CAPÍTULO V

Sábado, 13 de junio de 199_, Paço de Arcos, cerca de Lisboa

Caían platos sobre un suelo de mármol. Se rompían, se despedazaban, se hacían añicos sobre el suelo de mármol. Emergí al ruido brutal, la realidad más dura que existe, de un teléfono que suena a las seis de una mañana de resaca. Me llevé el auricular a la oreja. El bendito silencio, el vago murmullo marino de un móvil lejano. Mi jefe, el engenheiro Jaime Leal Narciso, me dio los buenos días, traté de reunir algo de humedad en mi gaznate para responder.

—¿Zé? —preguntó.

—Sí, soy yo —respondí en un susurro, como si tuviese al lado a mi mujer.

—Entonces estás bien —dijo, pero no esperó la respuesta—. Mira, han encontrado el cuerpo de una chica en la playa de Paço de Arcos y quiero…

Esas palabras me catapultaron de la cama, el cable me arrebató el auricular de la mano de un tirón y salí disparado de la puerta al salón. Recorrí como un poseso el ajado tramo de moqueta y abrí la puerta de sopetón. Su ropa trazaba un camino de la puerta a la cama: zapatones de suela ancha, top de seda negra, camisa lila, sujetador negro, pantalones negros. Olivia estaba hecha un ovillo postrado bajo la sábana, con los brazos abiertos, los hombros desnudos y el pelo negro, suave y brillante como de cibelina, esparcido por la almohada.

Bebí con fruición en el baño hasta que el agua me dejó la panza tirante. Recogí el teléfono y volví a tumbarme en la cama.

Bom dia, senhor engenheiro —dije, dirigiéndome a él por su título universitario, como de costumbre.

—Si me hubieses dado dos segundos te habría dicho que era rubia.

—Tendría que haberlo comprobado anoche, pero… —hice una pausa y las sinapsis entrechocaron a marchas forzadas— ¿por qué me llama a las seis de la mañana para decirme que hay un cuerpo en la playa? Repase los turnos de fin de semana y verá que tengo libre.

—Bueno, la cuestión es que te encuentras a doscientos metros de la situación y Abílio, que está de servicio, vive en Seixal, lo cual, como sabes…, sería…

—No estoy en condiciones de… —dije; el cerebro aún me daba tumbos.

—Ah, sí, lo olvidaba. ¿Cómo fue? ¿Cómo estás?

—Con la cara más fresca.

—Bien.

—Con la cabeza más frágil.

—Dicen que hoy podría subir hasta cuarenta grados —comentó, sin escuchar.

—¿Dónde está, señor?

—En mi móvil.

Buena respuesta.

—También hay buenas noticias, Zé —dijo con rapidez—. Voy a enviar a alguien para que te ayude.

—¿A quién?

—Un chaval. Muy aplicado. Bueno para el trabajo de campo.

—¿De quién es hijo?

—No te entiendo.

—Sabe que no me gusta mosquear a nadie.

—La línea se corta —gritó—. Mira, es muy capaz, pero le vendría bien algo de experiencia. No se me ocurre nadie mejor.

—¿Quiere eso decir que nadie más lo querría?

—Se llama Carlos Pinto —dijo, haciendo caso omiso de mi pregunta—. Quiero que vea tu estilo. Ese estilo tan particular. Ya sabes, esa habilidad que tienes con la gente. Te hablan. Quiero que vea cómo actúas.

—¿Sabe adónde tiene que ir?

—Le he dicho que vaya a buscarte al bar de ese comunista que tanto te gusta. Llevará el último listado de desaparecidos.

—¿Me reconocerá?

—Le he dicho que busque a alguien que acaba de afeitarse la barba después de veintipico años. Una prueba interesante, ¿no te parece?

La señal se cortó. Lo sabía. Narciso lo sabía. Todos lo sabían. Ya podría haber sido un insecto que esa báscula habría marcado los mismos ochenta y dos kilos. Hoy ya no podía uno fiarse de nadie, ni de su propia hija, ni de su familia, ni siquiera de la Policía Judiciaria.

