CAPÍTULO III

26 de febrero de 1941, cuartel de las SS, Unter den Eichen, Berlín-Lichterfelde

Felsen esperaba sentado en el abrillantado pasillo que conducía al despacho de Lehrer, observando a dos soldados de uniforme que limpiaban las esquinas con cepillos demasiado pequeños para la tarea. Dos veces en los últimos quince minutos había pasado un sargento para patearles el culo y saludar a Felsen, que se sentía incómodo con su uniforme de SS-Hauptsturmführer.

Salió un asistente del despacho de Lehrer y le indicó que entrara. Felsen saludó al Gruppenführer. Lehrer le señaló con la cabeza una silla de respaldo alto e incrustaciones de cuero negro situada al otro lado de la mesa. Felsen sacó sus cigarrillos, se encasquetó uno en la boca y Lehrer le recordó que debía pedir permiso para fumar en presencia de un oficial superior.

—Se acostumbrará —dijo Lehrer—. Llegará incluso a gustarle.

—No se me ocurre cómo.

—La carga más grande… —replicó, clavándolo con su mirada de autoridad absoluta—, la auténtica carga de la responsabilidad, es el yugo de hierro que llevo a mis espaldas. Sus acciones son un peso añadido. Usted, en cambio, va ligero como un hombre libre de trabas en el campo de batalla.

—Siguiendo las órdenes.

—Descubrirá que dispone de mayor libertad de movimientos de lo normal.

—Ahora que soy miembro de las SS con paga completa…

—Tan sólo es un marco al mes que va de su salario directo al Spargemeinschaft-SS, para que pueda solicitar préstamos sin intereses y…

—Mi problema no es un marco al mes. ¿Para qué se me paga? ¿Estoy ya autorizado para saberlo?

—No pretendía aburrirlo, Hauptsturmführer Felsen, tan sólo trataba de mostrarle un ejemplo práctico de lo que le he estado explicando… lo que le comenté ayer en el coche.

—Las SS como potencia económica en el nuevo Reich germánico que se extenderá desde el cabo Norte de Escandinavia hasta los Pirineos y desde la punta de la península de Brest hasta Lublin.

—No se olvide de Gran Bretaña, la península Ibérica, Ucrania, los estados del mar Negro y más y más y más —dijo Lehrer—. La visión amplia, recuerde.

—De momento me contentaré con una miradita. Es mi cerebro de campesino, señor.

—Probablemente sabrá que las SS dirigen varios negocios.

—Sólo he abastecido de enganches a los ferrocarriles, que las SS utilizan en abundancia, pero no sé gran cosa del resto de sus intereses comerciales.

—Tenemos fábricas de ladrillos, canteras, alfarerías, cementeras, plantas de materiales para la construcción, fábricas de refrescos, plantas de procesamiento de carne, panaderías y, por supuesto, fábricas de armamento militar y municiones. Hay muchas más empresas, pero eso le dará una idea.

—No veo dónde encaja mi experiencia, señor.

—Hablemos de municiones. ¿Qué diferencia hay entre esta guerra y la anterior?

—Se trata de una guerra aérea, una guerra de bombardeos aéreos.

—Los berlineses sólo piensan en los ataques aéreos —suspiró Lehrer—. Me refiero a la guerra. A la ofensiva.

—No hay frentes estáticos. Es una guerra móvil. La guerra relámpago.

—Exactamente. Es una guerra móvil. Requiere maquinaria, herramientas, artillería. Es también una guerra de tanques. Los tanques están blindados. Para detener un tanque hay que perforar el acero reforzado de su blindaje y eso requiere lo que se conoce como munición de núcleo sólido.

—Se refuerzan las cabezas de los proyectiles con una aleación… tungsteno, creo, y también las máquinas, los cañones de las armas y el blindaje de los tanques.

—También conocido como volframio o volframita —dijo Lehrer—. ¿Sabe de dónde procede?

