfume, sólo la sensación de su aliento cálido.

—Me llamo Traudl —dijo la chica.

—Ya hemos hablado antes —dijo él, y dio vueltas a la copa en el posavasos. Se lo llevó a los labios por donde se habían posado los de Eva. Aún llevaba el mismo pintalabios.

Se llevó a Traudl a su piso. La chica hablaba por los dos. Felsen colgó su chaqueta, se sirvió una copa y descubrió que la chica había desaparecido. Sintió alivio hasta que lo llamó desde el dormitorio. Le dijo que volviera al comedor.

—Hace frío —dijo ella.

Caminaba desnuda de puntillas por el suelo brillante, con los tendones y nervios de las piernas a la vista. Las aletas vacías que eran sus pechos de pezones resecos pendían de las costillas alineadas en su pecho. Los abrazó contra sí. Felsen se quitó la guerrera y se soltó los tirantes. La chica temblaba con los puños bajo la barbilla. La vio por detrás en el reflejo de las lunas de las puertas del dormitorio, su triste trasero que marcaba las protuberancias de las caderas. Casi perdió todo entusiasmo por el proyecto. Se sentó y le pidió que le hiciese un masaje en la bragueta. A ella le castañeaban los dientes. Su pene no quería despertar.

—Estás fría, vuelve a la cama —dijo.

—No —respondió ella—. Quiero hacerlo.

—Vuelve a la cama —repitió con cierto tono amenazador en la voz, y la chica no rechistó.

Se quedó a oscuras bebiendo del aguardente que se había traído para Navidad. Sabía a rayos. Le dio vueltas a su encuentro con Eva en busca de migajas. No las había. De madrugada decidió que en Berlín no quedaba nada para él y que regresaría a Lisboa en el primer vuelo.

Volvió al día siguiente vía Roma, y pasó en Lisboa apenas el tiempo suficiente para que Poser le dijera que algo había pasado. No sabía qué, tenía a hombres en ello, pero Salazar no estaba contento.

—Está que echa chispas —dijo Poser con delectación—, totalmente ciego de ira. Hecho una furia. Y a los aliados se les está pegando… justo a tiempo para nuestras negociaciones con la Comisión de Metales.

Felsen condujo hasta la Beira y pasó la tarde del 19 de diciembre en Guarda con el contable. Trazó un pequeño recorrido por su territorio y tres días antes de Navidad apareció en Amêndoa en una gélida mañana de ventolera. No había señales de Abrantes. La vieja estaba allí con su marido, el padre de Abrantes, sentados en su consabida posición invernal frente a la chimenea, llorando por el humo. También estaba la chica con su hijo, Pedro, que tenía cuatro meses. Felsen le pidió dónde paraba su marido y al parecer la incomodó, algo que pocas veces pasaba en su compañía ahora que se había acostumbrado a él. No llevaba anillos. No estaba casada.

Felsen acarició la sedosa cabeza de la criatura, que casi le cabía en la palma de la mano. La chica le ofreció comida y bebida y se echó el bebé a la cadera.

—Déjame cogerlo —dijo Felsen.

Ella vaciló y examinó la cara del alemán con sus ojos verde lima. Extranjeros. Le dio el bebé y se fue a la cocina. No había llegado a recuperar sus formas infantiles. El busto se le había quedado relleno y las caderas le bamboleaban debajo de la falda, larga hasta las pantorrillas. Cuando se volvió se encontró con la mirada apreciativa de Felsen y por poco sonrió. Él le hizo cosquillas al bebé. Pedro sonrió y Felsen vio una réplica de Joaquim Abrantes sin los postizos.

La chica le trajo un poco de vino y chouriço. Le pasó el niño, que se abalanzó hacia sus pechos.

—¿Está por sus tierras? —preguntó Felsen, pensando que Abrantes podría estar escarbando en sus veinte hectáreas ahora que el precio del volframio había alcanzado su tope.

—Ha salido esta mañana. No ha dicho nada —respondió ella.

—¿Esperas que vuelva?

