Hadas prosigue este tema en otro lugar de su excelente obra. Y de nuevo lo recoge, por lo que se refiere al período medieval, H. J. Chaytor en From Script to Print, un libro al que el presente debe gran parte de la razón de haber sido escrito.
No es probable que alguien discuta la afirmación de que la invención de la imprenta y el desarrollo del arte de imprimir marcan una fecha decisiva en la historia de la civilización. Pero no se aprecia tan fácilmente el hecho de que nuestra asociación con lo impreso ha transformado nuestras opiniones sobre el estilo literario y artístico, ha introducido ideas relacionadas con la originalidad y la propiedad literaria de las que poco o nada se sabía en la edad del manuscrito, y ha modificado los procesos psicológicos mediante los cuales empleamos palabras para la comunicación del pensamiento.
Aquellos que comienzan a leer y criticar la literatura medieval no siempre se dan cuenta de la anchura del golfo que separa la edad del manuscrito de la edad de la imprenta. Cuando tomamos la edición impresa de un texto medieval, provista de una introducción, un aparato crítico de lecturas variantes, notas y glosario, traemos inconscientemente a su lectura aquellos prejuicios y predisposiciones que años de contacto con lo impreso han hecho habituales. Olvidamos con gran facilidad que estamos tratando con la literatura de una época en que las normas ortográficas variaban, y la corrección gramatical no se estimaba demasiado; en que el lenguaje era fluido y no se consideraba necesariamente como un indicio de la nacionalidad; en la que estilo significaba la observación de rígidas y complicadas reglas retóricas. Copiar y hacer circular el libro de otro hombre pudo ser considerada, en la edad del manuscrito, una acción meritoria; en la edad de la imprenta, acto tal provoca demandas judiciales y daños. Los escritores que desean obtener algún provecho divirtiendo al público, escriben hoy en prosa, en la mayor parte; hasta mediados del siglo XIII, solamente el verso era escuchado. De aquí que, si ha de emitirse un juicio honesto sobre las obras literarias correspondientes a los siglos anteriores a la invención de la imprenta, ha de hacerse algún esfuerzo para comprender la amplitud de los prejuicios bajo los que hemos crecido, y para resistir la involuntaria demanda de que la literatura medieval debe atenerse a las normas de nuestro gusto, o ha de considerarse como cosa de puro interés histórico. En palabras de Renan, «la esencia de la crítica está en saber comprender los estados muy diferentes a aquel en que vivimos» (pág 1).
Fue el aprender de Chaytor cómo las costumbres literarias están afectadas por las formas orales, escritas o impresas, lo que me sugirió la necesidad de La galaxia Gutenberg. La lengua y la literatura medievales se hallaban un tanto en el estado de los actuales espectáculos del cine y la televisión, en cuanto, según palabras de Chaytor,
ocasionaron escaso criticismo formal, en el sentido que hoy damos a estos términos. Si un autor deseaba saber si su obra era buena o mala, la probaba ante un auditorio; si era aprobada, pronto le seguían imitadores.
Pero los autores no se veían constreñidos por modelos o sistemas… el auditorio quería una historia con mucha acción y movimiento; la historia, en general, no demostraba gran dominio en el trazo de caracteres; eso se dejaba al recitador, que retrataba con cambios de voz y gesto (pág 3).
Los auditorios del siglo XII asistían a estos recitales en varias sesiones, pero «nosotros podemos sentarnos y leer a nuestra comodidad, y volver a las páginas anteriores a nuestra voluntad. En una palabra, la historia del progreso desde el manuscrito a la prensa es una historia de la sustitución gradual de los medios auditivos de comunicación y recepción de ideas por los medios visuales» (pág 4).
En la página 7, Chaytor cita un pasaje de Our Spoken Language, de A. Lloyd James, que lucha a brazo partido con la alteración producida en nuestra vida de los sentidos por el alfabetismo:
El sonido y la vista, el habla y la imprenta, el ojo y el oído, no tienen nada en común. El cerebro humano no ha hecho nada que pueda compararse en complejidad con esta fusión de ideas implícita en el engarce de las dos formas de lenguaje. Pero el resultado de la fusión es que, una vez lograda en nuestros primeros años, somos ya para siempre incapaces de pensar claramente, independientemente y con seguridad, acerca de cualquiera de los aspectos de la cuestión. No podemos pensar en sonidos sin pensar en letras; creemos que las letras tienen sonido. Pensamos que la página impresa es una imagen de lo que decimos, y que esa cosa misteriosa llamada «deletreo» es sagrada…
La invención de la imprenta difundió el lenguaje impreso y dio a lo impreso el grado de autoridad que jamás ha perdido.