—De China… la mayor parte, y de Rusia. Suecia tiene un poco, no mucho, si bien inventaron ellos la palabra tungsteno, y… —Felsen vaciló mientras las piezas se iban engranando—, la península Ibérica.

—Es todo un experto.

—Aprendí mucho de Wencdt.

—¿Wencdt?

—Mi director general, es metalúrgico —aclaró Felsen—. Hace un rato mencionó Ucrania y los estados del mar Negro.

—Ajá… —dijo Lehrer, reclinándose y humedeciéndose los dedos para saborear sus propios labios—, la visión amplia.

—Tenía la impresión de que habíamos firmado un pacto de no agresión con Stalin en 1939. No es que espere que me confirme que ese pacto va a romperse, pero a los berlineses no se les ha escapado que las fábricas producen a destajo cantidades ingentes de material que después parte siempre en la misma dirección.

—Esperemos que Stalin no sea tan perspicaz como los berlineses.

—No tendría más que dejarse caer por los Bierstuben y Kneipen de Kreuzberg y Neukölln y pagar unas cuantas cervezas para conseguir toda la información militar que necesita.

—Una idea preocupante —dijo Lehrer, sin asomo alguno de inquietud—. Siga hablando, Herr Hauptsturmführer, lo está haciendo muy bien.

—El volframio que sacamos de China… ¿llega pasando por Rusia?

—Correcto.

—Y cuando rompamos el pacto de no agresión nos estaremos aislando de los mayores proveedores de volframio del mundo.

—Ahora comprende por qué quería verlo de uniforme antes de explicarle el trabajo.

—Susana Lopes —dijo Felsen con un gesto de asentimiento hacia Lehrer—. Quiere que use el portugués de mi ex para comprar volframio.

—Portugal dispone de las reservas más grandes de Europa y no ha sido elegido para el trabajo sólo porque hablase portugués.

—¿Qué tenía de malo Koch?

Lehrer ahuyentó el nombre con la mano como si fuera un pedo apestoso.

—Le faltaba sutileza —respondió—. Este trabajo precisa diplomacia, comprensión de las personas, una especie de habilidad para el juego, ya sabe, talento para el farol, capacidad de disimulo, ese tipo de cosas. Habilidades que ya hemos visto en acción. Y, en cualquier caso, no era lo que Susana habría llamado simpático, ¿no cree?

—¿Voy a comprar ese volframio para las SS?

—No, no, lo comprará para Alemania, pero el responsable del Departamento de Suministros es el doctor Walter Scheiber que, además de ser un gran químico, es un veterano miembro del Partido y un hombre de las SS hasta la médula. De este modo, el Reichsführer Himmler pretende asegurarse de que las SS se lleven el mérito de la campaña y a cambio obtengamos una parte mayor de la producción de municiones. Eso no tiene nada que ver con usted. Su cometido es echarle mano a cada kilo de volframio no contratado que haya.

—¿Volframio no contratado? ¿Qué es lo que ya tiene contrato?

—La mina más grande es inglesa. Beralt: produce 2000 toneladas al año. Los franceses poseen la mina de Borralha: 600 toneladas. La Corporación Comercial del Reino Unido firmó un contrato con Borralha el año pasado, pero estamos logrando, a través del gobierno de Vichy, que no llegue a funcionar. Nosotros controlamos una pequeña mina llamada Silvícola, con una producción máxima de unos cientos de toneladas. El resto está en el mercado.

—¿Y cuánto necesitamos?

—Tres mil toneladas para este año.

Sonaron los segundos en un reloj situado detrás de Felsen. La nieve se agitó en el tejado y un pequeño alud se precipitó por el otro lado de la ventana.

—¿Puedo fumar ahora, señor? —preguntó Felsen; Lehrer asintió—. ¿No acaba de decirme que la mina más grande produce dos mil toneladas al año?

—Así es. Y ése no es el menor de sus problemas. La CCRU entablará ofensivas de compra preventivas. Tendrá que gestionar enormes cantidades de mano de obra «libre», así como a sus propios hombres y cualquier agente portugués asociado. Tendrá que asegurar las reservas y concertar los envíos. Tendrá que ser… ¿cómo decirlo…?, poco convencional en sus métodos.

