CAPÍTULO VI

Sábado, 13 de junio de 199_, Paço de Arcos, cerca de Lisboa

Inspeccionamos el astillero cercano al puerto, pero no encontramos nada. Cruzamos la Marginal por el paso subterráneo y hablamos con los que limpiaban el desbarajuste de ayer por la noche en la carpa de los Bombeiros Voluntarios, ninguno había trabajado en el turno de noche. El bar-restaurante de los jardines estaba cerrado. Caminamos hasta el pinar para ver cómo les iba a los hombres de la PSP. Tenían el habitual muestrario de condones usados, jeringas y pornografía decolorada y hecha jirones. Nada de pinares inocentes en aquella zona. Les dije que empaquetaran todo el lote y se lo enviaran a Fernanda al Instituto de Medicina Forense de Lisboa. Carlos y yo volvimos a donde Antonio y tomamos unas tostadas y más café.

A las 08:30 llamé al doctor Aquilino Dias Oliveira, a quien suponía padre de la chica y cuyas dos direcciones en Lisboa y Cascáis no dejaban claro que libraba la misma batalla financiera en la que el resto de mortales estábamos inmersos. Era sábado, de forma que probé primero con el número de Cascáis y pensé que me había equivocado hasta que lo cogió al duodécimo timbre y aceptó con somnolencia recibirnos en media hora. Subimos a mi Alfa Romeo negro de 1972, que no era, como muchos pensaban, un coche clásico, sino sólo un coche viejo, y arrancó sin tener que echar mano de reservas adicionales de coraje. Nos dirigimos al oeste por la Marginal con Carlos empotrado en su asiento, el cinturón estaba atascado y daba tan sólo para una chica del tamaño de Olivia.

Cascáis tenía fervientes admiradores, pero yo no me contaba entre ellos. Hace tiempo fue un pueblecito de pescadores con casas que se precipitaban por abruptas cataratas de calles adoquinadas hasta el puerto.

En la actualidad era la pesadilla de un urbanista, salvo de aquellos a quienes se habían adjudicado los muchos proyectos de desarrollo, en cuyo caso estaría viviendo un sueño en cualquier otra parte. Era una ciudad turística con una población indígena de mujeres que se vestían para ir de compras y hombres a los que no habría que dejar salir de un club nocturno. Se había desguazado la vida real para sustituirla por un cosmopolitismo internacional que atraía a un montón de gente con dinero y a un número casi igual de personas dispuestas a ayudarles a desprenderse de él.

Entramos dejando atrás un supermercado, la estación de tren y un tablón electrónico que nos informaba que estábamos a 28 °C a las 08:55. El mercado de pescado se preparaba para la mañana. Las cestas de langostas y cangrejos se apilaban a gran altura frente al Hotel Bahia. El fuerte, cuadrado y feo, se imponía desde el cabo. Me metí por una calle adoquinada detrás del ayuntamiento y fui a dar a una plaza bordeada de árboles muy umbrosos, que resguardaban del sol, una plaza fresca en la parte vieja de la ciudad. La villa tradicional de dos pisos del doctor Oliveira se alzaba grande y silenciosa aquella mañana. Carlos Pinto husmeó el aire como un perro que capta el rastro del primer bocado del día.

—Pinos —dijo.

—El enfoque de la aguja de pino podría suponer mucho trabajo en esta zona, agente Pinto.

—Hay un pino en el jardín de atrás —dijo, asomándose por el lateral de la casa.

Entramos por las puertas de delante y pasamos junto a un pilar de buganvillas rojas de camino a la parte de atrás. El pino era enorme y privaba de luz al jardín. Debajo el suelo era una perfecta alfombra marrón de agujas secas.

—Ponga el pie allí —sugerí.

Se oyó un crujido a medida que el pie de Carlos se hundía en unos cuantos dedos de agujas.

—No creo que pueda matarse a alguien allí encima y dejarlo…

Bom dia, senhores —sonó una voz detrás de nosotros—. ¿Son ustedes…?

—Estábamos admirando su pino —dijo Carlos, optando por asumir el papel de idiota.