Haciendo hincapié en los efectos cinestésicos latentes incluso en la lectura en silencio, Chaytor se remite al hecho de que «algunos médicos prohíben leer a sus pacientes afectados por graves enfermedades de la garganta, porque la lectura en silencio provoca movimientos de los órganos vocales, aunque el lector no sea consciente de ello». Considera también (pág 6) la interacción que se produce en la lectura entre lo auditivo y lo visual:
Así también, cuando hablamos o escribimos, las ideas evocan imágenes acústicas y cinestésicas combinadas, que son inmediatamente transformadas en imágenes visuales de las palabras. El que habla o escribe, difícilmente puede hoy concebir el lenguaje sino en su forma impresa o escrita; los actos reflejos que determinan el proceso de la lectura o de la escritura se han hecho tan «instintivos» y se realizan con tan fácil rapidez, que el cambio de lo auditivo a lo visual se oculta al que escribe o lee, y su análisis se hace cuestión muy difícil. Puede ser que las imágenes acústicas y cinestésicas sean inseparables, y que «imagen», como tal, sea una abstracción hecha con el propósito de análisis, pero que resulta inexistente en sí y en cuanto pura. Mas sea cualquiera la explicación que el individuo pueda dar de sus propios procesos mentales, y la mayor parte de nosotros estamos muy lejos de ser competentes en estas materias, permanece el hecho de que su idea del lenguaje queda irrevocablemente modificada por la experiencia de lo impreso.
La variación de modos o proporciones entre los modelos visuales y la experiencia del sonido crea una amplia brecha entre los procesos mentales del lector medieval y el lector moderno. Escribe Chaytor (pág 10):
Nadie más ajeno a lo medieval que el lector moderno, que resbala la mirada sobre los titulares del periódico y la hace descender por las columnas rebuscando cuestiones de interés, disparado a través de las páginas de cualquier disertación, para descubrir si merece la pena de una más detenida consideración, y detenido para captar el tema de una página en unas cuantas ojeadas rápidas. Ni nada más ajeno a lo moderno que la capaz memoria medieval que, sin el obstáculo de las asociaciones de lo impreso, podía aprender una lengua extraña con facilidad y con los mismos métodos que un niño, y podía retener y repetir largos poemas épicos y elaborados poemas líricos. Por tanto, hemos de subrayar al principio dos cuestiones. El lector medieval, con pocas excepciones, no leía como nosotros lo hacemos; se hallaba al nivel de nuestros balbucientes niños que aprenden; cada palabra era para él una entidad separada y, a veces, un problema que se musitaba a sí mismo cuando le había hallado solución; este hecho es una cuestión de interés para aquellos que editan los escritos de aquella época. Además, como los lectores eran pocos, y muy numerosos los que podían escuchar, la literatura de aquellos primeros tiempos se producía en gran parte para la recitación en público; de aquí que tuviese un carácter retórico más que literario, y su composición estaba gobernada por las reglas de la retórica.