—¿Contrabando?

Lehrer estiró su cuello rollizo.

—Necesitará información sobre los movimientos de sus competidores. Necesitará afianzar la voluntad de su mano de obra, mantener a raya a los agentes extranjeros.

—Y el Führer portugués, el doctor Salazar, ¿cómo…?

—Camina por la cuerda floja. Ideológicamente es de fiar, pero existe una larga historia de colaboración con los ingleses que le gusta sacar a relucir. Dudará pero nosotros venceremos.

—¿Y cuándo salgo para Portugal?

—Todavía no. Primero Suiza. Esta tarde.

—¿Esta tarde? ¿Y qué pasa con la fábrica? No he organizado un carajo. Es totalmente imposible, ni hablar.

—Se trata de órdenes, Herr Hauptsturmführer —dijo un gélido Lehrer—. Ninguna orden es imposible. Lo pasará a buscar un coche a la una de esta tarde. No se retrasará.

Felsen esperaba en el portal de su casa a las 13:00 en punto. Llevaba el uniforme, bajo una de sus gabardinas, y contemplaba de mal talante cómo un trabajador en mono fijaba un enorme póster rojo y negro a la pared vecina a la farmacia de enfrente. Ponía: «Führer, te damos las gracias».

Había estado llamando a Eva toda la mañana, sin recibir contestación. Al final, después de hacer las maletas y arreglarlo todo con Wencdt, corrió hasta su casa, aporreó la puerta y gritó bajo su ventana hasta que el mismo que le había dicho que se callara la noche anterior había asomado la cabeza para volver a hacerlo. Pero esta vez se detuvo en seco al ver el uniforme bajo la chaqueta y adoptó una actitud excesivamente cortés. En un alemán empalagoso le informó, que Eva Brücke se había marchado, que la había visto cargar maletas en un taxi ayer por la mañana, Herr Hauptsturmführer.

Una vieja se acercó trabajosamente por el congelado pavimento de la Nürnbergerstrasse hasta estar a la altura de Felsen; vio el póster y su cara de asco. Echó un BerlinerBlick en las dos direcciones de la calle y señaló hacia la farmacia con el bastón.

—¿Qué tenemos que agradecerle a ése? —exclamó, dando énfasis a sus vaharadas con la mano libre enguantada en piel—. ¿El grano de café nacionalsocialista? ¿Cómo hacer tartas sin huevos? Lo único que tenemos que agradecerle es el Völkischer Beobachter… es más suave que el papel de váter nacionalsocialista.

Se paró como si le hubiesen asestado una cuchillada en la garganta. A Felsen se le había abierto la gabardina y el uniforme negro había quedado a la vista. Echó a correr. De repente sus pies tenían la seguridad de los de un patinador de carreras sobre la capa de hielo de la calle.

Lehrer llegó en un Mercedes conducido por un chófer, que cargó los bártulos en el maletero. Adelantaron a la vieja, que aún no había derrapado por la Hohenzollerndamm, y Felsen comentó su encuentro.

—Tiene suerte de no haber topado con alguien más estricto —dijo Lehrer, dando palmadas con sus manos enguantadas—. Debería haber sido más estricto. Tendrá que serlo.

—No con las viejas que pasen por la calle, Herr Gruppenführer.

—La severidad selectiva debilita al conjunto —replicó, y limpió la ventanilla con el dorso de su gordo dedo negro.

Salieron de Berlín por el sudoeste en dirección a Leipzig y después cruzaron la blanca campiña hasta Weimar, Eisenach y Francfort. Lehrer se pasó la travesía entera enganchado a su maletín, leyendo documentos y escribiendo notas con una ilegible y enrevesada caligrafía. Felsen pudo pensar en Eva a su antojo, pero fue incapaz de hallar ningún cambio discernible en el esquema de las cosas: largas noches bebiendo, riendo y escuchando jazz, arranques de sexo en los que parecía que a ella los brazos se le quedaban cortos para abrazarlo, broncas tremendas que empezaban porque él quería tener más de ella, pero ella no estaba dispuesta a dárselo y que sólo acababan cuando Eva le lanzaba cosas, por lo común sus zapatos, nunca la vajilla a menos que estuviesen en el piso de él y hubiese algo de Meissen a mano.

