3 de julio de 1941, Guarda, Beira Baixa, Portugal
Felsen sudaba sentado a la mesa que ocupaba junto a la ventana con los postigos cerrados en el asfixiante restaurante, que tenía ventiladores pero ninguno que funcionase. Los postigos protegían del calor devastador que arrasaba los adoquines y las fachadas de piedra, pero no mejoraban el bochorno de la sala. El restaurante alojaba a quince hombres repartidos en dos mesas cercanas a la puerta, y a él solo en la otra punta. Los hombres, volframistas ruidosos, tenían demasiado dinero de sus hallazgos minerales y demasiado coñac en el gaznate. Llevaban todos chapéus ricos, que eran lo mismo que sombreros de pobre pero más caros, y todos lucían una pluma en el bolsillo de la chaqueta a pesar de que eran analfabetos. El restaurante había estado tranquilo hasta que se había acabado el mejor vino de la casa y los volframistas habían pasado a beber coñac en la misma cantidad que el tinto. Sus rivales de la mesa de al lado les iban a la par botella por botella. Los insultos se acumulaban como la ropa sucia en el lavadero y amenazaban empapar de sangre los ásperos suelos de madera pelada.
Joaquim Abrantes entró y gritó a la mesa de gordos sudorosos más cercana a la puerta. Se calmaron. Los otros volframistas prosiguieron con un intercambio unilateral de insultos. Abrantes desvió la cabeza con lentitud hacia ellos y les dedicó una sonrisa de postizos nuevecitos. Resultaban más siniestros que los ruinosos pedruscos que había lucido antes, y los hombres se callaron.
Abrantes se sentó frente a Felsen con su traje nuevo. Estaba aprendiendo el valor de una sonrisa en los negocios con europeos del norte, pero aún no acababa de dominar los nuevos postizos que se había encajado en Lisboa a cuenta de Felsen el mes anterior.
Felsen acababa de regresar de Berlín en avión después de una reunión con el lado más feo del Gruppenführer Lehrer. El 20 de junio Lehrer había ido a ver a Fritz Todt, el ministro de Armamentos, que había presentado un semblante enfermo y gris a causa de la preocupación por las consecuencias que sobre su cadena de producción iba a tener la invasión de Rusia, cuyo arranque estaba previsto para el 22 de junio. Lehrer le había dicho a Felsen que las reservas de volframio eran una birria y le había expuesto una muy vivida descripción de otra reunión que había tenido con el SS-Reichsführer Himmler, que le había pisoteado los huevos hasta hundírselos en la alfombra. Felsen lo dudaba. Había visto a Himmler en un mitin en Munich antes de la guerra. El hombre tenía más de chupatintas que de pisoteador de huevos.
Aquella mala comida de negocios había dado un resultado neto. Hacía falta volframio a cualquier precio. También tenía que echar un ojo al estaño y había otros mercados: sardinas, aceite de oliva, corcho, pieles o mantas, por ejemplo.
—¿Significa eso que vamos a ir por los rusos en pleno invierno? —había preguntado Felsen.
—Rusia es un sitio muy grande —había sido la respuesta de Lehrer, lenta y tranquila—. Nuestro pequeño retraso no ha sido… oportuno.
—Lleva su tiempo conquistar Yugoslavia, Grecia, Rumania, Bulgaria…
—Sin duda el champán ha corrido en el Hotel Parque —le cortó Lehrer con violencia.
—No se lo sabría decir, Herr Gruppenführer.
El Riesling había pasado como ácido.
Felsen había volado de regreso a Lisboa y acudido a la Abwehr en busca de algo de información que le ayudase a cobrar cierta ventaja respecto de los ingleses, que habían igualado sus nuevos precios y le habían arrebatado de las manos un contrato de cincuenta toneladas. No le fueron de ayuda. Felsen estaba de vuelta en la Beira ansioso de meter un poco de caña por su parte.
