Homogeneidad, uniformidad, repetición, son las notas componentes básicas de un mundo visual que emerge de una matriz audio-táctil. Los griegos emplearon tales componentes como puente desde el presente al pasado, pero no desde el presente al futuro. Escribe Van Groningen (pág 95):
«El griego sabe, y no el oriental, cuán incierto es el futuro; un pasado tranquilo y un próspero presente no son, de ningún modo, garantía de un futuro feliz. Y así, solo podemos valorar una vida humana… cuando se ha hecho pasado, por completo; a la muerte del hombre, como en el caso de Tello, el ateniense».
El análisis de William Ivins constituye un sólido apoyo para Van Groningen cuando este último escribe: «El concepto que tienen del futuro es, desde luego, solamente un paralelo, esperado, temido o deseado, del pasado». Pero el elemento visual de la sensibilidad griega estaba todavía muy embebido en el complejo audio-táctil, dando a su siglo V, como a la época isabelina, el carácter de una sensibilidad relativamente equilibrada[20]. Ivins señala en Art and Geometry (págs 57-58) que la misma limitación del mero paralelismo visual afectó a la geometría griega:
Cuando Papo hubo terminado, la situación fue que los últimos geómetras conocían dos razones focales, tres razones directriz-foco, y la transformación visual del círculo en elipse. Conocían también, y luego volveré a este tema, no solo casos particulares de la invariancia de las razones anarmónicas, sino el porisma de Euclides, que fue, con un fallo tan nimio como sea posible, una anticipación del teorema de Desargues. Pero ellos consideraban estas cosas como proposiciones aisladas, sin relación entre sí. Si los griegos de la última época hubiesen añadido a ellas solamente la idea de que las rectas paralelas se encuentran en el infinito, hubiesen tenido en sus manos, al menos, los equivalentes lógicos de las ideas básicas de la continuidad geométrica, de la perspectiva y de la geometría descriptiva. Es decir, que una y otra vez, durante un período de seis o siete siglos, llegaron a la puerta de la geometría moderna, pero, inhibidos por sus ideas métricas, tactomusculares, nunca fueron capaces de abrir aquella puerta y entrar en los grandes espacios abiertos del pensamiento moderno.
La historia de la uniformidad, de la continuidad, de la homogeneidad, fue el nuevo modo en la lógica griega, como lo fue en geometría. Jan Lukasiewicz, en Aristotle’s Syllogistic, señala: «La silogística, como la concibe Aristóteles, requiere que los términos sean homogéneos con respecto a su posible posición como sujetos y predicados. Esta parece ser la verdadera razón de que Aristóteles omitiera los términos singulares» (pág 7). Este es el mayor defecto de la lógica de Aristóteles; que los términos y proposiciones singulares no tengan cabida en ella. ¿Cuál fue la causa? (pág 6).
La causa fue la misma que tuvo la aspiración toda de los griegos por las novedades de orden visual y homogeneidad lineal. Pero nuestro analista hace todavía otra observación (pág 15) acerca de la naturaleza inseparable de la «lógica» y de la facultad visual abstracta: La lógica formal moderna se esfuerza en conseguir la mayor exactitud posible. Este objetivo solo puede lograrse por medio de un lenguaje preciso, de signos estables y visualmente perceptibles. Un lenguaje tal es imprescindible para cualquier ciencia. Pero tal lenguaje se forma excluyéndolo todo, excepto el sentido visual, incluso de las palabras.
Lo único que nos preocupa en este momento es precisar el grado de influencia que tuvo el alfabeto sobre sus primeros usuarios. Lo lineal y la homogeneidad de las partes fueron «descubrimientos» o más bien cambios en el sentido de la vida de los griegos bajo el nuevo régimen de la escritura fonética. Los griegos expresaron en su arte estos nuevos modos de percepción visual. Los romanos extendieron lo lineal y la homogeneidad a las esferas cívica y militar, y al mundo del arco arquitectónico y del espacio cerrado o visual. No extendieron los «descubrimientos» griegos tanto como experimentaron el mismo proceso de destribalización y visualización. El desarrollo que dieron al concepto de lo lineal fue un Imperio, y el que dieron a la homogeneización, la producción masiva de ciudadanos, estatuas y libros. En nuestros días, el romano se encontraría muy a gusto en los Estados Unidos, y el griego, por comparación, preferiría las culturas «sub-desarrolladas» y orales de nuestro mundo, tales como las de Irlanda o los antiguos estados del Sur.
La clase y grado de experiencia literaria del griego no fueron lo bastante intensos que lo capacitaran para transformar su herencia audiotáctil en espacio «cerrado» o «pictórico», ampliamente asequible tan solo a la sensibilidad humana postpictórica.
Entre la extensa visualidad de la perspectiva y de las superficies planas de los griegos, y el arte medieval, hay todavía un grado de abstracción o disociación de nuestra vida de los sentidos que nosotros, de un modo completamente natural, percibimos como la diferencia entre los mundos antiguo-medieval y el moderno. Como quiera que nuevos métodos empáticos de análisis del arte y de la cultura nos dan fácil acceso a todas las modalidades de la sensibilidad humana, ya no nos vemos limitados a una perspectiva de las sociedades pasadas. Las recreamos.
