15 de marzo de 1941, Guarda, Beira Baixa, Portugal
En Guarda había llovido toda la noche. Llovió durante el desayuno y llovió durante la reunión de estrategia que Felsen había convocado con el resto de agentes, para decidir las tácticas necesarias para comprar y enviar cerca de trescientas toneladas de volframio al mes durante el resto del año.
La magnitud de su tarea apenas acababa de cristalizar en su cabeza al ver la mina que la compañía inglesa Beralt tenía en Panasqueira, cerca de Fundão, al sur de la Beira. La mina y las instalaciones eran inmensas, y la colosal escoria formaba ya parte del paisaje. Para haber generado aquella cantidad de escoria tenía que haber bajo tierra una pequeña ciudad de pozos de centenares de metros de profundidad y kilómetros de galerías. No había nada remotamente comparable en el resto de la Beira. Esa hazaña de la ingeniería arrancaba de la tierra dos mil toneladas de gruesas venas horizontales de volframio cada año. En comparación, las demás minas de la zona no eran más que rasguños y muescas en la corteza terrestre. Su única esperanza era motivar por completo a su personal. Impulsar a millares de personas a la labor de cosechar la superficie. Y, por supuesto, el robo.
La reunión táctica había empezado mal. Aquellos hombres ya trabajaban a tope y nunca habían conseguido nada parecido a trescientas toneladas en un mes. Empezaron por quejarse de que los titulares portugueses de concesiones habían notado hacia dónde se dirigía el mercado y estaban acumulando. Entonces arremetieron contra los ingleses que habían entablado unas cuantas operaciones preventivas de compra que habían forzado una subida de precios y animado a los portugueses a mantenerse a la espera.
—El precio ya no tiene importancia —dijo Felsen, lo cual hizo callar a los presentes—. Ahora nuestro trabajo es echarle mano al producto por cualquier medio a nuestro alcance. La puesta al día que me hicieron en Lisboa indica que el UKCC tiene un proceso de toma de decisiones lento, que están activos en el mercado sólo durante periodos cortos, que les asustan los precios altos porque sus directores son cautelosos y compran con dinero prestado. Se han disparado en el pie. Han hecho subir los precios y ahora empiezan a perder mano de obra en sus propias minas. Sus mineros van viendo que pueden ganar más dinero recogiendo sobras que cobrando salarios por meterse bajo tierra. Nosotros no tenemos ninguno de esos problemas. Tenemos dinero. Podemos ser agresivos. Podemos ser consistentes.
—¿Qué entiende por consistentes?
—Quiere decir que nunca dejaremos de comprar. Los ingleses no pueden hacerlo. Trabajan en arrebatos y ramalazos. Decepcionan. Nosotros nunca decepcionaremos. Desarrollaremos relaciones estrechas con la gente que trabaja en el terreno, los que controlan las comunidades locales, y les haremos leales a la causa compradora alemana.
—¿Y cómo les haremos leales? —rugió uno de los agentes—. Los ingleses les dan té y pasteles y besan a sus hijos. ¿Tenemos tiempo para eso, si perseguimos trescientas toneladas al mes?
—En la Beira sólo son leales a una cosa —dijo otro agente en tono lúgubre.
—Eso no es cierto —replicó el primero—. Hay propietarios de concesiones dispuestos a venderle sólo a los ingleses; algunos tienen sangre inglesa. Nunca se pasarán a nuestro lado.
—Los dos tienen razón —dijo Felsen—. Primero: he visto a la gente de aquí, la gente corriente. Viven como vivíamos en la Edad Media. No tienen nada. Caminan treinta kilómetros con cincuenta kilos de carbón a la espalda para venderlo en la ciudad. Sacan lo suficiente para llenarse el estómago y poder llegar de vuelta a sus pueblos. Son muy pobres. No saben leer ni escribir. Tienen por delante una vida muy dura. Y ésta es la gente que batirá la Beira para nosotros y traerá cada pedrusco de volframio que puedan encontrar. A su debido tiempo, la gente verá lo fácil que es ganar dinero aquí arriba y acudirán desde el sur. El Alentejo está lleno de las mismas víctimas de la pobreza, y ésas también trabajarán para nosotros.