—Voy a cortarlo —comentó el hombre alto, delgado y de buena planta con pelo engominado, peinado a partir de una frente amplia, que se rizaba a la altura del cuello—. Tapa la luz de la parte de atrás de la casa y deprime a la doncella. ¿Son de la Policía Judiciária, supongo?

Nos presentamos y le seguimos hasta el interior de la casa. Llevaba una ligera camisa de cuadros ingleses, pantalones grises con dobladillo y mocasines marrones. Caminaba con las manos detrás de la espalda y un tanto encorvado, como un sacerdote meditabundo. El pasillo de suelo de parqué estaba jalonado de retratos de ancestros deprimidos por la oscuridad. Su estudio presentaba más parqué y alfombras de Arraiolos antiguos y de buena calidad. El escritorio era grande y de nogal; detrás tenía una silla de cuero negro que brillaba pulido por la espalda. La iluminación provenía de cuatro lámparas sostenidas por lustrosas mujeres talladas en azabache. Las buganvillas rojas del exterior eclipsaban la luz del sol. Nos sentó en un tresillo situado en una esquina de la habitación bordeada de libros. Sólo un abogado tendría tantos volúmenes con las mismas cubiertas. Un reloj de similor marcaba los segundos como si cada uno fuera a ser el último.

El doctor Oliveira no tenía prisa por hablar. En cuanto nos sentamos se llevó unas bifocales a su morena cara y buscó en su escritorio algo que no pudo encontrar. Llegó la doncella y sirvió café sin mirarnos. En una estantería había una foto de la chica muerta entre viejos libros en rústica, novelas de misterio escritas en inglés.

Catarina Oliveira sonreía a la cámara. Sus ojos azules muy abiertos no hacían juego con la expresión de su boca. Sentí una tensión en el pecho. Había visto la misma mirada en los ojos de Olivia después de decirle que su madre había muerto.

—Es ella —dijo el doctor Oliveira con las cejas levantadas por encima de la montura de las gafas.

Era viejo para ser padre de una chica de quince años: sesenta y muchos de cuerpo y más que eso según las líneas y arrugas de su cara y su cuello. Tendría que estar esforzándose por recordar los nombres de sus nietos. Se inclinó hacia delante y sacó un purito de una caja de jade que había encima del escritorio. Se lamió los labios, que adoptaron el color de un hígado de cerdo, y se encajó el cigarro entre ellos. Lo encendió. La doncella le puso delante una temblorosa taza de café y salió de la habitación.

—¿Cuándo la vio por última vez? —pregunté dejando en su sitio la fotografía.

—La noche del jueves. Salí de mi casa en Lisboa a primera hora del viernes. Tenía que ir a la oficina y prepararme para un día en los tribunales.

—¿Qué rama de la abogacía ejerce?

—Derecho mercantil. Impuestos. Nunca he trabajado en penal, si eso le parece relevante.

—¿Vio su mujer a Catarina la mañana del viernes?

—La dejó en el instituto y volvió aquí. Es lo que hace en verano los fines de semana.

—¿Y Catarina viene aquí por su cuenta al salir de clase… en tren… desde Cais do Sodré?

—Suele llegar hacia las seis o siete.

—Denunciaron su desaparición a las nueve.

—Volví aquí sobre las ocho y media. Mi mujer llevaba preocupada cerca de una hora, llamamos a todo el que se nos ocurrió y entonces denuncié su desaparición a las…

—¿Tiene algunos amigos en especial? ¿Un novio?

—Canta en un grupo. Pasa la mayor parte de su tiempo libre con ellos —respondió, recostándose con su café—. ¿Novios? No que yo sepa.

—¿El grupo es del instituto?

—Están todos en la universidad. Dos chicos, Valentim y Bruno, y una chica. La chica se llama… Teresa. Sí, Teresa, eso es.

—Todos mucho mayores que Catarina.

—Deben de tener veinte o veintiuno, eso los chicos. La chica, no lo sé. Seguramente igual, pero va de negro y usa pintalabios violeta, así que me resulta difícil decirlo.

—Necesitaremos todas sus señas —dije, y Oliveira cogió una agenda y empezó a hojear sus páginas de direcciones. Garrapateó nombres y domicilios—. ¿Es su única hija?