Se encogió de hombros; Abrantes no le dirigía la palabra a ninguna de las mujeres de la casa. Felsen se bebió dos vasos de vino áspero, se comió un par de cachos de chouriço y salió a la fría mañana. Fue en coche hasta el valle siguiente y encontró a alguien para que lo llevara al terreno de Abrantes. Estaba en lo cierto, trabajaban en ello. Pero Abrantes no estaba.

En los terrenos se alzaba una casita de granito y pizarra. La mitad del techo se había venido abajo; las tejas intactas estaban apiladas en hileras sobre el suelo y las rotas formaban un montón de cascotes grises. Una mujer cocinaba dentro al abrigo del viento, removiendo un cazo sobre un brasero oxidado. Estaba mugrienta y demacrada, con la cara hundida por la falta de dientes.

La puerta se pudría al otro lado de la casa. Allí vivía gente. Había un camastro cubierto de harapos y unas cuantas jarras de arcilla descascarilladas. Olía a tierra húmeda y orina. Bajo los harapos temblaba algo pequeño.

Uno de los campesinos que Abrantes tenía en Amêndoa apareció por el lateral de la casa y se paró en seco, sorprendido al ver a Felsen. Se quitó el sombrero y dio un paso adelante, con una reverencia. Felsen pidió por Abrantes.

—No está aquí —respondió el labriego con la vista fija en el suelo.

—¿Y los demás? ¿Dónde están? ¿Por qué no están aquí?

No hubo respuesta.

—¿Y quiénes son éstos, que viven en las tierras del senhor Abrantes como si tal cosa?

La mujer dejó el cazo y empezó a hablar con el labriego en portugués desdentado y profuso valiéndose de su cuchara de madera para dar énfasis.

—¿Qué dice?

—No es nada —respondió el labriego.

La mujer le recriminó algo. El labriego desvió la mirada. Felsen dirigió su pregunta a la mujer. Ésta le dio una respuesta muy larga que el campesino atajó con las escuetas palabras:

—Es la mujer del senhor Abrantes.

—¿Y ese niño de allí?

El labriego le hizo señas a Felsen para que se apartase de la vieja bruja y lo acompañase a la parte de atrás de la casa, donde se alzaban tres anónimos montículos de hierba.

—Las hijas del senhor Abrantes —dijo el labriego—. Una enfermedad de los pulmones.

—¿Y la de dentro?

El campesino asintió.

—¿Todo chicas?

Asintió otra vez.

—¿Dónde está el senhor Abrantes?

—En España —dijo sin apartar la vista de los montículos.

El labriego se llamaba Alvaro Fortes. Felsen lo colocó en el asiento de delante al lado del conductor y se dirigieron a la frontera de Vilar Formoso. Felsen bebió aguardiente de la misma botella de metal que empleaba en verano para el agua y pasó el pulgar por los cálculos que había hecho: 28 toneladas de Penamacor, 30 de Casteleiro, 17 traídas de Barco, 34 de Idanha-a-Nova. Todas desaparecidas, lo cual era el motivo de que las reservas portuguesas estuviesen 109 toneladas por debajo de lo que debieran.

En la frontera bebió con el chefe de la Alfãndega, que estuvo encantado de comunicarle que los ingleses se habían pasado todo el mes anterior rastreando los envíos alemanes por la frontera, y había rumores de que Lisboa iba a dar órdenes de retener sus remesas de volframio. Felsen le dio al hombre una botella de coñac y pidió por Abrantes. Hacía una semana que el chefe no lo veía.

Empezó a llover a medida que avanzaban en dirección sur a lo largo de la frontera hasta Aldeia da Ponte y después hasta Aldeia do Bispo y Foios, al pie de la Serra da Malcata, cuyas bajas y enormes colinas rondadas por linces cruzaban la frontera. Allí vivía un contrabandista que iba a organizar para él una operación de mulas de carga a través de la sierra si el doctor Salazar decidía hacerles la vida imposible.

—¿Has hecho alguna vez la travesía hasta España? —preguntó al cogote de Alvaro Fortes. No hubo respuesta.

—¿Me has oído?

—Sí, senhor Felsen.