No había nada… a excepción del asunto de las chicas judías. Durante días, después de enterarse de lo que les había pasado, había parecido la única superviviente de un impacto directo: pálida, ausente y agitada. Pero pasó, y en cualquier caso no tenía nada que ver con él, con ellos. Le echó una ojeada a Lehrer, que en aquel momento tatareaba y miraba por la ventana.

Llegaron a un Gasthaus del otro lado de Karlsruhe cuando la luz empezaba apenas a menguar. Felsen se tumbó en su habitación mientras Lehrer tomaba prestada la oficina del gerente y llamaba por teléfono. En la cena estuvieron solos; Lehrer anduvo distraído hasta que lo llamaron por teléfono. Volvió de buen humor y con ganas de hablar, y pidió coñac delante del fuego.

—¡Y café! —rugió—. Del bueno, nada de ese sudor de negro.

Se frotó los muslos y se calentó el trasero. Contempló lo que tenía alrededor como si hiciese ya demasiado que no estaba en un sencillo hostal de carretera.

—Nunca llegué a verle en el Rote Katze —dijo Felsen, tanteando un territorio incógnito.

—Yo sí le vi —replicó Lehrer.

—¿Hace mucho que conoce a Eva?

—¿Por qué lo pregunta?

—Me preguntaba cómo se había enterado de mis antiguas novias. Me las presentó a todas… incluyendo a la jugadora de póquer.

—¿Cuál?

—Sally Parker.

—No mencionó a ésa.

—De haberlo hecho usted no habría propuesto la partida.

—Sí, bueno… Hace ya un tiempo que conozco a Eva. Desde que tenía ese club de antes. ¿Cómo era, Der Blaue Affe?

—Nunca he oído hablar de él.

—En los años veinte, cuando acababa de empezar.

Felsen negó con la cabeza.

—Da igual. Surgió su nombre. Lo reconocí. Le pregunté a Eva, que habló muy bien de usted a sabiendas de que no era eso lo que yo quería. Cierto es, por supuesto, que fue todo lo discreta que pudo, pero yo soy SS-Gruppenführer y… y eso es todo —dijo, tomando el coñac de la bandeja—. ¿No estaría usted…?

—¿Qué?

—No sería Fräulein Brücke uno de los motivos por los que no quería dejar Berlín, ¿verdad?

—No, no —aseveró Felsen, molesto consigo mismo por aferrarse a su afirmación.

—Iba a decir…

La leña silbó en el fuego. Lehrer se pasó las manos por las nalgas para calentárselas.

—¿Qué iba a decir, señor? —preguntó Felsen, incapaz de contenerse.

—Bueno, ya sabe, los clubes de Berlín… las mujeres… no es…

—No era una chica de alterne —dijo Felsen, constriñendo su furia.

—No, no, ya lo sé, pero… es la cultura. No es propicia para… —esperó para ver si Felsen aportaba por él la palabra y revelaba algo más de sí mismo, pero éste mantuvo silencio— la estabilidad. Muy artística. Muy libre. Muy fácil. Los compromisos permanentes son extraños en una cultura nocturna.

—¿No se celebró de noche el mitin del Partido más famoso de todos los tiempos?

Touché —gritó Lehrer, lanzándose a un sillón—, pero eso fue sólo para que la cámara no pillase a los putos gordos del Amtswalter e hiciese que el Partido pareciera un amontonamiento de cerdos bávaros. Y permítame recordarle, Herr Hauptsturmführer, que la labia no es una actitud nacionalsocialista aprobada.