Abrantes sorbía la sopa entre sus nuevos postizos. Felsen, con dos platos de ventaja, jugueteaba con una gruesa porción de cerdo, pero no tenía apetito.
—Pasará un coche —dijo Abrantes— por una carretera de poca monta entre Melos y Seixo mañana por la tarde entre las dos y las cuatro.
—¿Con un agente inglés?
Abrantes asintió.
—¿Sabemos algo más?
—No. Excepto que la carretera pasa por un pinar.
—¿Quién lo ha dicho?
—El conductor.
—¿Es de fiar?
—Costó mil y quiere un trabajo. Tendremos que cuidar de él.
—La fiabilidad se está poniendo cara.
Abrantes señaló con la cabeza a los volframistas por encima del hombro.
—Ya no quieren pan, es demasiado barato. Llevan relojes de pulsera pero no saben decir la hora. Se recubren los dientes de oro pero duermen sobre sus ovejas. Ahora la Beira es un sitio de locos. Ayer vino a verme un pueblo entero. ¡Un pueblo entero! Cuatrocientas personas de algún lugar de las afueras de Castelo Branco. Han oído los precios. Doscientos escudos por una piedrecilla y ganarán cincuenta veces su paga diaria. Lo llaman el oro negro.
—No puede seguir así.
—Lo próximo será que compren coches, y entonces verá. Seremos todos hombres muertos.
—Me refiero a que el doctor Salazar no permitirá que esto siga así. El gobierno no permitirá que la gente abandone sus hogares y deje de velar por sus cosechas. No dejarán que los salarios y los precios se descontrolen. Salazar sabe lo que es la inflación.
—¿La inflación?
—Es una plaga del bolsillo.
—Cuénteme.
—Es una enfermedad que mata el dinero.
—El dinero es papel, senhor Felsen —dijo Abrantes con rotundidad.
—¿Sabe lo que es el cáncer?
Abrantes asintió y dejó de afanarse con su bacalhau.
—Pues bien, también existe el cáncer de sangre. Tiene el mismo aspecto, todavía es roja, pero algo va creciendo en su interior. Un día miras tu billete de diez escudos y al día siguiente es de cien y al otro de mil.
—¿Y eso no es bueno?
—El dinero sigue teniendo el mismo aspecto pero carece de valor. El gobierno imprime dinero sólo para no perder comba de la subida de precios y salarios. Ese billete de mil escudos no sirve para comprar nada. En Alemania sabemos de inflación.
El cuchillo y el tenedor de Joaquim Abrantes vacilaron por encima de su bacalhau. Fue la única vez que Felsen lo vio asustado.
4 de julio de 1941, Serra da Estrela, Beira Baixa, Portugal
Hacía calor. Un calor y una calma insoportables. Incluso en las estribaciones de la serra, donde tendría que haber soplado algo de brisa, se imponía tan sólo ese calor blanqueador y reseco, tan denso que Felsen notaba cómo le chamuscaba la garganta y los pulmones. Sudaba en el asiento de atrás del Citroën, con la ventanilla abierta al calor, que aullaba sobre su cabeza como salido de un horno. Bebió agua caliente de un termo metálico. A su lado estaba Abrantes, con la chaqueta puesta y ni una gota de sudor a la vista.
Venían de Belmonte, donde se habían encontrado con montones de gente cociéndose a campo abierto. Había tantas personas que Felsen pensó que debía de haberse producido algún milagro, otra visión como la de Fátima en 1917, y que la gente estaba ansiosa por echarle el ojo a la Santísima Virgen. Pero era el volframio lo que los había convocado. Magma negro, brillante y cristalizado, expulsado del centro de la Tierra hacía un millón de años.
Él había sido el principio de ese nuevo culto, que le fascinaba y le espantaba. La gente había dejado a un lado su vida. Alcaldes de pueblecillos, burócratas, abogados, zapateros remendones, albañiles, carboneros, sastres… todos habían dejado su trabajo para ir a rascar por las colinas, tirar de los brezos y remover la tierra con la cabeza infestada por el virus del volframio. Si a uno le daba por morir, no había nadie que le organizase el funeral, nadie que le hiciera un ataúd.