—¿La has hecho antes?

De nuevo no hubo respuesta.

—¿Cuándo fue la primera vez?

Alvaro Fortes respondía al no responder. Felsen empezaba a notar el acaloramiento de su tonelaje desaparecido a medida que el viento del norte azotaba su coche. Atravesaron el pueblo hasta la casa y los establos del hombre que guardaba las mulas. La sierra era invisible bajo las nubes bajas.

Frente a la casa del dueño de las mulas Felsen fue al maletero y abrió un estuche de metal. Sacó su Walther P48 y la cargó. Le dijo a Alvaro Fortes que saliese del coche. Fueron a la parte de atrás de la casa de granito, al establo, que tenía un almacén en un extremo, cerrado a cal y canto. No había mulas. Alvaro Fortes se meneaba como si tuviera la vejiga llena.

Felsen aporreó la puerta de atrás con la base de la mano. No hubo respuesta. Le encargó a Alvaro Fortes que tocase sin cesar y oyeron una voz de viejo procedente del interior.

Calma, calma, já vou.

La lluvia cruzaba sesgada el establo cuando el anciano abrió la puerta y se encontró con el alemán enfundado en una gruesa gabardina de cuero y las manos detrás de la espalda. Supo que estaba en apuros mucho antes de que apareciese una mano y le apuntara con una pistola a la cara.

—No hay mulas.

—Están trabajando.

—¿Quién las lleva?

—Mi hijo.

—¿Alguien más?

Los ojos del viejo se posaron en Alvaro Fortes, lo cual no sirvió de ayuda.

—¿Tiene la llave de ese almacén?

—Está vacío.

Felsen puso el cañón de la pistola justo delante de su ojo, de forma que pudiese oler el aceite y ver la angosta y oscura vía de escape de la vida. El viejo sacó la llave. Atravesaron el patio embarrado. Abrió el candado y quitó la cadena. Alvaro Fortes abrió las puertas. El almacén estaba vacío. Felsen se puso en cuclillas y apretó un dedo contra el suelo seco, que retiró lleno de finas esquirlas negras clavadas en la piel. Se levantó.

—Arrodillaos, los dos —dijo.

Le encajó al viejo el cañón de la pistola en la protuberancia occipital del cogote.

—¿Quién va con tu hijo y las mulas?

—El senhor Abrantes.

—¿Qué hacen?

—Pasan volframio a España.

—¿Adónde llevan el volframio?

—A un almacén de Navasfrías.

Apretó la pistola contra la cabeza de Alvaro Fortes.

—¿Qué pasa con el volframio?

—Lo vende.

—¿A quién?

—Al mejor postor.

—¿Le ha vendido a los ingleses?

Silencio. La lluvia azotaba el patio y el techo por encima de sus cabezas.

—¿Le ha vendido a los ingleses?

—No sé a quién le vende. El senhor Abrantes no habla de esas cosas.

Felsen volvió al viejo.

—¿Cuándo volverá?

—Pasado mañana.

—¿Le dirás que he estado aquí?

—No, senhor… si usted no lo desea.

—No lo deseo —dijo Felsen—. Si se lo cuentas volveré y te mataré yo mismo. Te pegaré un tiro en la cabeza.

Para mostrar cierto nivel de seriedad soltó un disparo junto a la oreja del viejo que lo dejaría sordo una semana. La bala rebotó contra el almacén de pizarra y granito. Alvaro Fortes se llevó las manos a la cabeza y cayó de lado. Felsen lo agarró por el pescuezo y lo tiró al patio.

Volvieron al coche. Felsen sorbía licor de su botella mientras Alvaro Fortes temblaba con el pelo apelmazado sobre su frente blanquecina.

Le ordenó al conductor que los llevase de vuelta a Amêndoa y a medida que el viento transportaba la lluvia por encima de las colinas y a través de los castaños y robles hasta los muros de granito, más que en el volframio o en Abrantes se sorprendió pensando en Eva. Pocas noches atrás había sido un hombre civilizado sentado con una mujer en un club berlinés. Ella le había mentido. Antes de la mentira había habido una traición, pero había sido incapaz de dar muestras de furia. Allí, en aquel pedregal azotado por el viento en el que las casas se excavaban de la tierra, sólo podía encontrar una brutalidad obcecada para ir pasando los días. Era un primitivo, un hombre reducido a lo más esencial.

