8 de marzo de 1941, Legación alemana, Lapa, Lisboa
Esa noche el embajador no asistió a la recepción ni a la cena. Felsen se sentó entre dos exportadores de volframio, un portugués con dos concesiones en la zona de Trancoso y en la Beira Alta y un aristócrata belga que no le dijo nada excepto que era su grupo el que iba a proporcionar la empresa fantasma a través de la que Felsen exportaría su volframio.
Los miembros de la legación, sin su embajador presente para recordarles su insignificancia, dedicaron demasiado tiempo a extender su importancia a ámbitos que no eran de su incumbencia. La impresión que se llevó Felsen fue que el auténtico trabajo se iba a llevar a cabo en los pasillos del poder y los salones de hotel de Lisboa, más que en las inhóspitas cordilleras del norte. No aumentó su popularidad el que preguntara cómo su oblicuo regateo iba a traducirse en toneladas que cruzasen la frontera a bordo de camiones. Le pararon los pies con condescendencia. Insinuaron la necesidad de enrevesadas negociaciones pero no ofrecieron nada sustancioso. Dijeron que ya notaría los resultados. Felsen lo reinterpretó todo para sus adentros. La Abwehr y el Departamento de Suministros estaban molestos por la intrusión de las SS en su territorio. Estaba solo.
Después de cenar, al reunirse al pie de las escaleras a la espera de los coches que los habían de llevar a Estoril, Felsen todavía era incapaz de sentirse cómodo en esa descarada abundancia de luces. Todas las ventanas del palacio, de un metro o dos de alto cada una, mostraban el brillo de osadas arañas de centelleante incandescencia. Cuando se fue de la Baixa en taxi por la tarde, el Nyassa estaba todavía anclado, despreocupado en pleno centro del muelle, encendido de luz mientras seguían cargándolo. Berlín llevaba dos años de luto. Se podía acabar en un campo de concentración por encenderse un cigarrillo en la calle después de anochecer. Los coches se desplazaban de noche con rendijas por ojos, ciegos como topos. El resto de Europa era como una carbonera y Lisboa la boca de su horno.
En la ciudad se desataron las explosiones y estallidos de un tiroteo. Uno de los miembros más jóvenes de la legación con un vino de más gritó:
—¡La invasión! —y rompió a reír con estruendo.
Cuando subieron a los coches el portugués mostraba una expresión hierática. Felsen volvió a compartir el asiento de atrás con Poser en el Mercedes negro que abría la marcha. Bajaron por la empinada colina hasta Alcántara y se desviaron hacia el oeste para salir de la ciudad.
—¿Qué ha sido «la invasión»? —preguntó Felsen.
—Un recordatorio nocturno de quién está al mando —explicó Poser, mirando por la ventana como si esperase ver una multitud—. Salazar sólo permite que los lisboetas sacudan sus alfombras después de las nueve de la noche.
Atravesaron Belém y sus edificios y monumentos iluminados.
—¿Aún no se ha acostumbrado a la luz, Herr Hauptsturmführer? —preguntó Poser—. ¿Todavía está inquieto después de Berlín, las torres antiaéreas y las alarmas de bombardeo? Aquí se celebró la Expo el año pasado. Mientras Londres ardía y caía Francia, Lisboa alardeaba ante el mundo de sus ochocientos años de soberanía.
—No estoy seguro de adonde quiere ir a parar, Herr Poser.
—Hoy ha dado un paseo.
—Usted me dijo que fuese a los jardines de Estrela y me limité a seguir caminando hasta la parte más alta del Bairro Alto, después bajé al Chiado y entré en la Baixa.
—Ah, el Bairro Alto —dijo Poser—. ¿Y vio usted el mercado de Praça da Figueira (aún no apesta demasiado en esta época del año), y ese agujero de ratas, la Mouraria, o la pestilente y ruinosa Alfama?
—Subí hasta el castillo de Sao Jorge y tomé un taxi de vuelta.
