Ivins está en lo cierto al apuntar de esta forma hacia a interacción de muchos factores. Pero la tecnología y os efectos sociales de la tipografía nos inclinan a abstenernos de distinguir la interacción y, por decirlo así, la causalidad «formal», tanto en nuestra vida exterior como en nuestra vida interior. La imprenta existe en virtud de una separación estática de funciones, y fomenta una mentalidad que resiste gradualmente cualquier perspectiva, excepto una perspectiva separativa, compartimentadora o especialista. Como explica Gyorgy Kepes en The Language of Vision (pág 200):
La imitación literaria de la naturaleza, ligada a un punto de observación fijo, había matado la imagen como organismo plástico… El arte no representativo clarificó las leyes estructurales de la imagen plástica. Rehabilitó la imagen a su misión original de experiencia dinámica basada en las propiedades de los sentidos y su organización plástica. Pero echó por la borda los signos significativos de las relaciones visuales.
Esto es, el engarce visual explícito de los elementos de una composición, verbal o no verbal, comenzó a fascinar y a obligar a muchas mentalidades en la última parte del siglo XV. Kepes especifica este engarce visual explícito como «literario», y como ocasión inmediata de la disociación de la interacción de las varias propiedades de todos los sentidos. Añade (pág 200):
La imagen fue «purificada». Pero esta purificación no tuvo en cuenta el hecho de que la distorsión y la desintegración de la imagen como experiencia plástica no había sido debida a signos significativos representados como tales, sino más bien a la prevaleciente representación-concepto, que era estática y limitada, y, consecuentemente, en contradicción con la dinámica naturaleza plástica de la experiencia visual.
La estructura del significado había estado basada sobre el mismo concepto que generó el punto de vista fijo en la representación espacial, perspectiva lineal y modelado por sombreo.
El carácter involuntario y subconsciente de este «punto de vista fijo» o privado, depende del aislamiento del factor visual en la experiencia[43]. Será sobre este «punto de vista fijo» donde se producirán los triunfos y destrucciones de la era de Gutenberg.
Resulta muy necesaria la prueba aportada por Kepes en The Language of Vision, ya que existe una incomprensión muy extendida acerca de la forma plana, bidimensional, o en mosaico, en el arte y en la experiencia. De hecho, lo bidimensional es lo opuesto a inerte, como descubrió Georg von Bekesy en su estudio sobre el oído. Porque la simultaneidad dinámica es el efecto de lo bidimensional, y la homogeneidad inerte el efecto de la tridimensionalidad. Explica Kepes (pág 96):
Los pintores medievales primitivos frecuentemente repetían varias veces la figura principal en el mismo cuadro. Su propósito era representar todas las relaciones posibles que la afectaban, y comprendían que ello solo podía hacerse mediante una descripción simultánea de varias acciones. Esta conexión de significado, más bien que la lógica mecánica de la óptica geométrica, es la misión esencial de la representación.
Se da, pues, esta gran paradoja en la era de Gutenberg; que su aparente dinamismo es cinemático, en estricto sentido cinematográfico. Es una serie coherente de fotogramas estáticos, o «puntos de vista fijos», en relación homogénea. La homogeneización de hombres y materiales llegará a ser el gran programa de la era de Gutenberg, la fuente de riqueza y poder desconocida en cualquier otro tiempo o tecnología.
Una novedad muy celebrada, y pasatiempo del Renacimiento, está relacionada directamente con la creciente tenencia hacia lo visual en la experiencia, a saber: el deleite experimentado con el uso de la cámara oscura. Erik Barouw hace una excelente y breve exposición de esta forma de entretenimiento en su obra Mass Communication (págs 13-14):
En los días en que la Biblia de Johann Gutenberg, impresa con tipos móviles, suscitaba admiración en Alemania, otra innovación estaba ganando posiciones en Italia. Era una especie de juego, que al principio no parecía tener relación con la difusión de información o de ideas.
El artificio estaba descrito en las notas de Leonardo de Vinci, no publicadas. Si en un día soleado os sentáis en una habitación oscura, en una de cuyas paredes se haya practicado un pequeño orificio, veréis en la pared opuesta u otra superficie imágenes del exterior: un árbol, un hombre, un carruaje que pasa.
El principio de este fenómeno fue descrito con detalle en el libro Magia Natural, de Giovanni Battista della Porta, publicado en 1558. Algunos años más tarde se supo que una lente colocada en el orificio reforzaba la imagen.
Un grupo de personas en una habitación oscura y contemplando imágenes en una pared —arrojadas por un haz luminoso que atraviesa la oscuridad— debió de asemejarse a un grupo que asiste a una proyección cinematográfica en el hogar. Había una diferencia: la imagen estaba cabeza abajo.
En realidad, la lente se colocaba en un lado de una caja en lugar de la pared de una habitación. Por medio de espejos, la imagen podía proyectarse sobre una pantalla de cristal de la caja, para que pudiera verse en posición normal.
La caja, considerada todavía como una pequeña habitación, se llamaba «habitación oscura» o «cámara oscura». Esta cámara podía dirigirse hacia un paisaje, una calle, una fiesta en un jardín… Un grupo de gentes mirando con asombro las imágenes en movimiento en la caja muy bien hubiera podido parecer un grupo de personas que mira la televisión.
Los ilusionistas comenzaron a utilizar el dispositivo para embaucar y entretener. Se convirtió en un pasatiempo entre las gentes acomodadas de toda Europa.
En el siglo XVII, los pintores de muchos países lo usaron para resolver problemas de perspectiva. Algunos artistas hallaron más fácil trazar la imagen bidimensional de la cámara oscura que trabajar sobre la realidad tridimensional.
El paso inmediato fue obvio. ¿Podía conservarse la imagen, ahorrando todavía más trabajo al artista? La idea parece haber estado latente durante dos siglos, en espera de los avances de la química y de demanda.
Como nos hallamos en la frontera entre el mundo del manuscrito y el de la tipografía, se hace indispensable que hagamos aquí gran número de comparaciones y que señalemos muchos contrastes entre los rasgos de estas dos culturas. De la observación de la época de los escribas podemos lograr muchos atisbos de la era de Gutenberg. Un pasaje muy conocido de la popular Utopia de Tomás Moro nos servirá de comienzo:
«Esto es lo que pensaba —dijo— cuando afirmé que la filosofía no tiene lugar entre los reyes». «Sin duda —repliqué— que no lo tiene esta filosofía escolástica; que pretende que todas las cosas pueden aplicarse en todas partes. Pero existe otra filosofía más sociable, que conoce, como si dijéramos, su propio papel, con lo que se ordena y se conduce adecuadamente en la comedia que tiene entre manos, representa su parte con gracia, por tanto, sin decir nada fuera del debido orden y modo».
Al escribir en 1516, Moro se da cuenta de que el diálogo escolástico medieval, oral o conversacional, es por completo inadecuado para resolver los nuevos problemas de los grandes estados centralistas. Al viejo diálogo debe suceder un nuevo tratamiento de los problemas; cada cosa a su tiempo, «nada fuera del debido orden y modo». Porque el método escolástico fue un mosaico simultáneo, un habérselas con muchos aspectos y niveles de significación en vigorosa simultaneidad. Este método no servirá más en la nueva era lineal. Un libro reciente, Ramus: Method and the Decay of Dialogue, del padre Ong, está dedicado por entero a este tema previamente oscuro y que él ilumina brillantemente. Su investigación acerca de la transformación del último escolasticismo en «método» visual, servirá de ayuda, la más importante, en la próxima fase de la configuración de sucesos determinada por Gutenberg. En el segundo libro de su Utopia (pág 82), Moro hace patente su plena conciencia del proceso de homogeneización del escolasticismo más avanzado en su tiempo. Se complace en registrar que los utopianos están anticuados: «Pero si en todas las cosas son casi iguales que nuestros antiguos eruditos, nuestros nuevos lógicos han pasado y llegado mucho más lejos que ellos en sutiles invenciones. Pues ellos no han ideado ninguna de estas reglas de las restricciones, amplificaciones y suposiciones, muy ingeniosamente inventadas en las clases de lógica, y que nuestros niños oyen en todos los lugares donde aprenden»[44].