Hay una completa consistencia de los efectos del emergente componente visual en cada sector del mundo antiguo. El constante incremento de la tensión sobre la impresión retinal, desde el tiempo de los griegos al de los romanos, ha sido observado por John Hollander en The Untuning of the Sky (pág 7): Sin embargo, con la excepción de la poesía oral, preliteraria, en la existencia y empleo de las lenguas escritas surgen nuevas complicaciones en la consideración de la poesía como sonido. Si hemos de tratar un poema como una muy compleja expresión en una lengua hablada, su forma escrita resulta ser una simple codificación del mismo, palabra a palabra, en una página. El poema será definido, así, en función de unos modelos de clases de sonidos. Pero comenzando ya por el empleo que hicieron los latinos de los metros griegos, el análisis literario se ha visto confrontado con poemas cuya versión escrita, o codificación, contenía significativos elementos individuales y convencionales que no aparecían en la versión original u oral, y viceversa. Afirmar que tanto la música como la poesía están hechas de sonidos, sin especificar hasta qué grado es esto verdadero, resulta por tanto inadecuado y engañoso. Las dificultades de tal reducción se han traducido no solo en categóricas confusiones estéticas, sino también en aquellas que han producido innecesarios conflictos entre las teorías prosódicas tradicionales europeas, desde los tiempos helénicos. El locus classicus de estas confusiones en nuestra historia literaria se encuentra en la ecuación de lo que era verdaderamente un sistema musical (métrica griega) con un sistema prosódico más gráfico (escansión cuantitativa latina). Parece ser generalmente cierto que las convenciones literarias que se toman prestadas del extranjero, así como la restauración y adaptación de tradiciones pasadas, invaden la estructura lingüística de la poesía al nivel escrito. Cualquier análisis formal completo de la estructura de la poesía y de su relación con el lenguaje en que está escrita ha de tratar el lenguaje escrito como un sistema en sí mismo, de la misma manera que ha de hacerlo con el lenguaje hablado.
En su Short History of Music (pág 20), Albert Einstein ofrece una nueva perspectiva de los cambios hacia la organización visual de las estructuras musicales de la Edad Media:
Como la música era puramente vocal, la notación prescindió de las indicaciones de ritmo; pero, puesto que daba una representación visual del ascenso y descenso de la melodía, poseía una inteligibilidad inmediata que faltaba en el sistema griego. Llegó a ser el sólido cimiento sobre el que se construyó la notación moderna.
Einstein extiende su perspectiva hasta la propia área de Gutenberg (pág 45):
Esta influencia internacional fue posible gracias a la invención de la música impresa, hacia 1500. Esto produjo en la historia de la música una revolución tan grande como la impresión de libros había causado en la historia de la cultura europea en general. Un cuarto de siglo después de los primeros ensayos de Gutenberg, los impresores alemanes e italianos produjeron misales impresos. El paso decisivo —la impresión tipográfica de la notación de la música medida— fue dado por Ottaviano dei Petrucci, de Fossombrone… en Venecia… Venecia… continuó siendo el centro más importante de impresión y edición de música polifónica.
En su obra Approach to Greek Art (pág 43) escribe Charles Seltman:
Los griegos no conocían el papel; el papiro era caro, estaba reservado para los documentos y no servía para dibujar. Las tablillas de cera eran perecederas. En realidad, la, superficie de las ánforas era el papel de dibujo para el artista… Es significativo que desde el año 650 antes de Cristo en adelante, los alfareros atenienses habían establecido ya un floreciente comercio de exportación y estaban enviando sus productos a Egina, Italia y al Oriente.
En este párrafo señala Seltman la razón por la que los’ griegos sacaran de la posesión del alfabeto tanto menor partido que los romanos, con su potente organización en la producción de papel y en el comercio del libro. El descenso en las disponibilidades de papiro en la última época del Imperio romano se señala normalmente como la causa del «colapso» de ese Imperio y de su sistema de carreteras. Porque las vías romanas eran las rutas del papel, en todos sentidos [21].
El tema principal de la obra de Seltman, Approach to Greek Art, es que el modo de expresión artística más importante entre los griegos no fue el del escultor, sino el del caelator o grabador (pág 12):
Durante más de cuatro siglos se ha enseñado a los hombres que las mejores cosas que jamás hicieron los griegos eran de mármol, y esta es la razón de que pueda leerse en un libro sobre arte griego escrito hace poco más de veinte años que «la escultura fue, en muchos aspectos, el arte más característico de Grecia; …consiguió los más altos logros». Este ha sido el modo usual de considerar el arte griego. Ha de darse el premio a la escultura en piedra, asociada frecuentemente con grandes obras en bronce fundido; viene después la pintura, representada ahora principalmente por los dibujos hechos en la superficie de las ánforas antiguas; en tercer lugar siguen las llamadas «artes menores», entre las que se agrupan, con cierta condescendencia y conveniencia, el trabajo de los troqueladores, lapidarios, joyeros y celadores o grabadores. Pero ¿corresponde esta «clasificación» en modo alguno con las ideas que tenían los mismos griegos acerca de los artistas y el arte?