Cuando el presente libro iba a ser enviado a la imprenta llegaron muy oportunamente a mi atención las observaciones de Dom Jean Leclercq, acerca de la lectura en voz alta en los períodos patrístico y medieval. Su obra The Love of Learning and the Desire for God (págs 18-19) pone esta descuidada cuestión en el puesto central que le corresponde:
Si es necesario, entonces, saber cómo leer, lo es primordialmente a fin de ser capaz de participar en la lectio divina. ¿En qué consiste esto? ¿Cómo se hace esta lectura? Para comprender esto ha de recordarse la significación que las palabras legere y meditan tenían para San Benito, y que conservaron a lo largo de toda la Edad Media; lo que expresan explicará uno de los característicos aspectos de la literatura monástica de la Edad Media: el fenómeno de la reminiscencia, del que después habremos de decir más. Con respecto a la literatura, hemos de hacer aquí una observación fundamental: en la Edad Media, como en la antigüedad, usualmente leían no como hoy, principalmente con los ojos, sino con los labios, pronunciando lo que veían, y con los oídos, escuchando las palabras pronunciadas, oyendo lo que se llama la «voz de las páginas». Es realmente una lectura acústica; legere significa al mismo tiempo audire; solo se comprende lo que se oye, como todavía hoy decimos «entendre le latin», que significa «comprenderlo». Sin duda que la lectura en silencio, en voz baja, no era desconocida; en este caso se designaba con expresiones como la de San Benito: tacite legere o legere sibi, y de acuerdo con San Agustín: legere in silentio, como opuesto a la clara lectio. Pero, con mayor frecuencia, cuando legere y lectio se emplean sin más explicaciones, significan la actividad que, como el canto y la escritura, requiere la participación de todo el cuerpo y de toda la mente. Los médicos de la antigüedad solían recomendar la lectura a sus pacientes como ejercicio físico a un mismo nivel que el paseo, la carrera o el juego de pelota. El hecho de que el texto que se iba componiendo o copiando se escribía frecuentemente al dictado en voz alta, sea a sí mismo o a un secretario, explica satisfactoriamente los errores, debidos aparentemente al oído, de los manuscritos medievales; el empleo del dictáfono produce hoy errores similares.
Más adelante (pág 90) se ocupa Leclercq del modo en que la acción inevitable de la lectura en voz alta entró en la concepción toda de la meditación, el rezo, el estudio y la memoria:
Ello se traduce en más que una memoria visual de las palabras escritas. Lo que se produce es una memoria muscular de las palabras pronunciadas y una memoria auditiva de las palabras oídas. La meditatio consiste en dedicarse uno mismo con atención a este ejercicio de total memorización; es, por tanto, inseparable de la lectio. Es lo que inscribe, por decirlo así, el texto sagrado en el cuerpo y en el alma.
Esta repetida masticación de las palabras divinas se describe algunas veces con el empleo del concepto de alimento espiritual. En este caso, el vocabulario se toma prestado de la digestión, y de la forma particular de digestión que corresponde a los rumiantes. Por esta razón, la lectura y la meditación se describen a veces con la muy expresiva palabra ruminatio.
Por ejemplo, en elogio de un monje que rezaba continuamente, exclamó Pedro el Venerable: «Sin reposo, su boca rumió las santas palabras». De Juan de Gorza se decía que el murmullo de sus labios cuando pronunciaba los salmos semejaba el zumbido de una abeja. Meditar es adherirse apretadamente a la frase que se recita y pesar todas sus palabras al objeto de sondear la profundidad de su total significado. Significa asimilar el contenido de un texto por medio de una especie de masticación que le saca todo su sabor. Significa, como San Agustín, San Gregorio, Juan de Fécamp y otros han dicho en expresiones intraducibles, gustarlo con el palatum cordis o en ore cordis. Toda esta actividad es necesariamente una oración; la lectio divina es una lectura piadosa. Así, el cisterciense Arnoul de Bohériss, dará este consejo:
Cuando lee, déjalo buscar el sabor, no la ciencia. La Sagrada Escritura es la fuente de Jacob, de donde se toma el agua que será vertida después en la oración. Y así no habrá necesidad de ir al oratorio para empezar a rezar; sino que en la misma lectura se hallarán medios para la plegaria y la contemplación.
Este aspecto oral de la cultura del manuscrito no solo afectó profundamente la manera de componer y escribir, sino que también significó que la escritura, la lectura y la oratoria permaneciesen inseparables hasta bastante después de la imprenta.
La diferencia entre el hombre de la cultura de la imprenta y el hombre de la cultura de los escribas es tan grande como la que existe entre el analfabeto y el que sabe leer y escribir. Los componentes de la tecnología de Gutenberg no eran nuevos. Pero cuando fueron reunidos en el siglo XV se produjo una aceleración en la acción social y personal equivalente al «despegue», según el sentido de tal concepto desarrollado por W. W. Rostow en The Stages of Economic Growth: «aquel intervalo decisivo en la historia de una sociedad en que el crecimiento es su condición normal».