—Así que ha visto algo de Lisboa —asintió Poser—. Ahora, cuando vea la capital de Salazar por la noche, tal vez comprenda mi observación sobre la zorra. Lisboa es una puta, una puta árabe campesina que de noche se pone diadema.
—Tal vez lleva demasiado tiempo aquí, Poser.
—Puaj, ese Salazar… Dice una cosa, hace otra, se inclina hacia un lado y pone un pie en el otro. Toma nuestros francos suizos y lingotes de oro y después extiende créditos ilimitados a los ingleses. Clama contra ellos por bloquearle sus importaciones de las colonias y… puaj… El tipo es un moro y juega a la bestia de las dos cabezas con quien le apetece —finalizó Poser con amargura.
—Ahora se cree que porque paga a la puta ella tiene que ser fiel. Dentro de poco querrá que se enamore de usted.
—En efecto, Felsen —dijo Poser con calma—. Olvidaba su experiencia en estos asuntos.
Entraron en la nueva carretera de la costa, la Marginal. Las luces de los pueblos dormitorio de Caxias, Paço de Arcos, Oeiras, Carcavelos y Parede brillaban junto al aliento negro del invisible Atlántico. Poser seguía enfurruñado cuando se detuvieron frente a las fachadas iluminadas de los hoteles Parque y Palacio. Las altas copas de las palmeras de abanicos de los jardines de delante apenas escapaban de la luz. Poser señaló el casino que se alzaba en la cumbre de la larga plaza que descendía varios centenares de metros hasta la orilla del mar. Desde el bajo edificio moderno les llegaba el sonido de la música. Por el borde del jardín se extendían hileras de coches. El botones recogió el equipaje del maletero y Felsen y Poser atravesaron el alto arco romano que conformaba la fachada del Hotel Parque.
—Aquí hay alguien a quien debería conocer —le dijo Poser mientras se encaminaba hacia la recepción.
»He aquí a Felsen —le dijo al hombre de rostro afilado de detrás del mostrador.
El conserje hojeó su registro. Le alargó algo al botones sin desviar la vista del libro.
—No hace falta decirle nada —dijo Poser del conserje—. Lo sabe por adelantado. ¿No es así?
El conserje no dijo nada pero por su actitud Felsen dedujo que era un hombre con experiencia hotelera.
—Instálese en sus habitaciones, Felsen, y después le haré de guía —dijo Poser, y se rio mirando al conserje—. No le hable a las flores. Ni use el teléfono. ¿No es así?
El conserje parpadeó una vez, con lentitud.
Felsen se reencontró con Poser en el bar. Abandonaron la grosera compañía del resto de miembros de la legación y recorrieron los jardines hacia el casino en la noche apacible.
—El conserje sabe que cuando hablamos así es porque eso es lo que queremos que oiga todo el mundo.
—¿Por eso el bar está vacío?
—Ya verá como se llena a medida que avance la noche.
—A lo mejor ésos tendrían que hacerse más interesantes, invitar a varias mujeres a que se crucen hasta el bar; parece que todas entran aquí.
Entraron en el vestíbulo del casino al mismo tiempo que una mujer pequeña y morena con las uñas pintadas se desprendió de un abrigo de pieles y un costoso sombrero antes de que dos hombres, más jóvenes y firmes que ella, la escoltaran hasta el bar. Llevaba medias de nailon y media sala se dio la vuelta cuando entró.
—¿Es la reina de algún sitio? —preguntó Felsen.
—Es la reina de Lisboa —respondió Poser.
—¿La hija de la puta árabe? —inquirió Felsen, y Poser estalló en carcajadas.
—Se llama madame Branescu. Dirige la taquilla de la oficina de visados del consulado estadounidense. ¿Vio a todos los que querían subir al Nyassa esta tarde?
—Les sacó un porcentaje a cada uno de ellos.