—¿Y qué hay de las minas que venden a los ingleses sea cual sea el precio?
—Mi segunda estrategia: la gente que trabaja en esas concesiones vive en pueblos. Iremos a los pueblos y les animaremos a hacer unos cuantos turnos de noche. Compraremos lo que saquen a precios de mercado.
—¿Quiere decir robar?
—Quiero decir distribuir la riqueza. Quiero decir tomar del enemigo. Quiero decir desatar la guerra en la Beira.
—Los de la Beira son gente difícil.
—Son montañeses. Los montañeses siempre son difíciles. Llevan vidas duras y frías. Su cometido será entenderlos, apreciarlos, trabar amistad con ellos… y comprar su volframio.
Felsen dividió la región y asignó un grupo de agentes a Viseu, Mangualde y Nelas, otro a Celorico y Trancoso, uno, más al sur, a Idanha-a-Nova y se quedó para sí la zona al sur de Guarda, desde el pie de la Serra da Estrela hasta la Serra da Malcata, al oeste de la frontera española. La mayor parte del producto viajaría por la carretera Guarda-Vilar Formoso y cruzaría la frontera por ese punto. Necesitaba meterse en un bolsillo a la Guarda Nacional Republicana para que los camiones llegasen hasta allí y a la Alfãndega en el otro para que cruzasen la frontera con España sin problemas. La ciudad de Guarda era el eje central del área del volframio. Era el enclave evidente para la oficina central.
Para cuando terminaron la lluvia había amainado. Su conductor acudió a decirle que había entregado las dos botellas de coñac al chefe de la GNR y que éste le esperaba en el puesto, a ser posible antes de comer, para celebrar una reunión.
El chefe de la GNR había sido transferido hacía poco a ese puesto desde Torres Vedras. Era un hombre grande, con una cara pequeña revestida por una cabeza gorda. Su bigote era grueso, negro y exuberante como el visón, con unos extremos retorcidos en punta que le daban la apariencia de estar siempre encantado, como sucedía en efecto la mayor parte del tiempo. Su mano parecía pequeña y blanda en el apretón campesino de Felsen, y no muy habituada a descender con todo el peso de la ley. Felsen se sentó al otro lado de su escritorio, que aparentaba haber visto violentas refriegas durante la guerra de la Independencia. El chefe le agradeció su presente y le ofreció un vaso de absenta. Vertió el líquido verde en dos copitas. Felsen arrugó la boca ante la amargura del ajenjo mientras extendía un fragmento de periódico delante del chefe. Señaló un artículo cercano al pie de la página. El chefe lo leyó, mientras tomaba sorbitos de absenta y pensaba en la comida. Aceptó uno de los cigarrillos de Felsen.
—Están ustedes en las portadas de Lisboa —dijo Felsen.
—Asesinato —comentó el chefe mirando por la ventana el cielo que clareaba—; ahora es muy frecuente en esta zona.
—Es el tercer asesinato en dos semanas. Los cuerpos se encontraron todos en la misma zona, desnudos, atados y apaleados hasta la muerte.
—Es por el volframio —dijo el chefe, como si la cosa no fuera con él.
—Claro que es por el volframio.
—Se han vuelto todos locos. Hasta las liebres recogen volframio.
—¿Cómo marcha su investigación?
El chefe cambió de postura en su asiento y saboreó el extraño tabaco turco. El fuego silbó en la chimenea.
—Se ha producido una cuarta muerte —dijo.
—¿Uno de sus policías?
Asintió con la cabeza y rellenó las copas. La absenta estaba suavizando las arrugas de su gorda cara, de forma que empezaba a asomar el colegial de antaño.
—¿Está indagando en el asunto?
—En esta tierra reina un estado de anarquía —pronunció con dramatismo mientras barría su escritorio con la mano—. Hemos encontrado el cuerpo.
