El choque se produjo entre la vieja forma de dictado y la nueva forma de diálogo o discusión oral. Y fue este choque lo que nos capacita para investigar los detalles del procedimiento docente medieval. En las páginas 65 y 66 de la obra de Hajnal, vemos:
La mención de que los cursos se seguían sin dictado fuera de la Facultad de Artes demuestra que la Facultad de Artes había roto con el método seguido en sus cursos en aquel tiempo. Y, lo que es más chocante, la Facultad de Artes esperaba la oposición de los estudiantes… Los estudiantes se aferraban al dictado. Porque el dictado, hasta aquel tiempo, servía no solamente a demorar la lectura, no solo a dar a los estudiantes textos complementarios, sino que constituía el método seguido en los cursos principales: modus legendi libros.
El dictado estaba en uso incluso en las disertaciones dadas por los candidatos en sus exámenes cuando habían de dar prueba de lectura de los textos escritos.
Hajnal continúa con otro de los aspectos básicos:
No puede haber duda de que una de las razones esenciales de la costumbre del dictado halla su explicación en el hecho de que, antes de la era de la imprenta, las escuelas y los escolares no tenían una adecuada cantidad de textos. Un libro manuscrito cuesta mucho; el modo más simple de conseguirlo era, para el profesor, dictar los textos a los discípulos. Es posible que hubiese estudiantes que escribieran al dictado con fines comerciales. Sí; en cierta medida el dictado hubiese sido un negocio comercial, tanto de parte del estudiante, que escribía y vendía el libro, como de parte del maestro, que, por este medio, se aseguraba un numeroso auditorio y, a mayor abundamiento, ingresos sustanciales. El manual se hacía necesario para el estudiante, no solo en cuanto le servía para sus cursos universitarios, sino también porque le sería útil en su futura carrera.
… Por añadidura, la universidad exigía que los estudiantes se presentaran a sus cursos provistos de libros que hubieran hecho, y si no eso, al menos que hubiese un libro para ser compartido por cada tres estudiantes…
Finalmente, al presentarse para su candidatura a un grado, se requería al estudiante para que presentase el libro que le pertenecía. En las carreras liberales era la corporación profesional correspondiente la que examinaba a los candidatos a un puesto, a fin de ver en qué medida disponían de libros[31].
La separación de las palabras y la música para la tecnología de la imprenta no fue más decisiva que su separación de la lectura visual y oral. Además, hasta la imprenta, el lector o consumidor estaba literalmente implicado como productor. Hajnal describe (pág 68) como:
El método de «la dictée» (dictamen, dictado) en las escuelas medievales tenía, más allá de toda duda, la finalidad de producir un texto escrito definitivo, utilizable allí mismo, apto para ser leído por cualquiera, y dispuesto para la venta comercial si surgía la oportunidad. El que dictaba decía las palabras no una o dos veces, sino varias veces. En realidad, incluso después que fueron suprimidos los cursos dictados se permitió que el maestro dictase ciertas tesis que habían de retenerse…
Completamente distinto del preciso y completo modo de dictado en los cursos de las Artes, llamado modus pronuntiantium, existía: «una especial forma de dictado que seguía al modus pronuntiantium; había este otro modo de hacer un curso, hablando de modo más rápido, un método destinado al uso de los reportateurs, estudiantes avanzados, capaces de enseñar a los otros sobre la base de las notas que habían tomado».
Pero el lento y preciso método de dictamen o dictado no solo estaba dirigido a la producción de ediciones privadas utilizables, como podríamos decir:
… al hacer el curso de esta manera, tomaban en consideración la precaria preparación de los estudiantes… Está claro que los estudiantes seguían estos cursos no solo para procurar textos, sino también porque estaban obligados a aprender los textos durante el proceso de escribirlos correcta y legiblemente…
La expresión modus pronuntiantium no solo se utilizó en los estatutos simplemente para designar un procedimiento de curso, hablando en voz alta y articulando debidamente las palabras. Era un término técnico. La enseñanza de la pronuntiatio era una de las tareas fundamentales de la grammatica latina; y los manuales de gramática dedicaban una gran cantidad de detalles a esta cuestión. Era un método aceptado y establecido cuya finalidad era incluir la buena pronunciación del latín hablado, enseñar la cuidadosa distinción de las letras, separar y modular las palabras y las frases. Los manuales de gramática cuidaron de decir claramente que todo este entrenamiento servía los fines de la enseñanza de la escritura. En aquellos tiempos, una buena pronunciación se consideraba esencial. Era esencial, efectivamente, en aquel tiempo, y era el prerrequisito para la enseñanza de la escritura. El acto de escribir silenciosamente sin intervención de la lectura del texto en voz alta no era todavía posible en aquel período. El principiante no veía todavía en torno suyo un mundo rociado de escritos y textos impresos. Necesitaba una pronunciación clara y disciplinada del texto si quería aprender a escribir sin faltas (pág 69).
Hajnal (págs 75-76) señala un beneficio marginal de la necesidad de leer y escribir en voz alta:
La escritura en el modo de dictado no constituyó un ejercicio de copia tan simple como podría parecer a primera vista. Es un hecho curioso, pero precisamente a causa de este sistema pudieron revivir los estudios y nacer una nueva literatura en el corazón de aquellas Facultades. Porque cada profesor se esforzó en dar a la materia que enseñaba una nueva forma apropiada a sus propias suposiciones e inherentes concepciones; y principalmente dictaba a sus alumnos el resultado de sus personales atisbos. Así es cómo el movimiento universitario, por sus comienzos, se nos aparece actualmente como realmente moderno.
Hajnal señala en seguida (pág 76) un aspecto de la confección personal de libros que ofrece una necesaria percepción del modo característico de la cultura del manuscrito. No solo alentó una minuciosa atención al texto, meditación profunda y mucha memorización:
Los viejos manuales tradicionales, muchos de ellos procedentes de la edad antigua, estaban siempre a mano de los profesores, pero estos no veían que tuviese objeto recopiarlos ad infinitum. Para aprender y enseñar todos los días, individuo por individuo, ajustando el trabajo a la preparación de cada uno, procedieron a condensar y simplificar la materia a enseñar, a fin de facilitar su estudio y presentarla en forma compacta.
Hajnal dice que la enseñanza de la escritura.
era un método de enseñanza que tenía múltiples objetivos; el entrenamiento para escribir, la práctica en la composición, y al mismo tiempo la introducción de las mentes en la conciencia de nuevos conceptos y razonamientos y sus medios de expresión. Era un movimiento vital y constante, que añadía, al placer de la práctica y empleo de la escritura, la adquisición de los propios textos. Esta fue quizá la causa original de que la enseñanza universitaria en la Edad Media estuviese más y más caracterizada por la práctica de la escritura. No es extraño que desde el siglo XIV se considerase que la práctica de la escritura constituía la esencia de la vida universitaria de París.
A la luz de la descripción que hace Hajnal de la escritura medieval podremos interpretar mejor la opinión de Santo Tomás, según la cual Sócrates y Cristo, siendo maestros, no conectaron sus enseñanzas con la escritura. En la cuestión número 42 de la tercera parte de la Summa Theologica (esto es, un texto de teología), pregunta Santo Tomás: «Utrum Christus debuerit doctrinam Suam Scripto tradere?» Santo Tomás rechaza la idea de discípulo como página sobre la que se ha de escribir una tabula rasa. Dice:
Respondo diciendo que es propio que Cristo no confiara sus enseñanzas a la escritura. Primero, en razón de su propia dignidad; porque cuan más excelente el profesor, tanto más excelente había de ser su manera de enseñar. Por tanto, es muy propio que Cristo, el más excelente de los maestros, adoptara aquella forma de enseñar por la que su doctrina quedase impresa en los corazones de sus oyentes. Por esta razón se dice en el Evangelio de San Mateo, VII, 29, que «El les enseñaba como quien tiene autoridad». Por esta razón, incluso entre los paganos, Pitágoras y Sócrates, que fueron excelentes maestros, no quisieron escribir nada.
Si la escritura medieval misma no hubiese estado tan cerca del modo oral de enseñanza, la idea de la forma escrita como mero movimiento mecánico, y no como enseñanza, no habría sido plausible.
Con la espléndida introducción que proporciona Hajnal para una investigación unitaria de la enseñanza medieval de la escritura como una rama de la retórica, y como co-extensiva con la gramática y el entrenamiento literario, es fácil enlazar la cuestión para las primeras y las últimas fases de los estudios. Por ejemplo, en De oratore (I, XVI), Cicerón dice que el poeta es el rival y casi el igual del orador. Y que la poesía o grammatica es la asistenta de la retórica, es un lugar común en Quintiliano, San Agustín, y a lo largo de toda la Edad Media y el Renacimiento [32]
El concepto ciceroniano de doctus orator y de elocuencia como una especie de sabiduría, como conocimiento de acción, pasó a ser el estatuto básico de la educación medieval gracias a San Agustín. Pero San Agustín, eminente profesor de retórica, no pasó este estatuto ciceroniano a la Edad Media como un programa de discurso para la oratoria de púlpito. Según expone la cuestión Marrou en su gran estudio [33], «la cultura cristiana, augustiniana, debe menos a la técnica del retórico que a la del gramático». En una palabra, la grammatica y la philologia antiguas fueron programas enciclopédicos, orientados lingüísticamente, que San Agustín captó para la Doctrina Cristiana. No fue tanto para la predicación como para la comprensión y exposición de la sacra pagina, para lo que San Agustín eligió el mundo de la grammatica. Y del mismo modo que Hajnal ha demostrado cómo la mera escritura y la enseñanza de la gramática podían ser completamente una con el arte de la pronuntiatio o exposición oratoria[34], así Marrou demuestra cómo pudo ocurrir que la vieja grammatica se convirtiese en la base del estudio de la Biblia en la Edad Media. Ya veremos cómo en los siglos XVI y XVII florecieron como nunca habían florecido antes las técnicas de exégesis de la antigüedad y medievales. Pasaron a ser la base del programa científico baconiano, y fueron completamente apartadas por las nuevas matemáticas y las nuevas técnicas de cuantificación.