Ciertamente que tenían opinión muy distinta.
Incluso en la lejana era del bronce, los habitantes de Grecia y las islas tenían en muy alta estimación a quien sabía trabajar el metal con habilidad. Su arte era un misterio y una delicia, y se consideraba que debía sus dotes a seres sobrenaturales, en torno a los cuales se forjaron muchas leyendas. Había criaturas llamadas Dáctilos, que fundían el bronce; Curetes y Coribantes, armeros; Cabiros, hábiles herreros; Telchines, diestros trabajadores del oro, la plata y el bronce, que hacían armas para los dioses y las primeras estatuas; y, finalmente, los poderosos Cíclopes, forjadores de los rayos de Zeus. Todos ellos eran indefinidos gigantes, trasgos y diosecillos —santos patronos del taller y de la forja—, a los que convenía tratar bien y apaciguar, y algunos de cuyos nombres significaban «dedos», «martillo», «tenazas» y «yunque», justamente. Y así, en el tiempo en que la épica homérica comenzó a tomar forma, parece ser que uno de estos seres creció en estatura hasta alcanzar rango olímpico.
Repujar, cincelar y grabar «en oro, plata, bronce, marfil o piedras preciosas» era el arte llamado en latín caelatura. Es significativo que en nuestros tiempos hayamos de encontrar natural la observación de antiguas producciones como lo hace Seltman:
Por emocionantes que puedan ser los mármoles del Partenón y ciertas lápidas impresionantes del arte ático, no es entre estas cosas donde hemos de buscar lo más admirable del siglo quinto. Los artistas más admirados entre los mismos griegos no fueron los albañiles, ni siquiera los modeladores, fundidores o retocadores de bronces finos, sino los celadores (pág 72).
El trabajo del celador y del grabador es mucho más táctil que visual, y corresponde a la nueva tendencia de nuestra era eléctrica. Pero por lo que se refiere a este libro, es muy importante el argumento de Seltman, porque sigue el arte del celador durante todas las épocas, desde los griegos y romanos y a lo largo de la Edad Media en el arte de la iluminación (pág 115):
La pintura de esta misma época también pudo manifestar su excelencia especialmente en la ejecución de miniaturas sobre vidrio en contraste con un fondo de oro laminado. Cierto griego llamado Bounneris firmó una de ellas (lámina 102a) con el retrato de una madre y dos niños; y otra obra similar, no firmada (lámina 102g), muestra un rostro de hombre muy agradable. Este es un arte delicado y aristocrático, que había de dar origen más tarde al arte de la iluminación de pergaminos; y es un arte contemporáneo de Plotino, el filósofo, hombre más sensible aún a las bellas artes que lo fueron Platón o Aristóteles.
El predominio del arte del celador es, en una palabra, una sugestión y una clave del modo táctil de sensibilidad, ya que está entrelazado con una etapa incipiente del alfabetismo, sea en Grecia, en Roma, o en la época de la iluminación a tintas planas de la Edad Media.
Seltman, como la mayor parte de sus contemporáneos, aborda el estudio del arte griego no en perspectiva, sino como una configuración o mosaico de distintos elementos en un campo. La coexistencia de las figuras en el campo plano y la interacción entre ellas, crean un conocimiento a múltiples niveles y multisensorio. Esta forma de enfocar el tema tiende a participar del carácter del espacio auditivo, inclusivo, no cerrado, como ha demostrado Georg von Bekesy en su obra Experiments in Hearing. Pero fue el método empleado en todas partes, incluso por Percy Wyndham Lewis, el analista crítico del retorno del espacio auditivo al siglo XX, en su Time and Western Man.
Y así, Seltman sigue un método de campo acústico, aún para hacer historia de los orígenes de la perspectiva (pág 31):
No cabe describir a Hornero como más pueril que Esquilo, sino como a poeta de una clase distinta; no se dice que Platón sea un estilista más maduro que Tucídides, sino un escritor de clase diferente y que trata un tema diferente; las cartas de San Pablo no son más decadentes que las de Cicerón, sino simplemente distintas. Para la literatura del mundo antiguo no sirve esta fórmula del Florecimiento y Decadencia. ¿Está justificado que la apliquemos a las Bellas Artes?
«Bien —se dirá—, ¿por qué preocuparse si la gente tiene esa ilusión inofensiva acerca del Florecimiento y la Decadencia?» Pero ocurre que no es tan inofensiva, ya que lleva implícita otra doctrina. Implícito en tal fórmula está el dogma de que los artistas griegos primitivos debieron de estar todo el tiempo tratando de alcanzar el naturalismo, de lograr una imitación de la vida que estaba más allá de sus posibilidades. Sin embargo, volviendo a la comparación literaria, no es general la pretensión de que, en la representación dramática, Esquilo, por ejemplo, estaba luchando por ser fiel a la vida como Menandro; o Shakespeare tan fiel a la vida como Shaw.
