CAPÍTULO VIII

2 de marzo de 1941, Sudoeste de Francia

Era una mañana perfecta. La primera mañana perfecta en muchos días. El cielo, prístino y sin nubes, presentaba un azul tan profundo que de mirarlo sólo podía obtenerse aflicción. Al sur, las montañas, los Pirineos coronados de nieves, empezaban a recoger los primeros rayos del sol naciente y el aire tenue y punzante de las alturas aguzaba los picos blancos e intensificaba el azul celeste en torno a ellos. Los dos conductores suizos de Felsen no podían parar de comentarlo. Eran del sur, hablaban en italiano y conocían las montañas, pero sólo los Alpes.

No hablaban con Felsen a menos que él les dirigiese primero la palabra, lo cual era poco frecuente. Lo encontraban frío, distante, cortante y, en una ocasión, brutal. Durante los escasos lapsos en que se dormía en la cabina le oían rechinar los dientes y veían cómo se abultaban los músculos de su mandíbula bajo la piel de las mejillas. Lo llamaban «quebrantahuesos» cuando estaba a la vista y a cierta distancia. Era el único riesgo que estaban dispuestos a correr después de presenciar la exageración de patadas que le había propinado a un conductor que, dando marcha atrás, había chocado por accidente contra un poste, en el cuartel de las afueras de Lyon. Al fin y al cabo, eran italosuizos.

Felsen no se daba cuenta. No le importaba. Seguía un círculo muy trillado ya, recorriendo una y otra vez el mismo terreno hasta el punto en que si caminase al compás de su pensamiento se encontraría hundido hasta los hombros en una trinchera circular. Se había fumado horas de cigarrillos, metros de ellos, kilos de tabaco mientras diseccionaba hasta el último momento de su vida con Eva en busca del momento. Y cuando se veía incapaz de encontrarlo, pasaba a Eva desde un enfoque diferente, midiendo todas las frases, todas las expresiones, sopesando todas las palabras que alguna vez ella le dijera y también las que nunca le dijo, lo cual era tarea más ardua porque Eva hablaba entre líneas. Dejaba sin decir lo decible y decía lo que quería decir sin decirlo.

Revivió la escena de la primera vez que había acabado en su cama después de cuatro años de conocerse, cuatro años de ser amigos. Se había sentado a horcajadas encima de él con sus medias negras y el liguero mientras le pasaba las manos una y otra vez por el pecho.

—¿Por qué? —había preguntado él.

—¿Por qué, qué?

—Después de tantos años, ¿por qué estás aquí?

Había fruncido la boca y le había mirado desde un ángulo de su cara mientras medía las perspectivas a largo plazo de la pregunta. Entonces de repente le había agarrado el pene con las dos manos y había dicho:

—Por tu gran polla suaba.

Se habían reído. No era la respuesta, pero era suficiente.

En cuanto llegó por enésima vez al punto en que Eva lo había humillado, poco le faltó para retorcerse en el asiento con el tormento de sus celos sexuales. Veía la pesada cintura, la piel rosa y las amorfas nalgas del Gruppenführer estrujándose y sacudiéndose entre sus esbeltos muslos blancos mientras ella lo animaba con los talones y el aliento entrecortado, los temblorosos gemidos de Lehrer en el rincón de su cuello, cómo ella le clavaba los dedos en la espalda fofa, las codiciosas manos de él, las rodillas alzadas de ella, las acometidas más furiosas… Entonces Felsen sacudía la cabeza. No. Y volvía a Eva sentada a horcajadas encima suyo con sus medias… ¿Por qué?

«El poder es lo que les va a las mujeres», había dicho el chófer de Lehrer, «incluso Himmler…». Eso es lo que había pensado Felsen mientras observaba desayunar a Lehrer la mañana después de haberlo visto con Eva en el club. Eso es lo que había pensado mientras paseaba por la oscura mañana de camino al Banco Nacional Suizo, mientras firmaba los documentos de cesión, mientras supervisaba el cargamento del oro, mientras le daba la mano a Lehrer y lo veía emprender el camino de vuelta hacia el Schweizerhof, hacia sus tres días con Eva en Gstaad.