Una breve mirada a los cambios en los diversos métodos de exégesis medieval preparará al lector para algunos de los últimos efectos de la imprenta en las artes y las ciencias. El Study of the Bible in the Middle Ages, de Beryl Smalley, es una admirable perspectiva, perfectamente adecuada a este propósito. Para conocer el «despegue» o nuevas dimensiones de la experiencia y organización visual que se iniciaron poco después de la imprenta, es interesante observar en qué medida se anticipó este énfasis de lo visual en diversas áreas sin relación alguna con la tecnología de Gutenberg. La revista que acabamos de pasar a las formas en que la antigua grammatica persistió en relación oral con la escritura medieval y el estudio de los textos, ayuda a demostrar lo poco destinada que estaba la cultura del manuscrito a intensificar la facultad visual hasta el punto de separarla de los otros sentidos.
Observa Smalley (pág XIV): «Los maestros de la Edad Media consideraban la Biblia como el libro escolar por excelencia. El pequeño escolar aprendía las letras en el Salterio, y la Biblia se emplearía para enseñarle las artes liberales. De aquí que el estudio de la Biblia está conectado con la historia de las instituciones desde el mismo comienzo».
Hemos visto cómo Marrou había demostrado que, gracias a San Agustín, el estudio de la Biblia incorporó el antiguo egkuklios paideia, o programa enciclopédico de grammatica y rhetorica, según lo definió Cicerón. Así, fue la exégesis de las escrituras lo que aseguró la continuidad del humanismo clásico en las escuelas monásticas desde San Agustín a Erasmo. Pero el surgir de las universidades en el siglo XII constituyó una ruptura radical con la tradición clásica. El programa de las nuevas universidades estaba muy centrado en la dialéctica o método escolástico, que había tenido su apogeo en Roma, según leemos en Roman Declamation, de S. F. Bonner (pág 43):
Bajo la república, la oratoria había sido esencial para el éxito en la vida pública, y el tema todo estaba en auge y era muy debatido; pero durante el principado había perdido mucho de su valor político. Y no fue así porque los tribunales hubiesen perdido una gran parte de su poder; todavía había casos civiles y criminales que atraían al abogado. Fue más bien la falta de seguridad en el éxito en la vida pública, que en los días de la República podía esperar naturalmente el buen orador. Bajo el principado, dependía mucho del patrocinio imperial y de la corte; y se hizo necesario escoger las propias palabras con más bien excesivo cuidado, cuando se habla en público, para ser popular. Escribiendo en tiempos de Tiberio (si no Calígula), Séneca, el viejo, pudo referirse a la época pasada, bajo Augusto, como a un tiempo en que había «tanta libertad de expresión»; pero aun entonces estaba desapareciendo rápidamente de la vida pública romana aquella libertad que el autor de los Diálogos y el filósofo de Longinos consideran tan esencial para la buena oratoria.
Y así, la oratoria se trasladó a la arena más segura de las escuelas, donde un hombre podía airear su republicanismo sin temor a las consecuencias, y donde podía ver recompensada la pérdida de prestigio político con los aplausos de sus conciudadanos.
El término scholastica se puso de moda —«discurso de escuela»— como opuesto al verdadero discurso público. Y los exponentes de esta oratoria-exhibición fueron conocidos con el nombre de eruditos escolásticos: scholastici.
La ruptura entre la oratoria política y estas controversias escolásticas o académicas tuvo lugar, pues, mucho antes de la Edad Media. Refiriéndose a las Controversiae de Séneca el viejo, observa Bonner (pág 2):
De esto se deduce que Séneca reconocía tres grados principales de desarrollo: (I) la thesis preciceroniana; (II) las declamaciones pronunciadas en privado por Cicerón y sus contemporáneos, a las que llamaban causae, y (III) la declamación propiamente dicha, conocida como controversia y más tarde también como scholastica.
Estos ejercicios escolásticos en la antigua Roma dependían del examen sic et non de las tesis. Y en sus Tópicos (1, 9) se refiere a tales tesis como aserciones o negaciones de algunos principios filosóficos excepcionales, dando como ejemplos «que todo está en estado de flujo» o «que toda la existencia es Una».
Además, «tesis» significaba que el tema podía ser no solo paradójico, sino que se consideraba como abstracción de circunstancias particulares y de «persona, lugar o tiempo dados». Añade Bonner (pág 3):
Se encuentran ejemplos específicos de temas de tesis en la Rhetorica, de Cicerón, en Institutio Oratoria, de Quintiliano y en los últimos retóricos griegos y romanos. Representan los principales problemas del mundo y su significación, de la vida y conducta humanas, que los griegos debatieron durante siglos, desde las ciudades de Asia Menor hasta las arboledas de la Academia, desde el Jardín y el Propileo hasta las villas de Italia y las columnatas de Roma.
El motivo de que se traiga a colación el carácter de la forma escolástica es que desde el siglo XII al siglo XVI esta clase de actividad intensamente oral rompió con la grammatica, que constituía la base de los procedimientos monásticos y de los últimos procedimientos humanísticos. Porque la grammatica está muy relacionada con circunstancias históricas particulares y con personas, lugar y tiempo dados. Con el advenimiento del libro impreso, la grammatica volvió a gozar del dominio que había disfrutado antes del escolasticismo y que los moderni y las nuevas universidades habían dado de lado. En la antigua Roma, el escolasticismo fue también un asunto oral, y Bonner señala la carta de Cicerón a Tito Pomponio, llamado Atico, en la que daba una lista de tesis que declamaba en privado:
Están relacionadas casi exclusivamente con el tema de los tiranos y la tiranía. —«¿Se debe trabajar por la caída del tirano, aunque ella pueda poner en peligro el Estado, o meramente evitar la elevación de quien lo derroca?»… «¿Se debe tratar de ayudar al propio país, cuando se es súbdito de un tirano, más bien con discursos oportunos que con la fuerza de las armas?»—. Hay ocho de tales temas que Cicerón decía declamar en griego y en latín, tanto defendiéndolos como atacándolos, a fin de distraer su espíritu de preocupaciones…[35].
Cuando se ha comprendido cuán completamente orales fueron estas defensas de tesis, es más fácil ver por qué los estudiantes de tales artes necesitaban una memoria provista de un extenso repertorio de aforismos y sententiae. Este es un factor en el predominio de la estilística senequista en los últimos tiempos de Roma y en la larga asociación del estilo de Séneca con el «método científico», tanto en la Edad Media como en el Renacimiento. Para Francisco Bacon, tanto como para Abelardo, «escribir en aforismos» más bien que en «reglas» constituía la diferencia entre el análisis sagaz y la simple persuasión pública.
En The Advancement of Learning, construido en forma de disertación pública, Bacon, por razones intelectuales, prefiere la técnica escolástica del aforismo al método ciceroniano de la elocución explícita de información en forma de prosa continua:
Otra diversidad de Método, de la que se deriva gran consecuencia, es el impartir conocimiento en aforismos, o en reglas; del que podemos observar que había sido adoptado en exceso como costumbre; de unos pocos axiomas u observaciones sobre cualquier tema, hacer un arte solemne y formal, llenándolo con algunos discursos e ilustrándolo con ejemplos, y ordenándolo en un Método razonable.
Pero escribir en aforismos tenía muchas excelentes virtudes, a lo que no se aproxima el escribir en reglas. Porque, primero, prueba al escritor, si es superficial o sólido: porque los aforismos, salvo que sean ridículos, no pueden hacerse sino con la médula y el corazón de las ciencias; porque el discurso de la ilustración queda suprimido: la relación de ejemplos queda suprimida; el discurso de conexión y orden queda suprimido; las descripciones de la práctica quedan suprimidas. Y así no queda nada para llenar los aforismos sino una buena cantidad de observación: y por tanto ningún hombre basta, ni en razón intentará escribir aforismos, sino aquel que es profundo y con fundamento. Pero en reglas
Tantum series iuncturaque pollet,
Tantum de medio sumptis accedit honoris;
Como un hombre hará una gran exhibición de un arte que, si fuese desunido, vendría a poco. Por segundo, que las reglas son más apropiadas a ganar consentimiento o creencia, pero menos adecuadas para insinuar a la acción; porque llevan una especie de demostración en globo o círculo, una parte iluminando a la otra, y por tanto satisfacen; pero dispersos los particulares, mejor concuerdan con direcciones dispersas. Por último, los aforismos, al representar un conocimiento suelto, invitan a los hombres a inquirir más; en tanto que los métodos, llevando la apariencia de un total, dan seguridad al hombre, como si hubieran llegado a lo más lejos (pág 142).
Nos resulta difícil comprender que el senequiano Francis Bacon fuese en muchos aspectos un erudito escolástico. Más adelante veremos que su propio «método» en las ciencias salió directamente de la grammatica medieval.
Al escribir que los escolásticos o declamadores romanos trataban temas efectistas (tales como los que el drama senequiano trataba tanto en los tiempos romanos como en el Renacimiento), añade Bonner (Roman Declamation, pág ):
Pero, aparte de estas características, su dicción es muy análoga a la de sus contemporáneos escritores, y típica del primitivo «latín de la Edad de Plata».
Son las principales faltas en la composición el uso excesivo de frases breves y separadas, que dan al estilo un efecto abrupto; la escasez de períodos bien equilibrados, y el empleo por algunos declamadores de ritmos débiles e inefectivos. El estilo de estos extractos es el que los griegos hubieran llamado ΚαταΚεΚομμζυη o ΚεΚερματιςμζϋη. Como antídoto de la estructura periódica, esta característica hubiera sido muy efectiva, pero es empleada con tal frecuencia que la mente se cansa de la repetida acrimonia y puntuación.
Pero las «frases separadas» e interminables aliteraciones, tales como las que San Agustín empleaba en sus «sermones rimados», constituyen la norma necesaria, tanto en la prosa como en la poesía oral. (Testigo, el Euphues isabelino.) Es fácil evaluar el grado de aceptación de la cultura de la imprenta en cualquier tiempo o país por su eficacia para eliminar en la literatura el juego de palabras, la agudeza, la aliteración y el aforismo. Así, los países latinos aun hoy conservan máximas, sententiae, y aforismos a un nivel respetable. Y el renacimiento symboliste de la cultura oral no solo comenzó primero en los países latinos, sino que se apoyó mucho en las «frases separadas» y el aforismo. Séneca y Quintiliano, como Lorca y Picasso, fueron españoles para quienes los modos auditivos tenían gran autoridad. Bonner (pág 71) queda confuso por la luz favorable bajo la que Quintiliano coloca los artificios eufuísticos de la elocuencia latina, a pesar de ser «distinguido por su sentido común y su liberal concepto de la educación».