Incluso es concebible —probable, más, bien— que Esquilo hubiese desaprobado la comedia nueva, y Shakespeare Shaw.
Por decirlo así, Seltman mantiene en juego simultáneo toda la gama de intereses griegos, en espera de la intrusión de una nueva presión o tema en la compleja configuración. Observa la reducción de los resonantes modos poéticos a simples líneas visibles de prosa, y alude a las esculturas del Partenón como «la más perfecta obra de arte-prosa realizada por los griegos». Señala (pág 66) como prosa estas formas representativas de la escultura por su «realismo descriptivo»:
Continúa siendo un hecho, sin embargo, que la literatura en prosa y el arte-prosa hicieron su aparición entre los griegos aproximadamente al mismo tiempo, y que antes de terminar el siglo V, habían producido una y otro sus obras maestras: la historia de Tucídides y las esculturas del Partenón.
¿Qué causa o causas llevaron al realismo descriptivo en arte, casi hasta la exclusión del formalismo poético? No sirve de nada hablar de desarrollo o crecimiento, porque el Partenón no es un producto del desarrollo de Olimpia en mayor medida que la historia de Tucídides pueda serlo del desarrollo de los dramas de Esquilo. Más bien parece ser que los griegos del siglo V, habiendo experimentado el arte realista, comenzaron a hallarlo más de su agrado que el arte formal, porque habían adquirido el gusto por la verosimilitud.
En vez de utilizar las singulares observaciones de Seltman acerca de la caelatura griega como pista de despegue hacia la cultura medieval del manuscrito, voy a ampliar un poco más este mosaico de muestras. Antes de abordar los cinco siglos de la galaxia de Gutenberg será bueno señalar cuán profundamente indiferentes son los hombres analfabetos a los valores visuales en la organización del perfeccionamiento y de la experiencia. El artista, «desde Cézanne», comparte esta indiferencia. Un gran historiador del arte como Siegfried Giedion ha extrapolado los nuevos estudios artísticos del espacio «desde Cézanne» para incluir la «cultura popular» y la «historia anónima». Para él, el arte es una idea tan inclusiva como lo fue la «mimesis» para Aristóteles. Actualmente está completando una extensa obra sobre The Beginings of Art, acompañante de su análisis artístico de todos los modos abstractos de la mecanización del siglo XX. Es necesario comprender la íntima interrelación entre el mundo artístico del hombre de las cavernas y la interdependencia intensamente orgánica del hombre de la era eléctrica. Por supuesto que podría argumentarse que la predisposición lírica para aplaudir los tanteos audiotáctiles del niño y del arte rupestre denota una ingenua y poco crítica obsesión por los modos inconscientes de una cultura eléctrica y simultánea. Mas para muchos románticos de la última época fue muy emocionante irrumpir de súbito en la «comprensión» del arte primitivo. Como ha reiterado Emile Durkheim, los hombres no pueden continuar soportando más la fragmentación del trabajo y de la experiencia determinada por la especialización visual. Porque el verdadero arte «abstracto» es el del realismo y el naturalismo basado en la separación de la facultad visual de la interacción de los otros sentidos. El llamado arte abstracto es, en realidad, el resultado de una intensa interacción de los sentidos, con dominio variable del oído y del tacto. Yo sugeriría que el «tacto» no es tanto un sentido diferenciado como la verdadera interacción de los sentidos. Esta es la causa de que pierda importancia a medida que se da intensidad abstracta separada a la facultad visual.
En un capítulo muy interesante de su próximo libro sobre los orígenes del arte, reproducido en Explorations in Communication (págs 71-89), Giedion explica el concepto de espacio del pintor rupestre:
No se ha encontrado rastro de vivienda humana en el interior de las cavernas. Estas eran lugares sagrados donde, con ayuda de pinturas con poder mágico, podían cumplirse los ritos religiosos.
Estas cavernas no tienen espacio, en el sentido que nosotros damos a esta palabra, ya que en ellas reina una oscuridad perpetua. Hablando especialmente, las cavernas están vacías. Esto es bien conocido para cualquiera que haya tratado de encontrar por sí solo la salida de una de ellas. El débil destello de luz que da la antorcha queda absorbido por la absoluta oscuridad que lo rodea, mientras que los túneles en la roca y las cuestas que se desmoronan se repiten en todas direcciones, devolviendo el eco de su pregunta: ¿dónde está la salida de este laberinto?
Luz y arte rupestre.
Nada más destructivo de los verdaderos valores del arte primitivo que el fulgor de la luz eléctrica en sus regiones de noche eterna. Las antorchas o las pequeñas lámparas de sebo, de las que se han encontrado algunas, permiten obtener vislumbres solo fragmentarios de los colores y las líneas de los objetos representados. Bajo su luz suave y vacilante, estos adquieren un movimiento casi mágico. Las líneas grabadas e incluso las superficies coloreadas, pierden su intensidad bajo una luz fuerte y algunas veces desaparecen completamente. Solo de este otro modo puede verse el fino venaje de los dibujos, no apagado por el tosco fondo.