Tanto L’Apparition du livre, de Febvre y Martin, como The Fifteenth Century Book, de Curt Buhler, constituyen amplios estudios de la transición desde la cultura de la época de los escribas a la de la era tipográfica. Junto al Ramus, de Ong, estos tres grandes análisis de la cuestión hacen posible una comprensión enteramente nueva de los acontecimientos que componen la galaxia Gutenberg. Como cabía esperar, el libro impreso tardó mucho tiempo en ser reconocido como algo más que un escrito con tipos, una clase de manuscrito más accesible y portable. Es esa especie de conciencia o conocimiento transicional que en nuestro propio siglo se refleja en palabras y frases como «coche sin caballos», «sin hilos», «cinematógrafo»… «Telégrafo» y «televisión» parecen haber reflejado un impacto más directo que las formas mecánicas tales como la tipografía y el cine. Sin embargo, habría sido tan difícil explicar la innovación de Gutenberg a un hombre del siglo XVI, como lo es hoy explicar la total diferencia entre la TV y las imágenes fílmicas. Hoy nos gusta pensar que la imagen-mosaico de la televisión y el espacio pictórico de la fotografía tienen mucho en común. En realidad, no tienen nada en común. Ni lo tuvieron el libro y el manuscrito. No obstante, el productor y el consumidor de páginas impresas las concibieron como una continuación directa del manuscrito. Del mismo modo, el período del siglo XIX experimentó una revolución completa con el advenimiento del telégrafo. La página impresa mecánicamente fue cruzada con una nueva forma orgánica que alteró su disposición, como alteró la política y la sociedad.
Hoy, con la llegada de la automación, extensión última de la forma electromagnética de organización de la producción, estamos tratando de contender con tal nueva producción orgánica como si fuese producción mecánica en masa. En 1500 nadie sabía cómo comercializar y distribuir los libros impresos producidos masivamente. Fueron comercializados por las mismas vías que los antiguos manuscritos. Y el manuscrito, como cualquier otro producto de artesanía, se vendió del mismo modo que hoy se venden las antigüedades. Es decir, el mercado del manuscrito fue principalmente un mercado de segunda mano.
Aunque con Hajnal hemos visto muchas cosas acerca de la producción de libros por los escribas o copistas, no nos hemos ocupado de los supuestos y actitudes de los autores con respecto a los libros y a los lectores. Puesto que fueron precisamente tales supuestos los que habían de sufrir grandes cambios, es necesario especificarlos, siquiera sea sucintamente. Para este propósito es indispensable la obra de E. P. Goldschmidt Medieval Texts and Their First Appearance in Print. El estudio que hace de los hábitos y procedimientos del escritor sometido a las condiciones de la época del manuscrito lo lleva a concluir (pág 116):
Lo que he tratado de demostrar es que la Edad Media, por diversas razones y por diversas causas, no poseyó el concepto de «autor» con la misma significación exacta que hoy le damos. Gran parte del prestigio y «compartimentación», resulta quizá más evidente. Pero el hecho más claro es que la publicación impresa ha sido el medio directo de la fama y de la memoria eterna.
La invención de la imprenta dio al traste con muchas de las causas técnicas del anonimato, en tanto que, al mismo tiempo, el movimiento del Renacimiento creó nuevas ideas de fama literaria y propiedad intelectual.
Hoy no es evidente por completo que la tipografía haya sido el medio y la ocasión del individualismo y de la autoexpresión en la sociedad. Que haya sido el medio de alimentar hábitos de propiedad privada, aislamiento y muchas formas de «compartimentación», resulta quizá más evidente. Pero el hecho más claro es que la publicación impresa ha sido el medio directo de la fama y de la memoria eterna.
Porque, hasta las películas modernas, no había habido en el mundo medios de difundir una imagen particular que igualara al libro impreso. La cultura del manuscrito no dio aliento a grandes ideas en este aspecto. La imprenta lo hizo. Gran parte de la megalomanía renacentista, desde Aretino a Tamburlaine, es descendencia inmediata de la tipografía, que facilitó los medios físicos para extender las dimensiones del autor particular en el espacio y en el tiempo. Mas para el que estudie la cultura del manuscrito, como Goldschmidt dice (pág 88):
«Una cosa se hace evidente en seguida: antes de 1500, aproximadamente, la gente no daba la misma importancia que damos nosotros a la seguridad acerca de la identidad precisa del autor de un libro que estamos leyendo o citando. Raramente hallamos referencias de que entonces se comentaran tales cuestiones».
Y aunque resulta extraño, es una cultura orientada hacia el consumidor la que se preocupa acerca de autores y marchamos de autenticidad. La cultura del manuscrito estaba orientada hacia el productor, casi enteramente una cultura del hágalo usted mismo, y se cuidaba de la pertinencia y la utilización del producto más bien que de sus fuentes:
La práctica de multiplicar los textos literarios con la tipografía ha determinado un cambio tan profundo en nuestra actitud hacia el libro y en nuestra estimación de las distintas actividades literarias, que se requiere cierto esfuerzo de imaginación histórica para apreciar vívidamente las muy diferentes condiciones en que se produjeron, adquirieron, difundieron y procuraron los libros en los tiempos medievales. He de pediros que seáis un poco pacientes para seguir algunas de las reflexiones que me dispongo a apuntar y que tal vez os parezcan obvias y evidentes. Pero difícilmente podrá negarse que estas condiciones materiales se pierden de vista con gran frecuencia al discutir los problemas literarios de la Edad Media, y que nuestra inercia mental nos impulsa a aplicar criterios de valor y de conducta sobre los autores de los libros medievales, que se han originado en nuestro espíritu en condiciones actuales, totalmente diferentes (pág 89).
No solamente fue desconocido el concepto de autor particular, en el sentido que le ha conferido la más reciente producción impresa, sino que tampoco hubo público lector, en el sentido que nosotros le damos. Es esta una cuestión que generalmente se ha configurado con las ideas acerca de «la extensión de la alfabetización». Pero incluso si todo el mundo hubiese sabido leer, un autor no hubiese tenido público, bajo las condiciones de la época del manuscrito. Un científico avanzado actual no tiene público.
Tiene unos cuantos amigos y colegas con quienes habla acerca de su trabajo. Lo que hemos de tener presente es que el libro manuscrito era de lectura lenta y de lenta acción o circulación. Goldschmidt nos invita (pág 90) a:
tratar de visualizar a un autor medieval trabajando en su estudio. Una vez concebido el plan para componer el libro, antes que nada habría de reunir materiales y acumular notas. Buscaría libros sobre temas afines, primero en la biblioteca de su monasterio. Si había encontrado algo que pudiera utilizar, escribiría capítulos pertinentes o partes enteras sobre hojas de vitela o pergamino, que guardaría en su celda para utilizarlos oportunamente. Si en el curso de esta lectura tropezase con la cita de un libro no disponible en la biblioteca, sentiría ansias de descubrir dónde podría verlo, cuestión nada sencilla en aquellos días. Escribiría a amigos de otras abadías famosas por sus grandes bibliotecas para preguntar si tenían algún ejemplar, y habría de esperar sus respuestas durante largo tiempo.