El inglés rubio se sentía mal. Estaba repantigado en el asiento de atrás de aquella tartana de coche en un intento de que algo de fresco tocase su tersa piel, sus brazos colorados y su cara rosa. Había sido un trayecto largo y brutal desde Viseu sin que nada saliera bien. Había dejado de pensar en el volframio después del primer pinchazo, para desembocar en un suave delirio en el que se casaba con una holandesita de ojos azules, con la que tenía hijos y hacía vino.
La carretera lo sacó de su fantasía de una sacudida; el conductor poseía un talento instintivo para encontrar los baches más profundos. Por su cerebro desfilaron ráfagas de realidad. ¿Por qué la chica quería irse a América? No había quien hablara con ella. ¿Debería él sentirse culpable? A lo mejor sí. A lo mejor como mínimo tendría que haber ido al consulado estadounidense, como mínimo haber tratado de hablar con la mujer de la oficina de visados, pero ¿por qué cortarse la nariz para molestar a la cara? Cielos, ese calor, aquella luz extraña. Polvo del desierto, había dicho el conductor. El tipo era un imbécil, y también un insolente. Esa gente de la Beira, nunca les cogería el tranquillo. ¿Por qué lo habrían traído desde el Miño? Allá arriba nunca hacía tanto calor y la gente era más accesible. El volframio. Y nunca llegó siquiera a besarla.
El coche de Felsen bajó de la colina hasta el pinar, trazó vueltas y revueltas hasta alcanzar el valle y después emprendió la subida por el otro lado. Lo seguía una camioneta con cuatro hombres y un conductor. Llegaron al recodo de la carretera que habían encontrado el día anterior y salieron. El coche y la camioneta subieron un trecho más de la colina y se detuvieron.
Entre dos hombres arrastraron el pino que habían desarraigado y acercado a la carretera el día antes y lo atravesaron. Otro cogió un hacha y partió hacia arriba dando la vuelta al recodo. Felsen, Abrantes y los demás se adentraron en el calor susurrante del pinar. Abrantes le dio un garrote de madera a cada uno, y se sentaron sobre una costra de agujas de pino secas. Abrantes estiró una pierna y se sacó una Walther P48 del cinto. Felsen se encendió un cigarrillo y enterró la cabeza entre las rodillas. La noche anterior había bebido demasiado, el calor se le estaba viniendo encima y la luz enrojecía en los extremos como si fuera a suceder algo espantoso, algo fuera de lo común, como un terremoto. Los hombres susurraban detrás de él y sus talones se clavaban en la ladera de la colina.
—Callaos —dijo hacia el suelo.
Los hombres dejaron de hablar.
Felsen trató de recolocarse los calzoncillos en torno a los genitales, doloridos después de una noche de putas. Se estremeció al recordar las descomunales nalgas con hoyuelos de aquella mujer, su felpudo negro y tupido y su cloaquero aliento a ajo. Se le pegaba el asco a la garganta y le impedía tragar. Las moscas se le posaban en la camisa sudada y lo incordiaban, hasta que la emprendió a golpes contra su hombro. Volvía a estar en horas bajas. Intentó echar a la deriva el pensamiento, pero cada vez encallaba en las mismas rocas. Eva, Lehrer y los gemelos KF de oro que la chica había robado.
Los hombres volvían a susurrar. Lo sacaba de quicio; se puso en pie de un salto mientras se sacaba del bolsillo su propia pistola. Les fue apuntando de uno en uno.
—Cállate. Cállate. Cállate.
Abrantes levantó la mano.
Al mismo tiempo oyeron todos el coche a la altura del valle. Cambió de marcha y acometió la subida. Los hombres estaban quietos como mochuelos en la rama. Felsen se sentó y miró a través de los árboles al hombre del hacha, que esperaba sobre ellos junto a la carretera unos cincuenta metros por encima del árbol caído. Levantó la mano. El coche fue avanzando por los recodos mientras el conductor desdeñaba el embrague y hacía crujir las marchas. El intenso olor a resina empezó a cosquillear en la pared de la garganta seca de Felsen.