—¿En la misma zona?
El asentimiento fue más lento en esta ocasión.
—¿Dónde empezó sus pesquisas el policía?
—En un pueblo llamado Amêndoa.
—¿Tal vez va a ir usted allá con una fuerza más nutrida?
—La zona que tengo que cubrir es grande; las actuales circunstancias, difíciles.
—De modo que le gustaría que se acabase la anarquía sin tener que perder media plantilla.
—Eso es poco probable —dijo con tristeza—. Aquí hay mucho dinero en juego. Esa gente ha estado viviendo con cinco tostões por aquí, cinco por allá. Para ellos un solo escudo es una fortuna. Cuando ven que un pedrusco de volframio vale setenta y cinco, ochenta, cien escudos, es como si les diese una fiebre en el cerebro. No se lo puede ni imaginar. Se vuelven locos.
—Si yo pudiese garantizar el cumplimiento de su ley, que se iba a acabar la violencia, ¿se vería capaz de ayudarme a allanar algunas de mis dificultades?
—Acabar con la violencia —le repitió a su copa de absenta como si ella le hubiese sugerido la idea—. ¿Del todo?
—Del todo —respondió Felsen, repitiendo la mentira.
—¿Cuál sería la naturaleza de sus dificultades?
—Como sabrá, muchos de mis camiones van a desplazar el producto por las zonas mineras y hasta la frontera de Vilar Formoso.
—Aduanas es una organización aparte.
—Lo comprendo. En lo que puede ayudarme es con el papeleo, las guias que tenemos que presentar cuando desplazamos el producto.
—Pero las guias son muy importantes para el gobierno. Tiene que saber qué es lo que va a cada sitio.
—Eso es cierto, y en general no tendría que haber problemas… si no fuese por la burocracia.
—Oh, sí, la burocracia —dijo el chefe, que de repente se sentía maniatado a su uniforme—. Usted es un hombre de negocios. Lo comprendo. A los hombres de negocios les gusta hacer lo que quieren y cuando quieren.
Guardaron silencio. De las expresiones faciales del chefe se desprendía que en su interior se libraba un conflicto, como si tuviese algo indigesto a medio camino o un viento doloroso que se le inflara en el intestino con intención de salir.
—También me enteraré de lo que le pasó a su policía —dijo Felsen, pero no era ésa la cuestión. Aquello no llevaba al chefe por el camino de la amargura.
—Las guias son un mecanismo gubernamental muy importante. Se trataría de una grave infracción de…
—Por supuesto, recibirá una comisión por cada tonelada que desplacemos —añadió Felsen, y descubrió que había dado en el blanco. Las arrugas se alisaron. El estómago se aquietó. El chefe tomó otro de los cigarrillos de Felsen a la vez que lo ensartaba con la mirada.
—Pero sin las guias, ¿cómo sabré cuántas toneladas han desplazado? ¿Cómo se calculará mi comisión?
—Usted y yo nos reuniremos con aduanas una vez al mes.
La sonrisa del chefe se vio extendida un palmo más por el alborozo de su bigote. Se dieron la mano y apuraron sus bebidas. El chefe le abrió la puerta y le dio una palmadita en el hombro.
—Si sube hasta Amêndoa —dijo—, debería hablar con Joaquim Abrantes. Se trata de un hombre con mucha influencia en el lugar.
La puerta se cerró detrás de Felsen y lo dejó en la penumbra de un pasillo sin luces. Salió del edificio poco a poco mientras rumiaba su primera lección sobre subestimar a los portugueses. Subió al coche y le ordenó al chófer que lo llevase hasta Amêndoa, en las estribaciones de la Serra da Estrela.
No había carretera hasta Amêndoa, tan sólo un accidentado sendero de tierra batida que dejaba entrever las losas de granito, jalonado de retama y brezo, y más adelante y más arriba, de pinares. La lluvia había remitido pero la nube aún pendía de las montañas y progresaba hacia las copas de los árboles hasta que al fin se tragó al coche. El conductor rara vez se apartaba de la segunda marcha. Aparecieron hombres en el sendero. Encapuchados como monjes, llevaban costales partidos sobre la cabeza. Grises y callados, se hicieron a un lado sin volverse a mirar.
