CAPÍTULO VII

Sábado, 13 de junio de 199_, Residencia del doctor Oliveira, Cascáis

Nos hicieron pasar al salón que, a juzgar por el mobiliario, no era la parte de la casa destinada al doctor Oliveira. La habitación disponía de luz natural y cerámicas lujosas, y carecía de rincones oscuros con libros. Los cuadros de las paredes eran de los que exigían un comentario a menos que uno resultase ser inspector de policía de Lisboa, en cuyo caso su opinión no importaba. Tomé asiento en uno de los dos sofás de cuero color caramelo. Sobre la chimenea pendía el retrato de una figura esquelética en un sillón visto a través de bruscas pinceladas. Resultaba perturbador. Había que estar perturbado para vivir con él.

Bajo el grueso cristal de la mesa de centro se encontraba el lado más humano de la senhora Oliveira. Revistas como Caras, Casa, Máxima y el ¡Hola! español. En la habitación había plantas y un arreglo de lirios, pero en cuanto el ojo empezaba a relajarse topaba con una oscura figura de metal escarbando en el légamo primordial o una cabeza de terracota con la boca abierta en un grito dirigido al techo. El punto más seguro para la vista era el suelo, que era de parqué con alfombras persas.

El doctor Oliveira trajo a su mujer. Era probablemente de la misma altura que su hija, pero el peinado le confería diez centímetros más. Era voluminoso, exagerado y rubio. Su cara bronceada parecía tensa, aún hinchada por el sueño barbitúrico, aunque había tratado de enmascararlo con una gran dosis de maquillaje en los ojos. Los labios eran rosados y se había aplicado una línea oscura adicional al contorno de la boca. Llevaba una blusa color crema y un sujetador que creaba escote donde no lo habría habido por medios naturales. Su corta falda de seda estaba a cinco tonos de coincidir en color con la blusa, y una cadena de oro la fijaba por la cintura. Nos dimos la mano. La joyería chirriaba.

—Nos gustaría hablar con su mujer a solas, senhor doutor.

Estaba a punto de plantarse, un hombre en su propia casa, pero su mujer le dijo algo que se me escapó y salió de la habitación. Nos sentamos. Carlos sacó su libreta.

—¿Cuándo vio a su hija por última vez, dona Oliveira?

—Ayer por la mañana. La llevé al instituto.

—¿Qué llevaba puesto?

—Una camiseta blanca, minifalda azul claro con cuadros amarillos. Esos zapatones que llevan todas hoy en día con diamantes de plástico. También llevaba una gargantilla de cuero con una piedra barata colgada.

—Nada de medias, con este tiempo.

—No, sólo sujetador y bragas.

—¿Alguna marca en especial?

No respondió, pero se apretó el labio de abajo con el pulgar y el índice y después los frotó para eliminar el pringue.

—¿Ha oído la pregunta, dona Oliveira?

—Estaba…

Carlos se inclinó hacia delante y el sofá crujió debajo suyo, de modo que se detuvo a medio camino. La senhora Oliveira parpadeó con sus ojos marrones ligeramente cercados.

—Sloggi —dijo.

—¿Se le ha pasado algo más por la cabeza hace un momento, dona Oliveira?

—Una idea horripilante, cuando ha preguntado por su ropa interior.

—Su marido ya nos ha dicho que Catarina es sexualmente activa desde hace unos años.

Carlos se recostó. Ella se retocó el labio inferior con el dedo.

¿Dona Oliveira?

—¿Era una pregunta, inspector Coelho?

—Me preguntaba si nos podría decir lo que tiene en mente, tal vez fuera de ayuda.

—Toda madre teme que violen y maten a su hija —dijo de forma automática, como si no fuera lo que estaba pensando.

—¿Cómo se ha llevado con su hija durante el último par de años?

—Les ha contado… —empezó, y se contuvo.

—¿Qué, exactamente? —pregunté.

