CAPÍTULO I

15 de febrero de 1941, cuartel de las SS, Unter den Eichen, Berlín-Lichterfelde

Incluso para esa época del año la noche había llegado antes de tiempo. Las nubes de nieve, bajas y henchidas como zepelines, hicieron que los ordenanzas se precipitaran al comedor para bajar las persianas y ocultar las luces. No es que hiciera falta. Pura rutina. Con ese tiempo no iba a despegar ningún bombardero. No salía nadie desde las Navidades pasadas.

Un camarero de las SS con chaquetilla blanca y pantalones negros depositó una bandeja de té frente al civil; éste no apartó la vista del periódico que no estaba leyendo. El camarero aguardó un momento y se fue con los ordenanzas. En el exterior la nieve amortiguaba los sonidos del vecindario y su peso en aumento llenaba los cráteres, enjalbegaba las ruinas, encalaba los tejados, allanaba los surcos embarrados y pulverizaba las calles negras con una uniforme blancura de tiza.

El civil se sirvió una taza de té, sacó una pitillera de plata de su bolsillo y extrajo un cigarrillo blanco de tabaco turco negro. Dio unos golpecitos con la punta contra los caracteres góticos «KF» inscritos en la tapa de la petaca y acomodó el papel seco en su labio inferior. Lo encendió con un mechero de plata, grabado con las iniciales «EB», un pequeño hurto temporal. Alzó la taza.

«Té —pensó—. ¿Qué se ha hecho del café solo, bien cargado?».

El apretado tabaco del cigarrillo crepitó cuando le dio una honda calada, deseoso de sentir la comezón de la sangre por sus venas. Se sacudió dos motas blancas de ceniza de su traje negro nuevo. El peso del tejido y la precisión del corte judío le recordaron el motivo por el que ya no estaba tan bien como antes. Con treinta y dos años era un próspero empresario que ganaba más dinero del que jamás habría imaginado. Ahora había surgido algo que con toda seguridad le impediría ganarlo: las SS.

No podía sacudirse a esa gente de encima. Esa gente era la causa de que estuviese tan atareado, la causa de que su fábrica —Neukölln Kupplungs Unternehmen, fabricante de enganches para ferrocarriles— trabajase a pleno rendimiento, y la causa de que hubiese encargado a un arquitecto los planos de una ampliación. Era un Förderndes Mitglied, un promotor de las SS, lo cual quería decir que tenía el placer de sacar a unos tipos de uniforme oscuro a dar una vuelta nocturna por la ciudad y ellos le aseguraban trabajo. Ni por asomo se acercaba a ser un Freunde der Reichsführer-SS, pero tenía sus ventajas comerciales y también sus responsabilidades.

Llevaba dos días conviviendo con el consabido olor a col hervida y lejía del cuartel de Lichterfelde, enmarañado en su mundo castrense de Oberführers, Brigadeführers y Gruppenführers. ¿Quién era toda esa gente con su uniforme de Cabezas de la Muerte y sus interminables preguntas? ¿A qué se dedicaban cuando no investigaban a sus abuelos y bisabuelos? Estamos en guerra con el mundo entero y todo lo que les interesa es tu árbol genealógico.

Él no era el único candidato. Había otros empresarios, reconoció a uno. Todos trabajaban en el metal. Llegó a abrigar la esperanza de que los estuvieran examinando para una propuesta comercial, pero ninguna de las preguntas era técnica, todas estaban estrictamente encaminadas a valorar la personalidad, y eso significaba que lo querían para un trabajo.

Entró un ayudante, un asistente o comoquiera que se llamase. Cerró la puerta tras de sí con esmero de bibliotecario. El preciso chasquido del cierre y el gesto satisfecho de asentimiento pusieron en marcha su mecanismo interno de irritación.

—Herr Felsen —dijo el asistente mientras se sentaba frente al civil de pelo moreno y anchos hombros encorvados.

Klaus Felsen movió la pierna entumecida y alzó su robusta cabeza suaba para dedicarle el lento parpadeo de unos ojos azul grisáceo que asomaban por debajo del risco surcado de arrugas de su frente.

—Nieva —comentó Felsen.

El asistente, a quien le costaba creer que las SS tuvieran que rebajarse a considerar a ese… ese… a un campesino lenguaraz con una inexplicable facilidad para los idiomas candidato para el trabajo, le hizo caso omiso.

—Las cosas le van bien, Herr Felsen —anunció mientras se limpiaba las gafas.