—Hace dieciocho años no la habría reconocido. Abultaba la mitad y se podía leer el periódico a través de su ropa, pero… Habla catorce idiomas y, no sé si habrá pasado por el consulado estadounidense, pero necesita esos catorce y alguno más.
Entraron en el bar. El camarero ya esperaba junto a la mesa de la mujer cuando ella y sus rubios escoltas se sentaron. A pesar de la ropa, el peinado y el maquillaje, no era una mujer atractiva. Felsen la vio en su vida anterior, en el despacho de un importante abogado. Una mujer bajita y normal, vestida de gris y pasada por alto pero que, como el conserje del Hotel Parque, prestaba atención a todo y había aprendido cuanto estaba a su alcance: idiomas, el control, el arte del poder. Y allí estaba, una improbable personita que otorgaba la vida o la desesperanza a los millares de pobladores de los áticos de las pensiones lisboetas. Hombres y mujeres la abordaban con palabras apocadas y obsequiosas y profundas reverencias. A algunos se les permitía rozarle con los labios los mullidos nudillos de su mano hinchaba, otros se escabullían de vuelta a su silla lívidos y temblorosos.
Felsen pidió excusas a Poser y se presentó en la mesa de la mujer. Los ojos de los escoltas lo taladraron. Le pidió en su perfecto inglés si le apetecía bailar. Ella le recorrió la cara con los ojos tratando de recordar si lo conocía, y después estudió su vestimenta y los zapatos; una experta en calidad.
—He oído que madame Branescu es una consumada bailarina. Yo también lo soy. Creo que deberíamos estrenar la pista.
Ella intentó impresionarlo con su mirada acerada, pero al parecer en ese aspecto él no se quedaba atrás. Sonrió y le tendió la mano.
—No es usted inglés, ¿verdad? —dijo ella, mientras avanzaban hacia la pista de baile ante las miradas de todos—. Y cojea.
—No la decepcionaré.
—¿Es usted suizo, o tal vez austríaco? Creo percibir algo en su acento.
—Soy alemán.
—No me gustan los alemanes —dijo, pasando al idioma de Felsen.
—Todavía no hemos pasado por Bucarest.
—Si lo que los alemanes hacen a los países es «pasar», entonces deben de ser los «pasotas» del siglo.
—¿Quizás es ese el motivo de que esté usted aquí?
—Porque los alemanes que no son unos asesinos son unos brutos. Por eso estoy aquí.
—No sé qué calibre de alemanes ha conocido.
—Alemanes austríacos. Antes vivía en Viena.
—Pero es rumana, ¿no es así? —preguntó Felsen.
—Sí.
—Permítame que le muestre nuestro lado menos brutal.
Ella miró al labrador suabo con cierta reserva pero éste la lanzó a un swing que la dejó pasmada y sin aliento. Al oír el swing Felsen se había preocupado un poco, porque no sabía si las caderas de madame Brunescu podrían afrontarlo, pero la mujer sabía menear sus carnes. Bailaron tres piezas y dejaron la pista al sonido de unos tímidos aplausos.
—No pensaba que Hitler aprobara el swing —comentó madame Brunescu.
—Teme que trastorne nuestro paso de la oca.
—Tendrá que ir con ojo si va diciendo esas cosas —repuso ella—. No sería el primer alemán al que se llevan por la calle. ¿Sabía que la PVDE está entrenada por la Gestapo?
—¿La PVDE?
—Policía de Vigilancia e de Defesa do Estado, las fuerzas de seguridad de Salazar. Y sus cárceles no son muy agradables.
—No creo que nadie pueda enseñarle a los alemanes nada sobre cárceles.
Madame Brunescu se excusó para ir a empolvarse la nariz. Felsen le calculó unos centímetros más de bamboleo en las caderas. Poser se le acercó por un lado.
—Muy sorprendente, Felsen —le dijo Poser a la oreja.
—Me enseñó una americana antes de la guerra.
—Me refiero a su gusto… a la pareja que ha elegido.