—De este matrimonio, sí. Tengo cuatro hijos mayores. Teresa… —dejó el nombre a la deriva con el humo de su cigarro y fijó los ojos en una fotografía de encima de su escritorio.

—¿Es su actual esposa? —pregunté, y miré la misma fotografía, en la que posaban los cuatro hijos de su anterior matrimonio.

—La segunda —replicó, molesto consigo mismo—. Catarina es su única hija.

—¿Se encuentra aquí su mujer, senhor doutor? —inquirí.

—Está arriba. No se encuentra bien. Está durmiendo. Toma… ha tomado algo para dormir. No creo que sea buena idea…

—¿Es una mujer nerviosa…?

—Si hablamos de Catarina, si hablamos de que su única hija lleva toda la noche desaparecida, si hablamos de una llamada de la Polícia Judiciária a primera hora de la mañana…, pues sí, se pone…

—¿Cómo describiría su relación actual? Entre Catarina y su mujer.

—¿Cómo? —preguntó, mirando a Carlos como si él fuera capaz de aclararle ese tipo de pregunta.

—No siempre es una relación fácil, la de madre e hija.

—No sé adónde quiere ir a parar —dijo, con una mezcla de risa y tos.

—El carácter chino para «conflicto» se representa con dos mujeres bajo un mismo techo.

El doctor Aquilino Oliveira se apoyó con los bordes de las manos en el extremo del escritorio y me miró por encima de las gafas. Sus oscuros ojos marrones se clavaron en los míos.

—Jamás se ha escapado sin decir nada —dijo con calma.

—¿Significa eso que se sabe de alguna ocasión en que hayan reñido?

—Conflicto —dijo, rumiando la palabra—. Catarina ha estado practicando cómo ser mujer, sí, ya veo lo que quiere decir. Es muy interesante.

—Por «practicar», senhor doutor, ¿entiende la experimentación sexual? —pregunté, asentándome sobre mi fina capa de hielo.

—Es algo que me tiene preocupado de un tiempo a esta parte.

—¿Cree que tal vez haya sobrepasado sus límites?

El abogado tomó aire como si fuera a reventar y después se dejó caer sobre el brazo de la silla. ¿Era una farsa o era verdad? Resultaba sorprendente la cantidad de gente que recurría al culebrón en momentos de tensión, pero ¿un abogado de este calibre?

—Un viernes del verano pasado, Teresa, mi mujer, fue a la casa de Lisboa a por algo que había olvidado. Llegó a la hora de comer y se encontró a Catarina en la cama con un hombre. Tuvieron una gran bronca…

—Catarina tendría entonces unos catorce, senhor doutor. ¿Cuál es su opinión?

—Creo que eso es lo que hacen los chicos en cuanto uno se descuida… aunque sea un poquito. Pero yo lo veo de otro modo. He criado a cuatro hijos. Ya he pasado por todo eso. He cometido errores. He tratado de aprender. Me he vuelto más comprensivo… más liberal. No me enfadé. Hablamos. Fue muy directa, muy sincera, incluso descarada, como son los chicos de hoy, alardeando de que también son adultos.

Carlos se había pasado los últimos dos minutos con la taza a diez centímetros de la boca, paralizado por el intercambio. Le lancé una mirada y se hundió en su café.

—Cuando ha dicho «un hombre», que su mujer «encontró a Catarina en la cama con un hombre», ha sonado como si su acompañante fuese mayor que uno de esos «chicos» del grupo, por ejemplo. ¿Fue ése el caso?

—Es usted un oyente atento, inspector Coelho.

—¿Qué edad tenía, doctor Oliveira? —pregunté, voleándole de vuelta su cumplido.

—Treinta y dos.

—Es muy exacto. ¿Se lo dijo Catarina?

—No hizo falta. Lo conocía. Era el hermano pequeño de mi mujer.

El reloj casi olvidó marcar un segundo.

—¿No le irrita eso mucho, doctor Oliveira? —pregunté—. No hay que ser abogado para saber que su cuñado infringió la ley: eso es abuso de menores.

—No pretendería que lo empapelara, ¿no le parece?

—No me refería a eso.