Incluso esta breve atención al senequismo y al escolasticismo de la antigua Roma ayudará a comprender cómo la tradición oral en la literatura de Occidente se transmite por la moda senequiana, y fue obliterada, a finales del siglo XVIII, por la página impresa.
La paradoja de que el senequismo es a la vez erudito en el escolasticismo medieval e inculto en el drama isabelino popular, veremos que se explica por este factor oral. Mas para Montaigne, como para Burton, Bacon y Browne, no hubo enigma. La antítesis y la «ambladura» senequianas (según las describió George Williamson en Senecan Amble) proporcionaron los medios auténticos de observación y experimentaron científicos del proceso mental. Cuando solo el ojo actúa, los gestos en múltiples niveles y las resonancias de la acción oral senequiana están por completo fuera de lugar.
Solo se hacen necesarias dos piezas más en esta parte de nuestro mosaico de La galaxia Gutenberg. Una es intemporal, y la otra está precisamente en el punto focal de la metamorfosis, vía imprenta, del siglo XVI. Primero, pues, la cuestión del proverbio, la máxima, el aforismo, como modo indispensable de la sociedad oral. El capítulo 18 de The Waning of the Middle Ages, de J. Huizinga, está dedicado a este tema, de como una sociedad oral, antigua o moderna:
cada suceso, cada caso, ficticio o histórico, tiende a cristalizar, a convertirse en parábola, en ejemplo, en prueba, a fin de que pueda ser aplicado como muestra de una verdad moral general. Del mismo modo, cada declaración se hace sentencia, máxima, texto. Para cada problema de conducta, la Escritura, las leyendas, la historia, la literatura, proporcionan una multitud de ejemplos, de tipos, que en junto constituyen una especie de clan moral, del que forma parte el problema en cuestión (pág 227).
Huizinga ve claramente que incluso los materiales escritos se ven fuertemente impelidos al modo oral del proverbio, aforismo, ejemplo o muestra, por la forma oral del discurso. Esta es la razón de que «en la Edad Media todos querían apoyar un argumento serio en un texto, para darle un fundamento». Pero el «texto» se consideraba como la voz inmediata de un «auctor», y era autoritario en un sentido oral.
Veremos que con el advenimiento de la imprenta el sentimiento de autoridad queda completamente confundido por la mezcla de la antigua organización oral y la nueva organización visual del conocimiento.
El segundo punto relativo a la tendencia oral hacia las Sentences y aforismos, como comprimidos y autoritarios unas y otros, es que tal preferencia cambió rápidamente en el siglo XVI. Walter Ong ha dedicado mucha atención a este cambio, como se ve en la obra y boga de Peter Ramus. Reservando para un poco más tarde la atención a la importante obra del padre Ong, solo es necesario citar aquí su artículo sobre «El Método de Ramus y la mentalidad comercial» [36]. Ong subraya el cambio en la sensibilidad humana que se produjo como resultado de la aparición de la tipografía, mostrando «cómo el empleo de la imprenta separó la palabra de su asociación original con el sonido, y la trató más como una "cosa" en el espacio».
La implicación de esta consideración visual del aforismo oral y del compendio de sentencias, adagios y máximas, que habían constituido el elemento principal del estudio en la Edad Media, fue la recesión. Como dice Ong (pág 160), «… Ramus tiende a considerar el conocimiento que él proporciona en sus artes más como una mercancía que como sabiduría». El libro impreso tenderá naturalmente a convertirse en una obra de referencia, más bien que en sabiduría hablada.
La desviación escolástica del humanismo literario monástico pronto hubo de verse confrontada por el desbordamiento de textos antiguos de las prensas impresoras.
Cuatro siglos de intensidad dialéctica finalizaron aquí, al parecer; pero el espíritu y los logros de la ciencia y la abstracción escolásticas continuaron hasta la plena culminación de la ciencia moderna, según han demostrado hombres como Clagett.
El descubrimiento escolástico de los medios visuales para representar gráficamente relaciones de fuerza y movimiento no visuales está en completa discordia con el positivismo textual de los humanistas. Sin embargo, tanto los humanistas como los eruditos escolásticos han merecido justamente honores científicos. Esta natural confusión alcanza a ser, como veremos, conflicto explícito en la mente de Francis Bacon. Su propia confusión nos ayudará a aclarar muchas consecuencias un poco más adelante.
La exégesis de la Biblia tuvo sus propios conflictos de método, y como indica Smalley en su Study of the Bible in the Middle Ages, se produjeron en relación con la letra y con el espíritu, lo visual y lo no visual. Cita la escritora a Orígenes: Publiqué tres libros (sobre el Génesis) de los dichos de los Santos Padres, relacionados con la letra y el espíritu… Porque el Verbo vino al mundo por María, hecho carne; y ver no era comprender; todos vieron la carne; el conocimiento de la divinidad se dio a unos pocos elegidos… La letra se muestra como la carne; pero el sentido espiritual que hay dentro se conoce como divinidad. Esto es lo que hallamos estudiando el Levítico…
Bienaventurados sean los ojos que ven el espíritu divino al través del velo de la letra (pág 1).
El tema de la letra y el espíritu, una dicotomía que deriva de la escritura, fue aludido frecuentemente por Nuestro Señor en su «Escrito está, pero en verdad os digo». En Israel, los profetas habían estado generalmente en pugna con los escribas. Este tema entra en la textura misma del pensamiento y la sensibilidad medieval, como en la técnica de la «glosa», que da salida a la luz interior del texto, la técnica de la iluminación como luz al través, no sobre, y la pura esencia de la misma arquitectura gótica. Como afirma Otto von Simson en The Gothic Cathedral (págs 3-4):
En una iglesia románica, la luz es algo distinto y que contrasta con la pesada, sombría y táctil sustancia de los muros. La pared gótica parece ser porosa; la luz se filtra al través de ella, emerge con ella, la transfigura… La luz, que generalmente queda oculta por la materia, aparece como principio activo; y la materia es estéticamente real solamente en cuanto participa de, y es definida por, la cualidad luminosa de la luz… En este aspecto decisivo, pues, el gótico puede ser descrito como arquitectura transparente, diáfana.
Estos efectos de piedra diáfana se obtienen con las vidrieras, pero son del todo pertinentes a la aproximación medieval, a los sentidos humanos, sobre todo a los sentidos de la escritura. Es interesante que Simpson señale la cualidad táctil de la piedra. Una cultura oral del manuscrito no tenía miedo de la tactilidad, verdadero quid de la interacción de los sentidos. Porque fue en esta interacción donde se formó toda la celosía, o proporción de los sentidos, que permitió el paso de la luz. El nivel «literal», que se pensó poseía todos los significados, fue tal interacción. «Descubrimos entonces que lo que ahora deberíamos llamar exégesis, y que está basado en el estudio de la historia bíblica y de su texto, pertenece, en su más amplio sentido, a la "exposición literal"».
En The Study of the Bible in the Middle Ages cita Smalley de Carolingian Art, de R. Hinks: «Es como si se nos invitara a enfocar la mirada, no en la superficie física del objeto, sino en la infinitud, como se ve al través de la celosía…; el objeto… existe —como si dijéramos— simplemente para definir y separar una cierta porción del espacio infinito, y hacerlo manejable y aprehensible». Comenta entonces Smalley (pág 2):
«Esta descripción de "técnica perforante" en el arte nórdico primitivo es también una exacta descripción de la exégesis tal y como la entendió Claudio… Se nos invita a mirar no el texto, sino al través de él».
Probablemente, cualquier persona de la época medieval quedaría sorprendida ante nuestra idea de mirar al través de algo. Supondría que la realidad miraba al través de nosotros y que, por contemplación, nos bañábamos en la luz divina, más bien que la mirábamos. Los supuestos sensorios de la cultura del manuscrito, antigua y medieval, por completo distintos a los de cualquier otra cosa a partir de Gutenberg, se imponen a contar de la antigua doctrina de los sentidos y del sensus communis [37]. Erwin Panofsky, en su estudio Gothic Architecture and Scholasticism, también subraya la tendencia medieval por la luz al través, y halló conveniente atacar el problema arquitectónico via eruditos escolásticos:
«La doctrina sagrada —dice Tomás de Aquino— hace uso de la razón humana no para demostrar la fe, sino para poner en claro (manifestare) todo lo demás que se establece en esta doctrina». Esto significa que la razón humana no puede tener esperanzas de proporcionar pruebas directas de tales artículos de fe…, pero que puede, y lo hace, elucidar o aclarar estos artículos…
La manifestatio, dilucidación o aclaración es, pues, lo que yo denominaría el primer principio rector de la primitiva y alta escolástica… si la fe había de «manifestarse» por medio de un sistema de pensamiento completo y auto-suficiente dentro de sus propios límites, manteniéndose, no obstante, fuera del dominio de la revelación, se hacía necesario «manifestar» la integridad, la autosuficiencia y la limitación del sistema de pensamiento.
Y esto solo podía hacerse mediante un ardid de exposición literaria que dilucidara los procesos mismos del razonamiento a la imaginación del lector, así como se suponía que el razonamiento elucidaba la naturaleza misma de la fe a su intelecto (págs 29-31).
Panofsky alude luego (pág 43) al «principio de la transparencia» en arquitectura:
Sin embargo, fue en la arquitectura donde el hábito de la clarificación alcanzó sus mayores triunfos. Del mismo modo que la alta escolástica estuvo gobernada por el principio de la manifestatio, la arquitectura del alto gótico estuvo dominada —como ya observara Suger— por lo que puede llamarse el «principio de la transparencia».
Panofsky nos da (pág 38) la doctrina medieval de los sentidos como la sentó Santo Tomás de Aquino: «Los sentidos se deleitan en las cosas debidamente proporcionadas como en algo análogo a ellos mismos; pues también el sentido es una especie de razón, como lo son todos los poderes cognoscitivos». Armado con el principio de que hay una razón o racionalidad en los sentidos mismos, Panofsky es capaz de moverse libremente entre las proporciones que existen entre el escolasticismo y la arquitectura medieval.
Pero este principio de la razón en los sentidos, como luz al través del Ser, está también en todas partes en el estudio de los sentidos de la escritura. Sin embargo, todas estas cuestiones se hicieron muy confusas por la creciente demanda de luz sobre, más bien que luz al través, a medida que la última tecnología colocó la facultad visual en situación cada vez más distintamente separada con respecto a los otros sentidos. El dilema que tenemos delante está perfectamente definido por Otto von Simson en The Gothic Cathedral (pág 3):
«No es que los interiores góticos fuesen particularmente claros…; en realidad, las vidrieras eran tan inadecuadas fuentes de luz que en una época subsiguiente y más ciega fueron reemplazadas muchas de ellas por grisalla o vidriera blanca, que hoy produce una impresión engañosa».
