16 de febrero de 1941, Prinz Albrechtstrasse, 8, cuartel general de la RHSA
Las puertas del furgón se abrieron en respuesta al berrido inarticulado de un soldado armado. Felsen recibió un culatazo de rifle en el hombro. Bajó como pudo a la nieve ennegrecida que le llegaba a los tobillos y subió los escalones que llevaban del patio al interior del siniestro edificio de piedra de la Gestapo dando tumbos. Eran en total cuatro prisioneros. Los llevaron directamente al sótano, a un angosto y largo pasillo con celdas a los lados. Casi toda la luz procedía de una puerta abierta de la que escapaban los gemidos de un poscoito masculino. Los dos presos que precedían a Felsen echaron un vistazo hacia la luz y volvieron la cabeza al momento. Un hombre en mangas de camisa con un rígido mandil marrón macabramente sucio prestaba sus atenciones a un tipo sujeto a una silla mediante correas.
—Cierre la puerta, Krüger —dijo en tono cansino y preñado de resignación. Un hombre con todas las tareas de un día por delante y ninguna fácil.
De un portazo el pasillo quedó reducido a una lúgubre penumbra. Asignaron a Felsen una celda hedionda y sin luz con un camastro y un cubo por toda compañía. Se apoyó con las manos contra la pared húmeda y trató de librarse a bocanadas del frío rezumar que sentía en el interior de su caja torácica. Se había propasado. Estaba claro.
Vinieron por él al cabo de unas horas y se lo llevaron. Dejaron atrás la puerta cerrada de la cámara de los horrores y lo subieron al primer piso, a un despacho con altos ventanales donde un hombre de traje oscuro dedicó una cantidad absurda de tiempo a limpiarse las gafas detrás de una mesa. Felsen esperó. El hombre le conminó a sentarse.
—¿Sabe por qué está aquí?
—No.
El hombre insertó su cara en las gafas y abrió un expediente que mantuvo oculto a los ojos de Felsen, quien tenía la mirada clavada en la precisión de la raya de aquel sujeto.
—Comunismo.
—Será una broma.
El hombre le miró, pero no hizo ningún comentario.
—Está usted a favor de los judíos.
—No sea ridículo.
—También conoce a una mujer llamada Michelle Duchamp.
—Eso sí que es cierto.
—Mis compañeros llevan una semana hablando con ella en Lyon. Ha ido recordando cosas de su estancia en Berlín durante los años treinta.
—Antes de la guerra… cuando la conocí, es lo que quiere decir.
—Pero no antes de la política. Como sabe, lleva cerca de un año trabajando para la Resistencia francesa.
—No me meto en política y no, no lo sabía.
—Todos estamos metidos en política. Miembro del partido número 479 381, Förderndes Mitglied de una unidad de las SS…
—Sabe tan bien como yo que no hay vida fuera del Partido.
—¿Por eso se afilió, Herr Felsen? ¿Para que prosperase su empresa? ¿Para mejorar sus perspectivas? ¿Para sacar tajada mientras las cosas vayan bien?
Felsen se recostó en la silla y contempló el lóbrego cielo berlinés por la ventana, pensando en que aquello podía pasarle a cualquiera y que pasaba… todos los días.
—Qué chaqueta más bonita —dijo el hombre—. La hizo su sastre…
—Isaac Weinstock —le informó Felsen—. Es un nombre judío, por si…
—Sabe que los judíos tienen prohibido comprar hilo.
—Yo compré la tela por él.
Volvía a nevar. A duras penas distinguía los copos contra el cielo gris a través del cristal gris por encima del archivador gris.
—Olga Kasarov —dijo el hombre.
—¿Qué pasa con ella?
—La conoce.
—Me acosté con Olga… una vez.
—Es una bolchevique.
—Es rusa, eso sí que lo sé —replicó Felsen—, y, en cualquier caso, no sabía que te pudiesen pegar el comunismo follando.
Aquello pareció provocar una reacción en el hombre, que se levantó y encajó el expediente bajo su axila.
—No creo que acabe de hacerse a la idea de su situación, Herr Felsen.
—Tiene razón. Tal vez si tuviese la amabilidad…
—Quizá resulte conveniente algo de rehabilitación.
Felsen sintió de repente que el vehículo fuera de control en el que viajaba se precipitaba por una pendiente más vertiginosa.
—Su investigación… —empezó a decir, pero el hombre ya avanzaba hacia la puerta—. Herr, Herr, espere.
El hombre abrió la puerta. Entraron dos soldados que levantaron a Felsen en volandas y lo sacaron de la habitación.