En su Golden Bough (vol. I, pág XII), James Frazer señala la aceleración semejante introducida en el mundo oral por el alfabetismo y lo visual: Comparado con la evidencia aportada por la tradición viva, el testimonio de los libros antiguos sobre el tema de las religiones primitivas vale bien poco. Porque la literatura acelera el avance del pensamiento en tal grado que deja el lento progreso de la opinión de palabra u oral muy atrás, a una inconmensurable distancia. Dos o tres generaciones de literatura pueden hacer más por cambiar el pensamiento que dos o tres mil años de vida tradicional…, y así ha resultado que en la Europa de nuestros días las creencias y prácticas supersticiosas transmitidas de palabra u oralmente son en general de un tipo mucho más arcaico que la religión descrita en la más antigua literatura de la raza aria…
Cómo ocurre así es precisamente el tema de Iona y Peter Opie en su Lore and Language of Schoolchildren (págs 1-2):
En tanto que los versecillos para infantes pasan de la madre u otro adulto al niño que está en sus rodillas, las rimas escolares circulan simplemente de niño a niño, generalmente fuera del hogar y lejos de la influencia del círculo familiar. Por su naturaleza, una rima pueril es un retintín conservado y propagado no por niños, sino por adultos, y en este sentido es una rima de «adultos». Es una rima aprobada por los adultos. Las rimas escolares no están hechas para oídos adultos. En realidad, parte de su chiste está en la idea, usualmente correcta, de que los adultos no conocen nada de ellas. Las personas mayores han crecido más que el saber de los escolares. Si llegan a conocerlo tienden a ridiculizarlo; y tratan activamente de suprimir sus manifestaciones más vivas. Ciertamente, no hacen nada por estimularlo. Y el folklorista y el antropólogo pueden, sin viajar más de una milla desde su puerta, examinar una cultura floreciente e ingenua (se emplea aquí la palabra «cultura» deliberadamente), tan ignorada por el mundo sofisticado, y tan poco afectada por él, como lo es la cultura de alguna tribu aborigen degenerada que vive su abandonada existencia en el interior de una reserva de nativos. Quizá, en efecto, el tema merezca un estudio más formidable que el dedicado aquí. Como ha señalado Douglas Newton: «La total fraternidad oral de los niños es la mayor de las tribus salvajes y la única que no muestra síntomas de muerte».
En las comunidades ampliamente separadas en el espacio y en el tiempo existe una continuidad y tenacidad de tradición completamente desconocida en las formas escritas:
No importa cuán toscos puedan aparecer exteriormente los escolares, siguen siendo los más fervientes amigos de la tradición. Como los salvajes, respetan, incluso veneran, la costumbre; y en su comunidad reservada, su saber y lenguaje básicos apenas parecen variar de generación a generación. Los muchachos continúan diciendo con gracejo los chistes que Swift recogió de sus amigos en tiempos de la reina Ana; gastan bromas que los muchachos solían gastarse en los tiempos del apogeo de la vitalidad del Bello Brummel; proponen adivinanzas que se planteaban cuando Enrique VIII era un muchacho. Las muchachas continúan realizando un hecho mágico (levitación) del que oyó hablar Pepys («Una de las cosas más extrañas que he oído»); atesoran billetes del autobús y tapas de botellas de leche en lejano recuerdo de una muchacha sin cariño de sus parientes, a rescatar de un padre tiránico; aprenden a curar verrugas (y tienen buen éxito en curarlas) al modo que Francis Bacon aprendió cuando eral joven.
Hacen la misma befa del llorón que recordaba Charles Lamb; gritan: «¡A medias!», cuando encuentran algo, como solían hacer los niños de la época de los Estuardos; y reprochan a aquel de ellos que trata de que le devuelvan un regalo, con la misma copla usada en los días de Shakespeare.
Tratan también de conocer su destino por medio de ¡caracoles!, nueces y mondas de manzana, adivinaciones que el poeta Gay describió hace cerca de dos siglos y medio; unen las muñecas para saber si alguien los ama, al modo que Southey solía hacerlo en la escuela para decir si un muchacho era bastardo; y cuando se confían unos a otros que el Padrenuestro dicho al revés hará aparecer a Lucifer, están perpetuando una historia que era la comidilla de los tiempos isabelinos.