Después de Gutenberg, la nueva intensidad visual requerirá luz sobre todas las cosas. Y la idea de espacio y tiempo cambiará, y uno y otro serán considerados como receptáculos que han de llenarse con objetos y actividades. Pero en una época de manuscritos, cuando lo visual se mantenía en relación más estrecha con lo audio-táctil, el espacio no era un receptáculo visual. En una habitación medieval apenas había mobiliario, como explica Siegfried Giedion en Mechanization Takes Command (pág 301):
Y sin embargo hubo un confort medieval. Pero ha de buscarse en otra dimensión, porque no puede mensurarse a escala material. La satisfacción y el placer que constituían el confort medieval tuvieron su fuente en la configuración del espacio. Confort es la atmósfera con que el hombre se rodea y en la cual vive. Como el Reino de Dios medieval, es algo que elude el asimiento con la mano. El confort medieval es el confort del espacio.
Una habitación medieval parece terminada aun cuando no contenga mobiliario alguno. Nunca está desnuda. Sea una catedral, un refectorio o la cámara de un vecino, vive en sus proporciones, sus materiales, su forma.
Este sentido de la dignidad del espacio no terminó con la Edad Media.
Perduró hasta que el industrialismo del siglo XIX embotó los sentimientos.
Sin embargo, ninguna época posterior renunció tan enfáticamente al confort corporal. Los modos ascéticos del monasticismo, invisiblemente, formaron el período a su propia imagen.
En esta prolongada consideración de los aspectos orales de la cultura del manuscrito, tanto en su fase antigua como en su fase medieval, ganamos la siguiente ventaja: no nos sentiremos inclinados a buscar aquí las cualidades literarias que fueron el producto más tardío de la cultura de la imprenta.
Además, empezamos a saber lo que podemos esperar de la tecnología de la imprenta en la disminución de las cualidades orales. Y hoy, en la era electrónica, podemos comprender por qué habrá una gran disminución en las especiales cualidades de la cultura de la imprenta y un renacimiento de los valores orales y auditivos en la organización verbal. Porque la organización verbal, sea en la página o en el habla, puede tener una tendencia visual, tal como la que asociamos con el habla rápida y recortada de las personas muy cultas. La organización verbal también puede tener, incluso en la página escrita, una tendencia oral, como en la filosofía escolástica.
La inconsciente tendencia literaria de Rashdall es por completo involuntaria cuando dice en The University of Europe in the Middle Ages (vol. II, pág 37): «Los misterios de la lógica fueron, en verdad, mejor calculados intrínsecamente para fascinar el intelecto de los bárbaros semicivilizados que las elegancias de la poesía y la oratoria clásicas».
Pero Rashdall está en lo cierto cuando considera que el hombre oral es un bárbaro.
Porque técnicamente el hombre «civilizado», sea tosco o estúpido, es un hombre de fuerte tendencia visual en toda su cultura, tendencia derivada de una sola fuente: el alfabeto fonético. El propósito de este libro es descubrir hasta dónde la tendencia visual de esta cultura fonética fue impulsada, por el manuscrito primero, y después por la tipografía, o «este modo mecánico de escribir», como se le llamó al principio. La filosofía escolástica fue profundamente oral en sus procedimientos y organización, pero así lo fue, en diversos aspectos, la exégesis de las escrituras. Y los siglos de estudio de la Biblia en la Edad Media, que abarcaron la antigua grammatica (o literatura), prepararon también los materiales indispensables para las técnicas dialécticas escolásticas. Tanto la grammatica como la dialéctica o filosofía escolástica fueron extremadamente orales en su orientación, comparadas con la nueva orientación visual alentada por la imprenta.
Un tema favorito del siglo XIX fue el de que las catedrales medievales fueron los «libros del pueblo». La afirmación de Kurt Seligman acerca de este aspecto de la catedral (The History of Magic, págs. 415-16) sirve para poner de relieve su parecido con la página del comentario medieval de las escrituras:
En esta cualidad, los naipes Tarot se asemejan a las imágenes de otras artes: las pinturas, la escultura, las vidrieras de las catedrales, que también vestían ideas en forma humana. Su mundo, sin embargo, es el mundo de arriba, en tanto que el mundo de Tarot es el de abajo. Los triunfos representan la relación de los poderes y las virtudes del hombre; las catedrales, por otra parte, encarnan la relación del hombre con lo divino.
Pero ambas imágenes se graban en la mente. Son mnemónicas. Contienen un amplio complejo de ideas que llenarían volúmenes si hubiesen de escribirse. Pueden ser «leídas» por los analfabetos y también por los que saben leer, y están destinadas a unos y otros. La Edad Media estuvo preocupada por las técnicas que capacitaran al hombre para recordar y para comparar muchas de tales áreas de ideas. Bajo este impulso, Raimundo Lulio escribió su Ars Memoria, el Arte de la Memoria.
Preocupaciones similares se produjeron en los principios de la impresión de bloques, Ars Memorandi, impreso alrededor de 1470. El autor emprendió la difícil tarea de hacer concretos los temas contenidos en los Cuatro Evangelios. Para cada Evangelio creó unas cuantas imágenes, ángeles, toros, leones y águilas, emblemas de los cuatro Evangelistas, sobre las que impuso objetos que habían de sugerir las historias tratadas en cada capítulo. La figura 231 muestra al ángel (Mateo), que contiene ocho emblemas más pequeños para recordar los ocho primeros capítulos de San Mateo. Al visualizar cada figura de Ars Memorandi con todos sus emblemas, se recordarían las historias de todo el Evangelio.
Para nosotros, tal memoria visual parecería prodigiosa, pero seguramente que no era desacostumbrada en unos tiempos en que solo unos cuantos podían leer y escribir, y en que las imágenes hacían el papel de la escritura.
Seligman ha captado aquí otro aspecto esencial de la cultura oral, el entrenamiento de la memoria. Del mismo modo que la pronuntiatio, quinta división de la retórica clásica, fue cultivada para el arte de escribir y de hacer Libros, como Hajnal ha demostrado, así la memoria, cuarta división de la antigua oratoria, fue una disciplina necesaria en la edad del manuscrito, y estuvo servida por las verdaderas artes de la glosa y la iluminación marginal. En efecto, Smalley registra (pág 53) que las glosas marginales, aunque de origen desconocido, servían entre quienes las usaban «como nota para la ejecución de la lecturae oral».
En una tesis profesoral no publicada [38], John H. Harrington hace observar que en los primeros siglos cristianos «tanto el libro como la palabra escrita eran identificados con el mensaje que llevaban. Eran considerados como poderosos instrumentos mágicos, especialmente contra el demonio y sus asechanzas». Harrington tiene muchos trozos que se refieren al carácter oral de la «lectura» y a la necesidad de memorización, como este de la regla de San Pacomio: «Y si no quiere leer se le fuerza a ello, de modo que no pueda haber nunca nadie en un monasterio que no pueda leer y recordar trozos de las Sagradas Escrituras» (pág 34). «A menudo, mientras dos monjes viajan, uno lee para el otro, o recita de memoria el Libro de la Escritura» (pág 48).
Será útil observar ahora algunos otros puntos tratados por Smalley en su Study of the Bible in the Middle Ages, que indican el constante desarrollo de la nueva tendencia visual en los últimos estudios medievales de la Biblia.
Se produjo al principio el impulso escolástico para romper con las limitaciones literarias del contexto: «Drogo, Lanfranc y Berengar utilizan la dialéctica para excavar por debajo su texto; intentan reconstruir el proceso lógico en la mente del autor. La dialéctica podía haber sido utilizada también para construir una nueva estructura teológica fundamentada en el texto» (pág 75). Los Adagia y Similia de Erasmo, extractados de toda suerte de obras, fueron luego transformados en sermones, ensayos, comedias y sonetos, en el siglo XVI. La presión real hacia los esquemas y organización visuales vino del creciente volumen de asuntos a tratar: Este desarrollo unilateral fue completamente natural. Los innumerables problemas que surgieron de la recepción de la lógica aristotélica y del estudio de las leyes canónicas y civiles, las nuevas posibilidades de razonamiento, la urgente necesidad de especulación y discusión, todo ello produjo una atmósfera de prisa y excitación poco favorable a la erudición bíblica. Los maestros de las escuelas de las catedrales no tenían ni tiempo ni preparación para especializarse en una rama muy técnica del estudio de la Biblia. Esto fue así tanto con respecto a los filósofos y humanistas de Chartres como en relación a los teólogos de París y Laon. Incluso Bec, la última de las grandes escuelas monásticas, no fue una excepción. Lanfranc fue teólogo y lógico; el genio de su discípulo, San Anselmo de Canterbury, tomó otra dirección. Sus obras filosóficas eclipsaron sus obras bíblicas, que al parecer se han perdido (pág 77).
Y fue la misma presión de la cantidad lo que habló, a la larga, en favor de la tipografía. Pero el punto en que el tratamiento visual y el tratamiento oral de las escrituras entró en agudo conflicto en el medioevo fue, como podía predecirse, axial o polar al área en que se produjo el conflicto en la nueva cultura visual del Renacimiento. Hugo de San Víctor informa sobre la materia con gran claridad:
El sentido místico sólo puede captarse de lo que la letra dice, en primer lugar. Me asombra que las gentes tengan la desfachatez de presumir de maestros en alegoría, cuando no conocen el significado primario de la letra. «Leemos las Escrituras —dicen—, pero no leemos la letra. La letra no nos interesa. Enseñamos alegoría». ¿Cómo pueden leer las Escrituras, entonces, si no leen la letra? Quitad la letra y ¿qué queda? »Leemos la letra —dicen—, pero no según la letra. Leemos alegoría, y explicamos la letra no literalmente, sino alegóricamente…; como león, que, de acuerdo con el sentido histórico, significa una bestia, pero alegóricamente significa Cristo. Por tanto, la palabra león significa Cristo» (pág 93).