—Como no uses el embrague vas a destrozar el cambio de marchas —gritó el inglés desde el asiento de atrás.
El conductor no se inmutó. Removió la palanca de cambios y encajó la marcha con un chirrido, como si disfrutara del sonido del metal al rechinar. El inglés se hundió en el asiento cuando el coche temblequeó al tomar la siguiente curva. ¿Cómo sería besarla en la boca? Había sentido la comisura una vez con el extremo de su labio y la mera novedad lo había electrizado. Meses atrás. ¿Seguiría allí? Sacó la billetera y extrajo su foto con el pulgar. Notó que el coche frenaba.
—¿Qué pasa?
—Un árbol —dijo el conductor, dando gas en un intento desesperado de no calar el motor.
—¿Caído o cortado? —preguntó el inglés mientras miraba en torno suyo hacia el pinar y devolvía la cartera a su bolsillo.
—Se ha caído. Se le ven las raíces.
—¿Cómo es que se cae un pino en esta época del año?
El conductor se encogió de hombros. No era experto en la materia. No era experto en ninguna materia, ni siquiera en la de conducir.
—Sal y echa un vistazo —le ordenó el inglés.
El conductor volvió a pisar el acelerador.
—No, espera —dijo, de repente nervioso, receloso.
Durante dos minutos enteros no salió nadie del coche. El conductor le dio caña al motor hasta que murió de sopetón. Esperaron todos en el resinoso silencio del bosque roto por las cigarras. El conductor salió y concedió al árbol el beneficio de su indolencia. Se acercó a la parte de atrás del coche, abrió el maletero y escarbó sin prestar atención. Lo cerró y se inclinó junto a la ventanilla de atrás.
El agente inglés salió del coche. Era alto y llevaba pantalones caquis y camisa blanca arremangada. De la mano derecha le pendía un revólver.
Miró hacia los árboles por encima del capó. Examinó la base del pino. Volvió al coche, dejó la pistola sobre el capó, se quitó la camisa y la tiró por la ventanilla de atrás. Se quedó en camiseta de tirantes, con los brazos rojos hasta los codos y blancos por encima.
Felsen bajó la mano y el hombre del hacha se puso en camino por la carretera hacia el árbol.
—Boa tarde —le dijo a los dos hombres.
El agente se abalanzó sobre su pistola y apuntó con ella al labriego, que levantó las manos. El hacha cayó al suelo con un chacoloteo. El agente le indicó que pasara por encima del árbol. El campesino miró su hacha. El inglés negó con la cabeza.
—Não, não, anda cá, anda cá —dijo.
El campesino le dijo con acento marcado que no quería dejar su hacha tirada en el suelo. El conductor lo repitió en beneficio del agente. El inglés le dijo que la recogiese y se la diera. El campesino extendió el mango de madera. El agente le pasó el hacha al conductor y le conminó a ponerse manos a la obra.
—Que trabaje él —dijo el conductor.
—Quiero que te encargues tú. No lo conocemos.
El conductor sacudió la cabeza y se alejó. El inglés estaba enfadado pero ya era dueño de la situación. Se echó el revólver al cinto y se puso a trabajar en el árbol. El conductor se sentó en el parachoques y se secó el sudor de la frente. El campesino miró al agente con la afabilidad de expresión que adopta la cara de un trabajador cuando ve a alguien que no sabe emplear una herramienta. En segundos el agente estuvo empapado en sudor. Al principio se paraba para secárselo, después se limitaba a sacudir la cabeza para apartarlo de sus ojos. El campesino estaba en ascuas.
—Déjale —dijo Felsen entre dientes, mientras bajaba por la ladera hasta el borde de la carretera—. Que lo haga él.