—Lo enviaremos de vuelta a la escuela, Herr Felsen —dijo el hombre del traje oscuro.
Lo devolvieron a su celda, donde lo retuvieron durante tres días. Nadie habló con él. Le daban un cuenco de sopa al día. No vaciaban su cubo. Se sentaba en el jergón rodeado de su orina y heces. En ocasiones un grito penetraba en su oscuridad, unas veces tenue, otras horriblemente alto y claro. En el pasillo al que daba su celda se repartían palizas espantosas. Más de un hombre llamaba a su madre por la rendija de la puerta.
Se preparó durante horas y días. Adiestró su cerebro hasta inducirlo a un estado de cortesía excesiva y dotó a su porte de una sumisa timidez. Al cuarto día volvieron por él. Apestaba y el miedo le daba flojera. No lo llevaron a la cámara de los horrores ni al piso de arriba a entrevistarse otra vez con el hombre del traje oscuro. Lo esposaron y salieron directamente al patio, donde la nieve caía en copos grandes y suaves aunque, por obra de botas y neumáticos, estuviera prieta y dura bajo los pies. Lo cargaron en un furgón vacío con una mancha aún pringosa en el suelo. Se cerraron las puertas.
—¿A dónde va esto? —preguntó a la oscuridad.
—A Sachsenhausen —respondió el guardia desde el exterior.
—¿Y qué hay de la ley? —dijo Felsen—. ¿Qué hay del procedimiento legal?
El guardia dio un golpe en el costado del furgón. El conductor arrancó y envió a Felsen disparado contra las puertas.
Eva Brücke estaba en su despacho del Die Rote Katze fumando un cigarrillo tras otro y echándose coñac en el café hasta que en la taza sólo hubo alcohol. La hinchazón había desaparecido de la cara gracias a la aplicación diaria de un poco de nieve, sólo quedaba un hematoma azul y amarillo que se desvanecía bajo la base y los polvos blancos con que se maquillaba.
La puerta del despacho estaba abierta y tenía a la vista las cocinas vacías. Oyó unos golpes suaves en la puerta de atrás y se levantó para abrir. En ese momento sonó el teléfono con más estruendo que una vajilla completa estrellándose contra el suelo. Dio un brinco y se tranquilizó. No quería cogerlo, pero el ruido era ensordecedor y se lo llevó bruscamente a la oreja.
—¿Eva? —inquirió una voz.
—Sí —respondió ella, que la había reconocido—. Esto es Die Rote Katze.
—Parece cansada.
—Es un trabajo de muchas horas y hay pocas oportunidades para descansar.
—Debería tomarse algo de tiempo libre.
—Algo de «fuerza a través del placer» —dijo ella, y su interlocutor se rio.
—¿Dispone de alguien más con sentido del humor?
—Depende de quién cuente los chistes.
—No, bueno, quiero decir… alguien que sepa apreciar la diversión. Una diversión inusual.
—Conozco a gente que todavía puede reír bien alto.
—Como yo —dijo él, riendo bien alto para demostrarlo.
—A lo mejor —replicó, sin acompañarlo en sus risas.
—¿Podrían pasar a verme para una velada de diversiones y sorpresas?
—¿Cuántas?
—Oh, creo que tres es un buen número. ¿Podrían ser tres?
—¿Le iría bien pasar por aquí y darme una idea más clara de lo que…?
—Ahora mismo me resulta más bien imposible.
—Ya sabe, me preocupa que…
—Oh, no, no, no, no se preocupe. El tema es la comida. ¿Hay algo más alegre que la comida en los tiempos que corren?
—Veré qué puedo hacer.
—Gracias, Eva. Aprecio el servicio que me presta.
Colgó y volvió a la puerta de atrás. El hombrecito reservado al que estaba esperando aguardaba en el callejón nevado. Lo dejó pasar. Se sacudió la nieve del sombrero y dio unos pisotones para limpiarse las botas. Pasaron al despacho. Eva desconectó el teléfono de la pared.
—¿Bebe, Herr Kaufman?
—Sólo té.
—Tengo algo de café.
—Nada, gracias.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Me preguntaba si tendría usted sitio para dos visitantes.
—Ya le dije…
—Lo sé, pero se trata de una emergencia.
—Aquí, no.
—No.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres días.
—Puede que esté fuera —dijo ella en un ramalazo de inspiración fruto de la llamada telefónica.
—Pueden apañárselas solos.
—Ya le dije que esto iba a ser… iba a tener que ser…
—Lo sé —dijo él, juntando las manos sobre el regazo—, pero las circunstancias son inusuales.