Felsen se acomodó en el centro del asiento de atrás y notó cómo dejaba atrás cada metro que lo separaba de la rústica civilización de Guarda. Había mencionado la Edad Media en la conferencia pero aquello se acercaba más a la Edad de Hierro o antes. No le habría sorprendido ver a la gente escardando con hueso. Todavía no había visto una mula o un burro. Todo el acarreo lo efectuaban los varones sobre los hombros y las mujeres sobre la cabeza.
El coche llegó a una planicie. No había ni una señal que anunciase Amêndoa. De la niebla surgieron casas hechas con bloques de granito y una mujer de negro cruzó la calle arrastrando los pies. El chófer se detuvo frente a la única casa de dos pisos del pueblo. Salieron. En el nivel de la calle había una puerta abierta. Una vieja trabajaba entre sacos de grano, cajas de salar jamones, quesos curados, hileras de patatas, manojos de hierbas, cubos y herramientas. El conductor pidió por Joaquim Abrantes. La mujer dejó su trabajo, cerró la puerta con manos nudosas y arrugadas y llevó a los dos hombres hasta la escalera de granito que en el exterior de la casa subía hasta un porche sostenido por dos pilares, también de granito. Allí los dejó y volvió a entrar en la casa.
Al poco abrió la puerta de arriba y Felsen se agachó para entrar en la casa a oscuras. El conductor regresó al coche. En la chimenea un fuego dejaba escapar una humareda sin desprender nada de calor. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz empezó a distinguir a un viejo sentado a la lumbre. Sobre su cabeza colgaban chouriços de un palo. La mujer se había sacado un trapo del bolsillo y limpiaba los ojos del anciano. Éste gimió como si le hubieran arrancado del sueño para volver a un mundo de dolor. La vieja salió de la habitación… En algún lugar de la casa una garganta tosió y escupió. La mujer retornó con dos lamparitas de arcilla en las que se quemaba aceite de oliva. Depositó una sobre la mesa y le indicó a Felsen una silla. A través de los listones dispuestos entre las vigas del techo se entreveían algunas de las tejas de pizarra. Dejó la otra lámpara en una hornacina, volvió a limpiarle los ojos al viejo y se fue. Las dos ventanas de la habitación estaban cerradas de forma permanente a las inclemencias mediante dos macizas persianas de madera.
Al cabo de un rato las puertas dobles que había detrás de Felsen se abrieron de un bandazo y un hombre bajo y muy ancho se introdujo trabajosamente de lado por la abertura. Rugió algo en dirección a la parte de atrás de la casa y después tendió una mano que aferró la de Felsen con dureza mecánica. Se sentó con los antebrazos extendidos sobre la mesa; las ásperas manos de uñas partidas remataban unas muñecas cuadradas. Bajo la pesada chaqueta el cuerpo era poderoso y de ancha osamenta. Felsen reconoció algo en él, y desde el primer momento supo que ése era el hombre que iba a ayudarle a controlar la Beira.
Una chica con un pañuelo en la cabeza trajo una botella de aguardente y dos vasos. Al resplandor de la lámpara de aceite la cara del portugués era tranquila y grande como un paisaje minado a cielo abierto. Llevaba el pelo peinado hacia atrás en un flujo de lava negro y gris, su ceño y nariz eran como una escarpadura con una cresta de granito al descubierto, sus cuencas oculares y pómulos como cráteres. La geografía entera de su cara estaba endurecida hasta lo inhóspito por años de viento frío y seco. Era imposible adjudicarle una edad: cualquier punto entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco. Pero fueran cuales fuesen los minerales que tenía en los huesos de la cara, no eran extensibles a sus dientes, que estaban ennegrecidos y gastados, desviados o amarillentos o simplemente caídos. Joaquim Abrantes vertió el pálido licor en los vasos. Bebieron.