Para el hombre oral lo literal es inclusivo, contiene todos los significados y todos los niveles posibles. Así fue para Santo Tomás de Aquino. Pero el hombre visual del siglo XVI se ve impelido a separar nivel de nivel, función de función, en un proceso de exclusión especialista. El campo auditivo es simultáneo, el modo visual es sucesivo. Por supuesto, la simple noción de «niveles de exégesis», sea literal o figurada, topológica o anagógica, es fuertemente visual, una especie chabacana de metáfora. No obstante:
«Habiendo vivido cerca de un siglo antes que Santo Tomás, Hugo parece haber captado el principio de que el indicio de la profecía y la metáfora es la intención del escritor; el sentido literal incluye todo lo que el escritor sagrado quiso decir. Pero tiene errores ocasionales, en su propio nivel» (pág 101).
La noción tomista de la interacción simultánea entre los sentidos es tan inevocable como la proporcionalidad analógica: «Santo Tomás, perfeccionando los tentativos esfuerzos de sus predecesores, aportó una teoría de las relaciones entre los sentidos que pone el acento en la interpretación literal, definida ahora como el total significado del autor» (pág 368).
Cuando lo literal o «la letra» se identificó más tarde con la luz sobre más bien que con la luz al través del texto, se produjo así mismo el mayor énfasis equivalente en el «punto de vista» o posición fija del lector: «desde donde estoy sentado». Tal énfasis en lo visual fue completamente imposible antes que la imprenta elevara la intensidad visual de la página escrita hasta el punto de una completa uniformidad y repetibilidad.
Esta uniformidad y repetibilidad de la tipografía, ajena por completo a la cultura del manuscrito, es el preliminar necesario del espacio unificado o pictórico y de la «perspectiva». Pintores de la avant-garde, como Masaccio en Italia y los Van Eycks en el Norte, comenzaron a experimentar con el espacio pictórico o perspectivo a principios del siglo XV. Y en 1435, tan solo una década antes de la tipografía, el joven Leone Battista Alberti escribió un tratado de pintura y perspectiva que fue el más influyente en la época:
La otra cosa en el libro de Alberti que marcó el advenimiento de una nueva actitud muy alejada de la de los griegos, fue la descripción del anteriormente conocido esquema geométrico para representar objetos en un espacio unificado, o, en otras palabras, lo que hoy llamamos perspectiva. Del mismo modo que fue un acontecimiento importante en la historia de la representación pictórica, lo fue en la historia de la geometría, porque en él se estableció por primera vez el hoy familiar proceso de la proyección y sección centrales, cuyo subsecuente desarrollo ha constituido el aspecto más destacado de la moderna geometría sintética. Es una idea que fue desconocida para los griegos, y fue descubierta en unos tiempos de tanta ignorancia de la geometría que Alberti creyó necesario explicar las palabras diámetro y perpendicular[39].
Para comprender el despegue de lo visual que se produjo con la tecnología de Gutenberg, es necesario saber que tal despegue no había sido posible en los tiempos del manuscrito, porque tal cultura conserva los modos audiotáctiles de la sensibilidad humana en un grado incompatible con la visualidad abstracta, o traducción de todos los sentidos al lenguaje del espacio unificado, continuo y pictórico. Esto es por lo que Ivins está justificado al mantener en su Art and Geometry (pág 41):
La perspectiva es algo diferente por completo del escorzo. Técnicamente, es la proyección central de un espacio tridimensional sobre un plano. Sin tecnicismos, es el modo de hacer un dibujo sobre una superficie plana, de tal forma que los diversos objetos representados en él parezcan tener las mismas dimensiones, las mismas formas y las mismas posiciones, en relación mutua, que los objetos verdaderos, situados en el espacio verdadero, tendrían si el espectador los mirase desde un determinado punto de vista. No he descubierto nada que justifique la creencia de que los griegos tuviesen idea, sea en la práctica o en teoría, en ningún tiempo, del concepto contenido en las palabras de la oración anterior impresas en letra cursiva.
El estudio de la Biblia en la Edad Media logró modos le expresión en conflicto que resultan familiares también para el historiador de la economía y para el historiador social. El conflicto se produjo entre aquellos que decían que el texto sagrado era un complejo unificado al nivel literal, y aquellos que estimaban que los niveles de significación habían de considerarse uno a uno, con un espíritu especialista. Este conflicto entre una tendencia auditiva y una tendencia visual raramente alcanzó un elevado grado de intensidad hasta después que la tecnología mecánica y tipográfica hubieran conferido gran preponderancia a lo visual. Antes de producirse esta ascendencia, la relativa igualdad entre los sentidos de la vista, el oído, el tacto y el movimiento en interacción, en la cultura del manuscrito, había nutrido la preferencia por la luz al través, tanto en el lenguaje como en arte y arquitectura. La opinión de Panofsky en Gothic Architecture and Scholasticism (págs 58-60) es:
Un hombre de costumbres escolásticas consideraría el modo de presentación arquitectónica igual que consideró el modo de presentación literaria; desde el punto de vista de la manifestatio. Daría por supuesto que el propósito primario de los múltiples elementos que constituyen una catedral es asegurar la estabilidad, del mismo modo que daba por supuesto que el propósito primario de los múltiples elementos que constituyen una Summa es asegurar su validez.
Pero no habría quedado satisfecho si la membrificación del edificio no le hubiese permitido volver a experimentar el proceso mismo de la meditación. Para él, las panoplias con lanzas, los aristeros, los contrafuertes, la tracería, los fastigios y follajes de piedra significaron un autoanálisis y una autoexplicación de la arquitectura, así como el habitual aparato de partes, distinciones, preguntas y artículos fue para él un autoanálisis y una autoexplicación de la razón. Allí donde la mentalidad humanística exigía un máximo de «armonía» (dicción impecable, en los escritos, proporciones impecables en la arquitectura, que Vasari echaba de menos con tanta pena en las estructuras góticas), la mentalidad escolástica exigió un máximo de claridad. Aceptó e insistió en una graciosa clarificación de la función por medio de la forma, del mismo modo que aceptó e insistió en una gratuita clarificación del pensamiento por medio del lenguaje.
Quien estudiase la poesía medieval podría establecer fácilmente un paralelo de estas características. El dolce stil nuovo de Dante y otros fue logrado, como Dante explica, mirando hacia adentro y siguiendo los contornos mismos y el proceso del apasionado pensamiento. En el Canto XXIV del Purgatorio dice Dante:
Y le dije: «Yo soy aquel que cuando
Amor me inspira, escribo, y de aquel modo
que él dicta dentro, voy significando».
A lo que responde su amigo Forese:
Oh hermano, veo ya —díjome— el nudo
que al Notario, a Guitón y a mí retiene
de acá del dulce estilo nuevo que oigo,
y claro llego a ver cómo tu pluma
cobra del que te dicta expresión bella [40].
Fidelidad artística y verbal a los modos mismos de la experiencia es el secreto del dulce estilo nuevo.
Esta preocupación por seguir el proceso mismo de la intelección más bien que por llegar a un punto de vista personal, es lo que presta a gran parte de la meditación escolástica el aire de «universalismo». La misma preocupación por las modalidades inherentes del pensamiento y del ser nos capacita para sentir que «Dante es muchos hombres y sufre como muchos»[41].
Paolo Milano, presentando al Dante al público inglés, escribe:
«El rasgo característico del Dante es este: lo que dice nunca es más, nunca es menos que su respuesta inicial y total al objeto ante él. (Para él, arte es la forma que toma la verdad cuando es totalmente percibida.) …Dante nunca se entrega a la fantasía; nunca adorna, o aumenta. Así como piensa o ve (sea con su mirada exterior o interior), así escribe… Su aprehensión sensoria es tan segura, y su comprensión intelectual tan directa, que nunca duda hallarse en el centro mismo de la percepción. Este es probablemente el secreto de la celebrada concisión de Dante»[42].
Tanto en Dante como en Santo Tomás, lo literal, la superficie, es una unidad profunda, y Milano añade (pág XXXVII):
Vivimos en una edad en que la ruptura entre la mente, la materia y el alma (por usar las palabras del Dante) se ha hecho tan completa que sentimos que está a punto de ser revocada… Durante siglos ha venido produciéndose una lenta disociación de estas tres cualidades, y nos vemos reducidos a admirar, como en distintas salas de un museo, la carne según Matisse, la mente según Picasso, y el corazón según Rouault.
Un universalismo de experiencia contorneado escultóricamente, tal como el de Dante, es incompatible por completo con el espacio pictórico unificado que alberga la configuración gutenbergiana con que nos enfrentamos. Porque las modalidades de escritura mecánica y la tecnología de los tipos móviles no fueron favorables a la sinestesia o «escultura de la rima».
En la obra de Henri Pirenne Economic and Social History of Medieval Europe se encuentran muchos paralelos estructurales de los modelos de la cultura del manuscrito que han sido objeto de nuestra atención hasta aquí. La ventaja de ver el choque de formas anterior a la tipografía es que nos capacita para ver el giro que Gutenberg dio al conflicto:
De las pruebas que poseemos resulta por completo evidente que, desde finales del siglo VIII, la Europa occidental había vuelto a hundirse en un estado puramente agrícola. La tierra era el único recurso para la subsistencia y la única condición de la riqueza. Todas las clases sociales, desde el Emperador, que no tenía otros ingresos sino los derivados de sus propiedades rústicas, hasta el más humilde siervo, vivían directa o indirectamente del producto de la tierra, lo produjesen con su esfuerzo o se limitasen a cosecharlo y consumirlo. Los bienes muebles dejaron de representar papel alguno en la vida económica (pág 7).
Pirenne explica cómo la estructura del estado feudal que se desarrolló después del colapso romano fue la de numerosos «centros sin márgenes». Por contraste, el modelo romano había sido el centralismo burocrático, con gran interacción entre el centro y los márgenes. El estado feudal se ajusta al tratamiento de las escrituras que halló toda la riqueza de significación en el texto literal, como inclusivo. Sin embargo, los nuevos pueblos y vecinos comenzaron a aproximarse a esa fase de «un nivel cada vez» y de conocimiento especializado. Del mismo modo, como observa Pirenne, no surgió el nacionalismo hasta el siglo XV.
Hasta el siglo XV no comenzaron a revelarse los primeros síntomas de proteccionismo. Con anterioridad, no hay pruebas del menor deseo de favorecer el comercio nacional, protegiéndolo de la competencia extranjera. A este respecto, el internacionalismo que caracterizó la civilización medieval precisamente en el siglo XIII, se manifestó con particular claridad en la conducta de los estados. No hicieron intento alguno para regular el movimiento comercial, y buscaríamos en vano huellas de una política económica que mereciese tal nombre (pág 91).