Tal vez hemos dicho ya bastante para demostrar que el hombre prehistórico no asociaba las cavernas con la arquitectura. Para él, las cavernas significaban simplemente lugares donde podía practicar sus artes mágicas. Elegía tales lugares con todo cuidado.
Un hoyo en el suelo no es espacio cerrado porque, como un triángulo o una tienda de indios norteamericanos, meramente exhibe las líneas de fuerza. Un cuadrado no exhibe las líneas de fuerza, sino que es la traducción en términos visuales de tal espacio táctil. Tal traducción no tiene lugar con anterioridad a la escritura. Y cualquiera que se tome la molestia de leer The Division of Labor, de Emile Durkheim, puede encontrar la razón de ello. Porque hasta el momento en que la vida sedentaria permite cierta especialización de las tareas del hombre, no se da la especialización en la vida de los sentidos que lleva a la elevación de la intensidad visual. Los antropólogos me han sugerido que cualquier clase de tabla o escultura ya es indicación de una tensión mayor en el área de lo visual. Parecería razonable, por tanto, que los pueblos nómadas, entre los que se da muy escasa especialización en las labores o en su vida de los sentidos, nunca desarrollaran espacios rectangulares. Pero cuando demostraron alguna aptitud para la escultura, estaban disponiéndose a pasar al grado más avanzado de visualización que es la talla y la escritura y los espacios cuadrados. La escultura, ahora como siempre, es la frontera entre los espacios de la vista y del sonido. Porque la escultura no es espacio cerrado. Modula el espacio, como hace el sonido. Y también la arquitectura tiene esta dimensión misteriosa de frontera entre dos mundos espaciales. Le Corbusier arguye que esto se siente mejor de noche. Solamente en parte está en el modo visual.
El libro de E. S. Carpenter, titulado Eskimo, trata del concepto de espacio entre los esquimales, y revela su actitud completamente «irracional» o no visual con respecto a las formas y orientaciones espaciales:
No conozco el caso de que ningún aivilik haya descrito el espacio en primer lugar con términos visuales. No consideran el espacio como algo estático y, por tanto, mensurable; de ahí que no tengan unidades formales para la medición del espacio, del mismo modo que no conocen una división uniforme del tiempo. El tallista es indiferente a las exigencias del ojo, deja que cada trozo llene su propio espacio, cree su propio mundo, sin referencia a un fondo ni a nada externo a él… En la tradición oral, el narrador de mitos habla como muchos a muchos, no como persona a persona. Se habla o se canta para todos… Como poeta, como narrador de mitos o como tallista, el esquimal es un portador de tradición anónima… para todos…
La obra de arte puede ser vista u oída, igualmente bien, desde cualquier dirección.
La orientación espacial en múltiples direcciones, que es acústica o auditiva, determina que el esquimal encuentre muy divertidos los retorcidos esfuerzos de los visitantes para mirar las imágenes que están cabeza abajo. Las páginas de las revistas que a veces colocan en el techo del iglú para evitar las goteras, tientan a menudo al visitante a estirar el cuello para verlas. Del mismo modo, un esquimal puede iniciar un dibujo o talla a un lado del tablero y continuar justamente al otro lado. En su lengua todavía no existe una palabra que signifique arte: «Todo aivilik adulto es un consumado tallista en marfil: tallar es una exigencia normal, esencial, del modo que la escritura lo es para nosotros».
Giedion prosigue tratando estos temas espaciales en Explorations in Communication (pág 84):
«Como es el caso universal en el arte primitivo, el ojo del cazador de la edad del hielo descubre en la estructura de las rocas imágenes de los animales que busca. Los franceses describen este reconocimiento de formaciones naturales con la frase "épouser les contours". Unas cuantas líneas, un ligero esculpido o algún color son suficientes para hacer visible el animal».
Nuestro redescubrimiento de la pasión por los contornos es inseparable del reconocimiento de la función y la interdependencia determinadas, y del carácter orgánico de todas las formas, que es el impacto que nos ha hecho la tecnología de la onda electromagnética. Esto es, la recuperación de los primitivos valores orgánicos en el arte y en la arquitectura es la presión central tecnológica de nuestro tiempo. No obstante, hay algunos antropólogos, incluso en nuestros días, que suponen vagamente que los hombres que no conocen el alfabeto tienen percepciones espaciales euclídeas[22]. Y muchos otros comunican sus datos sobre la vida primitiva en períodos durante los que han existido modelos euclídeos de organización. Así, poco puede sorprender que un tal J. C. Carothers pudiera aparecer como una figura extraña. Como psicólogo que cruzó las líneas funcionales para entrar en el campo de la antropología, no estaba preparado en absoluto para lo que descubrió. Lo que descubrió, muy pocas personas lo conocen todavía, en verdad. Si los efectos de la palabra escrita en la sustitución de las dimensiones de la experiencia auditiva por las de la experiencia visual fuesen conocidos por Mircea Eliade, por ejemplo, ¿continuaría manifestando el mismo celo por la «resacratización» de la vida humana?