—Soy una mezcla, inspector Coelho. Antes de hacerme abogado era contable. Ahora tengo sesenta y siete años y mi mujer treinta y siete. Nos casamos cuando yo tenía cincuenta y uno y ella veintiuno. Cuando ella tenía catorce años…

—Pero no los tenía, senhor doutor, cuando la conoció. No se estaba aprovechando de una menor.

—Eso es correcto.

—¿Quizá, después de ese incidente, Catarina, en la conversación que mantuvo con ella, le diera algún motivo para ser tolerante con su cuñado? —dije, peleándome con la frase como si se tratara de un pulpo gigante.

—Si, con eso, quiere decir que no era virgen, inspector Coelho… tendría razón. Tal vez le sorprenderá también saber que admitió haber seducido a mi cuñado —replicó, calcando mi sintaxis.

—¿Cree que le dijo la verdad?

—No se imagine que a los catorce piensan como nosotros.

—¿Surgió el consumo de drogas en esa conversación?

—Admitió que fumaba hachís. Es muy frecuente, como ya sabrá. Nada más. Ella no… Estoy seguro —vaciló—. Empiezo a ver por su expresión, inspector Coelho, que después de una conversación como ésa tendría que haberla encerrado en una torre hasta que cumpliera los veinte.

No lo pensaba. Pensaba en un auténtico batiburrillo de cosas pero no en eso. Tenía que aprender a controlar aquella cara.

—Es posible que sea usted un pensador ético más avanzado que la mayoría de portugueses, senhor doutor.

—Estamos a casi una generación de los tiempos de la dictadura y la prohibición conduce a una sociedad criminal. Yo no lo llamaría avanzado… sencillamente observador.

—Dice que ella no admitió consumir nada más que hachís…

—Mi hijo es adicto a la heroína… era adicto a la heroína.

—¿Catarina lo conocía?

—Aún lo conoce. Vive en Oporto.

—¿Lo ha dejado?

—No fue fácil.

Me acordé de sus encorvados andares clericales. Con esas cargas tendría que ir doblado por la mitad.

—Todavía es usted abogado en ejercicio.

—Ya no tanto. Algunos clientes de empresas me mantienen en calidad de consultor y represento a unos cuantos amigos en asuntos fiscales.

—En esas llamadas del viernes por la noche, ¿habló con alguno de sus profesores?

—La que quería encontrar, la que le daba clase los viernes por la tarde, no estaba disponible. Ya sabe, era Santo Antonio…

Puso por escrito el nombre, dirección y número de teléfono de la profesora sin que se lo pidiera.

—Me gustaría tener algunas fotos de su hija y creo que ahora tendríamos que hablar con su mujer, si es posible.

—Sería mejor que volviesen más tarde —dijo; arrancó la hoja de papel y me la tendió—. Ahí tienen también mi número de móvil, por si se enteran de algo.

—Le daba a su hija mucha libertad; ¿podría haber ido a las fiestas de Santo Antonio sin decírselo?

—Los viernes por la noche siempre cenamos juntos, y le gusta bajar a los bares de Cascáis después.

Salimos de la casa. No nos acompañó a la puerta. La doncella nos observaba desde el final del pasillo. Afuera hacía más calor que adentro. Nos sentamos en el coche con las ventanillas bajadas. Fijé la vista en la plaza, detrás de la hilera de árboles, sin ver nada.

—¿No tendría que habérselo dicho? —preguntó Carlos—. Creo que tendría que habérselo dicho.

—Un individuo complejo, el abogado, ¿no cree?

—Su hija está muerta.

—Sencillamente tenía la impresión de que si no se lo decíamos nos enteraríamos de más cosas —contesté, pasándole a Carlos el papel—. Ha sido mi decisión.

Quince minutos después, salió a la calle un Morgan descapotable rojo fuego, el abogado con gafas de sol en el interior. Lo seguimos mientras circundaba la plaza, dejaba atrás el fuerte, cruzaba el centro de Cascáis y entraba en la Marginal de camino a Lisboa. Parecía que el día empezaba a cobrar forma.

—Fíjese en si mira hacia la playa cuando pasemos por Paço de Arcos —dije.