Se fueron a la cama poco después de eso; Felsen se sentía derrotado y enfermo. Se tumbó en su camastro contemplando el techo y fumando un cigarrillo tras otro mientras le daba vueltas al modo en que Eva se lo había quitado de encima, la habilidad con que le había tendido la trampa y se había salido con la suya.

—En fin —dijo en voz alta mientras apagaba su último cigarrillo en el cenicero que tenía sobre el pecho—, una más de una larga lista.

Le llevó dos horas dormirse. No podía alejar de su cabeza una imagen y un pensamiento. La minuciosa visión de los pies y tobillos desnudos de su padre balanceándose a la altura de sus ojos, y ¿por qué se quitó los zapatos y los calcetines?

27 de febrero de 1941

Se vistieron de traje para ir a desayunar. El de Lehrer tenía una sola fila de botones y era de lana gruesa, azul oscuro y pesado. Felsen se sentía hortera con su traje de dos hileras de botones chocolate amargo cortado en París y una lamentable corbata roja.

—¿Caro? —inquirió Lehrer con la boca llena de pan negro y jamón.

—No fue barato.

—Los banqueros no se fían si uno no va de azul oscuro.

—¿Los banqueros?

—Los banqueros de Basilea. ¿A quién se creía que íbamos a ver en Suiza? No puede comprarse volframio con fichas.

—Ni con marcos del Reich, al parecer —dijo Felsen.

—En efecto.

—Pero sí con francos suizos… dólares.

—El doctor Salazar fue catedrático de economía.

—¿Y eso le da derecho a que le paguen de modo diferente a los demás?

—No. Sólo le da derecho a tener la opinión de que en tiempos de guerra es mejor contar con unas buenas reservas de oro.

—¿Me va a enviar a Portugal con una remesa de oro?

—Se está gestando un problema. Los estadounidenses nos están poniendo trabas y no podemos disponer de nuestros dólares, por eso hemos empezado a pagar en francos suizos. Nuestros proveedores de Portugal cambian esos francos suizos por escudos. A la larga, a través de los bancos locales, los francos suizos van a parar al Banco de Portugal. En cuanto han acumulado lo suficiente, los usan para comprar oro de Suiza.

—No veo el problema.

—A los suizos no les gusta. Les preocupa perder el control de sus reservas de oro —explicó Lehrer—. De modo que estamos experimentando.

—¿Cómo desplazaremos ese oro?

—Camiones.

—¿Qué tipo de camiones?

—Camiones suizos. Irá acompañado de soldados armados todo el camino. Ha hecho falta bastante organización, se lo puedo asegurar. ¿O es que se cree que disfruto pasándome el día con la cabeza metida en el maletín?

—No me imaginaba que se trasladara físicamente el oro. Pensaba que los bancos nacionales lo representaban en papel.

—A lo mejor al doctor Salazar le gusta sentarse, físicamente, sobre su oro —dijo Lehrer, pensando algo más que no llegó a expresar.

—¿De quién es ese oro?

—No sigo su pregunta.

—Si es oro alemán, ¿no tendría que estar guardado en el Reichsbank?

—Me está planteando unas preguntas que no puedo… que no tengo conocimientos para responder, ni autoridad. No soy más que un Gruppenführer, al fin y al cabo.

A las once ya se habían detenido frente a un edificio sin señas de identificación del barrio de negocios de Basilea. No había nada ni dentro ni fuera que indicara que se trataba de una empresa. Detrás de una mesa con un teléfono los recibió una guapa treintañera. Tras ella ascendía en espiral una gran escalera de mármol. Lehrer habló en voz baja con la mujer. Felsen captó sólo una palabra: «Puhl». La mujer descolgó el teléfono, marcó un número y habló un momento. Se levantó y subió por la escalera con sus piernas fuertes. Lehrer le indicó a Felsen que esperase mientras seguía a las piernas.