Apenas recordaba haber cruzado la frontera. No le venía a la cabeza ningún momento en Francia aparte del conductor estúpido. Había vivido dentro de su cabeza hasta que la nube se había despejado a la altura de los Pirineos esa mañana y los suizos no paraban de comentarlo.

Esa noche se emborrachó con un Standartenführer de una división Panzer de Bayona que le dijo que sus tanques estarían en Lisboa antes de que acabara el mes.

—Llegamos a los Pirineos dentro de cuatro semanas. Alcanzaremos Gibraltar en dos y Lisboa en una. Sólo esperamos el pistoletazo de salida del Führer.

Bebieron clarete, un Grand Cru Classé de Château Batailley, botella tras botella como si se tratara de cerveza. Esa noche durmió con la ropa puesta y por la mañana se despertó con la cara dolorida y la garganta irritada de roncar como un cerdo. Cruzaron la frontera con España y recogieron una escolta militar enviada para protegerlos con instrucciones del general Francisco Franco en persona. Al caer la noche aún estaban remontando los recodos de las Vascongadas como si remolcasen la resaca de Felsen tras de sí.

Ahora que no había peligro de ataque aéreo aliado condujeron durante toda la noche y se alegraron de poder mantener los motores en marcha, porque en cuanto salieron de las montañas y entraron en la meseta no había nada que contuviera el viento, que arrojaba una inhóspita mezcla de lluvia gélida e hielo contra los costados de los camiones. Los conductores golpeaban los pies contra el suelo de metal para evitar que se les entumecieran. Felsen, encogido tras el cuello de su abrigo de lana, contemplaba la oscuridad, la carretera serpenteante, los arcos formados por los faros entre los árboles. Inmóvil. Aquél se había convertido en su tipo de temperatura.

Repostaron en Burgos, una villa inhóspita y helada con una comida asquerosa rociada, no, sumergida en la orina acre de un aceite de oliva de la peor calidad, que abrasó las tripas de los conductores de modo que se pasaron cagando todo el camino hasta Salamanca. Cagaban con tanta frecuencia que Felsen les negó el permiso para parar y se limitaban a asomar el culo desnudo por la puerta y dejar que el gélido viento se llevara el resultado adonde fuera.

Aparecieron refugiados en la carretera, la mayoría a pie, algunos con un carro entre ellos y en ocasiones una mula escuálida. Eran gente oscura, con la cara consumida por el miedo y el hambre. Caminaban como autómatas, los adultos lúgubres, los niños ausentes. Hacían callar a los conductores, que dejaron de quejarse de la comida y el frío. A medida que los camiones se abrían paso entre ellos ni una cabeza se volvía, ni un solo sombrero variaba de rumbo. Los judíos de Europa marchaban por los páramos vacíos de España con sus maletas de cartón y sus hatillos sin ver más allá del siguiente roble batido por el viento en el horizonte.

Felsen los miraba desde la cabina. Había esperado sentir algo de pena por ellos, como la tuvo por los dos hombres de Sachsenhausen que habían barrido el suelo de su fábrica después de que los liberaran durante la Olimpiada de Berlín. No sintió nada. No tenía sitio para nada más.

Atravesaron Salamanca. La piedra dorada de las paredes de la catedral y los edificios de la universidad se veía mate bajo la cúpula blanca del cielo congelado. No había gasolina. Los conductores se las apañaron para comprar algo de chorizo y de pan infestado de gorgojos. El convoy avanzó hasta Ciudad Rodrigo y el pueblo fronterizo de Fuentes de Oñoro. La escolta militar española hostigó a las columnas de refugiados que se apartaron de la carretera hacia el yermo salpicado de piedras sin siquiera un gesto airado.

Las veinte casuchas enjalbegadas en pleno roquedal pelado que formaban Fuentes de Oñoro estaban heladas bajo un viento desgarrador que mantenía a los habitantes en sus casas y a los refugiados apiñados entre peñascos y carros volcados. Los conductores avanzaban a traspiés entre la gente en busca de comida para descubrir que todos estaban en peor estado que ellos. En la única tienda una mujer les ofreció tacos de manteca de cerdo en lo que parecía el mismo aceite rancio que habían tomado en Burgos. Bautizaron el plato como Gordura alia Moda della Guerra y ni lo tocaron.