Me duché y me sequé delante del espejo. Me devolvieron la mirada unos ojos viejos, una cara nueva. Apenas remontados los cuarenta, a lo mejor estaba ya demasiado viejo para ese tipo de cambios y aun así, tal y como había predicho mi mujer, sin la barba parecía cinco años más joven.

El sol empezaba a colorear de azul el océano, que a duras penas podía ver desde la ventana del baño. Pasó una barca de pesca y por primera vez en un año sentí aquella ola de esperanza, esa sensación de que hoy podría ser el primer día de una vida diferente.

Me puse una camisa blanca de manga larga (las mangas cortas son poco serias), traje gris y zapatos de cuero negro. Escogí una de las treinta corbatas que me había hecho Olivia, una discreta, no una de las que un patólogo querría atrapar en un plato de muestras. Subí las gastadas escaleras de madera y me sentí por un momento como alguien a quien le acabaran de mandar que bajase solo un piano de cola.

Salí de casa, la destartalada mansión que había heredado de mis padres con un alquiler nominal, y me encaminé hacia el café. Había desconchones en la pared del jardín, donde crecían exuberantes las buganvillas sin podar. Tomé nota mental de dejar que siguiera el desparrame.

Me volví para echar otro vistazo desde los jardines públicos a la desvaída casa rosa cuyas largas ventanas habían perdido toda su pintura blanca, y pensé que si no tuviera que dedicarme a investigar cuerpos aporreados y maltratados podría pensar que era un conde retirado cuya jubilación se iba en vicios.

Estaba nervioso, y parte de mí deseaba que el día no avanzara hasta mi primer encuentro con un desconocido con la cara desnuda; tanta evaluación, tanto acomodamiento, tanto… Y sin máscara.

En una esquina de los jardines, los pimenteros se susurraban entre ellos como padres que no quieren despertar a los niños. Detrás de ellos, Antonio, que nunca dormía, que no dormía, una vez, desde 1964 según me dijo, desplegaba su toldo de lona roja, que lucía sólo el nombre del bar, sin publicidad de cerveza o café.

—No esperaba verte antes de mediodía —me dijo.

—Ni yo —contesté—. Pero al menos me has reconocido.

Le seguí al interior y puso en marcha el molinillo de café; fue como si me pasaran un estropajo de níquel por los globos oculares. La instantánea de ayer ya figuraba en su pared conmemorativa. Al principio no me reconocí. El de la pinta de joven entre el gordo y la chica guapa, sólo que Olivia tampoco parecía demasiado infantil, más bien… más bien una…

—Pensaba que hoy librabas —comentó Antonio.

—Así era, pero… han encontrado un cadáver en la playa. ¿Ha venido alguien ya?

—No —contestó, con una imprecisa mirada en dirección de la playa—. ¿Lo ha traído la corriente?

—¿El cuerpo? No lo sé.

De pie en el umbral apareció un joven con un traje oscuro cortado en tiempos de Salazar cuyas mangas le llegaban a los nudillos. Se acercó a la barra con rigidez como si fuese su debut en televisión y pidió una bica, los dos dedos de cafeína que cada mañana le ponen las pilas al corazón de unos cuantos millones de portugueses.

Observó el chorrillo de mezcla negra y marrón que se vertía en las tazas. Antonio apagó el molinillo y se mitigó el efecto de limpiador de bolas de golf sobre mis ojos.

El joven se echó dos sobrecillos de azúcar en el café y pidió un tercero. Le pasé uno de los míos. Lo removió largamente hasta obtener un jarabe.

—Debe usted de ser el inspector senhor doutor José Afonso Coelho —aventuró, sin mirarme a mí si no a la hoz y el martillo que Antonio tenía detrás de la barra. Sus reliquias.

—El engenheiro Narciso estará complacido —dije, mirando el bar vacío—. ¿Cómo lo ha sabido?