Carlos, como un astronauta a punto para el despegue, ni parpadeó, pero el abogado no volvió la cabeza. No la movió hasta que entramos en Belém, pasado el Bunker, o nuevo Centro Cultural como en ocasiones lo llaman, y los encajes góticos del monasterio de los Jerónimos. Entonces volvió la cabeza con una sacudida hacia la derecha para contemplar el monumento en forma de proa a los Descubrimientos, Enrique y sus hombres con la vista puesta al otro lado del Tajo en un gigantesco buque portacontenedores, o tal vez observase a la rubia que lo adelantó con un BMW por el carril de dentro.

—¿Y bien? —preguntó Carlos.

No respondí.

La niebla que rodeaba el puente se había despejado y las grúas que debajo se empleaban para izar la nueva conexión ferroviaria saludaban al Cristo Rei, la colosal estatua de Jesús de la orilla sur cuyos brazos extendidos nos recordaban que todo era posible. No necesitaba recordatorios. Lo sabía. Lisboa había cambiado más en los últimos diez años que en los dos siglos y medio siguientes al terremoto.

Antes era como una boca que llevase demasiado sin ir al dentista. Habían arrancado edificios podridos, levantado calles viejas, derribado fachadas para recubrirlas de una prístina amalgama de cemento y baldosa y rellenado huecos con oficinas, centros comerciales y bloques de pisos. Los taladros habían excavado nuevos tramos de metro y se había dotado a la canalización de la ciudad de un flamante intestino de cableado. Habíamos conectado nuevas carreteras, construido un nuevo puente, ampliado el aeropuerto. Éramos el nuevo rechinar en las fauces ibéricas de Europa. Ya podíamos sonreír sin que nadie se desmayase.

Nos precipitamos por el asfalto parcheado de Alcántara. Un viejo tranvía pasó por delante de la estación Santos entre campanilleos. A la derecha los cascos de acero de los cargueros lanzaban destellos entre pilas de contenedores y anuncios de cerveza Super Bock. A la izquierda, bloques de oficinas y edificios de pisos trepaban por las colinas de Lisboa. Nos saltamos el semáforo de Cais do Sodré mientras un tranvía nuevo, una valla publicitaria de Kit Kat ambulante, silbaba detrás nuestro. Me encendí el primer cigarrillo del día: SG Ultralights, apenas podía llamarse fumar.

—A lo mejor sólo va a su oficina —dijo Carlos—. A adelantar cuatro cosas el sábado por la mañana.

—¿Por qué especular cuando puede llamarle al móvil?

—Está de broma.

—Estoy de broma.

La fachada amarilla y el descomunal arco de triunfo del Terreiro do Paço nos sorbió desde el río hacia la cuadrícula del valle de la Baixa, entre las colinas del fuerte de Sao Jorge y el Bairro Alto. La temperatura alcanzó los treinta grados. Bronces gordos y feos haraganeaban en la plaza. El Morgan del abogado viró a la derecha por la Rúa da Alfãndega y luego a la izquierda por la Rúa da Madalena, que ascendía de manera pronunciada antes de precipitarse hacia el remodelado Largo de Martim Moniz con sus quioscos cuadrados de acero y cristal y sus poco interesantes fuentes. Bordeamos la plaza y aceleramos por la cuesta de la Rúa de Sao Lázaro, dejamos atrás el Hospital de Sao José hasta llegar a la plaza dominada por el frontón y la columnata de la fachada del Instituto de Medicina. Aparcamos junto a la estatua del doctor Sousa Martins, a cuyos pies se amontonaban placas de piedra de agradecimiento y cirios y velas de cera. El doctor Oliveira ya había aparcado y bajaba por la colina hacia el Instituto de Medicina Forense. Carlos se quitó la chaqueta y reveló una larga banda oscura de camisa empapada en sudor.

Para cuando llegamos al instituto el abogado estaba empleando toda su formación para lograr lo que quería; el personal, sin embargo, era menos impresionable que un juez. Lo dejé con Carlos e hice los preparativos para que mostraran el cuerpo. Un asistente trajo al doctor Oliveira, que se había quitado las gafas de sol y llevaba las bifocales. El asistente retiró la sábana. El abogado parpadeó dos veces y asintió. Le cogió la sábana al asistente y la levantó para ver el cuerpo entero e inspeccionarlo con detenimiento. Volvió a ponerle la sábana por encima de la cara y salió de la habitación.