Los trámites aduaneros del lado español fueron breves. Los funcionarios dejaron su tarea menos lucrativa dé inspeccionar con detenimiento los temblorosos papeles de los refugiados y los restos de las posesiones de toda una vida y acudieron por sus primas. Felsen, que sabía que ése era el puesto fronterizo que iba a ver pasar la mayor parte de sus negocios, se había preparado para el cruce con coñac francés y jambón de Bayonne. Sus conductores estaban furiosos. El acuerdo se selló con tragos de aguardiente barato y el convoy pasó al lado portugués en Vilar Formoso.

La escolta militar portuguesa no había llegado. Había un miembro de la legación alemana que ya había mandado un mensajero a Guarda. Dispusieron que los conductores aparcaran los camiones en la plaza que había en el exterior de la estación de tren, decorada con azulejos que presentaban escenas enmarcadas de todas las ciudades importantes de Portugal. La plaza estaba abarrotada por más gente de ojos desorbitados. Los conductores fueron de nuevo en busca de comida. Encontraron un comedor de beneficencia montado por firmas de Oporto pero era sólo para quien tuviera pasaporte inglés. Trataron de hablar con los refugiados. Las mujeres, hundidas bajo mantones de colores, ni los miraban, y con los hombres, de largos abrigos ribeteados de barro, sombreros afelpados calados sobre el pelo negro, espeso y apelmazado y cara ausente y mal afeitada, fueron incapaces de encontrar un idioma común. Eran polacos y checos, yugoslavos y húngaros, turcos e iraquíes. Probaron con los menos pintorescos, hombres con arrugados trajes de negocios de tres piezas que se alzaban sobre mujeres derrengadas y criaturas berreadoras, pero eran holandeses o flamencos, rumanos o búlgaros y no estaban de humor para el lenguaje de signos, sobre todo del que pasaba por llevarse un dedo hacia la boca. Incluso los jóvenes se mostraban reservados: los chicos recelosos, las chicas encogidas y los bebés llorosos o mudos y ausentes. Cuando petardeó el motor de una de las motocicletas militares portuguesas que se aproximaban, aquella ingente masa de restos del naufragio de la guerra se agachó y estremeció al unísono.

Felsen se trabajó a los funcionarios aduaneros mediante encanto y algunos víveres que el miembro de la legación alemana había traído con él. Los portugueses correspondieron con queso, chorizo y vino, y fueron de gran ayuda con las resmas de papeleo que había que rellenar para permitir que los camiones se moviesen con libertad por el país. Cuando el convoy arrancó, el chefe de la Alfãndega, la aduana, salió, se despidió agitando la mano y le deseó que regresara pronto, porque veía que aquello era el prometedor principio de lo que podían ser años de chanchullos.

Cruzaron el río Coa e hicieron noche en un puesto militar de Guarda en el que dieron cuenta de una cena pantagruélica, cuyos cuatro platos sabían igual, y bebieron vino en abundancia de garrafones de cinco litros. Felsen ya empezaba a volver en sí. Lo supo porque sentía interés por ver a las mujeres de las cocinas. Desde que se mudó a Berlín a duras penas había pasado cuarenta y ocho horas sin sexo y ya llevaba más de una semana. Cuando al fin le echó el ojo a las mujeres su esperanza fue que las hubiesen escogido a propósito para mantener a raya el ardor de los soldados. Eran todas minúsculas, sin más de un dedo de frente entre sus cejas oscuras y los pañuelos que les envolvían la cabeza. Tenían las narices afiladas, las mejillas hundidas y los dientes putrefactos o caídos. Se fue a la cama y durmió mal sobre un colchón infestado de pulgas.