Una gran parte de la correspondencia que hoy se conserva de los eruditos medievales consiste en tales peticiones de búsqueda del paradero de algún libro, solicitudes de ejemplares de libros que se suponía existentes en la localidad de residencia del destinatario, ruegos de préstamo de libros para copiarlos…
El oficio de autor, antes de la imprenta, era en gran medida el de construir un mosaico:
Actualmente, cuando un autor fallece, podemos ver claramente que sus propios libros impresos, en los estantes de su biblioteca, son aquellas obras que él consideraba completas y terminadas, y que se hallan en la forma en que quería transmitirlas a la posteridad; sus «trabajos» manuscritos, en los cajones de su despacho, se considerarían sin duda de un modo muy diferente; es claro que él no los daba por terminados definitivamente. Pero en los tiempos que precedieron a la invención de la imprenta, tal distinción no aparecería tan clara. Ni ningún otro podía determinar tan fácilmente si cualquier escrito en particular, manuscrito por el autor fallecido, era obra propia o una copia hecha por él de la obra de algún otro. Tenemos aquí una fuente obvia de la gran masa de anonimato y ambigüedad con respecto a la paternidad de tantos de nuestros textos medievales (pág 92).
La reunión de las partes de un libro no solo fue frecuentemente una labor colectiva de los escribas o copistas, sino que los bibliotecarios y usuarios de libros tomaron mucha parte en su composición, puesto que los libros pequeños, que solo ocupaban unas cuantas páginas, nunca hubieran podido transmitirse excepto en volúmenes de contenido misceláneo. «Estos volúmenes que contienen varias obras, y que probablemente constituían la mayoría de los libros en la biblioteca, fueron formados, como unidades, no por los autores ni aun por los copistas, sino por los bibliotecarios o encuadernadores (muchas veces la misma persona)» (pág 94).
Señala luego Goldschmidt (págs. 96-97) otras circunstancias de la confección y uso de los libros en tiempos anteriores a la imprenta, y que hicieron muy secundaria la condición de autor:
Cualquiera que fuese el método adoptado, un volumen que contuviese veinte obras distintas de diez autores diferentes, necesariamente había de ser registrado bajo un nombre, fuera lo que fuese lo que el bibliotecario decidiese hacer con los otros nueve hombres. Y si el primer tratado era de San Agustín, a nombre de San Agustín se registraría el volumen. Si se quería consultar el libro, había de solicitarse por San Agustín, aunque fuese el quinto tratado el que se quisiese consultar, y que podría ser de Hugo de Sancto Caro. Y si había de escribirse a un amigo en otra abadía para que copiase algo, anotado en una visita anterior, se tenía que escribir: «Hazme el favor de copiar el tratado contenido en los folios 50 a 70 de vuestro Augustinus». Esto no significaba necesariamente que el peticionario no supiese que el autor de este tratado no era San Agustín; lo pensase así o no, tenía que pedir este libro «ex Augustino». En otra biblioteca, este mismo texto, digamos De duodecim abusivis, estaría encuadernado en tercer lugar en un volumen que comenzara con algo de San Cipriano. Aquí el mismo tratado sería «ex Cypriano». Esta es una prolífica fuente de atribuciones de paternidad literaria, determinante de que uno y el mismo texto fuese atribuido a varios nombres.
Existe otra circunstancia, olvidada muy a menudo, que contribuye grandemente a la confusión. Para el erudito medieval, la pregunta: «¿Quién escribió este libro?» no significaba necesariamente, ni aun primordialmente: «¿Quién compuso este libro?».
Podía significar una pregunta acerca de la identidad del copista, no del autor. Y muy frecuentemente esta pregunta sería mucho más fácil de contestar, porque en la abadía, durante generaciones, perduraba tradicionalmente el conocimiento de la caligrafía característica de un hermano que escribió muchos libros bellos.
Desde el siglo XII en adelante, pues, el auge de las universidades llevó a maestros y estudiantes al campo de la producción de libros durante las horas de clase, y estos libros volvieron a las bibliotecas monásticas cuando los estudiantes regresaban después de completar sus estudios:
«Cierto número de estos libros de texto clásicos, ejemplares aprobados que se conservaban para que fuesen copiados por los alumnos permanentes de la universidad, halló muy pronto, naturalmente, paso hacia las prensas, porque muchos de ellos continuaban teniendo en el siglo XV, como antes, una demanda que no decaía. Estos textos universitarios oficiales no ofrecen problema de origen o nomenclatura…» (pág 102).
Añade luego Goldschmidt: «Muy pronto, después del 1300, pudo prescindirse de la costosa vitela, y el papel, más barato, hizo la acumulación de libros una cuestión de industria más que de riqueza». Sin embargo, como los estudiantes acudían a las clases pluma en ristre, y «la misión del profesor era dictar el libro que exponía ante su auditorio», existe una gran colección de reportata que constituye un problema muy complejo para los compiladores[45].
Circunstancias como esta que describe Goldschmidt sirven para ilustrar la amplitud de la revolución de Gutenberg, que hizo posible los textos uniformes y repetidos:
No puede ponerse en duda que, para muchos escritores medievales, no estuvo nada claro el punto exacto en que dejaron de ser «copistas» y se convirtieron en «autores». ¿Qué cantidad de «coaportación», de información adquirida, daba derecho a un hombre para reivindicar el puesto de «autor» de una nueva unidad en la cadena de conocimiento transmitido? Seremos culpables de anacronismo si imaginamos que el estudiante medieval consideraba el contenido de los libros que leía como expresión de la personalidad y opiniones de otro hombre. Los miraba como parte del grande y total cuerpo de conocimientos, la scientia de omni scibili, que fue una vez patrimonio de los antiguos sabios. Cualquier cosa que leyese en un libro antiguo y venerable, la tomaba no como la aseveración de alguien, sino como una pequeña parte del conocimiento adquirido por alguien, hace tiempo, de algún otro todavía más antiguo (pág 113).
Escribe Goldschmidt que a los usuarios de los manuscritos no solo les era indiferente, en gran parte, la cronología de la propiedad intelectual y la «identidad y personalidad del autor del libro que estaban leyendo, o el período exacto en que fue escrito tal fragmento particular de información, sino que igualmente escasas eran sus esperanzas de que los futuros lectores se interesaran por él» (pág 114). De la misma manera, no nos preocupamos nosotros por el autor de la tabla de multiplicar o por la vida privada de los naturalistas. Y así fue también cuando el estudioso se dedicó a «imitar» el estilo de los antiguos escritores.
Quizá hayamos dicho bastante acerca de la naturaleza de la cultura del manuscrito para ilustrar los drásticos cambios operados en la relación de autor a autor y de autor a lector en los tiempos de Gutenberg que ya pasaron. Cuando los «más eminentes críticos» comenzaron a explicar la naturaleza de la cultura del manuscrito al público lector de la Biblia a finales del siglo XIX, muchas personas cultas pensaron que la Biblia estaba acabada. Pero estas gentes habían vivido principalmente con la ilusión de la Biblia producida por la tecnología de la imprenta. Las escrituras no tuvieron nada de este carácter uniforme y homogéneo durante los siglos anteriores a Gutenberg. Fue, sobre todo, el concepto de homogeneidad, que la tipografía sustenta en cada fase de la sensibilidad humana, lo que desde el siglo XVI en adelante, empezó a invadir las artes, las ciencias, la industria y la política.
Pero, a fin de que no se infiera que estos efectos de la cultura de la imprenta son una «cosa mala», consideremos más bien que la homogeneidad es por completo incompatible con la cultura electrónica. Vivimos hoy en el primer período de una era para la que el significado de la cultura de la imprenta se está haciendo tan extraño como el significado de la cultura del manuscrito lo fue para el siglo XVIII. «Somos los primitivos de una nueva cultura», dijo en 1911 Boccioni, el escultor. Lejos de querer achicar la cultura mecánica de la época de Gutenberg, estimo que debemos ahora esforzarnos mucho por conservar sus logrados valores. Porque la era electrónica, como reiteró De Chardin, no es mecánica, sino orgánica, y siente poca simpatía por los valores alcanzados por medio de la tipografía, «ese sistema mecánico de escribir» (ars artificialiter scribendi), como al principio se le llamó práctica.