Chaytor, en su From Script to Print (pág 19), fue el primero en abordar la cuestión del estrado de los monjes medievales o tabladillo del lector-cantor:
¿Por qué ese propósito de asegurar el aislamiento en establecimientos donde los internos pasan en general la mayor parte de su tiempo entre sus compañeros? Por la misma razón que la sala de lectura del British Museum no está dividida en compartimentos antisonoros. La costumbre de leer en silencio ha hecho innecesario tal dispositivo; pero llenad la sala con lectores medievales y el zumbido del murmullo o bisbiseo se haría intolerable.
Estos hechos merecen más atención por parte de los editores de textos medievales. Cuando el copista moderno aparta la mirada del manuscrito que tiene delante para escribir, lleva en la mente una reminiscencia visual de lo que acaba de ver. Lo que llevaba el escriba medieval era un recuerdo auditivo, y probablemente, en muchos casos, el recuerdo de una sola palabra cada vez [28]
Es casi misterioso que la moderna cabina telefónica haya de reflejar también otro aspecto del mundo medieval de los libros, es decir, la obra de referencia encadenada.
Sin embargo, en Rusia, hasta hace poco completamente oral, no hay guías telefónicas.
Se memoriza la información —lo cual es todavía más medieval que los libros encadenados—. Pero la memorización presentaba pocos problemas para el estudiante anterior a la imprenta, y muchos menos para las personas analfabetas. Los nativos se quedan sorprendidos muchas veces ante sus letrados maestros y preguntan: «¿Por qué apunta las cosas? ¿No puede recordarlas?».
Chaytor fue el primero en explicar (pág 116) por qué la imprenta hubo de deteriorar tan notablemente nuestra memoria, y por qué el manuscrito no:
Nuestra memoria ha sido deteriorada por la imprenta; sabemos que no necesitamos «recargar la memoria» con asuntos que podemos hallar tomando simplemente un libro del estante. Cuando una gran proporción de la población es analfabeta y los libros son escasos, la memoria es tenaz frecuentemente, en un grado que excede la moderna experiencia europea.
Los estudiantes indios son capaces de aprenderse un libro de texto de memoria y reproducirlo palabra por palabra en el aula de examen; los textos sagrados se conservan intactos por transmisión solamente oral. «Se dice que si todos los ejemplares manuscritos e impresos del Rigveda se perdiesen, podría reconstruirse el texto en seguida y con completa exactitud». Este texto es aproximadamente tan largo como la Ilíada y la Odisea juntas. La poesía oral rusa y yugoslava es recitada por juglares que muestran una gran capacidad de memoria e improvisación.
Pero la razón más fundamental del recuerdo imperfecto es que con la imprenta se da una separación más completa entre el sentido visual y el audiotáctil. Esto implica al lector moderno en una traducción total de la vista a sonido cuando mira la página. El recuerdo del material leído por el ojo queda entonces confundido por el esfuerzo de recordarlo tanto visual como auditivamente. Las personas con «buena memoria» son las que tienen «memoria fotográfica». Esto es, que no traducen en un sentido y en otro, de ojo a oído, y no tienen las cosas «en la punta de la lengua», que es el estado en que nos hallamos cuando no sabemos si ver u oír una experiencia pasada.
Antes de volver al mundo oral y auditivo de la Edad Media en sus aspectos erudito y artístico, veamos dos pasajes, uno de las primeras y otro de las últimas fases del mundo medieval, que demuestran el supuesto corriente de que el acto de leer era oral y aun dramático.
El primer pasaje es de la Regla de San Benito, capítulo 48: «Después de la hora sexta, habiendo dejado la mesa, permíteles reposar en sus camas en perfecto silencio; o si alguno desea leer para sí, déjalo leer, pero de modo que no disturbe a los otros».
El segundo pasaje es de una carta de Santo Tomás Moro a Martín Dorp, reprendiendo a Dorp por las suyas:
«Sin embargo, me sentiría ciertamente sorprendido si a una persona se le ocurriese ser tan lisonjera como para ensalzar tales cuestiones incluso en tu presencia; y, como empecé a decir, quisiera que pudieses mirar por una ventana y ver la expresión facial, el tono de voz y la emoción con que se leen esas cosas» [29].