—Es el pelo de la dehesa, Poser —replicó Felsen—. La costumbre de perseguir lechones por el corral.
Poser sonrió y lo dejó solo. Madame Brunescu reapareció después de haber desvanecido el sofoco de sus mejillas. La acompañó de vuelta a la mesa. Los escoltas se levantaron. Ella les indicó que se volvieran a sentar con un gesto brusco.
—Es usted nuevo en Lisboa, ¿verdad Herr…?
—Felsen. Klaus Felsen. Y sí, he llegado hoy mismo.
—No habla como alguien que necesite irse a América.
—Es que no lo necesito.
Entrecerró los ojos.
—¿Tal vez ha venido aquí a trabajar?
—Al contrario, estoy aquí para bailar, que es lo que espero volver a hacer.
Felsen hizo una reverencia y ella le dejo rozarle los hoyuelos de las manos con los labios antes de volver a tomar asiento.
Felsen encontró a Poser con la nariz perdida en el interior de una copa de coñac.
—Parece que ya le ha tomado la medida a este lugar —dijo Poser, recostándose después de haber aspirado los vapores.
—No lo creo, Poser. Lo que pasa es que usted y yo vemos las cosas de diferente manera. Usted es un diplomático que quiere saber lo que piensa todo el mundo. Yo soy un oportunista que quiere saber lo que hace todo el mundo. Madame Brunescu también lo es. Nos hemos reconocido, eso es todo.
—¿Pero qué es lo que pueden hacer el uno por el otro?
—Ya lo verá, ya lo verá —dijo, y se alejó.
La gente seguía llegando poco a poco al casino, una concurrencia variada, algunos contentos y sonrientes con espectaculares trajes de noche y otros encorvados y furtivos con ropas prestadas. Felsen se abrió paso con los hombros hasta el cajero y se fue directo hacia la ruleta. Sólo los tontos jugaban a la ruleta.
Se cruzó con los habituales olores y escenas de interior de casino, aunque en esta ocasión su percepción resultaba más intensa y acusada. Las mesas estaban iluminadas por la consabida mirada cruda de la avaricia, una necesidad sin párpados que traga saliva con fuerza. Pero el aire que las rodeaba estaba cargado de humo de cigarrillos y un miedo tan patético que a Felsen le abría la pared de la garganta como el vinagre espiritoso. En ocasiones una euforia despreocupada alzaba el vuelo desde la espesura como una bandada de pájaros tropicales en la selva, pero todo el tiempo, cada vez más agazapada, una lúgubre desesperación exudaba determinación sobre camisas baratas y trajes de noche prendidos por alfileres. Las esperanzas que cabalgaban el chasquido, el traqueteo y los saltitos de la bola de marfil eran de todo o nada. El respaldo de cada ficha acordonada sobre el tapete verde era el primer billete del próximo fajo o la última joya familiar del estuche. Las caras más cercanas a la mesa, las más ávidas, eran de las que adquirían lividez o transparencia a tenor de un salto garboso de la bola o de las que, como el paciente estíptico, se inundaban por un instante de alivio a resultas de un movimiento perfecto.