Volvió la cabeza de sopetón. Debía rondar los veinticinco, pero parecía tener dieciséis. Sus ojos oscuros se cruzaron con los míos. Estaba molesto.

—Parece vulnerable —respondió asintiendo.

Las cejas de Antonio cambiaron de sitio.

—Una observación interesante, agente Pinto —repuse con gravedad—. La mayoría se habrían fijado en la blancura de mis mejillas. Y no hace falta que me llame doutor. No es el caso.

—Pensaba que se había licenciado en Lenguas Modernas.

—Pero por la Universidad de Londres, y allí no le llaman a uno doctor hasta haber cursado un doctorado. Llámeme Zé o inspector, sin más.

Nos dimos la mano. Me caía bien. No sabía por qué, pero me había caído bien. Narciso pensaba que todo el mundo me caía bien, pero es que confundía eso con «tener mano con la gente», algo de lo que él era incapaz porque tenía la frialdad y la aspereza de un tiburón ante la sangre. El caso es que yo sólo había amado a una mujer y que podía contar con los dedos de las manos a las personas que llamaría «allegados». Y ahora, Carlos. ¿Qué era lo que tenía? ¿Ese traje? Anticuado, demasiado grande y de lana indicaba ausencia de vanidad… y de dinero. ¿El pelo? Negro, crespo e indómito, corto como el de un soldado significaba a mi entender que era serio y digno de confianza. Su mirada molesta que era rebelde y susceptible. ¿Sus primeras palabras? Directas, francas y perspicaces, demostraban intransigencia. Una combinación difícil para un policía. Ahora entendía por qué nadie lo quería.

—No sabía lo de Londres —dijo.

—Mi padre pasó allí una temporada —expliqué—. ¿Y qué es lo que sí sabe?

—Su padre era oficial del ejército. Pasó usted mucho tiempo en África. En Guinea. Lleva diecisiete años en el cuerpo, ocho de ellos como detective de homicidios.

—¿Ha consultado mi archivo?

—No. Le pregunté al engenheiro Narciso. No me lo contó todo —añadió, y sorbió su espeso café—. No me dijo qué grado tenía su padre, por ejemplo.

Las cejas de Antonio volvieron a desplazarse y de las profundidades de sus cuencas oculares asomó un destello de interés partisano. Una pregunta política: ¿era mi padre uno de los oficiales jóvenes que inició la revolución de 1974, o pertenecía a la vieja guardia? Los dos esperaban.

—Mi padre era coronel —respondí.

—¿Cómo fue a parar a Londres?

—Pregúnteselo a él. —Señalé a Antonio con la cabeza, sin ganas de seguir.

—¿Cuánto tiempo tenéis? —preguntó aferrándose al borde de la barra.

—Ninguno —contesté—. Hay un cadáver esperándonos en la playa.

Cruzamos los jardines hasta la Marginal y usamos el paso subterráneo que llevaba a un pequeño aparcamiento frente al Clube Deportivo de Paço de Arcos. Entre las barcas, tumbadas de lado o encaramadas a neumáticos junto a remolques oxidados y cubos de basura, flotaba un olor a diesel y pescado seco. Un humeante bidón de aceite partido por la mitad contenía dos tablones de madera que ardían para calentar una sartén con aceite. Una pareja de pescadores que conocía hacían caso omiso de la escena y arreglaban las boyas indicadoras y las nasas de langostas y cangrejos frente a sus casetas de uralita. Los saludé con la cabeza y dirigieron la mirada hacia la multitud que ya se había formado a pesar de lo temprano de la hora.