La chica volvió con pan, jamón curado, queso y chouriço. Dejó un cuchillo frente a Abrantes. La chica tenía un rostro juvenil, con ojos pálidos, azules o verdes, difíciles de discernir a la aceitosa luz amarilla. Del pañuelo escapaba un mechón de pelo rubio. Era lo más bonito que Felsen había visto desde que dejara Lisboa, pero era joven, no pasaba de los quince, aunque extrañamente el cuerpo, las formas generosas, fueran de mujer adulta.
Abrantes observó al alemán que miraba a la chica. Le puso delante el jamón y le pasó el pan y el cuchillo. Comió. El jamón estaba riquísimo.
—Bolotas —dijo Abrantes, «bellotas»—. Hacen la carne más rica, ¿no le parece?
—No he visto muchos robles en las inmediaciones. Es todo retama y pino.
—Crecen lejos de las montañas. Yo las traigo hasta aquí. Tengo los cerdos más ricos de la Beira.
Comieron y bebieron más. El chouriço estaba engordado con pegotes de grasa. El queso era blando, fuerte y salado.
—He oído que vendría a verme —dijo Abrantes.
—No sé cómo.
—Las noticias acaban llegando aquí arriba. Hasta hemos oído hablar de su guerra.
—Así que sabe por qué estoy aquí.
—Para investigar asesinatos —respondió Abrantes, agitando los hombros de forma que el metal tintineara en su chaqueta. El hombre se reía.
—El asesinato me interesa, eso es cierto.
—No veo por qué tendría que interesarle la muerte de unos cuantos campesinos portugueses.
—Y un policía de la GNR.
—Eso fue un accidente. Se cayó del caballo. Son cosas que pasan en un terreno accidentado —dijo Abrantes—. Y de todas formas, ¿qué tiene de interesante? ¿No hay suficientes muertes en su guerra para tenerlo ocupado sin tener que venir a la Beira?
—Es interesante porque significa que hay alguien que controla la situación.
—Y se trata de una situación que, quizá, le gustaría controlar a usted en persona.
—Ésta es su tierra, senhor Abrantes. Es su gente.
Se rellenaron los vasos. Felsen ofreció un cigarrillo. Abrantes lo rechazó, no dispuesto a aceptar nada aún. Felsen admiraba la psicología.
—Senhor Abrantes —dijo Felsen—, voy a hacerlo muy rico.
Joaquim Abrantes le dio vueltas a su vaso sobre la mesa de madera como si pretendiese atornillarlo. No respondió. A lo mejor ya lo había oído antes.
—Usted y yo, senhor Abrantes, vamos a acaparar el mercado con cada migaja de volframio sin contratar de esta zona.
—Por qué iba yo a trabajar con usted cuando me las apaño muy bien solo y… si puede hacerme rico, ¿no pasa lo mismo con los ingleses? A lo mejor prefiero jugar con el mercado. Por lo que he visto, sólo va en una dirección.
—Los ingleses jamás pondrán tanto tonelaje en el mercado como nosotros.
—Aun así compran. Compran para dejarlos a ustedes fuera.
—¿Qué piensa del precio actual del volframio? —preguntó Felsen.
—Es alto.
—¿Compra usted?
Abrantes se acomodó en la silla.
—Tengo reservas —respondió—. El precio va subiendo.
—Si, como dice, el precio del volframio va en una dirección, va usted a comprar caro para vender más caro… es decir, si quiere seguir en el mercado.
El ojo más oscuro de Abrantes, el más alejado de la luz, miró por encima de la cresta de granito de su nariz.
—¿Qué propone usted, senhor Felsen?
—Propongo aumentar su capacidad de comerciar con volframio para mi cuenta.
—Dispone de dinero, no me cabe duda, pero ¿tiene idea de cómo va a hacerlo?
—A lo mejor usted conoce el terreno mejor que yo.