—Ah, ¿le han llegado noticias de mi fábrica?

—No exactamente. Claro, estará preocupado…

—Les van bien las cosas, querrá decir; yo estoy perdiendo dinero.

Una mirada nerviosa del asistente revoloteó sobre la cabeza de Felsen como las faldas de una doncella.

—¿Juega a cartas, Herr Felsen? —preguntó.

—Mi respuesta es la misma que la última vez: a todo menos al bridge.

—Mañana habrá una partida de cartas aquí en el comedor con unos cuantos oficiales de alta graduación de las SS.

—¿Voy a jugar a póquer con Himmler? Qué interesante.

—En realidad, con el SS-Gruppenführer Lehrer.

Felsen se encogió de hombros; no le sonaba el nombre.

—¿Eso es todo? ¿Lehrer y yo?

—Y los SS-Brigadeführers Hanke, Fischer y Wolff, a quienes ya conoce, y otro candidato. Se trata tan sólo de una oportunidad para que usted… para que ellos puedan conocerlo de un modo más relajado.

—¿El póquer todavía no se considera degenerado?

—El SS-Gruppenführer Lehrer es un consumado jugador. Creo que…

—Prefiero no oírlo.

—Creo que lo más recomendable para usted sería… esto… perder.

—Ajá… ¿más dinero?

—Se lo devolveremos.

—¿Tengo todos los gastos pagados?

—No exactamente; pero recuperará su dinero de otro modo.

—Póquer —dijo Felsen, pensando en lo relajada que iba a ser esa partida.

—Es un juego muy internacional —replicó el asistente levantándose de la mesa—. A las siete en punto, entonces. Aquí. Creo que lo más apropiado será un esmoquin.

Eva Brücke estaba en el pequeño estudio de su piso, un segundo de la Kurfürstenstrasse en pleno centro de Berlín. Estaba sentada delante de su escritorio, vestía tan sólo una combinación bajo un pesado salto de cama negro con motivos de dragones en oro y una manta de lana sobre las rodillas. Fumaba y jugueteaba con una caja de cerillas mientras pensaba en el nuevo cartel que había aparecido en el tablón de su finca. «Alemanas, vuestro líder y vuestro país confían en vosotras», rezaba. Pensaba en lo nervioso e inseguro que parecía: los nazis, o a lo mejor sólo Goebbels, revelando un miedo profundo y subconsciente al incuantificable misterio del bello sexo.

Su pensamiento se desvió de la propaganda para pasar al club nocturno que regentaba en la Kurfürstendamm, Die Rote Katze. Su negocio había florecido en los últimos dos años por el simple motivo de que sabía lo que les gustaba a los hombres. Tenía la habilidad de ver a una chica y advertir los pequeños encantos que harían reaccionar a un varón. No es que sus chicas fuesen preciosas, pero poseían alguna cualidad: unos ojazos azules e inocentes, una espalda larga, estrecha y vulnerable o una boquita tímida, una combinación perversa si tenemos en cuenta su absoluta disponibilidad a hacer cualquier cosa que pudiera ocurrírsele a esos hombres.

Eva tensó los hombros y retiró la manta del respaldo de la silla para envolverse con ella. Empezaba a marearse porque había fumado demasiado rápido, tan rápido que la punta del cigarrillo era un cono agudo y alargado. Eso sólo pasaba cuando estaba de mal humor, y pensar en los hombres siempre la ponía de mal humor. Los hombres siempre le traían problemas, nunca la libraban de ellos. Su tarea, al parecer, era complicar las cosas. Sin ir más lejos, su pareja actual. ¿Por qué no podía hacer lo que se esperaba de él y quererla sin más? ¿Por qué tenía que poseerla, importunarla, ocupar su territorio? ¿Por qué tenía que llevarse cosas? Lanzó las cerillas sobre la mesa. Era un empresario y eso, suponía que se ganaba la vida como los empresarios: acumulando cosas.

Trató de apartar su pensamiento de los hombres, en especial de sus clientes y las visitas que hacían a su despacho de la parte trasera del club, donde se sentaban y fumaban y bebían y lisonjeaban hasta que llegaban a lo que de verdad querían, que era algo especial, pero que muy especial. Tendría que haber sido médico, una de esas flamantes doctoras del cerebro que te vuelven cuerdo hablando, porque era consciente de que durante la guerra había cambiado los gustos de sus clientes. Por lo general, en los tiempos que corrían, como sabía por experiencia propia, se infligía dolor quizá para compensar el balance tras haberlo recibido. Hubo uno que vino y le pidió algo que ni siquiera ella estaba segura de poder ofrecer. Era un hombre tan tranquilo, insignificante y reservado, quién lo habría pensado…

Sonó un golpe en la puerta. Apagó el cigarrillo, tiró las mantas y trató de ahuecarse el pelo rubio para darle algo de vida, pero se desanimó al verse reflejada sin maquillaje en el espejo. Desarrebujó el salto de cama, se ajustó el cinturón y fue a abrir la puerta.