Felsen y Abrantes avanzaron uno por cada lado del coche y dejaron atrás al conductor en el parachoques. Felsen le hizo un gesto con la cabeza al campesino.
—Posso? —preguntó el campesino al inglés. «¿Puedo?».
El agente le pasó el hacha y notó la Walther P 48 caliente de Felsen en la oquedad de detrás de su oreja derecha. Abrantes le quitó el revólver. Las piernas del agente temblaban en el interior de sus pantalones. Se volvió con lentitud y no pudo evitar que los ojos le delataran al reconocer al alemán.
«Éste», pensó Felsen, con los ojos calientes en el interior de la cabeza, el amigo de Laura van Lennep. El que no quiso darle la mano. ¿Cómo se llamaba éste? Edward Burton.
Abrantes le dijo al conductor del inglés que ayudase a los hombres a apartar el árbol de la carretera. El conductor era de distinta opinión. Ya no era jornalero, ése no era su trabajo, y ¿dónde estaban sus mil escudos? Abrantes se caló más el sombrero. Felsen, que ya estaba al borde, estalló. Le arrebató el garrote de las manos a uno de los hombres y cargó hacia el conductor. Éste se puso en pie de nuevo con un paso atrás, cambiando de opinión con rapidez, pero ya era demasiado tarde. Felsen se le vino encima como una pila de troncos, entre estacazos, mandobles y reveses. El conductor cayó en el primer caos de garrotazos. Felsen se puso de rodillas con el corazón enloquecido en el pecho y aporreó, aporreó y aporreó hasta que ya no sabía qué estaba aporreando.
Los otros pararon de trabajar y lo observaron a través del sudor.
Felsen se secó la frente con el hombro y le dejó una mancha oscura. Se frotó los ojos pero no logró aclarar los borrosos extremos de su visión. Jadeaba, todavía de rodillas, con la vista latiendo al compás que marcaba su cabeza. Bajó la mirada hacia el pedazo de carne que tenía delante y sintió arcadas. Se puso en pie con las piernas temblorosas y el garrote ensangrentado suelto en la mano. El inglés vomitaba.
La luz se hizo aún más enfermiza; en lo alto el polvo rojo velaba el sol.
Los hombres no habían vuelto al trabajo y Felsen pensó en hacer compañía al inglés hasta que les vio la cara. Estaban confundidos y espantados ante el poder de un hombre capaz de hacer algo semejante sin motivo alguno. Felsen ya los había visto así con anterioridad, pero sólo cerca de Abrantes.
—Ahora lo ve —dijo, señalándolos con el garrote, su respiración aún dificultosa—. Ahora entiende la importancia de la obediencia. ¿No es así, senhor Burton?
La mención de su nombre causó que el inglés se alzase de sus arcadas de sopetón, pero fue incapaz de articular palabra. Los labios le habían palidecido en su cara lívida. Su frente sudaba como si fuera pasto del cólera.
—Enterradlo —dijo Felsen, y tiró el garrote a los pies de los hombres.
Abrantes condujo a Burton al asiento de atrás del coche y Felsen se puso al volante. Pararon en casa de Abrantes y recogieron una silla, un trozo de cuerda y una botella de bagaço fresco de la parte de atrás de la bodega. Fueron en el coche hasta una mina en desuso de las colinas cercanas a Amêndoa, una en la que la veta de volframio se había agotado a los treinta metros. En el maletero llevaban un brasero, carbón y unos cuantos chouriços. Abrantes salpicó los carbones con el alcohol puro del bagaço y encendió un fuego. En la cartera de Burton Felsen encontró fajos de billetes por valor de 500 000 escudos y un contrato sin firmar por ochenta toneladas de volframio con una concesión minera de Penamacor. Aún tenía la garganta seca, pero no había agua, de modo que trasegó el bagaço frío y se limpió la boca con la manga.
—¿Volvió a ver alguna vez a Laura? —preguntó Felsen en inglés mientras hojeaba el contrato.
—En el Chave d’Ouro —respondió Burton de forma automática.