Le lanzó una infructuosa mirada a Carlos.

—El modo en que no nos hemos llevado bien.

—Madres e hijas no siempre…

—… compiten —acabó por mí.

—¿Compiten? —inquirí, y ella se aprovechó de mi sorpresa.

—No creo que esto vaya a ayudarles a encontrar a Catarina.

—Me gustaría conocer mejor su estado psicológico. Si era probable que se metiese en algún aprieto. Si es una chica segura de sí misma. Eso podría haber sido el principio del…

—¿Por qué dice segura de sí misma?

—Dirige un grupo de música… para eso hace falta algo.

—No era un grupo de mucho éxito —dijo, y cambió de tema—. Sí, es cierto, puede parecer mayor de lo que es.

—¿A eso se refería cuando habló de competir?

Nuestras miradas se encontraron pero no pudo mantener la mía más que unos segundos. Pareció sujetarse contra la mesa de centro, tamborileando en ella con sus dedos cargados de anillos.

—Yo no… Ahora me pregunto qué les habrá contado —dijo, mirando hacia la puerta.

—Limítese a decirme lo que pasó.

—¿Les contó que me encontré a Catarina en la cama con mi hermano?

—¿Por qué le parecería eso competir?

—Él tiene treinta y dos años.

—Pero es su hermano.

—No veo ningún motivo para estar charlando de la paranoia de la madurez femenina con alguien que investiga la desaparición de mi hija. La cuestión es que si puede hacerlo caer a él también puede…

—Su marido dijo lo mismo.

—Esto es inútil.

—A lo mejor es su hermano quien puede ayudarnos…

—No entiendo por qué ha tenido que hacer esto… precisamente ahora.

—¿Quién?

—No me encontré a Catarina encamada con mi hermano. Estaba con mi amante —dijo con serenidad ahora que había dejado de fingir.

—¿Aún se ve usted con ese hombre?

—¿Está mal de la cabeza, inspector?

—¿Y su hija?

Silencio.

—No lo sé —respondió tras un momento.

—Tendré que hablar con él —dije.

Carlos le pasó la libreta. Escribió con furia y acabó con un punto demoledor que debió de llegar hasta el cartón.

—¿Cómo se enteró su marido?

Alzó la barbilla como un boxeador que ya pudiera recibir lo que fuera. Detrás de sus ojos desfilaban las verdades, las verdades a medias y las mentiras.

—Puede imaginarse el ambiente en esta casa… entre Catarina y yo. Mi marido habló con ella. Se le dan bien las palabras. Se lo arrancó.

—¿Sedujo ella a su amante… Paulo Branco?

—Es difícil resistirse a la delicadeza de la carne joven, o eso tengo entendido —lo dijo de modo especialmente doloroso.

—Tomaba drogas. Su marido sabe que hachís. ¿Sabe usted si tomaba algo más fuerte?

—No notaría la diferencia. Nunca he tomado drogas.

—Pero sabe cómo se siente después de tomar una pastilla para dormir, senhora Oliveira.

—Me voy a dormir.

—Por la mañana, quiero decir.

Parpadeó.

—¿No le proporciona una sensación de aislamiento, de estar apartada del mundo real? ¿Alguna vez sorprendió a Catarina en ese estado, o tal vez en el opuesto: nerviosa, hiperactiva, colocada… me parece que lo llaman?

—De verdad que no lo sé —respondió.

—¿Eso quiere decir que no se dio cuenta, o…?

—Quiere decir que, últimamente, no me ha importado.

Fue un largo silencio en el que se dejó notar el inadvertido aire acondicionado.

—¿De dónde sacaba el dinero? —pregunté.

—Yo le daba cinco mil escudos por semana.

—¿Qué pasa con la ropa?

—Solía comprarle la ropa hasta… hasta el año pasado.

—¿Le compró usted la ropa que llevaba?

—La falda, no. No le habría comprado nada tan corto. Apenas le tapaba las bragas, pero ésa es la moda así que…

—¿Le iba bien en el instituto?