—Klaus —saludó, enarbolando una sonrisa—. No te esperaba.

Felsen la sacó al umbral de un tirón y le dio un apasionado beso en la boca, desesperado tras dos días en el cuartel. Deslizó la mano hasta el nacimiento de su espalda. Ella levantó los puños y se apartó de su pecho.

—Estás mojado —dijo—, y yo me acabo de levantar.

—¿Y?

Eva volvió al interior, colgó el sombrero y el abrigo de Felsen y pasó a su estudio. Él la siguió con su ligera cojera. Nunca empleaba el salón, prefería las habitaciones pequeñas.

—¿Café? —preguntó, dirigiéndose a la cocina.

—Estaba pensando…

—Del bueno. ¿Y coñac?

Él se encogió de hombros y se metió en el estudio. Se sentó en el lado del escritorio destinado a los clientes, encendió un cigarrillo y se quitó las hebras de tabaco de la lengua. Eva volvió con el café, dos tazas, una botella y copas. Le robó a Felsen un cigarrillo que éste encendió.

—Me preguntaba dónde pararía esto —dijo, arrancándole con enfado el mechero de la mano.

Para entonces ya se había cepillado el pelo y llevaba los labios pintados. Desconectó el teléfono de la pared para que pudiesen hablar tranquilos.

—¿Dónde has estado? —preguntó.

—Ajetreado.

—¿Problemas en la obra?

—Lo habría preferido.

Eva sirvió el café y vertió un poco de coñac en el suyo. Felsen impidió que hiciese lo propio con el suyo.

—Después —explicó—. Quiero saborear el café. Me han hecho beber té durante dos días.

—¿Quiénes?

—Las SS.

—Es que son más brutos, esos chicos —dijo con mecánica ironía, sin sonreír—. ¿Qué querían las SS de un encantador campesino suabo como tú?

El humo trazaba volutas bajo la lámpara art déco. Felsen inclinó la pantalla hacia abajo.

—No me lo quieren decir, pero parece un trabajo.

—¿Muchas preguntas sobre tu pedigrí?

—Les dije que mi padre araba la firme tierra alemana con las manos desnudas. Les gustó.

—¿Les contaste lo de tu pie?

—Les dije que mi padre dejó caer un arado encima.

—¿Se rieron?

—Allí no se respira un ambiente muy chistoso que digamos.

Terminó el café y vertió coñac sobre los posos.

—¿Conoces a un tal Gruppenführer Lehrer? —preguntó Felsen.

—El SS-Gruppenführer Oswald Lehrer —respondió con calma—. ¿Por qué?

—Esta noche juego a cartas con él.

—He oído que dirige las SS, o más bien los KZ, como una empresa… haciendo que costeen sus propios gastos. Algo por el estilo.

—Conoces a todo el mundo, ¿verdad?

—Es mi trabajo —replicó ella—. Me extraña que no hayas oído hablar de él. Ha estado por el club. Por éste y por el de antes.

—Ah, sí. Claro que sí —dijo, pero no era verdad.

La cabeza de Felsen discurría a todo correr. KZ, KZ. ¿Qué quería decir eso? ¿Iban a asignarle algo de mano de obra barata de un campo de concentración? ¿Pasar su fábrica a la producción de municiones? No. Un trabajo. Era para un trabajo. De repente sintió frío en los huesos. No le iban a poner a cargo de un KZ, ¿o sí?

—Bebe algo de coñac —continuó Eva, sentándose en su regazo—. Deja de darle vueltas. No tienes ni idea.

Le pasó una mano por la hirsuta cabellera y le frotó la mejilla con el pulgar como si fuera un niño con una mancha. Inclinó la cabeza y le estampó algo de pintalabios en la boca.

—Deja de pensar —dijo.

Él deslizó una mano grande por debajo de su axila y abarcó uno de sus pechos firmes y libres de sujetador. Dejó la otra mano suelta bajo el vuelo de su combinación. Ella sintió que se endurecía. Se levantó, volvió a envolverse con la bata y se anudó el cinturón. Se apoyó en el quicio de la puerta.