La hilera de personas que se había reunido en la baja balaustrada de piedra que bordeaba la playa y el rompeolas del puerto miraba hacia abajo, a la arena. Algunas trabajadoras de anchas espaldas se habían tomado un descanso para afligirse por la tragedia y farfullaban:

Ai Mae, coitadinha[1]

Había cuatro o cinco chicos de la Polícia de Seguranza Pública que hablaban con dos miembros de la Polícia Marítima sin hacer caso de la absoluta contaminación de la escena del crimen. Dos horas más y la playa habría estado invadida de chicas murmurando y entonces ni siquiera la Polícia Marítima habría podido echar un vistazo. Me presenté y pregunté quién había encontrado el cuerpo. Señalaron a un pescador sentado en el rompeolas. La posición del cuerpo sobre la arena aplanada de la marca de la marea más alta me indicaba que la víctima no había sido arrastrada por la corriente sino que la habían dejado caer, la habían arrojado precisamente desde mi posición, desde la pared del puerto. Era una caída de tres metros.

Los de la Polícia Marítima aceptaron que el cuerpo no había llegado con la corriente, pero querían que el patólogo forense les confirmase que no había agua en los pulmones. Me dieron permiso para empezar con mi investigación. Envíe a los hombres de la PSP al rompeolas para que hiciesen retroceder a los mirones hasta la carretera.

El fotógrafo policial se dio a conocer y le encargué que sacase fotos desde arriba y también desde abajo, en la playa.

El cuerpo desnudo de la chica estaba doblado por la cintura; tenía el hombro izquierdo enterrado en la arena. La cara, con tan sólo un rasguño en la frente, estaba vuelta hacia arriba con los ojos abiertos de par en par. Era joven; sus pechos aún altos y redondeados no estaban muy por debajo de las clavículas. Bajo la caja torácica se entreveía el músculo del torso y un poco de tripita infantil. Sus caderas reposaban planas sobre la arena, la pierna izquierda extendida y la derecha doblada por la rodilla con el talón junto a la nalga, y tenía la mano derecha estirada por detrás. Le echaba menos de dieciséis años, y comprendía por qué el pescador no se había molestado en bajar a buscar señales de vida. Aparte del corte tenía la cara pálida, los labios amoratados y los ojos, azul intenso, ausentes. No había huellas en torno al cuerpo. Mandé al fotógrafo abajo para que sacase los primeros planos.

El pescador me contó que iba de camino hacia su caseta de reparaciones a las 5:30 de la mañana cuando vio el cuerpo. Por su aspecto supo que estaba muerta y no bajó a la playa si no que fue directo por la Marginal hasta la Direção de Farois, pasado el varadero del Clube Desportivo, para pedirles que llamaran a la Polícia Marítima.

Me apreté la barbilla y encontré carne en vez de barba. Me miré embobado la palma como si mi mano fuera de algún modo responsable. Necesitaba tics nuevos para mi nueva cara. Necesitaba un trabajo nuevo para mi nueva vida.

«Muerta aquí», graznaban las gaviotas.

Tal vez estar expuesto me hacía más sensible a las menudencias de la vida cotidiana.

Llegó la patóloga, una mujer pequeña y morena llamada Fernanda Ramalho que corría maratones cuando no estaba examinando cadáveres.

—Estaba en lo cierto —dijo; sus ojos volvieron a mí después de haberle presentado a Carlos Pinto, que lo estaba anotando todo en su libreta.

—Los mejores patólogos siempre lo están, Fernanda.

—Estás guapo. Había quien pensaba que allí debajo ocultabas una barbilla débil.

—¿Es eso lo que la gente cree —pregunté, en busca de resguardo—, que los hombres se dejan la barba para esconder algo? Cuando era pequeño todo el mundo llevaba barba.

—¿Y por qué se dejan barba los hombres? —inquirió con genuina perplejidad.

—Por lo mismo por lo que los perros se lamen los huevos —señaló Carlos, bolígrafo en ristre. Nos volvimos de golpe—. Porque pueden.

Fernanda arqueó la ceja.

—Es su primer día —dije, lo que volvió a irritarlo. Dos veces en menos de una hora. Ese chaval tenía herpes mental. Fernanda dio un paso atrás como si Carlos fuera a empezar a darse lametazos. ¿Por qué no me dijo Narciso que el chico estaba sin pulir?