—¿No serán siempre inusuales?
—Tal vez tenga razón.
Eva encendió un cigarrillo y exhaló el humo con un suspiro.
—¿Cuándo llegan?
Sachsenhausen era un antiguo cuartel a treinta kilómetros al noroeste de Berlín, en Oranienberg, convertido en campo de concentración. Felsen conocía su existencia sólo porque había tomado un preso político y dos judíos para que barriesen los suelos de la fábrica. Los habían soltado de allí en 1936, justo antes de las Olimpiadas. No hizo falta que dijesen nada sobre las condiciones del KZ: los dos tendones de sus nucas se destacaban con claridad bajo las cabezas afeitadas; pesaban por lo menos quince kilos menos de lo recomendable.
El inquietante trayecto desde Berlín transcurrió sobre carreteras cubiertas de nieve. El furgón derrapaba y doblaba bruscamente por el pavimento. Al llegar a Sachsenhausen oyó cómo se abrían puertas y golpes estruendosos en los costados del furgón. Durante cien metros fue como si el vehículo pasase por encima de troncos; Felsen tenían los nervios destrozados. Después el silencio y tan sólo el crujido de las ruedas sobre la nieve. El furgón se detuvo. Gimió el viento. El conductor tosió en la cabina. Las puertas se abrieron.
Felsen se puso de pie y notó la viscosidad de sus manos, la sangre medio seca del suelo las habían teñido de rojo. Avanzó a trompicones hasta las puertas abiertas. A la vista tenía una enorme extensión blanca tan sólo surcada por las dos líneas de roderas del furgón. Lejos, tal vez a unos doscientos metros, era difícil calcularlo a causa del cegador brillo de la nieve, había árboles y edificios. El furgón arrancó arrojándolo a medio palmo de nieve. Las puertas dieron una sacudida y se cerraron con un golpe mientras él se llevaba las manos a la cabeza, aturdido por el ruido repentino. Al borde de la enorme extensión llana de terreno nevado se alzaba una figura humana. Felsen se arrastró hacia delante con los ojos entrecerrados. La figura, gris e indiscernible, no se movió. Un ruido detrás de él hizo que Felsen se estremeciera: el sonido del metal afilado surcando la nieve. Se volvió con una sacudida. Había tres hombres con negras gabardinas de las SS y casco. Arrastraban el dobladillo de sus chaquetas por la superficie de la nieve. Uno llevaba una porra de madera, otro una pala que blandió en un arco con un silbido del filo contra la nieve cristalina. El tercero sostenía un metro de cable de acero con el extremo pelado. Felsen volvió a mirar hacia la figura, como si pudiese ayudarle. Había desaparecido. Se levantó. Bajo los cascos desaparecían los ojos de los soldados. A Felsen le temblaban las piernas.
—Sachsengruss —dijo el guardia de la porra.
Felsen se llevó las manos a la cabeza y comenzó a ejecutar flexiones de rodillas. El saludo sajón. Le hicieron repetirlo durante una hora. Después le obligaron a permanecer en posición de firmes durante otra hora, hasta que el cuerpo le temblaba de frío y tenía los oídos llenos del silbido del cable, el arrastre de la pala y los golpes de la porra. Los guardias trazaban círculos a su alrededor.
Le quitaron las esposas. La pala voló por los aires hacia él. La cogió con unos dedos que esperaba ver destrozarse como porcelana.
—Cava un camino hasta el edificio.
Le siguieron por la inmensidad blanca a medida que excavaba centenares de metros de caminos. Las lágrimas recorrían su cara y su nariz moqueaba riachuelos congelados, exhalando un vapor denso como el aliento de un toro. Empezó a nevar. Le ordenaron volver a tapar los caminos trazados.
Lo extenuaron durante seis horas hasta que fue noche cerrada, sin que las persianas de los edificios descubrieran un ápice de luz. Lo pusieron cara a la oscuridad y le endosaron otra hora de Sachsengruss mientras le decían que iba a tener que despejarlo todo otra vez al día siguiente. Durante los últimos diez minutos se vino abajo dos veces y le obligaron a ponerse de pie a patadas. Descubrió una cosa gracias a las patadas. Descubrió que no le matarían de una paliza con la porra, el cable y la pala.
Después lo obligaron a mantenerse firme hasta que un tenue hilillo de música flotó hasta ellos desde la absoluta oscuridad. Le hicieron marchar hasta el edificio. Se cayó. Lo arrastraron de espaldas hasta el interior. Sus pies trazaron líneas mojadas sobre los suelos abrillantados.