Lo encontramos fuera, de pie en la calle adoquinada. Limpiaba sin parar sus gafas de sol y su rostro reflejaba una resolución extrema.

—Lo acompaño en el sentimiento, senhor doutor —dije—. Mis disculpas por no habérselo dicho antes. Tiene todo el derecho a estar enfadado.

No parecía enfadado. La resolución inicial se había desvanecido y la confusión de emociones que había venido a sustituirla confería a su cara una extraña flaccidez. Daba la impresión de que se concentraba en su respiración.

—Vamos por aquí y nos sentaremos en los jardines, a la sombra —dije.

Caminamos uno a cada lado de él por entre los coches y dejamos atrás la estatua del buen doctor, que más que embebida del éxito por los sanados estaba, acribillada de mierdas de paloma, imbuida de tristeza por los que se habían perdido. Nos sentamos los tres en un banco en un lugar sorprendentemente fresco, a cierta distancia de los que daban de comer a las palomas y de los bebedores de café que mataban el tiempo en las sillas de plástico que rodeaban la cafetería.

—Tal vez le sorprenda saber que me alegro de que esté investigando el asesinato de mi hija —dijo el abogado—. Sé que tiene un trabajo difícil y también me doy cuenta de que soy un sospechoso.

—Siempre empiezo por los más cercanos a la víctima; es una triste realidad.

—Haga sus preguntas, después tengo que volver con mi mujer.

—Por supuesto —dije—. ¿Cuándo acabó en los tribunales ayer?

—Cerca de las cuatro y media.

—¿Adónde fue?

—A mi despacho. Tengo un pequeño despacho en el Chiado en la Calçada Nova de S. Francisco. Cogí el metro en Campo Pequeño, transbordé en Rotunda y me bajé en Restauradores. Fui a pie hasta el Elevador, subí hasta el Chiado y caminé hasta mi oficina. Me llevó a lo mejor unos treinta minutos, y allí pasé otra media hora.

—¿Habló con alguien?

—Recibí una llamada.

—¿De quién?

—Del ministro de Administración Interna, que quería que fuese al Jockey Club a tomar una copa. Salí de mi despacho justo después de las cinco y media y como tal vez sepa la Rúa Garrett está sólo a dos minutos de allí.

Asentí. Era irrefutable. Le pedí que escribiese los nombres de sus acompañantes en el Jockey Club. Para ello Carlos le prestó su libreta.

—¿Puedo hablar con su mujer antes de que le cuente lo sucedido?

—Si me acompañan de vuelta, sí. Si no, no pienso esperar.

—Le seguiremos.

Me dio el papel y caminamos de vuelta a los coches.

—¿Cómo supo que tenía que venir aquí, senhor doutor? —pregunté, mientras él se encaminaba hacia su Morgan.

—Hablé con un amigo mío, un abogado criminalista, que me dijo que aquí es donde traen los cuerpos de los que han muerto en circunstancias sospechosas.

—¿Por qué pensó que así era como había muerto su hija?

—Porque ya le había preguntado sobre usted y me dijo que era detective de homicidios.

Se dio la vuelta y recorrió los adoquines hasta su coche. Me encendí un cigarrillo, subí al Alfa, esperé a que saliera el Morgan y lo seguí.

—¿Qué le ha parecido? —pregunté a Carlos.

—Si la de allí hubiese sido mi hija…

—¿Esperaba más sufrimiento?

—¿Usted no?

—¿Qué hay del aturdimiento? Los traumas aturden a las personas.

—No parecía aturdido. Por la expresión que tenía en la cara cuando hemos salido, estaba crispado.

—¿Preocupado por sí mismo?

—No se lo sabría decir… lo vi sólo por un lado, ¿sabe?

—¿Así que sólo puede decirme lo que pienso cuando me ve de frente?

—Eso fue sólo un golpe de suerte, senhor inspector.

—¿Ah, sí? —dije, y el chico sonrió—. ¿Qué le ha parecido la contabilidad del doctor Oliveira? La matemática entre él y su mujer.

—Me ha parecido que es un cabrón con horchata en las venas.

—Intensos sentimientos, agente Pinto —dije—. ¿A qué se dedica su padre?