—¿Consiguió su precioso visado?
Burton contempló su pasado como si fuera su país natal y desapareciera en el horizonte. Felsen se tomó otro lingotazo de licor para evitar que la aguja le rayase el interior del cráneo. El alcohol fresco lo abrasó todo a su paso.
—¿Lo consiguió? —repitió, y Burton lo miró con los ojos desorbitados pero sin responder.
Felsen registró los bolsillos del inglés y encontró la billetera. Manoseó el dinero y dio con la fotografía. La sostuvo a la luz terracota de la tarde.
—¿Consiguió usted lo que quería? —preguntó Felsen—. Al menos respóndame a eso.
—Yo no quería que ella obtuviese el visado.
—En ese caso es probable que no consiguiese lo que quería.
—¿Qué es lo que quería?
—Pretende… —Felsen se paró—. Follársela, señor Burton. ¿No quería follársela?
—¿A Laura? —preguntó.
—Ah —dijo Felsen—. Un malentendido.
—No le sigo.
—El negocio de Laura. ¿No conocía el negocio de Laura? Me consigues un visado. No. Tienes pinta de poder conseguirme un visado… y puedes follarme. La simple palabra «visado» le llenaba los ojos de amor. Estaba a la vista de todos, señor Burton. No fui el primero, se lo garantizo, ni por asomo.
Felsen le dio la vuelta a la fotografía.
—«Para Edward, con amor» —leyó, y por algún motivo le hizo sentirse aún más cruel—. Venga, Edward, no me digas… Pero si hacía cosas que habría que vérselas y deseárselas para que las hiciera una puta de la Friedrichstrasse…
Burton había despegado de su silla y estaba encima de él, con el brazo escuálido en torno al cuello de toro del alemán. Le hundió su puño de niño en el hígado. El grueso codo de Felsen contraatacó como un pistón de vapor. El chico se vino abajo. Abrantes dio aire al fuego hasta que el carbón estuvo blanco.
Felsen afianzó a Burton a la silla. Se bebió otro trago de bagaço. Se sentía mejor, más despejado, más lúcido. Agitó el contrato en las narices del inglés.
—Estás en mi territorio, Edward. Te estás llevando mi volframio. ¿Con quién más de por allí has hablado?
Burton había desconectado. No escuchaba al alemán. No olía la acritud del carbón. No notaba el caliente jadeo del fuelle de Abrantes. No veía las nubes rojas que bullían en el cielo extraño.
Felsen encontró un pedazo de alambre en el maletero. Abrantes se puso a asar los chouriços, dándoles la vuelta con dedos súbitamente primorosos. Felsen le espetó más preguntas al agente inglés; notaba la lengua gruesa en la boca y el alcohol llevaba la batuta. El alcohol que le recordaba a Laura, los gemelos robados, Eva, Lehrer, la puta de la Guarda de la noche anterior. Burton callaba y luchaba por apartar de su cabeza el grosero olor de la grasa de cerdo chisporroteante.
—Esa puerca gorda rumana de la oficina de visados me dijo que la policía de Salazar estaba entrenada por la Gestapo —dijo Felsen—. Mis colegas me dijeron que fue Kramer. Ahora es comandante de un KZ. Allí sí que saben tratar a la gente. Todos oímos hablar de ello, Edward, todos lo sabemos… pero no hay nada como enterarse por experiencia propia. Yo nunca he estado en ninguno, lo cual significa que lo que sé es de segunda mano, de modo que tal vez encuentres mis métodos un tanto toscos.
Felsen metió el alambre en las brasas. Le quitó al agente el cinturón y le arrancó los pantalones y calzoncillos con el cuchillo de Abrantes. Encontró un guante de cuero, se lo puso y retiró el alambre caliente. Se paró, sintió una ráfaga de viento en su espalda, miró por encima de la mina hacia el cielo químico y entonces avanzó hacia el inglés.