Una vez situadas en el espacio pictórico unificado de la cultura de Gutenberg muchas cosas que en realidad eran novedades absolutas, comenzaron a ser generalizadas como si también hubieran sido patrimonio del autor y del lector anteriores a la imprenta. La erudición o educación literaria consiste en gran parte en haberse liberado de tan desatinadas suposiciones. Y así, las ediciones de Shakespeare del siglo XIX se han convertido en una especie de monumentos a la suposición desatinada. Sus compiladores no tenían idea de que la puntuación en 1623 y antes servía para el oído, y no para la vista.
Como veremos, hasta Addison, el autor sentía poco apremio para mantener una actitud única en su tema, o un tono consistente ante el lector. En una palabra, durante siglos después de la imprenta, la prosa se mantuvo oral, más bien que visual. En lugar de homogeneidad, había heterogeneidad de tono y actitud, por cuanto que el autor se consideraba en libertad de alterarlos en medio de una frase y en cualquier momento, del mismo modo que en poesía[46].
Fue perturbador para los eruditos el reciente descubrimiento de que el pronombre personal o «ente poético» de Chaucer como narrador no era una persona estable. El «Yo» de la narrativa medieval no proporciona tanto un punto de vista como un efecto de inmediación. Del mismo modo manejaron los escritores medievales los tiempos gramaticales y la sintaxis, no con una idea de secuencia en el tiempo o en el espacio, sino para indicar la importancia del énfasis[47].
E. T. Donaldson, al escribir sobre «Chaucer el Peregrino»[48], dice, en relación con Chaucer el Peregrino, Chaucer el Poeta y Chaucer el Hombre:
«El hecho de que haya tres entidades separadas no excluye naturalmente la posibilidad —o más bien la certeza— de que guardaban un gran parecido entre sí, y que, en efecto, se unían frecuentemente en el mismo cuerpo. Pero ello no nos excusa de mantenerlas separadas unas de otras, por difícil que nos haga la tarea su gran semejanza».
Simplemente, en la primera época de la imprenta no hubo ejemplo aportable de autor u hombre de letras, y Aretino, Erasmo y Moro, como Nashe, Shakespeare y Swift más tarde, se vieron inducidos a adoptar, en distinto grado, la única máscara de adivino disponible, la de clown medieval. Buscar el «punto de vista» de Erasmo o Maquiavelo crea el sentimiento de su «inescrutabilidad». El soneto de Arnold a Shakespeare es un punto de referencia útil a quien quiera que necesite observar al hombre educado literariamente desconcertado por el ineducado.
Los autores o los lectores descubrieron «puntos de vista» algún tiempo después que se empezara a imprimir. Antes, se ha visto cómo Milton fue el primero en introducir la perspectiva visual en poesía, y su obra tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para que fuese aceptada. Porque el mundo de la perspectiva visual es un mundo de espacio unificado y homogéneo. Mundo tal es extraño a la resonante diversidad de la palabra hablada. Y así, el lenguaje fue el último arte que aceptó la lógica visual de la tecnología de Gutenberg, y el primero en rebotar en la era eléctrica.
Un área extensa a la que han vuelto recientemente los eruditos es la de la historia de la liturgia cristiana. En un artículo sobre «Liturgia y Personalismo Espiritual», de Thomas Merton, publicado en Worship (octubre 1960, página 494), señala el autor:
Liturgia es, en el sentido original y clásico de la palabra, una actividad política. Leitourgeia fue «un acto público», una contribución hecha por el ciudadano libre de la polis. Como tal, fue distinta de la actividad económica u ocupación de carácter más material y privado de conseguir unos medios de vida o manejar las empresas productivas de la «familia»… La vida privada fue realmente el dominio de aquellos que no eran «personas» completas, como las mujeres, los niños y los esclavos, cuya aparición en público no tenía significación, porque no eran capaces de participar en la vida de la ciudad.
The Liturgical Piety, de Louis Bouyer, considera que a liturgia decayó completamente en la última parte de la Edad Media, y que ya entonces comenzó a producirse la transformación del rezo y culto corporativo en aquellos términos visuales tan inseparables de la tecnología de Gutenberg. Leemos en la pág 16:
Las ideas de Dom Herwegen sobre este punto horrorizaron a la mayor parte de sus primeros lectores. Pero hoy hemos de admitir que toda la tendencia de la investigación contemporánea es apoyar sus conclusiones, y demostrar que fueron aún más convincentes de lo que él mismo hubiese esperado. En la más grande de las obras eruditas de nuestros tiempos sobre la historia de la Misa Católica, Missarum Sollemnia, de Jungmann, el peso abrumador de las pruebas demuestra que la historia de la Misa Católica en la Edad Media es la historia de cómo fue siendo cada vez más incomprendida por la clerecía, así como por los fieles, y de cómo comenzó a desintegrarse por culpa de los mismos liturgistas medievales. Un aspecto destacado de esté proceso, como demuestra el libro del padre Jungmann, fue la aparición, en las medievales Expositiones Missae, de aquellos conceptos erróneos que ya hemos comentado:
un énfasis desproporcionado sobre la Presencia en la Sagrada Eucaristía y una noción muy sentimental de dicha Presencia, que vino a representar un papel tan desastroso tanto en el período Romántico como en el Barroco.
En relación solamente con nuestra nueva tecnología electrónica, serían muchos los que lucharían en vano para explicar por qué ha de haber en nuestros días una renovación tan profunda de la liturgia, a menos que tuvieran presente el carácter esencialmente oral del «campo» electrónico. Hoy existe un movimiento de «Alta Iglesia» dentro del presbiterianismo, así como en otras sectas. Los aspectos meramente individuales y visuales del culto ya no satisfacen. Pero la cuestión para nosotros es aquí comprender cómo antes de la tipografía hubo ya un poderoso impulso hacia la organización visual de lo no visual. En el mundo católico se desarrolló una actitud interpretativa segmentadora y también sentimental, en la que, según escribe Bouyer (pág 16), «se daba por supuesto que la Misa estaba destinada a reproducir la Pasión en una especie de representación mimética, en el que cada acto de la misa simbolizaba algún acto de la Pasión: por ejemplo, el movimiento del sacerdote desde el lado del altar donde está la Epístola hacia el lado del Evangelio representa el traslado de Jesús desde Pilatos a Herodes…».
Está claro que en la liturgia hubo precisamente la misma tendencia hacia la reproducción cinemática por segmentación visual que ya hemos apreciado en historia con Huizinga en The Waning of the Middle Ages y en los príncipes italianos y sus grandes escenarios hollywoodenses de la antigüedad. Y segmentación es lo mismo que sentimentalismo. El aislamiento del sentido de la vista condujo rápidamente al aislamiento de unas emociones de otras, lo que es sentimentalismo. «Sofisticación» es hoy una versión negativa del sentimentalismo, en la que los sentimientos convencionalmente apropiados resultan simplemente anestesiados. Pero la debida interacción de las emociones no deja de estar relacionada a la sinestesia, o interacción de los sentidos. De modo que Huizinga está plenamente justificado al abrir su historia de la última parte de la Edad Media como la de un período de violencia emocional y decadencia, así como de intensa tendencia visual. La separación de los sentidos sería sensualismo, como la separación de las emociones es sentimentalismo. Bouyer no hace ninguna referencia a la influencia de la tipografía en la sensibilidad del Renacimiento. Pero todo su libro es una válida ayuda para el estudiante de la revolución de Gutenberg. Señala (pág 6) acerca de este período que «anhelaba lo sobrehumano, en lugar de lo sobrenatural, como testifican las pinturas de Miguel Ángel; y se complacía en lo enorme, más bien que en lo grande, como testifican las estatuas de San Juan de Letrán, con sus histéricas gesticulaciones, y la tumba de Alejandro VII en San Pedro».