—¿Te veré esta noche?

—Si me sueltan —respondió, mientras se acomodaba en la silla, obstaculizado por su erección.

—¿No te preguntaron por qué un granjero suabo sabe tantos idiomas?

—Pues sí, ahora que lo dices.

—Y tú les diste una guía turística de todas tus amantes.

—Algo así.

—Francés, de Michelle.

—Era francés, ¿verdad?

—Portugués de aquella chica brasileña, ¿cómo se llamaba?

—Susana. Susana Lopes —respondió—. ¿Qué se hizo de ella?

—Tenía amigos. Le ayudaron a escapar a Portugal. No habría durado mucho en Berlín con esa piel tan morena —dijo Eva—. Y Sally Parker. Sally te enseñó inglés, ¿verdad?

—Y póquer y a bailar el swing.

—¿Quién era la rusa?

—No hablo ruso.

—¿Olga?

—Sólo llegamos al da.

—Sí —dijo Eva—, niet no estaba en su vocabulario.

Se rieron. Eva se inclinó por encima de él y volvió a subir la pantalla de la lámpara.

—He tenido demasiado éxito —dijo Felsen, sin conseguir que pareciese que lo sentía; se puso más coñac en la taza.

—¿Con las mujeres?

—No. Llamando la atención… con los entretenimientos que ofrezco.

—Hemos tenido buenos momentos —dijo Eva.

Felsen tenía la vista fija en la alfombra.

—¿Qué has dicho? —preguntó de golpe, mirándola con sorpresa.

—Nada —respondió ella. Le pasó el brazo por encima para apagar el cigarrillo y Felsen aspiró con fuerza su olor. Dio un paso hacia atrás—. ¿A qué vais a jugar esta noche?

—Al juego de Sally Parker: póquer.

—¿Dónde vas a llevarme con lo que ganes?

—Me han aconsejado que pierda.

—Para mostrar tu gratitud.

—Por un trabajo que no quiero.

En el exterior un coche avanzó por la nieve de la Kurfürstenstrasse.

—Hay una posibilidad —dijo ella.

Felsen la miró; tal vez el sol asomaba entre las nubes.

—Podrías limpiarlos.

—Ya lo había pensado —respondió él entre risas.

—Tal vez resulte peligroso, pero… —se encogió de hombros.

—No me meterían en un KZ, no con lo que estoy haciendo por ellos.

—Hoy meten a quien sea en un KZ, créeme —dijo ella—. Son los mismos que talaron los limeros de Unter den Linden para que cuando fuéramos al Café Kranzler lo único que viéramos fueran esas águilas que nos miran desde encima de los pilares. Tendrían que llamarlo Unter den Augen. Si son capaces de eso, también lo son de meter en un KZ a Klaus Felsen, a Eva Brücke y al Príncipe Otto von Bismarck.

—Si aún viviese.

—¿Y a ellos qué más les da?

Felsen se levantó y avanzó hacia ella, apenas unos centímetros más alto pero casi tres veces más ancho. Eva tendió un brazo blanco y delgado, la muñeca un delta de venas azules, de lado a lado de la puerta.

—Sigue el consejo que te han dado —dijo—. Estaba de broma.

La agarró e introdujo los dedos entre nalga y nalga, algo que a ella no le gustaba. Trató de darle un beso. Eva se escabulló y le apartó la mano de un revés. Maniobraron en círculo para que a él le quedase vía libre hacia la puerta.

—Volveré —anunció, sin pretender que sonase a amenaza.

—Iré a tu piso cuando cierre el club.

—Llegaré tarde. Ya sabes cómo es el póquer.

—Despiértame si estoy dormida.

Felsen abrió la puerta del piso y se volvió para mirarla una vez más al otro lado del pasillo. El salto de cama estaba medio abierto. Sus rodillas presentaban un aspecto cansado por debajo de la combinación. Aparentaba más de treinta y cinco. Cerró la puerta y bajó al trote las escaleras. Al llegar abajo posó la mano en el remate de la barandilla y, a la tenue luz del hueco, tuvo la impresión de estar soltando amarras.

Poco después de las seis de la tarde, Felsen contemplaba a oscuras en su piso la negrura mate de la Nürnbergerstrasse, fumando en el hueco de su mano y escuchando el golpeteo de la aguanieve contra la ventana. Un coche de ojos rasgados bajó por la calle proyectando nieve batida con las ruedas, pero no se trataba de un vehículo oficial y siguió su camino hasta doblar por la Hohenzollerndamm.