Por la mañana empezaron a pasar por algunos de los enclaves que había visto retratados en los azulejos blanquiazules de la estación de Vilar Formoso. Los conductores se dieron cuenta de qué faltaba en las composiciones, sus propios colores debido quizás a las malas carreteras, la pobreza y la suciedad las hacían diferentes. Bordearon las montañas, pobladas de pinos y salpicadas de rocas, de la Serra da Estrela, en el límite septentrional de la Beira Baixa que, como ya sabía Felsen, iba a ser su hogar durante los siguientes años de su vida. Donde coincidían el esquisto y el granito era donde se producía el negro volframio brillante y cristalino, y por las casas de sillares grises pardos y tejado de pizarra podía apreciar que aquél era el terreno adecuado.

Cruzaron los ríos Mondego y Dão, llegaron a Viseu y viraron al sur hacia Coimbra y Leiria. El aire cambió. Desapareció el frescor seco de las montañas y fue reemplazado por una calurosa humedad. El sol calentaba incluso a principios de marzo y se quitaron los abrigos. Los conductores se arremangaron las camisas y parecían dispuestos a cantar. No había refugiados en las carreteras. El representante de la legación alemana les dijo que Salazar se estaba asegurando de que no llegasen más a Lisboa; la ciudad ya estaba llena. Pasaron una última noche en carretera en Vila Franca de Xira y se despertaron pronto a la mañana siguiente para dejar el oro en el Banco de Portugal antes de las horas de oficina.

Rompía el alba cuando dieron la espalda al Tajo, entraron en Terreiro do Paço y los camiones avanzaron por detrás de los soportales de la fachada dieciochesca para entrar en la cuadrícula de la Baixa, construida de la nada por el Marqués de Pombal después del terremoto de Lisboa de 1755. Recorrieron la Rúa do Comercio y dejaron atrás el enorme arco de triunfo que encabezaba la Rúa Augusta, hasta llegar al conglomerado de edificios, incluida la iglesia de Sao Julião, que formaban el Banco de Portugal. Esperaron a que se abrieran las puertas del Largo de Sao Julião y uno a uno los camiones entraron marcha atrás para descargar.

En el banco Felsen fue recibido por el director de finanzas y otro miembro de la legación alemana, de mayor rango y estatura, que acogió su mano extendida con un saludo a resorte y un extraño «Heil Hitler». Eso no pareció molestar al director de finanzas del banco quien, más tarde descubriría, era miembro de la Legión Portuguesa. Felsen estaba desconcertado, y sólo logró devolver un medio gesto con la mano, como un intento desangelado por llamar la atención de un camarero, y las palabras «Ja, ja». Tampoco cazó el nombre del tipo alto de aspecto prusiano. No fue hasta que el oro estuvo descargado y anotado que Felsen vio como el hombre firmaba la interminable documentación con la mano izquierda y el nombre de Fritz Poser. Descubrió que la mano derecha era una prótesis enguantada.

A las 11:00 el asunto estaba resuelto. El miembro subalterno de la legación se había llevado a los conductores a un cuartel de las afueras de la ciudad y Poser y Felsen se encontraban en el asiento de atrás de un Mercedes que recorría la Rúa do Ouro en dirección al río. Las aceras estaban llenas de gente, sobre todo varones con traje oscuro, camisa blanca, corbata negra y sombrero demasiado pequeño para su cabeza que esquivaban a chavales descalzos que vendían periódicos. Las escasas mujeres eran elegantes y llevaban vestidos de tweed con sombreros y pieles aunque no hiciera frío. Las caras desfilaban a toda velocidad a medida que el coche aceleraba por la calle vacía; una mujer rubia sin sombrero contemplaba el vehículo, hipnotizada por la esvástica que ondeaba en el capó. Después desvió la cabeza y se enterró entre la multitud. Felsen dio la vuelta en su asiento. Un chico corría a la par que el coche agitándole el Diario de Noticias en la cara.

—Lisboa está llena —dijo Poser—. Es como si el mundo entero estuviese aquí.

—Los vi en la frontera.

—¿A los judíos?

Felsen asintió, cansado tras la angustia del viaje.