La imprenta, como inmediata extensión tecnológica de la persona humana, dio a su primera época un acceso sin precedentes de poder y vehemencia. Visualmente, la materia impresa es mucho más «alta definición» que el manuscrito. Es decir, que la imprenta fue un medio muy «cálido» que entra en un mundo que durante miles de años había estado servido por un medio escriptorio «frío». Así, nuestros «rugientes años veinte» fueron los primeros en sentir el cálido medio del cinematógrafo y el cálido medio de la radio. Fue la primera gran era del consumo. Y así, con la imprenta, experimentó Europa su primera fase de consumo, porque la imprenta no es solamente un medio y un artículo de consumo, sino que enseñó a los hombres cómo organizar todas las demás actividades sobre una base sistemática lineal. Mostró a los hombres cómo crear mercados y ejércitos nacionales. Porque el cálido medio de la imprenta capacitó a los hombres para ver por primera vez sus lenguas vernáculas, y para visualizar la unidad y el poder nacional en términos de frontera lingüística: «Los que hablamos la lengua que Shakespeare habló, habremos de ser libres o morir».
Inseparable de un nacionalismo de los parlantes de un inglés o francés homogéneo, fue el individualismo. Más adelante trataremos de esto. Pero una masa visualmente homogénea se compone de individuos en un nuevo sentido subjetivo. Bouyer cita (pág 17) el cambio medieval de la piedad objetiva a la subjetiva.
«Esta tendencia se manifiesta con un cambio del énfasis sobre la unión de toda la Iglesia con Dios a un énfasis sobre la unión del alma individual con El».
Un litúrgico católico como Bouyer, despreocupado por completo de las prácticas segmentadoras tales como la interpretación privada de la Biblia ve, sin embargo, la misma tendencia fragmentadora en «la insistencia de los sacerdotes en practicar cada uno su propia celebración, cuando no es necesario para los fieles», porque estos «tienden solamente a oscurecer y romper aquella unidad de la Iglesia que no es un detalle de importancia secundaria en la Eucaristía, sino su propia finalidad natural».
Una vez que la erudición católica hubo trascendido la idea de la Edad Media como «la era Cristiana par excellence, y (la idea) de que su civilización y cultura procuraba el destacado ejemplo de un ideal católico encarnado en realidades terrenas, se hizo fácil ver que el período medieval había, en efecto, preparado el camino para que el Protestantismo abandonase la liturgia, y su final desgracia e inobservancia en tanta parte del catolicismo post-tridentino» (pág 15). Al analizar más tarde cómo la piedad medieval es un progresivo desapego hacia la liturgia por parte de las gentes, en interés de los grandes efectos visuales, Bouyer (pág 249) muestra gran simpatía por los reformadores protestantes, que perdieron la verdadera oportunidad de una reforma inclusiva en favor de una exclusiva segmentación:
Esto es cierto no solo porque los reformadores reaccionaron contra las extensas transformaciones de la piedad tradicional, consumadas progresivamente por aquellas novedades, sino también por la razón de que si el Protestantismo hubiese sido una reacción de cabo a rabo, tanto de hecho como de precepto, habría podido llegar a ser una verdadera reforma. Pero el Protestantismo es, mucho más ciertamente, el producto de la piedad medieval, porque es el fruto de lo que yace en tal piedad en forma de semilla: un concepto naturalista de la religión, un sistemático desprecio por el Misterio, una especie de «experiencia» religiosa sentimental, en lugar del sobrio misticismo, basado por completo en la fe, de la gran tradición cristiana.
La finalidad de este libro no es otra que explicar la configuración o galaxia de sucesos y actos relacionados con la tecnología de Gutenberg. Y más bien que hablar del «advenimiento del protestantismo» como resultado de la tipografía, con su innovación del texto visual —igual para todos— en lugar del mundo oral, es más útil señalar cómo la liturgia de la Iglesia Católica todavía conserva señales profundas de los efectos de la tecnología visual y del rompimiento de la unidad de los sentidos. «El panorama del mundo isabelino» hubo de hacerse mucho más jerárquico visualmente que lo fuera cualquier otra cosa del medioevo, siquiera fuese tan solo porque la jerarquía vino a ser meramente visual. Bouyer señala (pág 155) lo inadecuado de visualizar la «jerarquía»:
«La jerarquía es una jerarquía de cargos (servicios); de acuerdo con la palabra de Cristo, aquel que sea el sacerdote supremo entre sus hermanos ha de ser el hombre que, como Cristo mismo, destaque, de modo más perfecto que nadie, como Siervo del Señor».
Y como la tendencia católica en el pasado ha sido la separación del sacramento y la visualización de funciones, el actual resurgimiento litúrgico busca una unidad inclusiva, más bien que exclusiva (pág 253):
Esto significa que la condición primera y fundamental para cualquier resurgimiento litúrgico que sea un auténtico resurgimiento de la piedad debe ser un conocimiento personal de toda la Biblia y la meditación sobre ella, logradas ambas cosas sobre la línea trazada ante nosotros por la liturgia; tal resurgimiento implica la completa aceptación de la Biblia como palabra de Dios y como armazón y fuente eterna de toda cristiandad auténtica. Los monjes de la Edad Media se mantuvieron sensibles a la liturgia durante tan largo tiempo solamente porque, a pesar de sus defectos, se atuvieron tan persistentemente a su modo bíblico de aceptar el Cristianismo, de meditar sobre sus verdades y de vivir en ellas.
Una alusión a los cambios de forma en el culto litúrgico del siglo XII recordará a algunos lectores los cambios paralelos en el mundo de la administración y organización industrial. Lo que ocurre al comienzo de El rey Lear con respecto a la delegación de la autoridad y funciones reales es ahora una fase contraria en la edad electrónica. El doctor B. J. Muller-Thym, destacado analista de los negocios, afirma[49]:
Las organizaciones más antiguas, de muchos niveles, altamente funcionalizadas, se caracterizaron por la separación entre el pensar y el hacer; el pensar estaba asignado generalmente a la cúspide, más bien que a la base de la pirámide, y a los componentes del «estado mayor», por diferencia con las «filas». Cualesquiera que fuesen los deseos de la empresa acerca del ejercicio descentralizado de la autoridad, esta gravitaba inexorablemente hacia la cúspide de la estructura. Se creó una numerosa clase media administrativa, distribuida entre un infinito número de niveles de supervisión, cuyo verdadero papel, como demostraron muchos estudios sobre el trabajo, era predominantemente la transmisión de información al través del sistema.
En nuestra era electrónica las formas de estructura especializadas y piramidales, que estuvieron de moda en el siglo XVI y más tarde, ya han dejado de ser prácticas: Lo primero que descubrimos fue que las estructuras de organización piramidal, con muchos niveles de supervisión, y con una división funcional por especialidades, no era operante, sencillamente. La cadena de comunicaciones entre la alta jefatura científica o de dirección y los centros de trabajo era demasiado larga para transmitir el mensaje científico o directivo. Pero al estudiar estas organizaciones de investigación en las que el trabajo se realizaba verdaderamente, se descubría que, fuera lo que fuese lo que el diagrama de organización prescribiese, trabajaban juntos grupos de investigadores con diferentes competencias, según requiriese el problema a resolver, y que atajaban al través de las líneas de organización; que establecían la mayor parte del propio criterio planificador del trabajo, así como los sistemas de asociación por ellos proyectados; que los sistemas de asociación en grupos para el trabajo seguían la organización de sus competencias como conocimientos humanos.
El «campo simultáneo» de las estructuras eléctricas de información reconstruye hoy las condiciones y la necesidad de diálogo y participación, más bien que la especialización y la iniciativa privada a todos los niveles de la experiencia social.