Fumaba compulsivamente pensando en Eva, en lo embarazoso que había sido, en cómo lo había pinchado, sacando a colación todas sus novias, las de antes de la guerra, las que le habían enseñado a no ser un paleto. Eva se las había presentado y después, cuando los ingleses declararon la guerra, se apuntó ella en persona. No recordaba muy bien cómo había sido aquello. En lo único que pensaba era en cómo Eva no le había enseñado nada, cómo le había revelado los misterios de la nada, las complejidades del espacio existente entre líneas y palabras. Era la reina de la reserva.

Reconstruyó su relación hasta el momento en que, en pleno arrebato de frustración por su distanciamiento, la había acusado de hacerse la misteriosa cuando su única ocupación era camuflar un burdel como club nocturno. Ella se mostró gélida y dijo que no seguía ningún juego. Cortaron durante una semana y él se acostó con todas las putas anónimas de la Friedrichttrasse que pudo, consciente de que ella se enteraría. Eva hizo caso omiso de su reaparición en el club y no le dejó volver a su cama hasta estar segura de que estaba limpio, pero… le había permitido volver.

Se aproximó otro coche por la Nürnbergerstrasse con la aguanieve cayendo en diagonal a través de sus haces de luz. Felsen palpó los dos fajos de marcos del Reich que llevaba en los bolsillos, se apartó de la ventana y bajó a esperarlo.

Los SS-Brigadeführers Hanke, Fischer y Wolff y uno de los otros candidatos, Hans Koch, estaban sentados en el comedor apurando las copas que les servía un camarero con una bandeja de acero. Felsen pidió un coñac y se sentó con ellos. Comentaban cómo había mejorado la calidad del coñac del cuartel desde que habían ocupado Francia.

—Y cigarros holandeses —dijo Felsen, repartiendo un puñado entre los presentes—. Fíjense en cómo se quedaban lo mejorcito para ellos.

—Un rasgo muy judío —añadió el Brigadeführer Hanke—, ¿no creen?

Koch, con la cara igual de rosa que a los catorce años, asintió convencido detrás del humo del puro que Hanke le estaba encendiendo.

—No sabía que los judíos participasen en la industria tabaquera holandesa —dijo Felsen.

—Los judíos están en todas partes.

—¿No fuma de sus propios puros? —inquirió el Brigadeführer Fischer.

—Después de cenar —contestó Felsen—. Antes sólo cigarrillos. Turcos. ¿Quiere probar uno?

—No fumo cigarrillos.

Koch contempló su puro encendido y se sintió estúpido. Vio la pitillera de Felsen sobre la mesa.

—¿Me permite? —preguntó, cogiéndola. El nombre del fabricante estaba estampado en el interior—. Samuel Stern; ¿ve cómo los judíos están en todas partes?

—Los judíos llevan siglos entre nosotros.

—Como Samuel Stern hasta la Noche de los Cristales Rotos —observó Koch, recostándose de nuevo en la silla y cruzando un gesto de asentimiento con Hanke—. Cada hora que permanezcan en el Reich nos debilita.

—¿Nos debilita? —repitió Felsen; aquello sonaba a cita textual del periodicucho de Julius Streicher, Der Stürmer—. Lo que es a mí, no me debilitan.

—¿Qué insinúa, Herr Felsen? —preguntó Koch con las mejillas encendidas.

—No insinúo nada, Herr Koch. Me limitaba a decir que no he experimentado ningún debilitamiento de mi posición, mi empresa o mi vida social a causa de los judíos.

—Es bastante posible que no haya…

—Y en cuanto al Reich, últimamente hemos invadido la mayor parte de Europa, lo cual a duras penas…

—… posible que no haya prestado atención —acabó Koch, imponiéndose a gritos.

Las puertas dobles del comedor se abrieron de golpe y un hombre alto y corpulento entró en la habitación con tres zancadas. Koch salió disparado de su silla. Los tres Brigadeführers se levantaron. El SS-Gruppenführer Lehrer hizo un ademán con la muñeca a la altura de la cintura.

Heil Hitler —dijo—. Tráigame un coñac. Reserva.

Los Brigadeführers y Koch respondieron con un saludo completo. Felsen se levantó con calma de su silla. El camarero le susurró algo a la morena cabeza inclinada del Gruppenführer.