Felsen se mantuvo algo apartado de los jugadores de la mesa de ruleta; sólo su pechera almidonada captaba el filo de la luz. Por encima de su hombro un estadounidense hablaba en voz alta con cualquiera que lo escuchara mientras tiraba la apuesta máxima sobre un número al tuntún. Paraba sólo para contemplar la bola y lanzar vítores cuando ganaba y encogerse de hombros cuando perdía. Junto a él, sentada y encorvada por la edad, bañada en el calor soleado de sus pilas de fichas, una anciana, espectral y raída aristócrata, probablemente rusa, aferraba su apuesta mínima con una mano apretada y sarmentosa de nudillos blancos. Un inglés, impecable en el firme cuello de su esmoquin, miraba por debajo de su nariz las vueltas de la rueda y desdeñaba todos los números ganadores hasta que ese cuello fue todo lo que le quedaba de firmeza. Su boca había adoptado ya la sorna de alguien condenado a pasar con pan y caballa para comer hasta la próxima paga. Frente a Felsen, una minúscula portuguesa que llevaba la escarapela de la Legión de Honor fumaba cigarrillos a través de una boquilla de quince centímetros con unos guantes hasta las axilas. Jugaba por diversión y le daba tabaco a una joven sentada a su lado que se lo fumaba demasiado rápido con el pecho apretado contra la madera de la mesa, como si pudiera influir en el giro de la rueda. La joven tenía una sola ficha de apuesta mínima que le había dejado marcas rojas en la palma de la mano. Se trataba de una ficha confusa que podía adoptar una apariencia confiada en su casilla justo hasta la llamada de últimas apuestas, cuando se unía a otras fichas de casillas cercanas, antes de padecer la afrenta de ser retirada. De este modo sobrevivió cinco giros de la rueda hasta que encontró un hogar en el número cinco, que había salido dos veces en diez minutos. La rueda giró, la bola de marfil rodó y traqueteó, y apareció la mano blanca.
—Madame —dijo el crupier con severidad, y la mano se retiró disparada.
La bola se detuvo en el veinticuatro y se llevaron a rastras la ficha caliente. La joven dejó caer la cabeza. La dama portuguesa tanteó con la mano en busca de su espalda y le dio unas palmaditas. Le pasó otro cigarrillo. La mujer se levantó, se dio la vuelta y se encontró con los ojos de Felsen fijos en ella. Sonrió.
—El señor Felsen, ¿verdad?
—Así es, señorita Van Lennep —dijo él, y le dio una pila de fichas—. ¿Apostaría esto al rojo por mí?
La transfusión ejerció un efecto inmediato. La anemia desapareció. Volvió a latir la sangre. Salió el rojo. Se volvió.
—Póngalo todo a par —dijo Felsen.
Salió par. Felsen separó las fichas y le dio la mitad.
—Éstas son para usted. Si tiene que jugar, juegue al cincuenta por ciento pero recuerde que en la rueda hay un cero que siempre pone las probabilidades en su contra, así que…
Ya se había vuelto hacia la mesa antes de darse cuenta de que la última parte del consejo era la más importante.
—¿Así que qué? —preguntó.
—Así que no juegue cuando es importante, sólo por diversión.
La portuguesa, que medía lo mismo de pie que la joven sentada, asintió con la cabeza. Laura van Lennep metió las fichas en su cartera. Felsen le tendió el brazo. Fueron al Wonderbar y bebieron whisky, que ella diluía con soda. Danzaron en la iluminada pista de baile hasta que Felsen chocó con uno de los escoltas de madame Brunescu, que la acarreaba de un lado a otro como si fuera una estufa de hiero colado. Se saludaron con una inclinación de cabeza y Felsen salió de la pista con su pareja. Se sentaron a una mesa de la primera fila y pidieron más whisky.
—No me ha explicado por qué está en Lisboa, señor Felsen.
—¿Qué ha pasado con su amigo? Edward, me parece, Edward Burton.
—Ha tenido que irse al norte. Es uno de esos angloportugueses de cerca de Oporto. Los aliados los utilizan mucho para comprar cosas, ya sabe, entienden a la gente. Me dijo que era todo muy importante, pero creo que a lo mejor es un poco tonto —dijo, menospreciándolo en aras de su propósito más inmediato.
—¿Por qué le pidió que la ayudara?
—Es joven y guapo y tiene buenos contactos…
—Pero no con la dama de la oficina de visados del consulado de Estados Unidos.
—Lo intentó. A ella le gustan jóvenes y guapos.
—Pero con dinero.
La chica asintió con desánimo y volvió la vista hacia la sala de juego. La banda liberó a madame Brunescu de la próxima pieza y ésta pasó al lado de Felsen y le miró poniendo los ojos en blanco un momento.