—Era operario de LisNave. Instalaba bombas en los barcos.

—¿Era?

—Los coreanos les arrebataron algunos contratos.

—¿Sus ideas políticas están un tanto a la izquierda del centro, por casualidad?

Se encogió de hombros.

—El doctor Aquilino Oliveira es un hombre que hay que tomar en serio —proseguí—. Es artillería de alto calibre; un cañón de 125 mm, como mínimo.

—¿Era su padre coronel de artillería?

—De caballería. Pero escuche. El abogado ha usado el cerebro durante toda su vida. Emplear la inteligencia es su trabajo.

—Eso es cierto, hasta ahora siempre ha ido un paso por delante de nosotros.

—Ya lo ha visto. Su instinto fue comprobar si el cuerpo estaba aquí. Su cerebro siempre funciona por delante de sus emociones… hasta que, quizá, recuerda que se supone que tiene emociones.

—Y entonces sale de la habitación para serenarlas.

—Interesante, agente Pinto. Empiezo a ver por qué Narciso me lo asignó. Es usted raro.

—¿De verdad? La mayoría piensa que soy muy normal. Quiere decir aburrido.

—Es cierto que no ha dicho una palabra sobre fútbol, coches o chicas.

—Me gusta el modo en que ve el orden de las cosas, senhor inspector.

—Tal vez sea usted un hombre de ideales. No he visto uno de esos desde…

—¿Mil novecientos setenta y cuatro?

—Un poco después. En el follón que siguió a nuestra gloriosa revolución circulaban un montón de ideas, ideales, visiones. Se fueron apagando.

—Y diez años después nos unimos a Europa. Y ahora ya no tenemos que apañárnoslas por nuestra cuenta. No tenemos que sudar por la noche pensando de dónde sacaremos el próximo escudo. Bruselas nos dice lo que tenemos que hacer. Estamos en nómina. Si nosotros…

—¿Y eso es malo?

—¿Qué es lo que ha cambiado? Los ricos se hacen más ricos. Los enterados prosperan. Por supuesto, hay migajas. Pero ésa es la cuestión, son migajas. Pensamos que nos va mejor porque conducimos un Opel Corsa que nos cuesta el salario de toda una vida mantener mientras nuestros padres nos dan casa, comida y ropa. ¿Eso es progreso? No. Se llama «crédito». ¿Y quién se beneficia del crédito?

—No había oído tanta rabia desde… desde que el Oporto vino aquí y le clavó tres al Benfica.

—No tengo rabia —dijo, sacando la mano por la ventana para refrescársela—. No tengo ni la mitad que usted.

—¿Qué le hace creer que estoy rabioso?

—Él le da rabia. Cree que mató a su hija y le ha dado la mejor coartada posible que un hombre puede exponer… y eso le pone rabioso.

—Ahora me lee la cara de perfil. Lo siguiente será leerme la nuca.

—¿Sabe lo que me molesta? —preguntó Carlos—. Aparenta que es una especie de liberal pero piense en esto: tiene casi setenta años. Debe de haber trabajado la mayor parte de su vida bajo el régimen de Salazar y usted sabe tan bien como yo que en aquel entonces uno no trabajaba si no era políticamente de fiar.

—¿Qué pasa aquí, agente Pinto? Me he pasado los últimos veinte años de mi vida sin pensar en la revolución más allá del hecho de que tenemos fiesta el 25 de abril. Llevo menos de medio día con usted y ya hemos hablado de ella tres o cuatro veces. No creo que sea manera de empezar una investigación de asesinato remontarse veinticinco años en el pasado y mirar…

—Era de boquilla. Se estaba vendiendo como liberal. No le creo… y ése es uno de los motivos.

—Los tipos como él son demasiado inteligentes para creer en nada. Cambian…

—No creo que lo hagan. No a estas alturas. Mi padre tiene cuarenta y ocho años, es incapaz de cambiar y ahora es chatarra en el desguace junto con todas sus viejas bombas.

—No se forme ideas fijas sobre la gente, agente Pinto. Enturbiará su visión. No querrá endosarle a alguien una cadena perpetua sólo porque sea políticamente desagradable, ¿verdad?

—No —respondió Carlos, tan inocente como su pelo—, eso no sería justo.