Nuestra actual implicación en esta nueva clase de interdependencia produce en muchos un involuntario alejamiento de lo que nos legó el Renacimiento. Pero en cuanto a los lectores de este libro se espera que podamos profundizar en la comprensión tanto de la revolución tipográfica como de la revolución electrónica.
Una edad de transición rápida es la que existe en la frontera entre dos culturas y entre tecnologías en conflicto. Cada momento de su conciencia es un acto de transmutación de cada una de esas culturas en la otra. Hoy vivimos en la frontera entre cinco siglos de mecanicismo y la nueva electrónica, entre lo homogéneo y lo simultáneo. Es penoso, pero fructífero. El Renacimiento del siglo XVI fue una edad sobre la frontera entre dos mil años de cultura del alfabeto y el manuscrito, de una parte, y la nueva mecanización de la repetibilidad y la cuantificación, de otra. Hubiera sido extraño, en efecto, que la época no hubiese abordado lo nuevo en términos de lo que había aprendido de lo antiguo. Los psicólogos actuales comprenden bien esta cuestión, como puede verse en manuales tales como The Psychology of Human Learning, de John A. McGeoch. Dice (pág 394):
«La influencia de lo que se ha aprendido antes (y se ha conservado hasta el presente) sobre el aprendizaje de nuevo material y sobre la reacción ante él se ha llamado tradicionalmente transferencia del saber». Principalmente, el efecto de transferencia es subconsciente por completo.
Pero puede darse la transferencia manifiesta o consciente. Hemos visto ambas clases de transferencia al comienzo de este libro, cuando comentamos la reacción de los nativos africanos ante el alfabeto y el cinematógrafo. Nuestra reacción de occidentales a los nuevos medios como el film y la radio y la TV ha sido evidentemente la respuesta de una cultura del libro al «desafío». Pero la verdadera transferencia de saber y el cambio que se ha producido en los procesos mentales y en la actitud mental, ha sido por entero subconsciente. Lo que adquirimos, como sistema de sensibilidad, de nuestra lengua madre, afectará nuestra capacidad para aprender otras lenguas, verbales o simbólicas. Esta es quizá la razón de que el altamente alfabetizado occidental, empapado de los modos lineales y homogéneos de la cultura de la imprenta, tenga tantas dificultades con el mundo no visual de las matemáticas y de la física modernas. Los países «sub-desarrollados» o audiotáctiles disfrutan aquí de una gran ventaja.
Otra ventaja básica del choque cultural y de la transición es que las gentes que se hallan en la frontera entre diferentes modos de experiencia desarrollan una gran capacidad de generalización. Dice McGeoch (pág 396):
«Del mismo modo, la generalización es una forma de transferencia, sea al nivel relativamente elemental de los reflejos condicionados… o al complejo nivel de las generalizaciones científicas abstractas, en las que una sola afirmación encierra una miríada de particulares».
Podemos generalizar esta afirmación inmediatamente señalando que la fase madura de la cultura de la imprenta, que actúa segmentando y homogeneizando situaciones, no favorecerá la interacción entre los campos y las disciplinas que caracterizó la primera época de la imprenta. Cuando la imprenta fue algo nuevo, se mantuvo como un desafío al viejo mundo de la cultura del manuscrito. Cuando el manuscrito hubo desaparecido y prevaleció la imprenta, ya no hubo más interacción a diálogo, sino muchos «puntos de vista». Hay sin embargo un aspecto importante de la «transferencia de instrucción» que se produjo con la tecnología de Gutenberg, y que se hace resaltar a lo largo de la obra de Febvre y Martin (L’Apparition du Livre). Y es el de que durante los dos primeros siglos de imprenta, hasta fines del siglo XVII, la gran masa de material impreso era de origen medieval. Los siglos XVI y XVII vieron más de la Edad Media de lo que jamás estuvo disponible para nadie de la Edad Media. Durante ella estuvo disperso, fue inaccesible y de difícil lectura. Y ahora se había hecho fácilmente portable para el individuo y rápidamente legible. Del mismo modo que, en nuestros días, las insaciables necesidades de la televisión han vuelto a volcar sobre nosotros el cuarto trastero de las viejas películas, así las necesidades de las nuevas prensas pudieron atenderse solo con los viejos manuscritos. Por añadidura, el público lector estaba a tono con aquella cultura anterior. No solamente no hubo nuevos escritores al principio, sino que no hubiesen tenido un público dispuesto a aceptarlos, según dicen Febvre y Martin (pág 420):
Así, la imprenta facilitó el trabajo de los eruditos en algunos campos, pero en general podemos decir que no aportó nada para acelerar la adopción de teorías o nuevos conocimientos[50].
Por supuesto que esto es considerar solamente el «contenido» de las nuevas teorías, e ignorar la aportación de la imprenta al procurar nuevos modelos para tales teorías y al preparar nuevos públicos que las aceptasen. Considerada meramente desde el punto de vista del «contenido», los logros de la imprenta son modestos, en efecto: «Ya en el siglo XV, las bellas ediciones de los textos clásicos que salían de las prensas italianas, venecianas y milanesas en particular, habían comenzado a hacer más conocidos a aquellos autores de la antigüedad que la Edad Media no había olvidado…» (pág 400).
Pero el reducido público con que pudiera contar lo que estos humanistas ofrecían no debe oscurecer el trabajo real de la primera época de la imprenta. Febvre y Martin ven así la cuestión (pág 383):
Hacer la Biblia directamente accesible a un número mayor de lectores, no solo en latín, sino también en su lengua vernácula; facilitar a los estudiantes y maestros de las universidades los grandes tratados del arsenal escolástico tradicional; multiplicar, sobre todo, los libros corrientes, breviarios y libros de horas necesarios en la práctica de las ceremonias litúrgicas y en los rezos diarios, las obras de los escritores místicos y los libros de devoción popular; sobre todo, hacer más fácilmente accesible la lectura de estas obras a un público muy numeroso; tal fue una de las principales misiones de la imprenta en sus comienzos.
Los poemas medievales de caballerías, los almanaques (calendarios de los pastores) y, sobre todo, los libros de horas ilustrados, fueron los que tuvieron, con mucho, mayor público. Febvre y Martin tienen mucho que decirnos acerca de la fuerza de penetración de la imprenta en la conformación del mercado y de la organización del capital. De momento, es oportuno hacer resaltar aquí la importancia que dan al esfuerzo inicial de los impresores por conseguir «homogenéité de la page» pese al pobre equilibrio de los tipos y «a pesar de la defectuosa fundición y a pesar de la precaria alineación». Precisamente estos nuevos efectos, que todavía eran inseguros, son los que habían de señalar la época como portadora de la máxima carga de significado y novedad de logro. Homogeneidad y linealidad son las fórmulas para la ciencia y el arte nuevos del Renacimiento. Porque el cálculo infinitesimal, como medio de cuantificar fuerzas y espacios, depende tanto de la ficción de partículas homogéneas como a perspectiva depende de la ilusión de la tercera dimensión sobre superficies planas.
Quien haya estudiado la obra de Santo Tomás Moro sabe cuán frecuentemente se ocupó de la nueva pasión de los sectarios de su tiempo por la homogeneidad. No es cuestión de teología, ahora, sino solamente de la nueva exigencia psíquica de homogeneidad, no importa en qué terreno. El párrafo que sigue está tomado de «Una carta de sir Tomás Moro, Esq., impugnando los erróneos escritos de John Frith contra el Santo Sacramento del Altar»[51].
Si él dijese que podría atribuirse a las palabras de Cristo un sentido alegórico, a más de su sentido literal, yo estaría de perfecto acuerdo con él.