Es posible que todo el grupo influido por Marinetti y Moholy-Nagy haya sido sugestionado por un error de interpretación de los orígenes y causa de la configuración profana de la vida, por una parte, como de la configuración «sacra», por otra. Por el contrario, es posible que, incluso admitiendo la operación mecánica de la tecnología en la «sacratización» y «desacratización» de la vida humana, todo el grupo de «irracionalistas» de nuestro siglo todavía hubiese elegido el modo «sacro» o auditivo de organización de la experiencia. Cuando menos, es el modo emergente de lo electromagnético y electrónico, como señala De Chardin. Y para muchos lo nuevo, en cuanto nuevo, es un mandato que viene del espacio exterior, aun cuando sea un salto que vuelve a sumergirnos en los modos analfabetos de conocimiento. Aunque no vemos pertinencia o importancia religiosa inherente, sea en lo «sacro» o en lo «profano», tal como los presenta Eliade o cualquier otro místico «irracional» de nuestro tiempo, no subestimaremos el poder meramente cultural de las formas de vida, analfabeta o alfabetizada, para configurar las percepciones y tendencias de toda la comunidad humana. Las miserias del conflicto entre las iglesias Oriental y Romana, por ejemplo, son un caso evidente del tipo de oposición entre las culturas oral y visual, que no tienen nada que ver con la fe.
No obstante, yo preguntaría si no es tiempo de que sometamos esas «niñerías» a cierta ponderada limitación, de modo que sus perpetuos lavados de cerebro a la comunidad humana queden sujetos a cierto grado de previsible efecto. Se ha dicho que la guerra inevitable será aquella cuyas causas no se han discernido. Puesto que no puede haber mayor contradicción o choque entre culturas humanas que la contradicción entre las culturas representadas por el ojo y el oído, no es extraño que la metamorfosis que nos introdujo en el modo visual del hombre occidental fuese, siquiera, menos angustiosa que nuestra desviación actual hacia el modo auditivo del hombre electrónico. Pero hay bastante trauma interno en tal cambio, sin que las culturas auditivas y las culturas ópticas se lancen las unas contra las otras en manifestaciones externas de un sádico alarde de rectitud.
Mircea Eliade comienza su introducción a The Sacred and the Profane como un manifiesto que anuncia el reconocimiento, largamente demorado, de «lo sacro» o del espacio auditivo, en nuestro siglo. Aclama (págs 8-9) la obra (1917) de Rudolf Otto Das Heilige (Lo Santo): «Pasando por alto el aspecto racional y especulativo de la religión, se concentró principalmente en su aspecto irracional. Porque Otto había leído a Lutero y había comprendido lo que el "Dios vivo" significa para un creyente. No era el Dios de los filósofos —de Erasmo—, por ejemplo; no era una idea, una noción abstracta, una mera alegoría moral. Era un terrible poder, manifiesto en la cólera divina». Eliade explica luego sus proyectos: «La finalidad de estas páginas es ilustrar y definir esta oposición entre lo sagrado y lo profano». Dándose cuenta de que «el occidental moderno experimenta cierta inquietud ante muchas manifestaciones de lo sagrado», como cuando «para muchos seres humanos lo sagrado puede manifestarse en las piedras o en los árboles», se propone demostrar por qué el hombre «de las sociedades arcaicas tiende a vivir, tanto como le es posible, en lo sagrado, o en la mayor proximidad a los objetos consagrados»:
Nuestra principal preocupación en las páginas que siguen será elucidar este tema, mostrar en qué forma trata el hombre religioso de permanecer tanto como pueda en un universo sagrado, y de aquí, qué resulta ser su total experiencia de la vida en comparación con la experiencia del hombre sin sentimiento religioso, del hombre que vive, o desea vivir, en un mundo desacratizado. Se dirá en seguida que el mundo completamente profano, el cosmos totalmente desacratizado, es un descubrimiento reciente en la historia del espíritu humano. No nos incumbe a nosotros mostrar por qué proceso histórico, y como resultado de qué cambios en las actitudes espirituales y en la conducta, ha desacratizado su mundo el hombre moderno, y ha asumido una existencia profana. Para nuestro propósito es suficiente observar que la desacratización satura la experiencia toda del hombre no religioso de las sociedades modernas y que, en consecuencia, cada vez encuentra más difícil redescubrir las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas (pág 13).
Eliade sufre un gran engaño al suponer que el hombre moderno «cada vez encuentra más difícil redescubrir las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas». El hombre moderno, desde los descubrimientos electromagnéticos de hace más de un siglo, se está rodeando de todas las dimensiones del hombre arcaico positivo. El arte y el saber del siglo pasado, y más, se han convertido en un monótono crescendo de primitivismo arcaico. La propia obra de Eliade es una popularización extrema de tales arte y saber. Pero esto no es decir que esté positivamente equivocado. Verdaderamente está en lo cierto al decir que «el cosmos totalmente desacratizado es un descubrimiento reciente en la historia del espíritu humano». En realidad, el descubrimiento es resultado del alfabeto fonético y de la aceptación de sus consecuencias, especialmente desde Gutenberg. Pero yo pongo en duda la calidad de una perspicacia que hace vibrar y resonar una voz humana con vehemencia hebdomadaria cuando se refiere a la «historia del espíritu humano».