—Aquí la mezcla es más ecléctica. Lisboa tiene para todos los gustos. Para algunos es una larga fiesta.

—Así que no hay racionamiento.

—Todavía no y, en cualquier caso, no para nosotros. De todas formas, ya llegará. Los ingleses están montando su bloqueo económico y los portugueses empiezan a sufrir. El combustible podría comenzar a ser un problema; no disponen de petroleros propios y los americanos están poniendo pegas. Desde luego, podrá comer bien, si le gusta el marisco, y beber su vino, si su paladar no es demasiado francés. De momento todavía hay azúcar y el café es bueno.

Giraron a la derecha por la Praça do Comercio y siguieron el Tajo pasados los muelles. En Santos había un barullo de personas, hombres, mujeres y niños que peleaban a las puertas de las oficinas de las navieras.

—Éste es el extremo más desagradable de Lisboa —dijo Poser—. ¿Ve ese barco, el Nyassa, allí en el muelle? Todos quieren subir al Nyassa, pero ya está lleno. Lleva semanas lleno. En realidad lo han llenado hasta el doble del tope pero esos imbéciles creen que podrán embarcar sólo porque está allí. La mayoría no tienen dinero, lo cual significa que no tienen ni siquiera visado estadounidense. En fin, la Guarda Nacional Republicana llegará en un momento y los disolverá. La semana pasada sucedió lo mismo con el Serpa Pinto, y la semana que viene será el Guiñé. Siempre igual.

—Parece que salimos de Lisboa —comentó Felsen, a medida que el conductor aceleraba hacia las verdes afueras de la ciudad.

—Todavía no. Esta noche, tal vez. Vamos al Palacio do Conde dos Oliváis, en Lapa, donde hemos instalado la legación alemana. Comprobará que gozamos del mejor emplazamiento de Lisboa.

Llegaron a Lapa desde Madragoa y subieron por la Rúa Sao Domingos á Lapa. En mitad de la subida la bandera del Reino Unido ondeaba con languidez sobre un largo edificio rosa con altos ventanales blancos y un frontón central que conformaba unos cincuenta metros de la fachada de la calle. El Mercedes pasó de largo atronando sobre los adoquines.

—Nuestros amigos, los ingleses —dijo Poser, saludando con su prótesis.

El conductor viró primero a la izquierda por la Rúa do Sacramento a Lapa y después de cien metros apareció a mano izquierda un palacio cúbico con jardines. Las buganvillas se derramaban por las verjas de hierro, las hojas de las palmeras susurraban mecidas por la brisa ligera y las tres banderas rojas, blancas y negras con la esvástica ondeaban con suavidad. Las puertas estaban abiertas; el coche giró y dejó atrás una vista del mar para recorrer una breve avenida de grava y detenerse frente a la escalinata. Un portero abrió el coche.

—¿Comemos pronto? —preguntó Poser.

Se sentaron en el comedor, donde el sol arrojaba chatos rectángulos de luz al través de las mesas vacías. Esperaron la sopa. Felsen trató de recordar otro momento en el que había sentido tanta calma. Fue antes de la guerra, antes de las Olimpiadas, en su viejo piso de… no podía acordarse de dónde estaba… las ventanas abiertas al verano, tumbado en la cama con Susana Lopes, la brasileña.

—¿Le gusta? —inquirió Poser, rígido, como si tuviera la columna entablillada.

—¿Disculpe?

—Nuestra legación. Nuestro palacio.

—Espléndido.

—La Baixa —dijo Poser arrufando la nariz—, todos esos refugiados, ya sabe, es muy agobiante. Lapa es mucho más civilizada. Se puede respirar.

—Y la guerra parece tan lejana —dijo, pétreo, Felsen.

—Exactamente. Me parece que Berlín ya no es tan divertido —comentó Poser, en un intento de adoptar un tono más formal—. Esta noche vamos a celebrar una pequeña recepción en su honor y una cena para que tenga oportunidad de conocer a algunas de las personas con las que va a trabajar. Será de etiqueta. ¿Tiene…?

—Sí.