—No oí nada en sentido contrario.

—¿Algún problema de asistencia?

—Nos lo habrían dicho, estoy segura. Siempre que la dejaba entraba como un corderito.

—Un momento —dije, y salí de la habitación.

Encontré al doctor Oliveira en su estudio, fumándose un purito y leyendo el Diario de Noticias. Le dije que quería darle la noticia a su mujer y le pedí si prefería encargarse él. Dijo que me lo dejaba a mí. Volvimos a la habitación. La senhora Oliveira conversaba animadamente con Carlos. Estaba sentada de lado en el sofá y la falda le había trepado por las piernas. Carlos estaba tan tieso como su pelo. La mujer nos vio y se paró en seco. Su marido se sentó junto a ella.

—A las seis menos cuarto de esta mañana, dona Oliveira —empecé, y sus ojos se clavaron en mí ávidos y horrorizados—, se encontró el cuerpo de su hija, Catarina Oliveira, en la playa de Paço de Arcos. Estaba muerta. Lo siento mucho.

No dijo nada. Me miró con la suficiente fijeza para ver la textura de mis órganos. Su marido le cogió la mano y ella la retiró sin prestar atención.

—El agente Carlos Pinto y yo estamos a cargo de la investigación de la muerte de su hija.

—¿Su muerte? —dijo, estupefacta y con una risa consternada y ronca.

—La acompañamos en el sentimiento. Mis disculpas por no habérselo dicho antes, pero tenía que hacer ciertas preguntas que precisaban una cabeza clara.

Su marido realizó otro intento con la mano. En aquella ocasión, ella dejó la suya quieta. Lo que le había dicho la había atravesado como una lanza, hasta dejarla rígida.

—Creemos que fue asesinada en algún otro sitio y que llevaron su cuerpo a la playa de Paço de Arcos para abandonarlo.

—¿Han asesinado a Catarina? —preguntó con incredulidad, como si eso fuese algo que le pasaba a la gentuza y sólo en la televisión.

Se desplomó en el sofá, aturdida. Trató de tragar saliva, pero no pudo, no podía tragarse las terribles noticias. Me di cuenta de que no íbamos a sacar nada más aquel día. Les dimos la mano y nos fuimos. A la altura de la puerta del jardín oímos un prolongado lamento incontrolado procedente de la casa.

—No estoy seguro de haberlo entendido todo —dijo Carlos.

—Ha sido… muy decepcionante.

—Pensaba que había sido…

—Ha sido muy decepcionante que alguien tan joven y optimista como usted tuviera que presenciar ese tipo de comportamiento.

—¿Qué falta hacía que supiésemos nada de ese lío con el hermano o el amante? ¿A qué jugaba el doctor Oliveira con eso?

—Eso es lo que ha sido tan decepcionante —dije—. Nos estaba usando; ha empleado nuestra investigación de la muerte de su hija para castigar la infidelidad de su mujer. Lo que hemos visto allí dentro ha sido una lección magistral de humillación. Ahora observará la inteligencia del abogado.

—Pero la mujer —dijo Carlos, presa de la agitación—, la mujer… Cuando ha salido de la habitación no me ha hecho una sola pregunta sobre la desaparición de su hija. Ni una. Ha parloteado. Me ha hecho preguntas sobre esos estúpidos cuadros, cuánto llevo en la Polícia Judiciária, si vivo en Cascáis…

—Sí, bueno, esos dos de allí dentro tienen un par de cosas raras. Primero, el doctor Oliveira tiene la foto de su anterior familia encima del escritorio mientras que Catarina estaba en una estantería con algunos libracos baratos y sobados. La segunda es que los dos tienen los ojos marrones.

—No me he fijado —dijo mientras lo anotaba en su libreta.

—Y ojos marrones más ojos marrones no suelen dar ojos azules, y Catarina Oliveira los tenía azules.