Una vez comprendido que la cultura oral tiene muchos aspectos de estabilidad, inexistentes por completo en un mundo organizado visualmente, resulta muy fácil entrar en la situación medieval. Es también mucho más fácil apreciar algunos cambios básicos en las actitudes del siglo XX.
Paso brevemente ahora a un libro poco conocido de Istuan Hajnal[30] acerca de la enseñanza de la escritura en las universidades medievales. Había abierto este libro con la esperanza de hallar, entre líneas, como si dijésemos, alguna prueba de la práctica medieval de leer privadamente en voz alta. No estaba preparado para descubrir que la «escritura» fue para un estudiante medieval no solo profundamente oral, sino inseparable de lo que se llama oratoria y se llamó entonces pronuntiatio, que fue y continuó siendo la quinta división importante de los estudios retóricos clásicos. Por qué la dicción o pronuntiatio fue tomada tan en serio en el mundo antiguo y medieval, toma precisamente en la obra de Hajnal nueva significación: «El arte de escribir se tenía en gran estima porque se veía en él la prueba de un sólido entrenamiento oratorio».
La historia de la escritura como entrenamiento oral ayuda a explicar la corta edad en que se ingresaba en la universidad medieval. Para el estudio adecuado del desarrollo de la escritura hemos de considerar que los estudiantes comenzaban sus cursos en la universidad a la edad de doce o catorce años, «En los siglos XII y XIII la necesidad de conocer la gramática latina, del mismo modo que los obstáculos materiales, como la escasez del pergamino, tal vez retrasó la edad en que la escritura podía adquirir su forma definitiva».
Hemos de tener en cuenta que no existía sistema alguno de educación organizado, fuera de las universidades. De modo que, después del Renacimiento, «hallamos frecuentes alusiones al hecho de que en París, en las pequeñas clases de ciertos colegios, la enseñanza comenzaba por el alfabeto». Por añadidura, poseemos datos relativos a estudiantes del colegio que tenían menos de diez años de edad. Pero, ciertamente, para la universidad medieval, hemos de considerar que «abarcaba todos los niveles de la instrucción, desde los más elementales a los más avanzados». La especialización, en el sentido’ que nosotros le damos, era desconocida, y todos los niveles de la instrucción tendían a ser inclusivos, más bien que exclusivos. Ciertamente que este carácter inclusivo atañe al arte de escribir, en este período; porque la escritura implicaba todo lo que para el mundo antiguo y medieval era grammatica o philologia.
A comienzos del siglo XII, dice Hajnal (pág 39), había habido «durante algunas centurias un importante sistema de enseñanza ideado para preparar a los estudiantes avanzados. Esta preparación incluía, a más del conocimiento de la liturgia, habilidades prácticas con ellas asociadas. Al nivel de la escuela coral o de canto, se aprendía a leer latín, y así se hacía necesaria la gramática a fin de recitar y copiar correctamente los textos latinos. La gramática servía, sobre todo, para asegurar la fidelidad oral».
Esta importancia de la fidelidad oral fue para el hombre medieval el equivalente de nuestra idea visual de erudición, que supone la cita exacta y la corrección de pruebas.
Pero la razón de aquel estado de cosas la explica Hajnal en la sección sobre «métodos de enseñanza de la escritura en la universidad».
Hacia mitades del siglo XIII, la Facultad de Artes de París se hallaba en una encrucijada por lo que se refiere a los métodos. Presumiblemente, el número creciente de libros disponibles había hecho posible para muchos maestros abandonar el método del dictamen, o dictado, y avanzar a paso más rápido. Pero el lento método del dictado todavía estaba en boga. Según Hajnal (págs 64-65), «después de cuidadosa consideración (la Facultad), se decidió en favor del primer método; que el profesor había de explicar lo bastante de prisa para ser entendido, pero no demasiado de prisa para que la pluma lo siguiera… Los estudiantes que para oponerse a este estatuto, por sí o por medio de sus sirvientes y seguidores, gritasen o silbasen o pateasen, serían excluidos de la Facultad durante un año».