La última parte de este libro aceptará el papel rehusado por Eliade cuando dice: «No nos incumbe a nosotros mostrar por qué proceso histórico… ha desacratizado su mundo el hombre moderno, y ha asumido una existencia profana». La galaxia Gutenberg tiene por objeto mostrar exactamente el proceso histórico que determinó tal hecho. Y una vez mostrado este proceso, podremos por lo menos hacer una elección consciente y responsable para decidir si preferimos volver otra vez al modo tribal, que tanta atracción tiene para Eliade:
El abismo que separa las dos modalidades de experiencia —sagrada y profana— se nos aparecerá cuando lleguemos a describir el espacio sagrado y la construcción ritual de la habitación humana, o la diversidad de la experiencia religiosa del tiempo, o las relaciones del hombre religioso con la naturaleza y el mundo de las herramientas, o la consagración de la misma vida humana, la santidad con que pueden cargarse las funciones vitales del hombre (alimento, sexo, trabajo, etc.). Recordar, simplemente, lo que la ciudad o la casa, la naturaleza, los instrumentos o el trabajo, han llegado a ser para el hombre moderno y no religioso, nos mostrará con la máxima intensidad todo lo que distingue a tal hombre del hombre que perteneció a cualquier sociedad arcaica, o incluso del campesino de la Europa cristiana. Para la conciencia moderna, un acto fisiológico —comida, sexo, etc— es en algunos tan solo un fenómeno orgánico… Mientras que, para el primitivo, tales actos nunca son simplemente fisiológicos: son, o pueden convertirse, en un sacramento, esto es, en una comunión con lo sagrado.
Pronto se dará cuenta el lector de que sagrado y profano son dos modos de estar en el mundo, dos situaciones existenciales, asumidas por el hombre en el curso de la historia. Estos modos de estar en el mundo no solo conciernen a la historia de las religiones o a la sociología; no son objeto solamente de los estudios históricos, sociológicos o etnológicos. En último análisis, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el cosmos; por tanto, conciernen tanto al filósofo como a cualquiera que trate de descubrir las posibles dimensiones de la existencia humana (págs 14-15).
Eliade prefiere cualquier hombre oral al hombre desacralizado o alfabetizado; incluso «un campesino de la Europa cristiana» conserva algo de la vieja resonancia auditiva y del aura del hombre santo, como porfiaron los románticos hace más de doscientos años. En tanto una cultura sea analfabeta, tiene para Eliade los indispensables ingredientes sacros (pág 17):
Es evidente, por ejemplo, que el simbolismo y los cultos a la Madre Tierra, de la fertilidad humana y agrícola, del carácter sagrado de la mujer, y otras cosas semejantes, no hubieran podido constituirse ni desarrollarse en un complejo sistema religioso a no ser por el descubrimiento de la agricultura; es evidente, del mismo modo, que una sociedad preagrícola, dedicada a la caza, no pudo sentir la santidad de la Madre Tierra de la misma manera o con igual intensidad. De aquí que existen diferencias en las experiencias religiosas que se explican por las diferencias en economía, cultura y organización social, en una palabra, por la historia. A pesar de todo, entre los cazadores nómadas y los cultivadores sedentarios existe una similitud de conducta que nos parece infinitamente más importante que aquellas diferencias: ambos viven en un cosmos sacro, ambos comparten una santidad cósmica igualmente manifiesta en el mundo animal y en el mundo vegetal. Solamente necesitamos comparar sus situaciones existenciales con la del hombre de las sociedades modernas, que vive en un cosmos desacralizado, y sabremos inmediatamente todo lo que lo separa de los otros.
Ya hemos visto que el hombre sedentario o especializado, como opuesto al hombre nómada, está en camino de descubrir el modo visual de la experiencia humana. Pero mientras que el homo sedens evite las clases más potentes de condicionamiento óptico, como las que se hallan en el alfabetismo, los meros matices de la vida santa que puedan darse entre el hombre nómada y el sedentario no inquietan a Eliade. Que Eliade decida llamar «religioso» al hombre oral es tan caprichoso y arbitrario como llamar bestiales a las rubias. Pero no resulta confuso en absoluto para aquellos que comprendan que, para Eliade, como afirma desde el principio, religioso es irracional.
Forma parte de ese amplio grupo de víctimas del alfabetismo que han convenido en suponer que lo «racional» es lo explícitamente lineal, subsiguiente, visual. Esto es, prefiere aparecer como una mentalidad del siglo XVII en rebeldía contra el modo visual dominante, nuevo entonces. Así fueron Blake y otros muchos. Blake sería hoy violentamente anti-Blake, porque la reacción Blake contra lo visual abstracto es hoy el clisé dominante y la claque de los grandes batallones, cuando avanzan por las regimentadas rutinas de la sensibilidad.