Porque así puede hacerse con cada palabra, casi a lo largo de todas las escrituras, llamando alegoría a cada significado, con lo que se da a las palabras algún otro sentido espiritual, además del verdadero sentido llano y manifiesto que su letra primero determina. Pero, por otra parte, porque también en algunas palabras de la escritura no se determina otra cosa sino una alegoría, ir, por ello, y, en otro lugar de la escritura, quitar con una alegoría el verdadero sentido literal, como él hace aquí, es la falta que en él encuentro. Pues si esto puede ser tolerado, ha de dejar necesariamente toda la escritura sin ningún efecto o vigor en absoluto, en cuanto toque cualquier punto de nuestra fe. Me maravilla mucho, por tanto, que no sienta temor al afirmar que esas palabras de Cristo acerca de su cuerpo y de su sangre hayan de entenderse necesariamente tan solo como símiles o alegorías, como lo son sus palabras acerca de la vid y de la puerta.
Ahora, él sabe bien que si algunas palabras pronunciadas por la boca de Cristo y recogidas en las escrituras han de ser entendidas tan solo como símiles o alegorías, no se sigue de ello que necesariamente toda palabra semejante de Cristo en otros lugares no sea otra cosa sino una alegoría.
Moro está diciendo que la Fe entiende que toda la Escritura es un espacio continuo, uniforme y homogéneo, exactamente como en la nueva pintura de aquel tiempo. La nueva homogeneidad de la página impresa parece que inspiró una fe subconsciente en la validez de la Biblia impresa, como desviación de la tradicional autoridad oral de la Iglesia, de una parte, y de otra por la necesidad de un estudio racional y crítico. Fue como si lo impreso, como producto uniforme y repetible que era, hubiese tenido el poder de crear una nueva superstición hipnótica del libro como independiente de la intervención humana e incontaminado por ella. Ningún lector de la época de los manuscritos pudo haber alcanzado este estado de espíritu en relación con la naturaleza de la palabra escrita. Pero la apropiación de la repetibilidad homogénea, derivada de la página impresa, cuando se extendió a todos los demás aspectos de la vida, condujo gradualmente a todas esas formas de la producción y de la organización social de las que deriva el mundo occidental muchas satisfacciones y casi todos sus rasgos característicos.
En nuestro tiempo, John Dewey trabajó para restaurar la educación a su fase anterior a la imprenta. Quiso sacar al estudiante de su papel pasivo de consumidor de conocimientos empaquetados. En efecto, al reaccionar contra la pasiva cultura de la imprenta estaba deslizándose sobre la nueva ola electrónica. Aquella ola ha vuelto sobre nuestros tiempos. En el siglo XVI, la gran figura de la reforma de la educación fue Peter Ramus (1515-1572), un francés que se deslizó sobre la ola de Gutenberg. Walter Ong nos ha proporcionado finalmente adecuados estudios sobre Ramus, situándolo en relación con la última fase del escolasticismo, de la que procedió, y en relación con las nuevas aulas orientadas hacia la imprenta, para las que concibió sus programas visuales. El libro impreso fue un nuevo medio visual disponible para todos los estudiantes, e hizo anticuada la educación anterior. El libro fue literalmente una máquina de enseñar, allí donde el manuscrito fue tan solo una primitiva herramienta para la enseñanza.
Es decir, que los investigadores habrían ignorado por completo el carácter de la nueva máquina. No habrían ofrecido ni un solo indicio de sus efectos. No hay necesidad de especular acerca de esta situación. Hay una obra reciente que trata de evaluar estos efectos: Television in the Lives of Our Children, de Wilbur Schramm, Jack Lyle y Edwin B. Parker. Cuando vemos la razón del total fracaso de este libro en entrar en contacto con el tema que promete, podemos comprender por qué el hombre no tenía en el siglo XVI indicio alguno de la naturaleza y efectos de la palabra impresa.
Schramm y sus colegas no hacen análisis de la imagen televisiva. Suponen que, aparte el «programa» o «contenido», la televisión es un medio neutro, como otro cualquiera.
Para saber de otro modo, estos hombres habrían tenido que poseer un completo conocimiento de las diversas formas del arte y de los modelos científicos del siglo pasado. Del mismo modo nadie podría descubrir nada acerca de la naturaleza o efectos de la imprenta sin un cuidadoso estudio de la pintura del Renacimiento y de los nuevos modelos científicos.
Pero Schramm y sus colegas establecen un supuesto especialmente revelador. Es un supuesto que comparten con Don Quijote, y es que la imprenta es el criterio de la «realidad». Supone Schramm (pág 106) que los medios no impresos están orientados por la «fantasía»:
«Considerando a estos niños de otro modo, el 75 por 100 del grupo socioeconómico más elevado utilizaba gran cantidad de material impreso…, en tanto que los niños de nivel socioeconómico más bajo habían de depender más probablemente de la televisión, y de la televisión solamente». Puesto que la imprenta tiene tal importancia como parámetro o sistema de referencia para personas como Schramm en sus investigaciones científicas, mejor será que continuemos descubriendo lo que es y lo que hace. Y aquí es donde la obra de Ramus puede ayudarnos mucho.
Porque, al igual que, de un modo muy confuso, trató Dewey de explicar a los educadores la significación de la era electrónica, Ramus tuvo un nuevo programa para todas las fases de la educación en el siglo XVI. Al final de un artículo reciente sobre «El método docente de Ramus y la naturaleza de la realidad»[52] dice que para Ramus y sus seguidores es su versión del plan de estudios lo que hace coherente el mundo. «Nada es accesible para ser "usado"… hasta que no se ha incluido en el plan. La clase es, por implicación, la entrada del mundo real, y la única entrada, por cierto». Pues bien, esta idea, nueva en el siglo XVI, es aquella de la que Schramm, de un modo inconsciente, ha sido portador en el XX. Por otra parte, el antídoto perfecto de Ramus es Dewey, en su esfuerzo por despojar de la fantástica idea ramista a la escuela, como auxiliar inmediato de la imprenta y como suprema elaboradora o tolva por la que ha de pasar el joven y toda su experiencia a fin de quedar dispuesto para «uso». Ramus estaba en lo cierto por completo al insistir en la supremacía en la clase del nuevo libro impreso.
Porque solamente en ella podía darse poderoso énfasis en la vida de los jóvenes a los efectos homogeneizantes del nuevo medio. Los estudiantes así preparados por la tecnología de la imprenta serían capaces de traducir toda clase de problemas y experiencias al nuevo modo visual de orden lineal. Para darse cuenta de que una educación de esta clase había de hacerse obligatoria, poca agudeza de visión le era necesaria a una sociedad nacionalista, ansiosa de explotar toda su mano de obra en las tareas comunes del comercio y la finanza, de la producción y el mercado. Sin alfabetización universal, es difícil, en efecto, vaciar la alberca de la mano de obra.
Napoleón tuvo grandes dificultades para conseguir que los campesinos y semianalfabetos marcharan y realizaran ejercicios militares, y recurrió al procedimiento de unirles los pies con trozos de cuerda de dieciocho pulgadas para darles el necesario sentido de precisión, uniformidad y repetición. Pero el completo desarrollo de los recursos en mano de obra mediante la alfabetización, en el siglo XIX, hubo de esperar a la intervención de las aplicaciones comerciales e industriales de la tecnología de la imprenta en todas las fases del estudio, del trabajo y del entretenimiento.
Quienquiera que se ocupe del problema Gutenberg, muy pronto tropezará con la carta de Gargantúa a Pantagruel. Rabelais, mucho antes que Cervantes, creó un auténtico mito o prefiguración del complejo total de la tecnología de la imprenta. El mito de Cadmo, de que la siembra de las letras del alfabeto por el Rey Cadmo dio nacimiento a unos hombres armados, es un mito oral exacto y conciso. Beneficiándose del medio de la imprenta, Rabelais es un verboso entretenimiento producido masivamente. Pero su visión del gigantismo y del paraíso del consumidor que iba a seguir, es exacta. Existen, en efecto, cuatro mitos masivos de la transformación de la sociedad causada por Gutenberg. Además de Gargantúa, son Don Quijote, Dunciad y Finnegans Wake. Cada uno de ellos merece un volumen separado en relación con el mundo de la tipografía, pero les prestaremos alguna atención en las páginas que siguen.