Tras enterrar el cuerpo del conductor en el pinar los campesinos regresaron a Amêndoa poco después de las cinco de la tarde. Era la hora más calurosa del día. Les dolían los ojos y tenían la boca llena de saliva espesa y rancia. Fueron al manantial, bebieron con avidez y se refrescaron el cuello y la cara. Sólo pararon cuando oyeron al animal por primera vez. Un animal raro, de una especie que no habían oído nunca, presa de un dolor terrible. Caminaron hasta la linde del pueblo. Desde un agujero en las colinas llegó un aullido y de repente lo reconocieron. Se calaron los sombreros, volvieron al frescor de sus casas de granito y se tumbaron en sus camastros de madera con la cabeza entre los codos y las palmas de las manos en las orejas.
El tiempo se estropeó. El trueno sacó a Felsen de su sueño embriagado. No sabía dónde estaba. Le dolía tanto la cabeza que supuso que se había caído, y notaba la boca agria como el queso. Rodó y se encontró con el inglés hecho un fardo en su silla y se sorprendió. Iba a comprobar cómo estaba, pero vio la pistola en el suelo y la sangre en su pecho y… ¿Cómo había pasado aquello?
Empezó a caer una lluvia oscura. Felsen salió fuera para lavarse las manos. Retrocedió de un salto y cayó dando tumbos en la mina, aplastando a Abrantes. Tenía las manos y la camisa manchadas de rojo, los brazos salpicados de carmesí. Pateó las piedras del suelo para alejarse de la rudimentaria entrada de la mina. Fuera llovía sangre. Le rugió a Abrantes, que se había despertado, y éste sacó la mano a la lluvia y apretó el puño.
—Esto ya pasó una vez —dijo, y se limpió la mano en los pantalones—. Mi padre me contó que hace cuarenta años llovió igual. Es por el polvo rojo del desierto. No es nada.
Metieron el cuerpo del agente en el maletero y volvieron por el sendero que llevaba a la casa de Abrantes. Descargaron a Burton en el patio. Felsen condujo el coche de vuelta a la mina y lo escondió tan adentro como pudo. La tormenta había traído la noche antes de tiempo. Cuando apagó los faros en la mina no se veía ni un atisbo de luz natural. Aferró el volante con fuerza y apretó la frente contra él. Le llegó el sonido del cristal al despedazarse, la botella de bagaço contra la pared de la mina, el cuello que pasó a hacer de mango de una herramienta primitiva. ¿Cómo podía haber pasado aquello?
Abrantes estaba metido hasta la cintura en el agujero del patio; la chica lo observaba. Estaba gorda, preñada, a medio camino de su embarazo. Le sirvió a Felsen un vaso de vino blanco fresco y se metió en la casa.
—Enhorabuena —dijo Felsen, que había recuperado su conexión con el mundo.
Abrantes no supo a qué se refería. Felsen señaló hacia la casa con la cabeza.
—Más vale que sea niño —dijo Abrantes.
—¿No es muy joven para tener hijos?
—Es más probable que dé varones.
—No lo sabía.
—Es lo que dice la senhora dos Santos, la sabia del lugar.
Abrantes sacó una paletada de tierra con un cigarro en la comisura de la boca.
—¿Cuántos años tiene la chica?
—No lo sé.
La chica salió al patio con olivas, queso y embutidos. Los dejó sobre la mesa junto al vino.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Abrantes.
—No lo sé —respondió ella.
Enterraron el cuerpo y se fueron a la cama. Felsen soñó vívidamente. Se despertó con la vejiga llena a reventar. Entró a trompicones en la casa principal por error para aliviarse y oyó los gruñidos animales de Abrantes, y de la chica una especie de siseo como si se hubiera cortado con un cuchillo. Volvió a salir al patio y fue hasta el extremo del pueblo, donde el aire era ya fresco y transportaba el rico aroma de la tierra después de la lluvia. Orinó veinte metros de alambre de espino. Las lágrimas le surcaban la cara. Aquella puta de Guarda. El dolor era atroz.