—Bueno, pues entonces lléveme el coñac a donde cenemos —gritó.

Pasaron directamente a cenar, para gran disgusto de Lehrer, que habría preferido quedarse delante del fuego para calentarse el trasero con un coñac o dos.

Durante la cena Koch y Felsen se sentaron uno a cada lado de Lehrer. Cuando hubieron servido una asquerosa sopa verde, Hanke preguntó a Felsen sobre su padre. Era la pregunta que había estado esperando.

—Lo mató un cerdo en 1924 —dijo Felsen.

Lehrer sorbió su sopa con estruendo.

A veces usaba un cerdo, a veces un carnero. Lo que nunca hacía era decir la verdad, que era que a los quince años Klaus Felsen había encontrado a su padre colgando de una viga del granero.

—¿Un cerdo? —preguntó Hanke—. ¿Un jabalí?

—No, no, un cerdo doméstico. Resbaló y se cayó al corral; un cerdo lo pisoteó hasta matarlo.

—¿Y usted tomó las riendas de la granja?

—Tal vez ya sepa todo esto, Herr Brigadeführer. Llevé la granja durante ocho años hasta que murió mi madre. Entonces la vendí y me subí al tren del milagro económico del Führer, y nunca he vuelto la vista atrás. No es algo que me guste hacer.

Después de la alocución Hanke se recostó de nuevo en la silla, hombro con hombro junto a su protegido, que sonreía abochornado. Lehrer siguió con sus sorbidos. De todas formas ya lo sabía todo. Excepto lo del cerdo, claro está. Eso había sido interesante; no cierto, pero interesante.

Los boles de sopa fueron reemplazados por unos platos de cerdo reseco con patatas hervidas y un pegote de col lombarda. Lehrer comía tan sólo por hacer algo mientras Koch le largaba el programa del partido.

Después de engullir paletadas cada vez más rápidas aprovechó una pausa momentánea para inclinarse hacia Felsen y comentar:

—¿No está casado, Herr Felsen?

—No, Herr Gruppenführer.

—He oído —dijo mientras mordisqueaba un padrastro— que tiene reputación de conquistador.

—¿Ah, sí?

—¿Cómo es que un hombre que jamás ha estado en el sur de los Pirineos habla portugués? —preguntó Lehrer, inspeccionándose el lóbulo de la oreja con el pulgar y el índice—. Y no me diga que eso es lo que hoy se enseña en los colegios de Suabia.

Lehrer arqueó las cejas en una parodia de inocencia. Felsen descubrió que Susana Lopes se había movido en círculos más elevados.

—Solía ir a montar con una brasileña por el Havel —mintió; el estómago de Lehrer lanzó una protesta.

—¿A caballo? —preguntó.

Después de cenar pasaron a una sala contigua. Compraron fichas por valor de cien marcos cada uno y se sentaron en torno a una mesa con tapete verde. Los camareros acercaron un carrito de madera con bebidas y copas, sirvieron coñac y se fueron. Lehrer se aflojó la guerrera y dio unas caladas al cigarro que Felsen le había dado, soplando el humo sobre el extremo encendido.

La luz sobre la mesa, estratificada por el humo, apenas iluminaba las caras de los jugadores. Koch, más rojo que nunca a causa del vino y el coñac. Hanke y sus inescrutables ojos de párpados caídos, con la oscura sombra de la barba empezando a despuntar. Fischer, ojeroso y con la piel tirante e irritada como si hubiese pasado media noche en una ventisca. Wolff, rubio y de ojos azules, inconcebiblemente joven para ser Brigadeführer, necesitado de una cicatriz de combate que aportase experiencia a su cara. Y Lehrer, el gran hombre, con las mandíbulas claramente marcadas, canas en las sienes y ojos oscuros, húmedos y brillantes en anticipación de la diversión y la corrupción que tenía por delante. Si Eva hubiese estado presente, pensó Felsen, le habría dicho que ése era de los que disfrutaban dando cachetes.

Jugaron. Felsen perdió con perseverancia. Se plantó en las manos que presentaban la más mínima emoción y se tiró faroles sin ánimo de respaldarlos. Koch perdía con grandes aspavientos. Ambos compraron más fichas y se las transfirieron a los oficiales de las SS, que no mostraban ninguna voluntad de poner punto final al proceso.