Abrantes se metió un trozo de pan con queso en la boca y lo envió hacia abajo con el aguardente.
—Gran parte del volframio que me traen no es puro —dijo—. Siempre tiene cuarzo y piritas. Si montamos compañías para limpiar el volframio atraeremos más mineral y aseguraremos la calidad.
Felsen asintió.
—Querría el control financiero —aclaró Abrantes—. No quiero tener que pedir permiso por cada piedra que compre, y querría una parte de los beneficios y si no hay beneficios un porcentaje garantizado de la facturación.
—¿Cuánto?
—Un quince por ciento.
Felsen se levantó y caminó hacia la puerta.
—Podría hacer eso por su cuenta con un volumen pequeño, pero no puedo ofrecerle nada siquiera cercano para los volúmenes de los que le hablo.
—¿Y qué volúmenes son ésos?
—Millares, más que centenares de kilos.
El portugués sopesó aquello.
—Si me uno a usted estaré fuera del mercado…
—No pienso impedirle que comercie por su cuenta.
—¿Cuánto tiempo estará en el mercado? No tengo ninguna garantía de que usted…
—Senhor Abrantes. Esta guerra… esta guerra para la que necesitamos tanto volframio, lo cambiará todo. ¿Sabe lo que pasa en Europa? Alemania lo controla todo desde Escandinavia hasta el norte de África, desde Francia hasta Rusia. Los ingleses están acabados. Alemania controlará la economía de Europa y, si trabaja conmigo, será usted amigo de Alemania. De modo que en respuesta a su pregunta, senhor Abrantes, estaremos en el mercado durante toda su vida, la de sus hijos y la de sus nietos y más.
—Diez por ciento.
—Ése no es un porcentaje que pueda aguantar el negocio —dijo Felsen, y alargó la mano hacia la puerta.
—Siete por ciento.
—Me parece que no entiende hacia dónde va este negocio, senhor Abrantes. Si lo comprendiera, sabría que un solo uno por ciento le convertiría en el hombre más rico de la Beira.
—Venga, siéntese —dijo—. Podemos discutirlo. Tenemos que comer. A estas alturas ya debe saber lo importante que es comer para nosotros.
—Lo sé —dijo Felsen, y se sentó.
La chica llevó un espeso estofado de cerdo, hígado y morcilla. Puso más pan sobre la mesa y una jarra de vino tinto. Los dos hombres comieron a solas. Abrantes le dijo a Felsen que el plato se llamaba sarrabulho y que era lo mejor que la chica había aprendido de su madre.
Tal vez Joaquim Abrantes fuera en algún momento un campesino, pero ya no lo era. Eso no significaba, como descubrió Felsen durante su charla destinada a alcanzar un acuerdo sobre volúmenes y porcentajes, que supiera leer o escribir. Significaba que su padre había labrado la tierra y que entre ellos habían adquirido más. Tenía la casa, que estaba unida a otras dos por la parte de atrás y por un lado. Tenían ganado. Apreciaba el buen vino y el buen yantar. Tenía a su joven esposa. Era una extraña bestia. En las pocas ocasiones en que se encontraron sus ojos, Felsen tuvo la misma impresión que cuando miraba la cabeza de un toro. Dentro del cerebro de aquel hombre pululaba algo grande, íntimo y planetario. Tenía una sorprendente comprensión de los negocios y los números pero carecía del concepto de los mapas o las distancias que no hubiese recorrido. Tenía instinto para el poder. No apreciaba a nadie excepto a su anciano padre medio ciego. Las mujeres no le hablaban.
Después de comer se excusó. Felsen se levantó y se estiró. A través de las puertas dobles veía una sala en la que la madre hacía ganchillo y, más allá, la cocina. Abrantes estaba de pie detrás de la chica, que se apoyaba con ambas manos sobre la mesa. Tenía la mano metida por debajo de su falda. Se enderezó la bragueta y miró hacia abajo como si fuera a montarla allí y en ese momento. Lo pensó mejor, salió fuera y bajó por las escaleras de atrás.