Más adelante veremos más claro por qué precisamente la tipografía hubo de fomentar el nacionalismo. La función del alfabetismo y el papiro al hacer posibles las estructuras de los imperios primitivos es el tema que trata Harold Innis en Empire and Communications (pág 7):
«Los medios que dan más importancia al tiempo son aquellos de carácter durable, tales como el pergamino, la arcilla y la piedra… Los medios que dan más importancia al espacio suelen ser de carácter menos duradero y más ligero, tales como el papiro y el papel».
Al poder disponer de cantidades de papel manufacturado, especialmente después del siglo XII, de nuevo siguió su curso el crecimiento de la organización burocrática y centralista de zonas distantes. Escribe Pirenne (pág 211):
Uno de los fenómenos más sorprendentes de los siglos XIX y XV es el rápido crecimiento de grandes compañías comerciales, cada una con sus afiliaciones, corresponsales y factores en diferentes partes del Continente.
El ejemplo de las poderosas compañías italianas del siglo XIII había encontrado ahora seguidores al norte de los Alpes. Ellos habían enseñado a los hombres el manejo de capitales, teneduría de libros y diversas modalidades de crédito, y aunque continuaron dominando el comercio en dinero, se vieron enfrentados a un creciente número de rivales en el comercio de mercancías.
El carácter peculiar de la vida en las ciudades medievales fue la yuxtaposición de dos poblaciones. Estaban los burgueses o miembros de los gremios, para quienes principalmente existía la ciudad y cuyo esfuerzo consistía en fijar los precios y medidas de los productos, y las condiciones de ciudadanía:
El tiempo en que las asociaciones profesionales dominaban o influenciaban el régimen económico de las ciudades es también aquel en que el proteccionismo urbano alcanzó su cénit. Por divergentes que pudieran ser sus intereses profesionales, todos los grupos industriales estaban unidos por la determinación de imponer al máximo el monopolio que cada uno disfrutaba y de aplastar todo intento de iniciativa individual y toda posibilidad de competencia. De aquí que el consumidor estuviese completamente sacrificado al productor. El gran objetivo de los trabajadores en las industrias de exportación era elevar los salarios; el de los que se ocupaban en suministrar el mercado local, elevar o, al menos, estabilizar los precios. Su visión estaba limitada por los muros de la ciudad, y todos estaban convencidos de que su prosperidad podía quedar asegurada por el simple expediente de cerrarse a toda competencia exterior. Su particularismo se hizo más y más rabioso; jamás el concepto de que cada profesión es la propiedad exclusiva de una corporación privilegiada fue llevado a tales extremos como lo fue en estos gremios medievales (págs 206-07).
Pero al lado de estas exclusivistas personas, que llevaban una vida de centro-sin-márgenes, crecía una población de ciudadanos de segunda clase ocupados en el comercio internacional. Constituían la avant-garde de lo que más tarde formó la clase media dominante:
Pero la industria urbana no era la misma en todas partes. En muchas ciudades, y precisamente en las más desarrolladas, existía, al lado de los artesanos-empresarios que vivían del mercado local, un grupo por completo diferente, que trabajaba en la exportación. En lugar de producir solamente para la clientela de la ciudad y sus alrededores, eran proveedores de los comerciantes mayoristas que desarrollaban el comercio internacional. De estos comerciantes recibían las primeras materias, para ellos las trabajaban y a ellos se las entregaban en forma de artículos manufacturados (pág 185).
Paradójicamente, serán estos desviacionistas internacionales de la vida ciudadana y gremial los que formen el núcleo nacionalista del Renacimiento. Son el Huésped de Chaucer y Wyf de Bath, entre otros, los «intrusos» en su sociedad. Pertenecen al grupo internacional, como si dijéramos, que había de convertirse en la clase media del Renacimiento.
El término hôtes (literalmente, «huéspedes» o «forasteros»), que aparece más y más frecuentemente desde el comienzo del siglo XII, es característico del movimiento que estaba produciéndose entonces en la sociedad rural.
Como indica el nombre, el hôte era un recién llegado, un extraño. Era, brevemente, una especie de colono, un inmigrante en busca de tierras que cultivar. Estos colonos provenían sin duda de la población vagabunda, en la que se reclutaron durante el mismo período los primeros comerciantes y artesanos de las ciudades, o eran habitantes de los grandes estados, cuya servidumbre se sacudieron así (pág 69).
El gran estudio de The Waning of che Middle Ages, de J. Huizinga, está casi enteramente dedicado a la nobleza feudal, cuya posición había sido modificada en gran manera por los gremios medievales, y había de ser completamente disminuida por la clase media que vino después, con la tipografía. En muchos aspectos, Huizinga queda desconcertado ante el mundo medieval, del mismo modo que Heinrich Wölfflin por el arte medieval. Ambos dieron en la idea de aplicarles fórmulas del arte y de la vida primitivos e infantiles. Y este método es eficaz hasta un punto, ya que las táctiles líneas limítrofes de la vida visual de la infancia no quedan lejos de aquellas de la sensibilidad analfabeta. Escribe Huizinga (pág 9):
Cuando era medio millar de años más joven, al mundo se le aparecían los contornos de todas las cosas más claramente marcados que para nosotros. El contraste entre sufrimiento y alegría, entre adversidad y felicidad, se hacía más llamativo. Toda experiencia tenía todavía para la mente de los hombres la derechura y absolutismo del placer y el dolor de la vida infantil. Todo suceso, todo acto, estaba revestido todavía en formas expresivas y solemnes, que los elevaban a la dignidad de un ritual. Porque no fueron solamente los grandes actos del nacimiento, el casamiento y la muerte los que, por la santidad del sacramento, se elevaron al rango de misterios; incidentes de menos importancia, como un viaje, un trabajo, una visita, eran acompañados de mil formalidades: bendiciones, ceremonias y fórmulas.
Las calamidades y la indigencia eran más aflictivas que al presente; era más difícil guardarse de ellas y hallar solaz. Las enfermedades y la muerte ofrecían un contraste más vivo; el frío y la oscuridad del invierno eran males más reales. Los honores y la riqueza eran saboreados con mayor avidez, y contrastaban más vivamente con la miseria en torno. En nuestros días difícilmente podemos comprender el ansia con que se gozaba entonces de un abrigo de piel, de un buen fuego sobre el suelo, de una cama blanda o de un vaso de vino.
Entonces también, todas las cosas de la vida tenían una más arrogante o cruel publicidad. Los leprosos hacían sonar sus sonajas y marchaban en procesiones, los mendigos exhibían sus deformidades y su miseria en las iglesias. Todo orden o estado, todo rango o profesión, se distinguía por el vestido. Los grandes señores nunca marchaban sin una gloriosa exhibición de armas y libreas, excitando el temor y la envidia. Las ejecuciones y otros actos públicos de justicia, cetrería, bodas y funerales, eran todos anunciados con pregones y procesiones, cantos y músicas.
Asociando los avances de quinientos años de la tecnología de Gutenberg con la uniformidad, el tranquilo aislamiento y el individualismo, Huizinga halla fácil ofrecernos el mundo pre-Gutenberg en términos de diversidad, apasionada vida de grupo y rituales comunales. Esto es exactamente lo que hace en la página 40: «Aquí, pues, hemos alcanzado un punto de vista desde el que podemos considerar la cultura secular de la Edad Media moribunda; vida aristocrática decorada con formas ideales, dorada por un romanticismo caballeresco, un mundo disfrazado con los fantásticos atavíos de la Tabla Redonda». Los magníficos decorados hollywoodenses que monta Huizinga como imagen de la decadencia medieval se combinan perfectamente con las evocaciones del mundo antiguo hechas por los artesanos de los Médicis. Lo que Huizinga puede haber decidido desestimar es el aumento de la riqueza de la clase media, del conocimiento práctico y de la organización, que hicieron posible el esplendor de los duques de Borgoña y de los Médicis. De los grandes duques dice (pág 41):
La corte fue preeminentemente el campo donde floreció su esteticismo. En ninguna parte alcanzó mayor desarrollo que en la corte de los duques de Borgoña, que fue más ostentosa y estuvo mejor dispuesta que la de los reyes de Francia. Es bien conocida la importancia que los duques dieron a la magnificencia de su casa. Una corte espléndida podía, mejor que cualquier otra cosa, convencer a sus rivales del alto rango que los duques pretendían ocupar entre los príncipes de Europa. «Después de los hechos y hazañas de guerra, que son títulos de gloria —dice Chastellain—, la casa es lo primero que salta a la vista, y lo que es, por tanto, más necesario llevar y disponer bien». Se presumía que la corte borgoñesa fue la más rica y mejor regida de todas. Carlos el Temerario, especialmente, tenía la pasión de la magnificencia.
Fue la riqueza de la nueva clase media, con el conocimiento práctico, lo que tradujo el sueño caballeresco a un panorama visual. Seguramente tenemos aquí una fase inicial del «saber cómo» y del conocimiento práctico aplicado tal como el que en los siglos sucesivos había de crear los complejos mercados, los sistemas de precios y los imperios comerciales, inconcebibles en las culturas orales e incluso del manuscrito.
El mismo afán de traducir los conocimientos prácticos táctiles de los antiguos oficios en la magnificencia visual de los rituales del Renacimiento produjo un medievalismo estético en el Norte, y en Italia inspiró la recreación del arte antiguo, letras y arquitectura. La misma sensibilidad que condujo a los duques de Borgoña y de Berry a sus tres riches heures, llevó a los príncipes-mercaderes italianos a restaurar la antigua Roma. Fue una especie de conocimiento arqueológico aplicado, en ambos casos. El mismo conocimiento aplicado en los intereses de la nueva intensidad visual y control inspiró a Gutenberg, y llevó a dos siglos de medievalismo de una extensión y grado desconocidos en la misma Edad Media. Porque, hasta la imprenta, había pocos libros disponibles, antiguos o medievales. Los que había, pocos los veían. La misma situación prevaleció en pintura hasta que se desarrolló el moderno grabado en color, como ha explicado André Malraux en su Museo sin Paredes.
Windham Lewis, en The Lion and the Fox (pág 86), ha hecho una bella exposición de la afición italiana por las antigüedades:
El príncipe o jefe de un ejército o estado había comenzado a menudo como un capitán libre; y el nacimiento o la preparación nunca importó menos que en esta edad, que ha sido llamada la de los bastardos y aventureros.