Entonces Felsen empezó a ganar. Hubo comentarios sobre el cambio de las cartas. Hanke y Fischer fueron expoliados con rapidez. Koch acabó desplumado, con pérdidas de 1600 marcos. Felsen se concentró en Wolff y empezó a perder repetidamente en favor de él lanzándole faroles. Le quedaban apenas 500 marcos cuando Lehrer limpió a Wolff con un póquer contra un ful. Parecía que a Wolff le hubiesen empalado a su silla. Lehrer se veía inmenso tras sus pilas de fichas.

—Tal vez desee reponer sus reservas si pretende plantarme cara —dijo Lehrer.

Felsen se sirvió un coñac y dio una calada a su puro. Lehrer estaba pictórico. El empresario echó mano a su bolsillo y sacó 2000 marcos.

—¿Bastará con esto? —preguntó; Lehrer se relamió.

Jugaron durante una hora en la que Lehrer, ya en mangas de camisa, fue perdiendo poco a poco. Wolff, desde las sombras, observaba la partida con intensidad de halcón. Hanke y Koch intrigaban en el sofá mientras Fischer dormía estrepitosamente.

Pasada apenas la una y media de la madrugada Lehrer declinó descartarse en una mano. Felsen pensó durante tres minutos buenos y cogió dos cartas; les echó un vistazo y las dejó boca abajo encima de la mesa. Puso 200 marcos en el centro. Lehrer los vio y subió 400. Felsen también los vio y volvió a subir. Se detuvieron para examinarse el uno al otro. Lehrer trataba de encontrar la luz, la angosta grieta, la microscópica fisura que era lo único que necesitaba. Entonces Felsen supo que su carta más fuerte no estaba boca abajo sobre la mesa y se permitió un asomo de sonrisa en la boca del estómago. A Lehrer le bastó para ver la apuesta de Felsen y subir 1000 marcos. Felsen pasó al centro los 500 que le quedaban, sacó un fajo de 5000 del bolsillo y lo lanzó encima del resto.

Wolff, con la mesa a la altura del pecho, fundía agujeros en el tapete verde. Hanke y Koch se callaron. Fischer dejó de roncar.

Lehrer sonrió y tamborileó sobre la mesa con los dedos. Pidió papel y pluma. Desplazó al centro sus restantes 2500 marcos y firmó un pagaré por otros 2500.

—Me parece que ya es hora de que las veamos.

—Usted primero —dijo Felsen, a quien no le habría importando seguir un rato.

Lehrer se encogió de hombros. Dio la vuelta a cuatro ases y un rey. A Koch le rechinaban los dientes de rabia al pensar que Felsen le había arrebatado el trabajo a golpe de talonario.

—Bueno, Felsen —dijo Wolff.

Felsen dio la vuelta primero a las cartas que había pedido. El siete y el diez de diamantes. Wolff resopló con sorna, pero Lehrer se inclinó hacia delante. Las siguientes dos cartas fueron el ocho y el nueve de diamantes.

—Espero que ésa no sea una jota —dijo Lehrer.

Era el seis.

Lehrer arrancó su guerrera del respaldo de la silla y salió de la habitación.

Quizá, pensó Felsen mientras miraba a los hombres deprimidos que iban abandonando la sala, se había propasado. Superar un póquer de ases con una escalera de color baja… eso podía entenderse como una humillación.

La aguanieve había vuelto a convertirse en nevada. Después el frío se hizo demasiado intenso para la nieve y el aire adquirió una quietud cortante. Los surcos negros se helaron sobre las blancas carreteras y el coche oficial que llevaba a Felsen de vuelta a Berlín se abrió paso a coletazos hasta la Nürnbergerstrasse.

Felsen trató de darle propina al conductor, que la rechazó. Cojeó con lentitud por la escalera que llevaba a su piso. Entró, se quitó el abrigo y el sombrero y arrojó su dinero sobre la mesa. Se sirvió un coñac, encendió un cigarrillo y, a pesar del frío, se desprendió de la chaqueta y la dejó en el respaldo de una silla.

Eva dormía enfundada en un abrigo de lana, con una manta sobre las piernas. Se sentó frente a ella y contempló cómo sus ojos se agitaban bajo los párpados. Alargó la mano para tocarla. Se despertó con un gritito que parecía proceder de la noche y no de su garganta. Él retiró la mano y le tendió un cigarrillo.

Eva se puso a fumar con la mirada fija en el techo, acariciando la rodilla de Felsen sin ser consciente de ello.

—Estaba soñando.

—¿Algo malo?