Felsen se sentó en un mullido sillón de cuero de prieto. La mujer volvió y se sentó tras su mesa sin mirarlo. Juntó las manos y se puso a esperar el siguiente momento de trepidación de su jornada. A Felsen le costó media hora y varios metros cúbicos de encanto descubrir que se hallaba en el vestíbulo del Banco de Pagos Internacionales. El nombre no le decía nada.

A la una en punto Felsen y Lehrer comían en un restaurante llamado Bruderholz. En ese local sólo había otros hombros con traje oscuro sentados a unas mesas bien separadas unas de otras. Entre los dos había cuatro petits poussins y un plato llano de patatas boulangére. Lehrer sostenía una copa de Gewürztraminer y hacía rodar el pie entre el pulgar y el índice.

—Es bueno que Alsacia haya vuelto al redil alemán, ¿no le parece? Qué país tan espléndido, qué vino. La carne del poussin resultará un tanto delicada para esto, tendríamos que haber pedido ganso o cerdo, algún sustancioso plato alsaciano, pero no puedo comer mucha grasa, ¿sabe? Aun así… los frutos del verano en el más crudo invierno. A su salud.

—¿Ha sido una reunión especialmente fructífera, Herr Gruppenführer?

—Dígame qué piensa del Gewürztraminer.

—Especiado.

—Estoy seguro de que puede hacerlo mejor. Me han dicho que valora mucho las cosas buenas de la vida.

—Atrevidamente afrutado, pero limpio y seco. La especia se sostiene de arriba abajo, larga como una travesía por el Atlántico.

—¿De dónde ha sacado eso? —Lehrer rio.

—¿No es verdad?

—Es verdad… pero no resulta tan aburrida o peligrosa como una travesía por el Atlántico —respondió Lehrer—. Me parece que después de esto se tercia un celestial brioche.

Se comieron los poussins y se bebieron dos botellas del Gewürztraminer. El restaurante se vació. Dieron cuenta del brioche con media botella de Sauternes. Pidieron café y coñac y se sentaron a la tenue luz del progresivo atardecer mientras los puros acumulaban centímetros de ceniza en forma de acordeón. El personal los dejó con la botella y se retiró. Estaban los dos la mar de contentos. El brazo del puro de Lehrer oscilaba desde el respaldo de su silla y Felsen estaba despatarrado, con un pie junto a cada pata de la mesa.

—Un hombre —dijo Lehrer como preparativo para una pontificación mientras señalaba a Felsen con su cigarro de ceniza todavía intacta— siempre tiene que hacer sus reflexiones importantes a solas.

—¿Cuáles son las reflexiones importantes de un hombre? —preguntó Felsen, relamiéndose.

—Dónde quiere estar, por supuesto… en el futuro —inquirió al aire en busca de palabras—; es decir, de camino uno puede recopilar información, consultar opiniones, pero cuando se determina el lugar que quiere ocupar en el mundo… ésas son sus reflexiones privadas, secretas… y si se quiere ser un hombre… que marque diferencias, entonces esas reflexiones hay que hacerlas a solas.

—¿Es el principio de un ensayo titulado Cómo llegar a SS-Gruppenführer?

Lehrer meneó su cigarro en señal de negación.

—Eso no es más que mi cargo. Una señal del éxito de mis reflexiones, pero no el último propósito. Un pequeño ejemplo. Usted ganó la partida de póquer de la otra noche porque su propósito era mayor que el mío. El asistente le dijo que perdiera porque a mí me gusta ganar. Usted quería quedarse en Berlín, ergo ganó. Mi información, como me indicó anoche, no era lo suficientemente buena para haber jugado aquella partida con usted.

—Pero en realidad ganó. Estoy aquí. Perdió dinero, eso es todo.

Lehrer le dedicó una amplia sonrisa con ojos relucientes de bebida, diversión y triunfo.

—A lo mejor ahora está pensando por qué es usted tan importante para mí —dijo—. Déjelo. Mi último propósito no debería ser asunto suyo.

«Sólo que pasa por mí», pensó Felsen, pero dijo:

—A lo mejor me convendría tener uno propio.

—A eso iba —afirmó Lehrer con un descomunal encogimiento de hombros.