El fotógrafo acabó con los primeros planos y le hice un gesto con la cabeza a Fernanda, que esperaba con la bolsa abierta y un par de guantes de cirujano puestos.

—Consulta el listado —le dije a Carlos, que se había apartado de mí—. Mira si hay alguna chica de quince o dieciséis años, pelo rubio, ojos azules, metro sesenta y cinco, cincuenta y cinco kilos… ¿Alguna marca distintiva, Fernanda?

La patóloga levantó la mano. Murmurándole al dictáfono inspeccionó el rasguño en la frente de la chica. Carlos hojeó las fichas de desaparecidos, nombres a montones en el agujero negro. Por la Marginal pasaban más coches como exhalaciones. Fernanda examinó con detenimiento el vello púbico y la vagina de la chica.

—Empieza con las entradas de las últimas veinticuatro horas —dije.

Carlos suspiró.

Fernanda desenrolló una lámina de plástico delante de ella. Retiró un termómetro dé la axila de la chica y la puso con suavidad boca abajo. Ya se había desarrollado algo de rigor mortis. Se abrió camino con unas pinzas por el pegote de pelo, sangre y arena de la nuca. Cogió una bolsita de plástico para pruebas, introdujo algo en ella y la marcó. Agavilló el pelo de la chica y volvió a besar el dictáfono. Recorrió el cuerpo a lo largo con la vista y separó las nalgas con índice y pulgar sin dejar de hablar en ningún momento. Apagó el dictáfono.

—Un lunar en la nuca, en el nacimiento del pelo, al centro. Antojo color café en el interior del muslo izquierdo, quince centímetros por encima de la rodilla —afirmó.

—Si fueron sus padres quienes lo denunciaron, con eso debería bastar —dije.

—Catarina Sousa Oliveira —anunció Carlos, pasándome la ficha.

Llegó una ambulancia. Dos enfermeros salieron y fueron a la parte de atrás. Uno sacó una camilla, el otro una bolsa para cadáveres. Fernanda se apartó del cuerpo y se sacudió la arena.

Caminé por el rompeolas en dirección al mar. Eran apenas las 07:15 de la mañana y el sol ya empezaba a picar un poco. A mi izquierda, hacia el este, se encontraban la desembocadura del Tajo y los ciclópeos pilares del puente colgante 25 de Abril, que levitaba sin apoyo en la espesa niebla. Ahora que el sol había subido el mar estaba más que azul como una plancha de hojalata plateada. Los barquitos de pesca anclados en la playa se balanceaban sobre la centelleante superficie mecidos por la brisa de la mañana. Un avión de pasajeros voló bajo por encima del río y se ladeó a la altura de la fábrica de cemento y las playas de Caparica, al sur del Tajo, para entrar en el aeropuerto al norte de la ciudad: turistas llegados en busca de golf y días de sol. Hacia el oeste, en el mar, un remolcador tiraba de una draga bordeando el faro de Bùgio, el antiguo Alcatraz en miniatura de Lisboa. Al final del rompeolas, un pescador tiró para atrás de su caña, dio dos pasos y lanzó su anzuelo al océano con una violenta sacudida de los hombros y las muñecas.

—La golpearon con fuerza en la nuca —dijo Fernanda, detrás de mí—. No sé con qué, pero fue algo parecido a una llave inglesa, un martillo o un trozo de tubería. El golpe la propulsó hacia delante y su frente chocó con un objeto sólido que estoy segura al noventa por cierto de que fue un árbol, pero ya escarbaré un poco más cuando esté en el instituto. El golpe debió de dejarla inconsciente y la habría matado en su momento, pero el tío se aseguró con los pulgares en la tráquea.

—¿El tío?

—Lo siento, lo he dado por sentado.

—No pasó aquí, ¿verdad?

—No. Tenía rota la clavícula izquierda. La tiraron desde el rompeolas y he encontrado esto en su pelo, en la herida.