Muzio Sforza comenzó su vida como campesino; Nicolo Piccini, como carnicero; Carmagnola, como pastor. Estamos de acuerdo en que debió de haber sido «singular ver a estos hombres —generalmente de baja ascendencia y carentes de cultura— rodeados en sus campamentos por embajadores, poetas y sabios, que les leían a Livio y Cicerón y versos originales en los que se les comparaba a Escipión y Aníbal, César y Alejandro». Pero todos estaban representando, a escala reducida, el pasado que estaba siendo desenterrado, al igual que los hombres de estado ingleses estaban remodelándose, en el tiempo de la gran expansión de Inglaterra, a semejanza de los hombres de estado de la antigüedad romana. En los más inteligentes de entre ellos, como César Borgia, este hábito mental arqueológico y analógico asumió las proporciones de una manía. Su Aut Cesar aut nihil es el mismo tipo de literatura que vemos concentrado en la pequeña figura maniática de Julián Sorel, el menudo Napoleón doméstico de Stendhal. El lema mismo de Borgia recuerda el título de un libro popular antes de la guerra en Alemania: El poder mundial o la caída.
Lewis está en lo cierto al señalar la frecuentemente falsa e inmatura inspiración de gran parte de todo esto:
El republicano se llamaba a sí mismo Bruto, el littérateur sería Cicerón, y así sucesivamente. Trataban de dar vida a los héroes de la antigüedad, y recordar en sus propias vidas los sucesos registrados en los códices; y fue esta aplicación inmediata de todo a la vida, en la sociedad del renacimiento italiano (como la sustitución de un libro de historia por un cinematógrafo en una escuela), lo que hizo tan vivida la influencia italiana en el resto de Europa. La Italia del Renacimiento fue, muy exactamente, una especie de Los Angeles, donde las escenas históricas se probaban, los edificios antiguos se imitaban y se edificaban rápida y burdamente, y los crímenes dramáticos se reconstruían.
Villari muestra a continuación cómo se produjo la asociación entre el estudio y el crimen político:
Eran días aquellos en los que cada italiano parecía un diplomático nato: el comerciante, el hombre de letras, el capitán de aventuras, sabían cómo dirigirse y hablar a reyes y emperadores, observando debidamente todos los formulismos convencionales… Los despachos de nuestros embajadores estuvieron entre los principales monumentos históricos y literarios de aquellos tiempos…
«Fue entonces cuando los aventureros, inconmovibles ante las amenazas, los ruegos y la piedad, era seguro que cedían ante los versos de un hombre cultivado. Lorenzo de Médicis fue a Nápoles y, con la fuerza de sus argumentos, persuadió a Ferrante d’Argona para que pusiera fin a la guerra y concluyese una alianza con él. Alfonso el Magnánimo, prisionero de Filippo María Visconti, y a quien todos creían muerto, fue por el contrario honorablemente liberado porque tuvo la habilidad de convencer a aquel adusto y cruel tirano de que le resultaría más conveniente tener en Nápoles a los aragoneses que a los seguidores de Anjou… En una revolución en Prato, promovida por Bernardo Nardi, este jefe… había arrojado ya el dogal en torno al cuello del Podestá florentino cuando los agudos razonamientos de este último lo persuadieron a perdonarle la vida…» (págs 86-87).
Tal fue también el mundo que Huizinga retrata en The Waning of the Middle Ages.
Fue medievalismo, más destreza visual, y una pompa y una opulencia que hicieron posibles el conocimiento aplicado y la nueva riqueza de las clases medias. A medida que avanzamos en el Renacimiento se hace necesario comprender que la nueva edad del conocimiento aplicado es una edad de traducción, no solo de lenguas, sino de siglos de experiencia audiotáctil acumulada, a términos visuales. Por tanto, lo que Huizingay .
Villari hacen destacar como vivido y nuevo en la afición, aplicada, por las antigüedades históricas, veremos que prueba característica semejante en matemáticas, ciencia y economía.
La creciente pasión, a finales de la Edad Media, por visualizar el conocimiento y separar las funciones, está muy documentada en un amplio estudio de Ernst H.
Kantorowicz. The King’s Two Bodies: A study in Mediaeval Political Theology ilustra en detalle cómo los juristas medievales estuvieron animados por la misma pasión que Llevó a los científicos medievales posteriores a separar la cinemática de la dinámica, como describe A. C. Crombie en Mediaeval and Early Modern Science.
Al final de su magnífico estudio, sumariza Kantorowicz una gran parte de su tema de un modo que indica cómo las ficciones legales que reagrupaban los dos cuerpos separados del rey condujeron a fantasías características, como las danses macabres.
Estas forjaron, en efecto, una especie de mundo de historietas animadas que dominaron incluso la imaginería de Shakespeare y continuaron floreciendo en el siglo XVIII, como testifica la Elegy, de Gray. Fueron los ingleses, en el siglo XIV, quienes desarrollaron la efigie en los ritos funerarios como expresión visible de los dos cuerpos del rey. Escribe Kantorowicz (pág 420-21):
No importa cómo podamos desear explicar la introducción de la efigie en 1327; con el funeral de Eduardo II comienza, a nuestro saber, la costumbre de colocar sobre el ataúd la «roiall representation» o «personage»; una figura o imagen ad similitudinem regís, que, construida en madera o cuero almohadillado con ampulosidad y recubierto de yeso, se vestía con los atuendos de la coronación o más tarde con las ropas parlamentarias. La efigie lucía la insignia de la soberanía; sobre la cabeza de la imagen (desde Enrique VII, esculpida aparentemente con la mascarilla de la muerte) estaba la corona, mientras que las manos artificiales mantenían el orbe y el cetro. Siempre que las circunstancias no se oponían, de entonces en adelante se usaron las efigies en los enterramientos de la realeza; dentro del ataúd de cuero, metido a su vez en un arca de madera, yacía el cadáver del rey, su natural cuerpo mortal y normalmente visible, aunque invisible ahora; en tanto que su normalmente invisible cuerpo político estaba en esta ocasión visiblemente expuesto en la efigie de su majestuosa realeza: una persona ficta —la efigie— personificando una persona ficta —la Dignitas.
La división entre lo particular del príncipe y su Dignidad corporativa, elaborada durante siglos por los juristas italianos, floreció también en Francia. Kantorowicz cita (pág 422) a un jurisperito francés, Pierre Grégoire, de finales del siglo XVI, que escribió (como si estuviese comentando El rey Lear): «La Majestad de Dios aparece en el príncipe externamente, para bien de los súbditos; pero internamente queda lo que es humano». Y el gran jurista inglés Coke observó que el rey mortal estaba hecho por Dios, pero el rey inmortal está hecho por el hombre.
En realidad, la importancia de la efigie del rey en los ritos funerarios del siglo XVI pronto igualó e incluso eclipsó la del mismo cuerpo muerto.
Advertible, ya en 1498, en el funeral de Carlos VIII, y ya en pleno desarrollo en 1547, en los ritos celebrados por Francisco I, la exhibición de la efigie estuvo conectada sucesivamente con las nuevas ideas políticas de tal época, indicando, por ejemplo, que la real Dignidad nunca moría, y que en la imagen del rey muerto se mantenía la jurisdicción hasta el día en que era enterrado. Bajo el impacto de estas ideas —fortalecidas por influencias derivadas de los tableaux vivants medievales, los trionfi italianos, y el estudio y la aplicación de los textos clásicos— el ceremonial relacionado con la efigie comenzó a ser enriquecido con nuevos contenidos y a afectar fundamentalmente el tono mismo del funeral; en la ceremonia se introdujo un nuevo elemento triunfal, ausente al principio (pág 423).
Kantorowicz, en este y otros muchos pasajes, nos ayuda a comprender cómo la separación analítica de funciones era constantemente intensificada por la manifestación visual. El largo pasaje que sigue (de las páginas 436 y 437 de The King’s Two Bodies) reforzará las tesis de Huizinga e iluminará más El rey Lear, de Shakespeare, que tiene gran relación con la motivación Gutenberg en el Renacimiento:
Nuestra rápida digresión sobre el ceremonial funerario, efigies y monumentos sepulcrales, aunque no directamente relacionada con los ritos observados por los reyes ingleses, nos ha hecho ver, al menos, sin embargo, un nuevo aspecto del problema de los «dos cuerpos» —el fondo humano. Nunca, quizá, excepto en aquellos «últimos siglos góticos», fue el espíritu occidental más agudamente consciente de la discrepancia entre la temporalidad de la carne y el esplendor inmortal de la Dignidad que se suponía representada por tal carne. Comprendemos cómo pudo ocurrir que las distinciones jurídicas, aunque desarrollándose de un modo por completo independiente y en compartimentos del pensamiento totalmente distintos, coincidieran eventualmente con algunas opiniones muy generales, y que las imaginativas ficciones de los juristas satisficiesen ciertos sentimientos que, en la edad de las Danses macabres, en que todas las Dignidades danzaban con la Muerte, debieron de estar especialmente próximos a la superficie. Los juristas, por decirlo así, descubrieron la inmortalidad de la Dignidad; pero por este mismo descubrimiento hicieron tanto más tangible la efímera naturaleza del mortal titular del cargo. No debemos olvidar que la pavorosa yuxtaposición de un cadáver descompuesto y una Dignidad inmortal, como la exhibida en los monumentos sepulcrales, o la violenta dicotomía del lúgubre séquito funerario en torno al cadáver y la triunfal carroza de una fingida efigie investida de las insignias reales, estuvo apoyada, después de todo, en la misma base, vino del mismo mundo de pensamiento y sentimiento, evolucionó en el mismo clima intelectual, en el que alcanzaron su formulación final los principios jurídicos relativos a los «dos cuerpos del Rey». En ambos casos había un cuerpo mortal hecho por Dios y, por tanto, «sujeto a todos los Achaques que vienen por Naturaleza o Accidente», opuesto a otro cuerpo, hecho por el hombre, y, por tanto, inmortal, «completamente privado de Infancia y Senectud y otros Defectos y Necedades».