Si antes nos tomamos un momento para considerar la mecanización en sus fases avanzadas, resultará más fácil ver por qué Rabelais se sintió excitado en sus fases primeras. Siegfried Giedion, en su estudio sobre la democratización de los productos de consumo para los privilegiados Mechanization takes command, considera el significado de la línea de montaje en sus fases explícitas más adelantadas (pág 457):
Ocho años más tarde, en 1865, el coche-cama de Pullman, el Pioneer, comenzó a democratizar el lujo aristocrático. Pullman tuvo el mismo instinto que Henry Ford medio siglo después para excitar las dormidas ilusiones del público hasta convertirlas en demanda. Ambas carreras se centraron sobre el mismo problema: «¿Cómo podrían democratizarse los instrumentos de confort que en Europa estaban reservados incuestionablemente para las clases financieramente privilegiadas?»
A Rabelais le preocupa la democratización del conocimiento gracias a la abundancia de vinos salidos de las prensas. Porque la imprenta tomó su nombre de la tecnología tomada en préstamo de las prensas de lagar. El conocimiento aplicado salido de la imprenta condujo eventualmente tanto al confort como a la instrucción.
Si hay alguna duda acerca de que el mito de Cadmo utilice «dientes de dragón» como alusión a la tecnología del jeroglífico, no ha de haber ninguna en absoluto acerca de la insistencia de Rabelais sobre pantagruelion como símbolo e imagen de la impresión con tipos móviles. Porque este es el nombre de la planta de cáñamo con que se hace la cuerda. Del cardado, desmenuzado y trenzado de esta planta surgieron las cuerdas lineales y la ligazón de las más grandes empresas sociales. Y Rabelais tuvo la visión del «mundo entero en la boca de Pantagruel», que es, de modo completamente literal, la idea del gigantismo que surge de la mera asociación aditiva de partes homogéneas. Y otra vez fue correcta su visión, como podemos testificar retrospectivamente en nuestro siglo. Es en su carta a Pantagruel, en París, donde Gargantúa proclama el elogio de la tipografía:
Ahora todas las disciplinas han sido restituidas, las lenguas instauradas: el griego, sin el que es vergüenza que una persona se diga sabia; hebreo, caldeo, latín. Las impresiones tan elegantes y correctas al uso, que han sido inventadas en mi época por inspiración divina, como, al contrario, la artillería por inspiración diabólica. Todo el mundo está lleno de gentes sabias, de muy doctos preceptores, de muy amplias librerías, y creo que ni en tiempos de Platón, ni de Cicerón, ni de Papiniano, no había la comodidad para el estudio que se ve ahora. Y de ahora en adelante nadie podrá hallarse en su sitio ni en compañía, que no se haya pulido bien en la oficina de Minerva. Veo a los vagabundos, a los verdugos, a los aventureros, a los palafreneros de hoy, más doctos que los doctores y predicadores de mi tiempo… ¿Qué diría yo? Las mujeres y las niñas han aspirado a este elogio y maná celeste de buena doctrina[53].
Aunque el trabajo principal fue realizado por Cromwell y Napoleón, la artillería y la pólvora habían comenzado al fin a nivelar los castillos, las clases y las distinciones feudales. Y así la imprenta, dice Rabelais, ha comenzado la homogeneización de individuos y talentos. Más adelante, en el mismo siglo, Francis Bacon profetizaba que su método científico nivelaría todos los talentos y capacitaría a los niños para hacer trascendentes descubrimientos científicos. Y el «método» de Bacon, como veremos, fue la extensión de la idea de la nueva página impresa a toda la enciclopedia de los fenómenos naturales. Esto es, el método de Bacon pone literalmente toda la naturaleza en la boca de Pantagruel. El comentario sobre este aspecto de Rabelais que hace Albert Guérad en The Life and Death of an Ideal(pág 39) es como sigue:
Este pantagruelismo triunfante inspira los capítulos, llenos de singular erudición, conocimiento práctico y entusiasmo poético, que, al final del tercer libro, dedica al elogio de la bendita planta Pantagruelion.
Literalmente, Pantagruelion es simple cáñamo; simbólicamente, es industria humana. Coronando los más desenfrenados logros de su tiempo con alarde y profecía aún más desenfrenados, Rabelais muestra primero al hombre, en virtud de este Pantagruelion, explorando las más remotas regiones del globo, «de modo que Taproban había visto los brezos de Lapita, Java y las montañas del Rif». Los hombres «exploraban el océano Atlántico, pasaban los trópicos, atravesaban la zona tórrida, medían todo el Zodíaco, se entretenían bajo el equinoccio, teniendo ambos polos a nivel de su horizonte». Entonces, «todos los dioses terrestres y marinos quedaron súbitamente asustados». ¿Qué podía impedir a Pantagruel y a sus hijos el descubrimiento de una hierba todavía más poderosa, con ayuda de la cual pudieran escalar el mismo cielo? Quién sabe, pero pueden discurrir «el modo de penetrar en las altas nubes del aire, y cerrar y abrir a su sabor las compuertas de donde proceden las lluvias… y siguiendo entonces su viaje etéreo, pueden entrar en el taller del rayo…, donde, apoderándose del almacén del cielo, pueden descargar una fuerte salva o dos de atronadora artillería con la alegría de su llegada a estos nuevos lugares celestes… Y nosotros los dioses no seremos capaces entonces de resistir el ímpetu de su intrusión…, sean cualesquiera las regiones, domicilios o mansiones del estrellado firmamento que se les ocurra ver, ocupar o atravesar, para su recreo».
La visión rabelesiana de los nuevos medios y modos humanos de interdependencia fue una vista del poder por medio del conocimiento aplicado. El precio de la conquista del nuevo mundo de dimensiones gigantescas era simplemente entrar en la boca de Pantagruel. Erich Auerbach dedica el capítulo onceno de Mimesis: The Representation of Reality in Western Literatura a «El mundo en la boca de Pantagruel». Auerbach señala (pág 269) algunos predecesores de la fantasía de Rabelais al objeto de hacer justicia a la originalidad de este, que «mantiene una interacción constante de diferentes escenarios, diferentes temas y diferentes niveles de estilo». Como más tarde la Anatomy of Melancholy, de Robert Burton, Rabelais sigue el «principio de la mezcla promiscua de categorías de sucesos, experiencia y conocimiento, así como de dimensiones y de estilos».
Así mismo, Rabelais es como un glosador medieval del Derecho Romano al apoyar sus absurdas opiniones con una oleada de erudición que manifiesta «rápidas variaciones entre una multitud de puntos de vista». Es decir, Rabelais es un escolástico en sus procedimientos de mosaico, que yuxtapone conscientemente este antiguo fárrago con la nueva tecnología de la imprenta, individual y de un solo punto de vista.
Como al mismo tiempo en Inglaterra el poeta John Skelton, de quien C. S. Lewis escribe: «Skelton ha cesado de ser un hombre para convertirse en una multitud»[54].
Rabelais es una chusma colectiva de eruditos y glosadores que desemboca súbitamente en un mundo visual recién establecido sobre líneas individualistas y nacionalistas.
Es precisamente la incongruencia de estos dos mundos, cuando se mezclan y entrelazan en el mismo lenguaje de Rabelais, lo que nos da el especial sentido de su importancia para nosotros, que vivimos también de un modo ambivalente en culturas distintas y separadas. Dos culturas o tecnologías pueden pasar una al través de la otra, como las galaxias astronómicas, sin colisión, pero no sin cambios en su configuración. En la física moderna existe también el concepto de «superficie interfacial» o encuentro y metamorfosis de dos estructuras. Tal «interfacialidad» es la verdadera clave del Renacimiento, como lo es de nuestro siglo XX.