La bolsita contenía una sola aguja de pino. Llamé a un agente de la PSP.

—¿Agresión sexual?

—Hubo actividad sexual pero no hay muestras de agresión o de penetración violenta, aunque más adelante podré darte más detalles.

—¿Puedes darme una hora de la muerte?

—Hace unas trece o catorce horas.

—¿De dónde se saca eso? —preguntó Carlos.

Su ataque obtuvo cumplida respuesta.

—Consulté a la oficina meteorológica antes de venir. Me dijeron que anoche la temperatura no bajó mucho de los 20 °C. El cuerpo debió de enfriarse de 0,75 a 1 °C por hora. La lectura de su temperatura corporal es de 24,6 °C y encontré rigor mortis en los músculos más pequeños, y principios en los más grandes. Deduzco, por experiencia, que buscáis a alguien que la mató entre las cinco y las seis de la tarde de ayer, pero no es una ciencia exacta, como bien sabe el inspector Coelho.

—¿Algo más? —pregunté.

—No hay nada bajo las uñas. Era de las nerviosas. Casi no queda nada de ellas. La uña del índice de la derecha estaba partida, es decir, ensangrentada… si eso sirve de algo.

Fernanda se fue, seguida de los hombres de la ambulancia que se afanaban para cruzar la playa y subir los escalones de la escollera con el cadáver en la bolsa. Le encargué a los hombres de la PSP que registrasen el aparcamiento y después se llevasen a un equipo por la Marginal en dirección Cascáis hasta el pinar más cercano. Quería ropas. Quería un objeto o herramienta metálica y pesada.

—Dígame qué piensa, agente Pinto —inquirí.

—La dejaron inconsciente en algún pinar, la desnudaron, violaron y estrangularon, la metieron en un coche, la llevaron por la Marginal en última instancia desde la dirección de Cascáis, que es la única manera de entrar en este pequeño aparcamiento, y la tiraron por el rompeolas.

—Muy bien. Pero Fernanda dijo que no hubo penetración violenta.

—Estaba inconsciente.

—A menos que el asesino hubiese tenido la previsión de llevar su propio lubricante y un condón habría pruebas… escoriaciones, rasguños, esas cosas.

—¿No habría tenido eso en cuenta un violador?

—Golpea a la chica desde atrás, le estampa la cabeza contra un árbol con fuerza suficiente para matarla, pero la estrangula por si las moscas. Las tripas me dicen que pretendía matar más que violar, pero tal vez me equivoque… Ya veremos qué dice Fernanda en su informe de laboratorio.

—Asesinada o violada, asumieron algunos riesgos.

—¿Asumieron, en plural? Interesante.

—No sé por qué lo he dicho… cincuenta y cinco kilos tampoco son para tanto.

—De todas formas tiene razón… ¿por qué tirarla aquí? A plena vista de la Marginal… coches que van y vienen toda la noche. Aunque no es que esta parte esté muy bien iluminada…

—¿Alguien de por aquí? —preguntó Carlos.

—Ella no es de por aquí. Las direcciones de contacto de Catarina Oliveira están en Lisboa y Cascáis. Y en cualquier caso, ¿qué significa «de por aquí»? Hay un cuarto de millón de personas que viven a menos de un kilómetro de donde estamos. Pero si la chica vino aquí y conoció a un tarado, ¿por qué iba a matarla en los pinos y luego tirarla en la playa? ¿Por qué iba a matarla en cualquier pinar de la zona de Lisboa y luego traerla a este punto?

—¿Tiene alguna importancia que usted viva aquí?

—Supongo que tampoco sabrá por qué ha dicho eso.

—Posiblemente, porque usted lo estaba pensando.

—Y usted puede leerme el pensamiento… Y ¿en su primer día?

—A lo mejor revela más de lo que cree ahora que no lleva la barba.

—Eso es decir mucho de un rostro, sea de quien sea, agente Pinto.