—Esta campaña rusa… —empezó a decir, y Lehrer alzó la mano.

—Obtendrá su información de manera escalonada —dijo—. Primero deje que le pregunte una cosa. ¿Qué pasó el verano pasado en los cielos de Inglaterra?

—No estoy seguro de que podamos leer la verdad exacta en el Beobachter o el 12-Uhr Blatt.

—Bueno, la verdad exacta —dijo Lehrer inclinándose hacia delante y susurrándole a su coñac— es que perdimos una gran batalla aérea. Goering le dirá lo contrario. Goering me ha dicho lo contrario, pero todos sabemos cómo se las arregla él para mantener su distancia de la realidad…

—¿Disculpe, señor?

—Nada —respondió Lehrer, y se enderezó con un eructo—. La pérdida de una gran batalla aérea. ¿Qué significa eso para usted?

—Pero hace ya dos meses que no bombardean Berlín.

—Berlineses —exclamó Lehrer con desesperación—; incluso los berlineses de nuevo cuño, Dios mío; hombre, créame, la perdimos. Y ahora venga, dígame lo que significa.

—Si es verdad, entonces estamos expuestos.

—En el oeste y en el aire.

—De modo que si en el este abrimos un…

—Basta. Creo que ya lo va entendiendo.

—¿Qué es Inglaterra con el canal de por medio? —dijo Felsen—. No supone ninguna amenaza.

—No estoy siendo derrotista —arguyó Lehrer—; no, no, no. Pero escuche: les dejamos escapar en Dunkerque. Si los hubiésemos machacado en las playas pasaríamos esta sobremesa en Londres y no tendríamos nada de qué preocuparnos. Pero los ingleses son decididos. Tienen un amigo al otro lado del Atlántico. La potencia económica más grande del mundo. El Führer no lo cree, pero es verdad.

—Tal vez unamos fuerzas y machaquemos a los bolcheviques.

—Ésa es una lectura esperanzada de la situación. Ahí va otra —dijo Lehrer mientras soltaba su copa y se encasquetaba el cigarro entre los dientes. Dio un hachazo sobre la mesa con la mano izquierda—: Estados Unidos e Inglaterra —se quitó el cigarro de la boca, dejó caer la mano derecha y articuló la palabra «Rusia». Juntó las manos—. Y todo lo que queda en medio es una fina loncha de embutido.

—Total y absolutamente quimérico —afirmó Felsen—. Se olvida de que…

Lehrer soltó una carcajada.

—Eso es lo que pasa con la información. No siempre es lo que se quiere oír.

—Pero ¿usted lo cree?

—Por supuesto que no. Es sólo una idea. No deje que le preocupe. Ganaremos la guerra y se hallará usted en situación ideal para convertirse en uno de los empresarios más poderosos de la península Ibérica. A no ser, claro, que me haya equivocado y sea usted un perfecto estúpido.

—¿Y si perdemos, como ha sugerido?

—Si está en Berlín y escucha a los berlineses, se convertirá en papilla en el fondo de un cráter de bomba. Pero allí, al borde mismo del continente, estará lejos del desastre…

—Entonces no puedo sino agradecerle que me haya impuesto este trabajo, Herr Gruppenführer.

Lehrer alzó su copa:

—Prosperidad.

Se habían bebido casi la mitad de una botella de coñac y cuando el aire fresco del anochecer salió al encuentro del mayor de los dos, éste respiró con fuerza, entró de espaldas en la parte de atrás del Mercedes y se derrumbó con la cabeza apoyada en el pecho. Felsen trató de estudiar detalladamente su reciente conversación mientras oía cómo entraba y salía el aire de la nariz de su superior produciendo un silbido. Era como armar un rompecabezas con demasiado cielo y no pasó mucho antes de que su mejilla estuviese adoptando las marcas de los ribetes que bordeaban la tapicería de cuero.