Y ahora iba a tener que matar a Joaquim Abrantes.

Ya era de noche cuando llegaron a Amêndoa. La chica y los padres de Abrantes cenaban. Se unió a ellos. Había cesado de llover y sólo quedaba el viento, que sacudía las tejas del techo. El viejo no comía. Su mujer le llevaba los alimentos a la boca pero él no los aceptaba. La mujer se acabó su comida, le limpió los ojos al marido y se lo llevó a la cama. La chica esperó a Felsen. No quiso sentarse con él. Felsen pidió por el bebé. La criatura dormía. Ella le ofreció manzanas, pero aún no se había acabado el estofado. Felsen escuchaba el movimiento de sus faldas en torno suyo. Pensó en los gruñidos de Abrantes encima de ella y en los susurros de la chica.

Ella lo miraba comer siempre que tenía ocasión. Incluso cuando la tenía detrás sabía que lo estaba mirando. Él era algo diferente a lo que mirar. Pidió café, algo que antes de la llegada del alemán jamás tenían en la casa. Se lo bebió, echó aguardiente en los posos y se lo echó al coleto. Dio las buenas noches. La chica le trajo una sartén plana de metal con carbones calientes para que mitigase el frío del desnudo cuarto del otro lado del patio, en el que antes guardaban el heno para los animales.

Se echó en la cama y fumó a la luz de la lámpara. Al cabo de una hora se levantó y atravesó el patio. Fue a la habitación de la chica, que tenía una cortina en lugar de puerta. Dormía. Dejó la lámpara en el suelo. La chica se despertó sobresaltada. Le tapó la boca con la mano y retiró las mantas. El niño dormía a su espalda. Lo puso a un lado. Colocó a la chica boca arriba dejándole los brazos atrapados bajo su cuerpo. Introdujo la mano por entre sus piernas cubiertas por medias de lana. Tenía los muslos apretados con toda su fuerza. Encajó la mano entre ellos y los abrió cerrando el puño. Ella disparaba los ojos a izquierda y derecha por encima de su mano. Le bajó las bragas hasta las rodillas y se desabrochó los pantalones. Le sorprendió la facilidad con que se deslizó en su interior, y sus miradas se encontraron a la luz jaspeada de la lámpara del suelo. Fue lento y amable dado que el niño estaba en la cama. Tras unos minutos la chica cerró los ojos y notó su talón en la nalga izquierda. Le quitó la mano de la boca. Ella empezó a tensarse y estremecerse contra él y el otro talón comenzó a golpearle la nalga derecha. Aceleró. Ella abrió los ojos de golpe y él se vació en su interior y se quedó allí, hincado hasta la empuñadura y tembloroso.

El día siguiente ella le hizo el desayuno. No fue diferente de cualquier otro día con la excepción de que lo miraba a los ojos, sin timidez.

Estuvo fuera todo el día, supervisando la preparación de un cargamento de volframio en vagones. Volvió a la casa de Abrantes al caer la noche. Después de cenar la pareja de viejos se fue a dormir. La chica se quedó sentada a la mesa con Felsen. No hablaron. Él se fue a la cama. Ella le dio la sartén con carbones. Felsen le preguntó por su nombre, y ella le contestó que se llamaba María.

Una hora después acudió a la habitación de Felsen. Esta vez, sin el niño, pudo ser más rudo con ella, pero era consciente de que en ningún momento susurró del modo en que lo hacía cuando era Abrantes el que la cubría.

Por la mañana se vistió y comprobó el estado de la Walther P 48, que se enfundó en el cinto. Las embarradas pisadas de la chica se habían secado en el suelo.

Al desayunar le pidió a la chica que le limpiara la habitación. Después se sentó a oscuras en la casa principal, escuchando la lluvia y esperando a Abrantes.