En resumen, que uno gozaba con los fuertes contrastes entre la ficticia inmortalidad y la genuina mortalidad del hombre; contrastes que el Renacimiento, con su insaciable deseo de inmortalizar al individuo por cualquier tour de force imaginable, no solo no pudo mitigar, sino que más bien intensificó: la orgullosa reconquista del aevum (eternidad) terrenal, tenía su lado adverso. Al mismo tiempo, no obstante, la inmortalidad —marca decisiva de la divinidad, pero vulgarizada por el artificio de innumerables ficciones— estaba a punto de perder su valor absoluto, o incluso su valor imaginario: a menos que se manifestase incesantemente en nuevas encarnaciones mortales, cesaba prácticamente de ser inmortalidad. El Rey no podía morir, no se le permitía morir, a menos que hubiesen de quedar destruidas tantas y tantas ficciones de inmortalidad; y en tanto que los reyes morían, se les dispensaba el consuelo de decirles que, al menos «como Rey, nunca moriría». Los mismos juristas, que tanto habían hecho por edificar los mitos de la ficticia e inmortal personalidad, racionalizaron la debilidad de sus criaturas, y mientras que elaboraban sus distinciones quirúrgicas entre la Dignidad inmortal y su titular mortal, y hablaban acerca de dos cuerpos diferentes, tuvieron que admitir que su personificada Dignidad inmortal era incapaz de actuar, de trabajar, de querer o de decidir sin la debilidad de los hombres mortales que sustentaron la Dignidad y que, no obstante, volverían a ser polvo.
Sin embargo, puesto que la vida se hace transparente tan solo en contraste con el fondo de la muerte, y la muerte en contraste con el fondo de la vida, aquella vitalidad de esqueletos alegres del último período de la Edad Media aparece como no carente de cierta más profunda sabiduría. Lo que hacía uno era construir una filosofía según la cual una inmortalidad ficticia se hacía transparente en el hombre mortal real, como encarnación temporal suya, en tanto que el hombre mortal se hacía transparente en aquella nueva inmortalidad ficticia que, hecha por el hombre, como siempre lo es la inmortalidad, no era ni la de la vida eterna en otro mundo ni la de la divinidad, sino la de una institución política muy terrenal.
Los juristas romanos también habían concebido una «objetivación» de la persona pública del príncipe, y el emperador romano es llamado a veces «una base corporativa». Pero ni los antecedentes romanos ni los griegos pueden explicar el concepto de los dos cuerpos del rey.
Fue el agresivo concepto paulino de la Iglesia como corpus Christi, dice Kantorowicz (págs 505-06) el que eventualmente dotó a las últimas «corporaciones» de la antigüedad de un ímpetu filosófico-teológico del que aparentemente carecían tales cuerpos antes que Constantino el Grande se refiriese a la Iglesia como un corpus e introdujese con ello tal noción filosófica y teológica en el lenguaje forense.
Como ocurre con todos los desarrollos medievales en absoluto, las últimas fases muestran predilección por una tendencia crecientemente visual. Y así ocurre con los dos cuerpos del rey. En 1542, Enrique VIII dijo a su Consejo: «He sido informado por nuestros jueces de que nunca estamos más altos en nuestro estado real que en tiempo parlamentario, cuando Nos como cabeza y vosotros como miembros estamos conjuntados y unidos en un cuerpo político».
La idea organológica de la unidad tribal mística fue en sí misma solo en parte visual.
La tendencia meramente visual en el Renacimiento «sirvió ahora a Enrique VIII para incorporar la Anglicana Ecclesia, por así decir, el genuino corpus mysticum de su imperio, al corpus politicum de Inglaterra, del que, como rey, era la cabeza». Es decir, Enrique transformó lo no-visible en visible, en exacta concordancia con la ciencia de su tiempo, que estaba dando forma visual a las fuerzas no visuales. Y el primer efecto de la tipografía fue la misma transformación de la palabra audible en palabra visual.
En un pasaje muy interesante (vol. II, págs. 103-04) de su obra Medieval and Early Modern Science, A. C. Crombie arguye que:
Muchos eruditos están ahora de acuerdo en que el humanismo del siglo XV, que surgió en Italia y se extendió hacia el Norte, fue una interrupción en el desarrollo de la ciencia. El «renacimiento de las letras» transformó el interés por las cuestiones en interés por el estilo literario, y al volver a la antigüedad clásica, sus devotos fingieron ignorar el progreso científico de los tres siglos precedentes. La misma fatuidad absurda que llevó a los humanistas a burlarse de sus inmediatos predecesores y a tergiversarlos, por utilizar construcciones latinas desconocidas para Cicerón, y a lanzar la propaganda que, en diverso grado, ha cautivado la opinión histórica hasta muy recientemente, también les permitió copiar de los escolásticos sin declarar que lo hacían. Casi todos los grandes científicos de los siglos XVI y XVII, católicos o protestantes, tuvieron esta costumbre, y han sido necesarios los trabajos de un Duhem, o de un Thorndike, o de un Maier para demostrar que sus afirmaciones en materia de historia no pueden ser aceptadas en su aparente valor.
Crombie asegura que parte de la ciencia más antigua se hizo más accesible vía imprenta; pero ¿no olvida simplemente la dinámica de la ciencia en la última época medieval hacia la formulación verbal? Porque traducir fuerza y energía a gráficos visuales y experimentos fue, y continuó siendo hasta el descubrimiento de las ondas electromagnéticas, el corazón de la ciencia moderna. Hoy la visualización es recesiva, y ello nos hace conocer sus peculiares estrategias durante el Renacimiento.
La invención de la tipografía, como tal, es un ejemplo de la aplicación del conocimiento de los oficios tradicionales a un problema visual especial. Abbott Payson Usher dedica el décimo capítulo de su History of Mechanical Inventions a «La invención de la Imprenta», y dice (pág 238) que, más que ningún otro logro, «marca la línea divisoria entre las tecnologías medieval y moderna… Vemos aquí la misma transferencia al campo de la imaginación que resulta claramente evidente en toda la obra de Leonardo da Vinci». De ahora en adelante la «imaginación» tenderá más y más hacia las fuerzas de la visualización.
La mecanización del arte de los escribas fue probablemente la primera reducción de un oficio cualquiera a términos mecánicos. Esto es, fue la primera traducción del movimiento a una serie de fotogramas o encuadres estáticos. La tipografía tiene mucha semejanza con el cinematógrafo, del mismo modo que la lectura de lo impreso puso al lector en el lugar del proyector de películas. El lector mueve la serie de letras impresas que tiene delante a una velocidad adecuada para la aprehensión de los movimientos de la mente del autor. Esto es, con respecto al escritor, el lector de lo que está impreso se halla en una relación completamente distinta que el lector de un manuscrito. Gradualmente, la imprenta fue quitándole sentido al acto de leer en voz alta y aceleró la lectura hasta un grado en que el lector podía sentirse «en las manos» del autor. Veremos que del mismo modo que lo impreso fue lo primero que se produjo en masa, fue también el primer «producto» uniformemente repetible. La línea tipográfica de tipos móviles hizo posible un producto uniforme y tan repetible como un experimento científico. El manuscrito no posee estas características. Los chinos, al imprimir con bloques en el siglo XVIII, habían quedado impresionados por el carácter repetitivo de la imprenta como «mágico», y lo usaron como forma alternativa de la rueda para rezar.
William Ivins ha hecho un análisis, más completo que nadie haya podido hacerlo, de los efectos estéticos de los grabados y la tipografía en los hábitos humanos de percepción. En Prints and Visual Communication(págs 55-56) escribe:
Cada palabra escrita o impresa es una serie de instrucciones convencionales para la ejecución, en un orden lineal especificado, de una sucesión de movimientos musculares que, cuando se realizan completamente, resultan en una sucesión de sonidos. Estos sonidos, como la forma de las letras, están constituidos de acuerdo con unas fórmulas o instrucciones arbitrarias que indican, por convenio, ciertas clases vagamente definidas de movimientos musculares, pero no movimientos específicamente determinados. Así, cualquier conjunto de palabras impresas puede en realidad ser pronunciado en un infinitamente grande número de formas, de las cuales, si damos de lado las peculiaridades puramente personales, pueden servir de ejemplo los distintos acentos llamados cockney, bajo eastside, north coast y georgia. El resultado es que cada sonido que oímos cuando escuchamos a cualquiera que habla es meramente un miembro representativo de una amplia clase de sonidos que hemos convenido en aceptar como simbólicamente idénticos, a pesar de las diferencias que realmente hay entre ellos.
En este pasaje no solamente señala el arraigo de hábitos lineales, de secuencia, sino también, y es aún más importante, la homogeneización visual de la experiencia en la cultura de la imprenta, y la relegación a segundo término de la complejidad auditiva y de los otros sentidos. La reducción de la experiencia a un solo sentido, el visual, como resultado de la tipografía, lo lleva a especular sobre el hecho de que «cuanto más estrictamente limitamos nuestros datos para el razonamiento acerca de las cosas a los datos que nos llegan al través de una y la misma vía sensorial, tanto más capaces somos de razonar correctamente» (pág 54). No obstante, este tipo de reducción o distorsión de toda experiencia a la escala de un sentido solamente es, en su tendencia, un efecto de la tipografía sobre las artes y las ciencias, así como sobre la sensibilidad humana. De este modo, el hábito de una posición fija o «punto de vista», tan natural al lector de textos tipográficos, dio extensión popular al perspectivismo de avant-garde del siglo XV:
La perspectiva se convirtió rápidamente en una parte esencial de la técnica para producir imágenes informativas, y antes que pasara mucho tiempo se exigía que las imágenes no fuesen informativas. Su introducción tuvo mucho que ver con aquella preocupación del europeo occidental por la verosimilitud, que es probablemente la señal distintiva de la producción europea de imágenes que siguió después. El tercero de estos hechos fue la enunciación, hecha en 1440 por Nicolás de Cusa, de las primeras doctrinas completas de la relatividad del conocimiento y de la continuidad, mediante transiciones y términos medios entre extremos. Este fue un desafío fundamental a las definiciones e ideas que habían embrollado el pensamiento desde la época de la antigua Grecia.
Estas cosas, la manifestación pictórica exactamente repetible, una gramática lógica para la representación de la relación espacial en las manifestaciones pictóricas, y los conceptos de relatividad y continuidad fueron y son todavía superficialmente tan poco relacionados, que rara vez se piensa en ellos seriamente como conjuntados el uno con el otro. Pero entre ellos han revolucionado tanto las ciencias descriptivas como las matemáticas, en que se apoya la ciencia física, y, por añadidura, son esenciales a una gran parte de la tecnología moderna. Sus efectos sobre el arte han sido muy señalados. Eran cosas completamente nuevas en el mundo. No había precedente de ellas en la práctica clásica ni en el pensamiento, de cualquier clase o variedad (págs 23-24).