Se despertaron en la Bundesplatz del centro de Berna. Lehrer estaba grogui y al borde del mal humor. Dejaron atrás el edificio del parlamento y el Banco Nacional Suizo antes de abandonar la plaza y detenerse delante del Schweizerhof. Un portero y dos botones se abalanzaron hacia el coche.

Las habitaciones estaban en pisos diferentes y mientras subían en el ascensor Lehrer le dijo a Felsen que tenía asuntos que atender aquella noche, que tenía la velada para él solo.

—Le hará falta para leerse esto —dijo mientras le daba un portafolios que sacó del maletín.

—¿Qué son?

—Sus obligaciones. Vuelvo a Berlín a primera hora de la mañana. Es posible que tenga algunas preguntas. Prepáreselas. Buenas noches.

Felsen se preparó un baño y las hojeó, empezaban en el Banco Nacional Suizo a las 8:00 de la mañana. Se sumergió en la bañera, pero aun así se sentía embotado por la comida. Se secó, volvió a vestirse y salió a la calle, a una temperatura bajo cero, para despejar su cabeza. Enseguida sintió un frío tremendo. Junto a la estación vio un bar de aspecto cálido en el que descubrió al chófer de Lehrer.

Pidió dos cervezas y se unió al conductor.

—Le envidio —dijo Felsen, brindando—. Mañana por la noche estará de vuelta en Berlín.

—Pues no.

—Tiene todo el día, en cuanto entre en la autopista…

—Antes vamos a pasar unos días en Gstaad. A él le gusta el aire de la montaña y… otras cosas.

—¿Ah, sí?

—Cuando están fuera siempre les gusta jugar… hasta a Himmler, y soy incapaz de pensar en alguien dispuesto a jugar con él. El poder —dijo el chófer con la vista puesta en su cerveza—, eso es lo que les va a las mujeres, hágame caso.

Felsen apuró su bebida y se encaminó de vuelta al Schweizerhof. Lehrer estaba aún en su habitación. Felsen esperó en el bar hasta que le vio atravesar la recepción y salir a la noche. Decidió recopilar su propia información, en vez de dejar que fuera Lehrer quien se la sirviese fragmentada, y salió detrás de él. Recorrieron las calles de la ciudad vieja. Había poca gente a la vista pero resultaba fácil seguirlo por las oscuras aceras bajo las casas de arenisca verde. Al final Lehrer se metió en una calle y cuando Felsen dobló la esquina no había nada a excepción de un solitario cartel luminoso con el nombre Ruthli en rojo. Se sentía estúpido. No quería decir nada que Lehrer tuviese un lío en Berna. Pero la curiosidad lo espoleaba.

Entró en el club, dejó el sombrero y la chaqueta y escogió una mesa en penumbra. Un tipo gordo de pelo negro y engominado tocaba el piano mientras una chica con una larga peluca pelirroja cantaba, sentada bajo un foco, una triste canción en alemán suizo. Pidió un coñac. No veía a Lehrer. Llegó el coñac y poco después una chica se sentó a su lado. Hablaron en francés. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y descubrió a Lehrer sentado a una mesa próxima al escenario con una mujer oculta por sus anchos hombros.

El club fue llenándose. La chica le pidió que la invitase a una bebida. Llegó en un cubo con hielo. Era muy joven y demasiado delgada para su gusto. Se acercó a él con la copa y le pilló un cigarrillo. La chica de la peluca roja desapareció del escenario con su triste canción y su pianista gordo. Luego sonó un redoble de tambores y los focos se dispararon por el local cogiendo a la gente desprevenida. Uno fue a dar de lleno en la cara de la compañera de Felsen. Ésta cerró los ojos y volvió la cabeza, pero no lo bastante rápido. Hizo que Felsen se levantara de la silla y volcase la copa de su acompañante. Restallaron los platillos. El público se desvaneció en la penumbra. Los focos se detuvieron en un telón rojo que se abrió para descubrir a un hombre con chistera y frac. Pero no cabía error en lo que Felsen había visto. La blanca cara bajo el foco había sido la de Eva Brücke.