—Te habías ido de Berlín. Yo estaba sola en una estación de Ubahn y donde tendría que haber vías había un montón de gente mirándome, como si esperasen algo de mí.

—¿Adónde me había ido?

—No lo sé.

—Dudo que después de esta noche vaya a ninguna parte.

—¿Qué has hecho? —preguntó ella, como haría una madre con su niño.

—Los he pulido.

Eva se incorporó.

—Eso ha sido una estupidez —dictaminó—. Ya conoces a Lehrer, no es lo que se dice simpático. ¿Te acuerdas de esas dos chicas judías?

—Las que acabaron en el Havel, sí que me acuerdo, pero no fue él, ¿o sí?

—No, pero estaba delante. Él fue quien encargó las chicas.

—Él también sabía cosas de mí —dijo Felsen entre sorbo y sorbo de coñac—. Sabía lo mío con Susana Lopes. ¿Cómo crees que se enteró?

—Así es como funciona el régimen, ¿no?

—Fue hace años.

—Ya era un estado totalitario antes de la guerra —dijo ella, poniéndole las rodillas entre las piernas y cogiéndole la copa de coñac—. ¿Por eso le ganaste a las cartas?

—¿A qué te refieres? —preguntó, molesto por haber sonado a la defensiva.

—Estabas celoso. No digas que no, es obvio —dijo—. De lo suyo con Susana.

Sus manos se abrieron paso hasta la bragueta de los pantalones y frotaron el grueso tejido.

—Le gané porque no quiero dejar Berlín.

—¿Berlín? —preguntó Eva, jugando con él.

Le desabrochó los pantalones y la bragueta. Él se escurrió de los tirantes y ella le bajó los pantalones hasta los muslos y tiró de los calzoncillos hacia fuera y por encima de su erección.

—No sólo Berlín —reconoció él, y jadeó cuando las manos de ella rodearon el nacimiento de su pene.

—Lo siento —dijo Eva, sin que fuera verdad.

Felsen tragó saliva. Sentía el pene extraordinariamente caliente en sus manos frías y blancas. Ella desplazó los puños arriba y abajo con penosa lentitud, sin apartar la vista de su cara. Le tembló el cuello y la atrajo de un tirón a su regazo, abriéndole el abrigo y levantándole el vestido por encima del final de sus medias. Apartó a un lado el elástico de las bragas y ella tuvo que agarrarse a los brazos de la silla para no caerse. Después lo encontró y descendió sobre él sintiendo la lenta quemazón que iba entrando en su interior.

Al alba las pesadas cortinas negras aniquilaban la acerada luz grisácea del exterior. Las sábanas blancas de lino estaban rígidas de frío. La cabeza de Felsen se desprendió de la almohada con el segundo golpe, que vino acompañado del crujido de un trozo de madera reducido a astillas. Unas botas atronaron contra las tablas del suelo; algo cayó y salió rodando. Felsen se volvió, con el hombro entumecido por el frío y los engranajes del cerebro chirriando porque la bebida y el cansancio entorpecían el necesario desembrague. Los dos enormes cristales de las puertas dobles del dormitorio saltaron en pedazos. Dos hombres con gabardinas de cuero negro hasta los tobillos entraron a través de los marcos de la puerta. El único pensamiento de Felsen fue: «¿Por qué no se habrán limitado a abrir la puerta?».

Eva despertó como si la hubiesen apuñalado. Felsen se dejó caer de la cama y se agazapó, desnudo. La suela de cuero de una bota negra le golpeó en el costado de la cabeza llena de estopa y se vino abajo.

—¡Felsen! —rugió una voz.

Felsen murmuró algo para sus adentros, con el pensamiento disperso, la habitación llena de Eva lanzando gritos como clavos en alemán.

—¡Tú! ¡Cállate!

Oyó un golpe sordo, como administrado con el puño cerrado, y después silencio.

Felsen se sentó con la espalda contra la cama y los genitales encogidos por el frío del suelo de madera encerada.

—¡Vístete!

Se ajustó la ropa a trompicones. Le goteaba sangre tibia por detrás de la oreja. Los hombres le aferraron cada uno de un hombro. Pisotearon los cristales rotos y esta vez abrieron las puertas, educados a la hora de salir.

Un furgón verde con rejas era la única nota de color en un glaciar de edificios gris plomo cubiertos de nieve, la calle congelada en una ártica cartografía de blancos orlados de gris y de negro. Se abrió la puerta del furgón. Arrojaron a Felsen a la oscuridad y el jadeo del miedo.