—Después he pensado que tal vez le apetezca salir a Estoril. Tiene una habitación reservada en el Hotel Parque. El casino está al lado y habrá algo de baile. Creo que lo encontrará muy agradable.

—Me gustaría echar una cabezadita en algún momento. Esta última semana en carretera no he dormido mucho.

—Por supuesto, no pretendía ser un incordio. Sólo quería garantizarle algo de comodidad y una amena compañía para después del evento más formal.

—No, no, estaré encantado. Bastará con un par de horas esta tarde.

—Tengo una habitación con un catre junto a mi despacho. Puede emplearla si lo desea.

Llegó la sopa y los dos volcaron en ella su atención.

—¿Ese Hotel Parque…? —empezó Felsen.

—Sí. Nosotros tenemos el Hotel Parque y los ingleses el Palacio. Estamos al lado. El Palacio es más grande pero el Parque tiene las aguas… si le gusta ese tipo de cosas.

—Iba a preguntar…

—Es un grupo muy internacional, como dije. Una larga fiesta. A juzgar por las conversaciones que se oyen allá arriba uno creería que aún se celebran bailes de la corte en el palacio de Versalles. Y allí las mujeres, por lo que he oído, tienen una actitud mucho más progresista que las autóctonas.

Retiraron los platos de la sopa y los sustituyeron por una langosta a la plancha partida por la mitad.

—¿He respondido a su pregunta? —preguntó Poser.

—A la perfección.

—Su reputación le precede, Hauptsturmführer Felsen.

—No sabía que tuviese una reputación que pudiera resultar de interés.

—Comprobará que las extranjeras de Estoril son muy acomodaticias, aunque debería…

—Está bien informado, Herr Poser. ¿Trabaja para la Abwehr?

—Aunque debería avisarle de que en esta ciudad hay dos monedas. El escudo y la información.

—Que es por lo que está usted aquí.

—En Lisboa todos somos espías, Herr Hauptsturmführer. Desde el ínfimo refugiado a los más altos miembros de las legaciones. Y eso incluye a sirvientas, porteros, camareros, barmans, tenderos, empresarios, ejecutivos, todas las mujeres, putas o no, y a la realeza, verdadera o falsa. Cualquiera con orejas para fisgar puede ganarse la vida.

—Entonces también deben de circular un montón de rumores. Usted mismo ha dicho que la ciudad está llena, probablemente de gente sin nada mejor que hacer que hablar. Al fin y al cabo así se mata el tiempo.

—Eso es cierto.

—¿Quién se encarga de aventar?

—Ah, sí, su formación agrícola sale a la luz.

Felsen arrancó de su caparazón la carne blanca de la langosta.

—Y entonces, ¿dónde matan el tiempo los espías de verdad? —preguntó Felsen.

—¿Se refiere a los que nos pasan información por adelantado sobre lo que el doctor Salazar piensa de las exportaciones de volframio?

—¿Piensa en ello alguna vez?

—Está empezando a hacerlo. Creemos que comienza a vislumbrar una oportunidad. Ya estamos trabajando en ello.

Felsen esperó a que Poser continuase, pero en lugar de ello el prusiano empezó a desmantelar las pinzas de su langosta con algo de dificultad, dada la rigidez de su enguantada mano derecha.

—¿Cuánta gente está al tanto de lo que hago aquí?

—Los que va a conocer esta noche. No más de diez personas en total. Su tarea es muy importante y, como se habrá dado cuenta, se ve complicada por una situación política muy delicada que, de momento, estamos ganando. Es la gente que tenemos aquí la que le facilitará su trabajo sobre el terreno.

—O lo dificultará si empiezan a perder.

—Mantenemos buenas relaciones con el doctor Salazar. Nos comprende. Los ingleses confían en la fuerza de su antigua alianza, en 1386 me parece que fue, uno se pregunta en qué siglo viven. Nosotros, en cambio, estamos…

—¿…asustándolo?

—Iba a decir que le estamos proporcionando lo que necesita.

—Pero es consciente de las divisiones Panzer de Bayona, estoy seguro.