El calor del edificio pareció descongelar su pensamiento; se le caían las lágrimas y su nariz y orejas goteaban agua. Subió el volumen de la música. Lo conocía. Mozart. Eso tenía que ser. Todas esas notas. Sobre la música llegaban voces y risas. Un olor familiar. Las botas de los guardias desfilaron por los suelos encerados. Los pies de Felsen volvieron a una vida de dolor, pero sonreía. Sonreía porque ahora sabía lo que antes había sospechado en la nieve: no estaba en Sachsenhausen.
Llegaron hasta una habitación con sillas y alfombras, periódicos y ceniceros; una civilización inimaginable después de Prinz Albrechtstrasse. Se detuvieron. Los guardias lo pusieron de pie. Uno llamó a la puerta y le hicieron entrar de espaldas a otra habitación. Una chica soltó una risita. La conversación cesó y sólo se oía música.
—¿Le gusta esta música al prisionero? —preguntó una voz.
Felsen tragó saliva con fuerza. Le temblaban las piernas. Su humillación le enervó el cuello.
—No sé si debería gustarme, señor.
—¿No tiene opinión?
—No, señor.
—Es Mozart. Don Giovanni. Ha sido prohibida por el Partido. ¿Sabe por qué?
—No, señor.
—El libreto fue escrito por un judío.
La música dejó de sonar.
—Entonces, ¿qué pensaba de la música?
—No me gustaba, señor.
—¿Por qué está aquí?
—Me han enviado de vuelta a la escuela, señor.
Los pies de Felsen palpitaban dentro de sus zapatos destrozados, la sangre latía a través de ellos.
—¿Por qué está aquí? —preguntó otra voz.
Lo pensó durante un largo minuto.
—Porque tengo suerte con las cartas, señor —respondió, lo cual hizo que la tensión se coagulase en la sala hasta que la chica ahogó otra risita—. Perdón, señor, porque hago trampas con las cartas, señor.
—Prisionero, dé la vuelta y descanse.
Al principio no distinguía quién estaba sentado a la mesa. Antes que nada sus ojos aguados repararon en la ingente cantidad de comida. Después vio a Wolff, Hanke, Fischer y Lehrer, a dos hombres más que no conocía y a una joven que fumaba a través de un carmín ya emborronado.
Lehrer sonreía. Los Brigadeführers disfrutan de la diversión. El primero en ceder fue Fischer, rugió y pateó el suelo con las botas. Rieron todos, aporreando la mesa, incluso la chica, que no sabía de qué se reía.
—¿El prisionero está autorizado a reírse? —preguntó Hanke.
Rugieron de nuevo.
—Prisionero Felsen, ¡ríase! —gritó Fischer.
Felsen sonrió y empezó a parpadear, haciendo acopio de alborozo de alivio. Agitó los hombros, el estómago, volvió a palpitar y rompió a reír, rio de pura impotencia, rio hasta que las arcadas le forzaron a parar. Rio hasta que los oficiales de las SS se callaron.
—Ahora el prisionero dejará de reírse —dijo Lehrer.
Felsen cerró la boca de un chasquido. Volvió a la posición de firmes.
—Allí tiene algo de ropa. Cámbiese.
Se fue a la cocina, se desnudó y se puso un traje negro que le quedaba grande. Volvió a unirse a los de la mesa.
—Coma —dijo Lehrer.
Asoló la mesa en su inmediata proximidad con más empeño que un ejército en retirada. Los oficiales hablaban entre ellos con excepción de Lehrer.
—No crea que soy mal perdedor —le dijo.
—No lo creo, señor.
—¿Qué es lo que cree?
—Creo que es usted lo que implica su nombre: un profesor, señor.
—¿Y qué ha aprendido?
—Obediencia, señor.
—Le vamos a encargar este trabajo que no desea por una serie de motivos. Sabe organizar las cosas. Es implacable y agresivo. Pero debe obedecer, Felsen. En su negocio puede perder la producción de una hora porque alguien no haya seguido sus órdenes. En el negocio de la guerra podría tratarse de mil vidas o más. Los inconformistas no tienen cabida. La clave es el control. Y yo tengo el control —afirmó, agitando el coñac de su copa—. Entonces, ¿por qué no quiere este trabajo?
—No quiero dejar Berlín, señor. Tengo una fábrica que dirigir.
—Al menos no es por una chica.
—He fabricado productos de calidad y he mostrado mi agradecimiento.
—No cambie de tema. ¿Qué hay en Berlín para un suabo como usted además de una fábrica? No hablamos de París o de Roma. No es una ciudad de la que enamorarse. No es como Nuremberg, mi ciudad. ¿Y los berlineses? Dios mío, se creen que el mundo está en deuda con ellos.