—¿Quién era ésa? —inquirió Laura van Lennep.
—Madame Brunescu —respondió Felsen—. Dirige la oficina de visados del consulado estadounidense.
Algo parecido al amor acudió a su rostro.
Una hora después Felsen se quitaba el pasador de perlas de la garganta y se arrancaba la pechera de la camisa. Desprendió los gemelos de oro con monograma y los puso en el tocador junto a la carta con sello del Hotel Parque que había escrito a la atención de madame Brunescu. Se desabrochó un botón de la camisa.
—Déjame a mí —dijo la chica.
Su traje de noche prestado reposaba en el diván donde lo había lanzado junto con su pequeño y repleto monedero. Se puso de rodillas sobre la cama luciendo combinación y medias negras. Él se plantó frente a ella mientras notaba el incipiente hormigueo de adrenalina que le trepaba por las piernas por dentro de sus voluminosos pantalones negros. Ella le desabrochó la camisa, le bajó los tirantes de los hombros y sacó los faldones de la cintura del pantalón. Felsen la atrajo hacia sí y notó que se ponía tensa contra él. Le desabrochó los pantalones, que resbalaron hasta el suelo de inmediato. La cabeza le tembló sobre el cuello ante el foque de sus calzoncillos. Se los quitó trazando una parábola y se llevó los dedos a los labios. Se puso colorada y no por el whisky con soda.
Entre los frascos de perfumes y ungüentos del baño ofrecidos por el Hotel Parque encontró algo apropiado para su propósito. Aceite de jazmín. En la habitación, Felsen esperaba con la camisa abierta. La cuidadosa y concienzuda lubricación que le aplicó despertó una desesperación de hombre acosado. La asustó cuando la volteó en la cama, le arremangó las bragas y desgarró las ya de por sí endebles medias con encaje.
—Cuidado —dijo ella con voz nerviosa, y alargó una mano hacia atrás para tratar de apaciguarlo.
Él se irguió entre los talones desnudos que asomaban por los agujeros de sus abusadas medias de seda. Gritó cuando la penetró y le cedieron los codos. Felsen la agarró por las ancas y volvió a estirarla hacia él. Su mano se sacudía en su espalda. Tenía la cara fija en una mueca de dolor y el cuello contorsionado por el modo en que su cabeza se doblaba por debajo suyo con cada embestida.
A Felsen le sorprendió verse excitado por cada ademán, por sus dedos alargados para alejarlo, por los nudillos blancos de la otra mano con la que se agarraba al arrugado cubrecama. No tardó mucho.
Se tumbaron en la cama a la luz y el aire frío que entraba por las ventanas abiertas. Ella estaba acurrucada bajo las mantas, temblando y tratando de no llorar. Esta parte siempre la hacía llorar. La vergüenza. ¿Cuántas veces en los últimos tres meses?
Felsen fumaba. Le había ofrecido uno pero ella no respondió. Estaba irritado porque había esperado satisfacción, pero al vaciarse no había hecho más que eso, y llenarse de Eva la cabeza.
Felsen durmió mal y se despertó temprano, solo en una habitación ya gélida y húmeda por el aire marino. Cerró la ventana. La carta que había escrito para la chica a la atención de madame Branescu había desaparecido y el par de gemelos de oro con la inscripción «KF» que le había regalado Eva por su cumpleaños no estaba sobre el tocador.
Más tarde hizo que lo llevaran a Lisboa y se dirigió a la Pensão Amsterdão de la Rúa de Sao Paulo. En la recepción jamás habían oído hablar de Laura van Lennep y nadie respondía a la descripción que dio de ella. Probó en el resto de pensiones de la calle sin ningún resultado. Se acercó al consulado estadounidense y recorrió las colas de caras sin encontrar a ninguna mujer sola. Por último acudió a las oficinas de reserva de pasajes pero estaban cerradas y los muelles vacíos. El Nyassa había zarpado.