—Y de los U-boats del Atlántico —dijo Poser—. Pero si uno quiere hacerse la zorra y acostarse con los dos lados es de esperar que lo abofeteen. ¿Rica?

—¿Disculpe?

—La langosta.

—Muy rica.

—La langosta portuguesa: pequeña, pero riquísima. La mejor del mundo.

—Creo que daré un paseo después de mi siesta.

—El Jardim da Estrela no está lejos y es muy agradable.

Eran las 17:00 y el café Chave do Ouro de la plaza Rossio, en el extremo más alto de la retícula de la Baixa, en pleno corazón de la ciudad, estaba lleno hasta los topes. Aún hacía calor y todas las ventanas estaban abiertas. Laura van Lennep ocupaba una mesa junto a una de esas ventanas y lanzaba repetidas miradas a la plaza. Manoseaba el único café que había pedido en la hora y media que llevaba allí sentada, pero los camareros no la molestaban. Estaban acostumbrados.

Escuchaba a medias la conversación de una mesa donde unos refugiados hablaban en francés con mucho acento. Los dos hombres habían visto camiones militares en la Baixa a primera hora de la mañana y le daban vueltas a la fantástica teoría de una invasión. Algo que no contribuía a calmar los ánimos de Laura van Lennep. No soportaba la inercia de esa gente, que sabía alojados en una pensao tres casas abajo de la suya, en la Rúa de Sao Paulo detrás del Cais do Sodré. Los había oído corregirse el uno al otro por la calle acerca de aristócratas que habían conocido en fiestas como si hiciese sólo una semana, cuando en realidad hablaban de otro país, otra década. Estaba desesperada por la falta de tabaco y el hombre que iba a cambiar su vida, que había prometido ser capaz de cambiar su vida, no iba a llegar.

Apareció un hombre en la escalera y miró a su alrededor. Recorrió lentamente la sala y se detuvo frente a su mesa. No era bajo pero su anchura y corpulencia lo hacían parecer menos alto de lo que era. Tenía el pelo corto y moreno, cortado en brosse, y los ojos azules. La hizo temblar por dentro. Desvió la vista de nuevo hacia el Rossio, hacia los mismos grupos de hombres de traje oscuro que ocupaban la calçada blanca y negra, las mismas filas de taxis, el mismo quiosco donde los taxistas bebían café y charlaban de fútbol. Ese año el Sporting iba a ser campeón. A esas alturas ya lo sabía. Se dio la vuelta y él todavía estaba allí. Sentía sus ojos clavados en ella. Aferró la cartera que contenía sus papeles. ¿Sería policía? Le habían hablado de los de paisano. No parecía portugués pero estaba revestido de una aureola de autoridad. Se atildó el vestido granate, que no necesitaba atildamiento y que tendría que estar en la basura desde hace un año.

—¿Le importa si la acompaño? —preguntó el hombre en francés.

—Estoy esperando a alguien —respondió ella, también en francés, y ondeó su cabello rubio mientras se volvía de nuevo hacia la ventana.

—No hay más sitio y sólo quiero un café. Está usted sola ocupando una mesa de cuatro.

—Va a venir más gente.

—Lo siento —dijo él—. No pretendía…

—No, no, por favor —dijo ella de repente, con las manos al vuelo por los nervios, como las palomas de la plaza.

Se sentó frente a ella y le ofreció un cigarrillo. Lo rechazó pero tuvo que contener su mano para lograrlo. Él se encendió uno y pareció disfrutar de algo más que el olor de su tabaco. El camarero se acercó.

—Parece que su café se ha enfriado, ¿puedo…?

—No hace falta, gracias.

Pidió uno para él. Laura volvió a mirar a la plaza. Había hablado en portugués, pero no en el de Lisboa, sino más abierto, como un español lento.

—No hará que llegue más rápido, ¿sabe? —dijo el hombre.

Ella sonrió con una especie de alivio porque empezaba a notar que no le iba a pedir que enseñase sus papeles.

—No soporto esperar —explicó.

—Acepte un cigarrillo, un café más caliente… matará el tiempo.