—A lo mejor me gusta su sentido del humor.
—Sí, bueno, siempre han sido un poco cáusticos allá en Suabia.
—No le sigo, señor —dijo Felsen, susceptible.
—Pisoteado por un cerdo hasta matarlo. ¿A qué vino eso?
Felsen no respondió.
—¿Cree que no sé nada de su padre? —preguntó Lehrer.
—Sí, bueno, aquí tiene dos ejemplos de humor suabo.
—Me supuso un problema; Hanke pensó que era psicológicamente inapropiado.
—Tendría que haberme esforzado más con él.
Lehrer se inclinó por encima de la mesa, con la cara encendida por el vino y el aliento agrio y cargado de puro.
—Este trabajo es una gran oportunidad para usted… una gran oportunidad… Me dará las gracias por él. Sé que me las dará.
—Entonces, ¿por qué no me lo cuenta, señor?
—Todavía no. Mañana. Vendrá a Lichterfelde. Primero le tomaré juramento.
—¿Para entrar en las SS?
—Por supuesto —dijo Lehrer, hasta que vio la cara helada de Felsen—. No se preocupe, irá al oeste, no al este.
Le llevaron en coche de vuelta a Berlín por un camino recién nevado. Aquel olor familiar había sido el del cuartel de Lichterfelde. En las escasas ocasiones en que se cruzaban con otro vehículo Felsen atinaba a ver las sombras de los oficiales que se pasaban la chica en el coche de delante. Lehrer no hablaba. Dejó de nevar. Se adentraron en Berlín y el primer coche se desvió hacia el Tiergarten y Moabit. Lehrer le ordenó al conductor que hiciese un pequeño recorrido por la ciudad. Felsen contemplaba la oscuridad, los parques negros, las torres antiaéreas, las casas sin luces, la silenciosa estación de Anhalter.
—Está en la naturaleza de la guerra —dijo Lehrer— que sucedan cosas. Suceden más cosas de las que podrían pasar en tiempos de paz. En ese sentido se trata del periodo más emocionante de la vida de un hombre. En un momento dado dirige una fábrica y gana más dinero del que habría podido soñar cuando era granjero en Suabia. Baila con chicas en el Golden Horseshoe, frecuenta los espectáculos del Frasquita, recorre el Kufu con el resto de mamones forrados. Y de pronto…
—Estoy en Prinz Albrechtstrasse.
—Un régimen nuevo y radical debe protegerse. La fuerza a través del miedo.
—Y de pronto… siga.
—Piense en términos internacionales. Alemania ya no es sólo Alemania. Alemania es toda Europa. Una potencia mundial. Política y económica. No sea estrecho de miras.
—Es mi mentalidad de campesino. Así logro sacar adelante las cosas y ganar dinero.
—Eso está bien, pero tenga también una visión amplia. El Reichsführer Himmler quiere que las SS constituyan un grupo económico por derecho propio dentro del nuevo Reich germánico. Piense en ello.
Por fin el coche desembocó en Nürnbergerstrasse y frenó frente al piso de Felsen. Salió, subió los dos tramos de escalera y se encontró con que habían reparado su entrada. Entró y encendió uno de sus propios cigarrillos. Miró desde detrás de la persiana y comprobó que el coche había desaparecido. Se puso un abrigo y el sombrero y salió a la noche.
Había un trecho corto hasta Kurfürstenstrasse. Recorrió las calles que resultaban más transitables. No había nadie. La temperatura había dado un bajón.
Felsen entró en la callejuela que daba a la finca de Eva y atravesó la puerta del patio. Los montones de tierra y escombros sacados del sótano estaban cubiertos de un pesado manto de nieve. La puerta estaba cerrada. La aporreó y volvió atrás para subirse a uno de los montones para ver si tras las persianas se adivinaba algo de luz. Gritó su nombre. Al rato alguien abrió una ventana y le dijo que dejase sus monsergas de borracho.
Volvió a casa, se puso en remojo en la bañera y se metió en la cama. Eran las dos y media de la madrugada. Ya la llamaría por la mañana, pensó, mientras se sumergía en su primera hora de sueño. Se despertó en cuatro ocasiones con una ráfaga y un golpe en la cabeza como si le hubiesen golpeado con un ladrillo. Tenía la nariz impregnada de olor a mierda, y no pudo desprenderse de los últimos contornos de su sueño: la blancura de la enorme plaza de armas extendiéndose hasta el infinito. Después tuvo que encender la luz.