Le cogió un cigarrillo. Él miro su dedo anular desocupado y el tenso temblor de su mano. Dio una calada y dejó una marca roja en el extremo blanco. Exhaló el humo fuerte y extraño.

—De Turquía —dijo él.

—Aquí puede conseguirse de todo si se paga —dijo ella.

—No sabría decirle. Los traje conmigo. Es mi primer día en Lisboa.

—¿De dónde viene?

—De Alemania.

Por eso la había hecho temblar.

—¿Adónde va?

—Me quedaré aquí una temporada y después… ¿quién sabe? ¿Y usted?

—De Holanda. Quiero ir a América.

Sus ojos azules echaron otro vistazo por encima de la repisa y después exploraron la sala por detrás de donde se sentaba el hombre. Llegó su café. Pidió uno para ella. El camarero retiró su taza usada. Sus ojos volvieron a posarse en él.

—Llegará —dijo él, con un guiño tranquilizador.

Los cuatro refugiados de la mesa de atrás habían empezado a arremeter contra los portugueses. Lo incivilizados que eran, lo zafios. Cómo toda su comida sabía igual y ¿has tratado de comer ese bacalhau? Lisboa, oh Lisboa era tan aburrida.

Ya había oído todo eso antes y se inclinó para alejarse de ellos. Sabía que hablar con el hombre podía resultar peligroso, pero después de tres meses en el mundo de los refugiados de Lisboa creía haber desarrollado algo de instinto.

—No soporto no saberlo —le dijo.

—Igual que esperar.

—Sí. Si sé… si supiera… —lo dejó en el aire—. Usted todavía no sabe lo que es, acaba de llegar.

—¿Dónde se aloja?

—En la Pensão Amsterdão de la Rua de São Paulo. ¿Y usted?

—Ya encontraré algún sitio.

—Todo está lleno.

—Eso parece. A lo mejor me voy a Estoril.

—Allí todo es más caro —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Eso no parecía preocuparlo. Dejó que su cabeza cayera sobre el hombro otra vez para mirar por la ventana. Esa vez se puso en pie de un salto y empezó a saludar. Volvió a sentarse y cerró los ojos. Su compañero de mesa se dio la vuelta para mirar hacia las escaleras. Un hombre de unos veintipocos años de pelo rubio rojizo se acercó a zancadas por entre las mesas. Vaciló al ver al otro hombre pero sacó una silla y la acercó a la chica. Los ojos de ésta se abrieron de golpe. Puso cara larga. Él la cogió de las manos. La chica fijó la vista en el mantel como si en pleno centro se extendiese una mancha de su propia sangre. Él se le acercó y le susurró algo al oído en inglés.

—He hecho todo lo que he podido. Es que es imposible sin… La mujer de la oficina de visados… —se paró cuando el camarero puso un café delante de ella y desvió la vista hacia el hombre del otro lado de la mesa que estaba mirando por la ventana—. Hace falta dinero. Mucho dinero.

—No tengo dinero, Edward. ¿Tienes idea de cuánto cuestan ahora los pasajes? Antes podía sacarse uno por 70 dólares, ahora van a 100. Hoy mismo he estado en la oficina de pasajes. Un hombre ha pagado 400 dólares por subirse al Nyassa. Cuanto más tiempo esté aquí…

—He conseguido llegar hasta la taquilla… pero entonces aparece ella en la ventanilla. No me reconoce. Ni siquiera aceptará la solicitud a menos… a menos que uno pueda mostrar el dinero, o las invitaciones correctas, o…

El alemán llamó al camarero y pagó los dos cafés. Se levantó y contempló desde arriba a la joven pareja. El inglés recelaba. La mujer tenía una expresión diferente a la de antes: su cara mostraba una ansiosa intensidad. El alemán se puso el sombrero y lo ladeó hacia ella.

—Gracias por el café —dijo la chica—. No me ha dicho su nombre.

—Ni usted el suyo. Me parece que no habíamos llegado a ese punto todavía.

—Laura van Lennep —dijo ella—. Y éste es Edward Burton.

—Felsen —correspondió él—. Klaus Felsen.

Extendió la mano. El inglés no se la dio.