«Para el hombre religioso, el espacio no es homogéneo; experimenta en él interrupciones, roturas» (pág 20). Del mismo modo en el tiempo. Para el físico moderno, como también para el analfabeto, el espacio no es homogéneo, ni lo es el tiempo. Por contraste, el espacio geométrico inventado en la antigüedad, lejos de ser diverso, único, multiforme, sacro, «puede ser cortado y delimitado en cualquier dirección; pero, en virtud de su estructura inherente, no se da en él diferenciación cualitativa, ni orientación, por tanto» (pág 22). La afirmación que sigue viene muy al caso con respecto a la interacción relativa entre los modos óptico y auditivo en la configuración de la sensibilidad humana:
Hemos de añadir inmediatamente que tal existencia profana nunca se encuentra en estado puro. Sea cualquiera el grado en que el hombre haya podido desacralizar el mundo, quien se ha decidido en favor de una vida profana nunca consigue eliminar por completo una conducta religiosa. Esto se hará más claro a medida que avancemos; se verá que incluso la existencia más desacralizada siempre conserva vestigios de una valorización religiosa del mundo (pág 23).
En su obra Prints and Visual Communications, William Ivins, hijo, señala cuán natural resulta en el mundo de la palabra escrita avanzar hacia una posición meramente nominalista, tal como el hombre analfabeto no podía ni soñar (pág 63).
Las ideas de Platón y las formas, esencias y definiciones de Aristóteles, son muestras de esta transferencia de la realidad desde el objeto a la fórmula verbal, exactamente repetible y, en consecuencia, aparentemente permanente. Una esencia, en realidad, no es parte de un objeto, sino parte de su definición. Creo también que las bien conocidas nociones de sustancia y de cualidades atribuibles pueden derivarse de esta dependencia operacional de las exactamente repetibles descripciones y definiciones verbales, porque el mismo orden lineal en que han de ser utilizadas las palabras se traduce en un análisis cronológico-sintáctico de cualidades que en realidad son simultáneas y están entremezcladas y relacionadas entre sí de tal modo que ninguna cualidad puede ser separada del haz de cualidades que llamamos objeto sin que queden alteradas ella y las demás cualidades. Después de todo, una cualidad es solamente una cualidad de un grupo de otras cualidades, y si cambiamos cualquiera del grupo, todas cambian necesariamente. Sea cualquiera la situación desde el punto de vista del análisis verbalista, desde el punto de vista de la conciencia visual de la especie que ha de usarse en un museo de arte, el objeto es una unidad que no puede romperse en cualidades separadas sin convertirse en una mera colección de abstracciones que solo tienen una existencia conceptual y ninguna realidad. De un modo muy divertido, las palabras y su orden sintáctico, necesariamente lineal, nos impiden describir los objetos, y nos obligan a emplear listas muy pobres e inadecuadas de ingredientes teoréticos, a la manera más concretamente ejemplificada de las recetas de los libros de cocina corrientes.
Cualquier cultura conocedora del alfabeto fonético puede deslizarse fácilmente hacia el hábito de poner una cosa debajo de otra o dentro de otra; puesto que se da una presión constante del hecho subconsciente de que el código escrito lleva para el lector la experiencia del «contenido» que es el habla. Pero no hay nada subconsciente en las culturas analfabetas. La razón de que encontremos dificultad en comprender los mitos es precisamente el hecho de que tales culturas no excluyen ninguna faceta de la experiencia, como hacen las culturas conocedoras del alfabeto. Todos los niveles de significado son simultáneos. Así, cuando se hacen preguntas freudianas a los nativos acerca del simbolismo de sus pensamientos o sueños, insisten en que todos los significados están precisamente allí, en la manifestación verbal. La obra de Jung y de Freud es una laboriosa traducción de conciencia analfabeta en términos literarios, y, como toda traducción, falsea y omite. La principal ventaja de la traducción es el esfuerzo creador que alienta, como se pasó la vida diciéndolo e ilustrándolo Ezra Pound. Y una cultura ocupada en traducirse a sí misma desde un modo radical, tal como el auditivo, a otro modo como el visual, está sentenciada a hallarse en un estado de agitación creadora, como fue en Grecia y en el renacimiento. Pero nuestra propia época es un ejemplo de más bulto de tal agitación, y precisamente a causa de tal «traducción».
A medida que nuestra época se traduce a sí misma a los viejos modos oral y auditivo, a causa de la presión electrónica de simultaneidad, adquirimos aguda conciencia de la aceptación poco crítica, en muchos siglos transcurridos, de los modelos y metáforas visuales. El análisis lingüístico seguido actualmente en Oxford por Gilbert Ryle es una crítica tenaz de los modelos visuales en filosofía:
Deberíamos empezar desechando un modelo que, en una forma u otra, domina muchas especulaciones acerca de la percepción. La cuestión favorita, pero espuria, «¿cómo puede llegar una persona, más allá de sus sensaciones, a la aprehensión de las realidades externas?» se plantea a veces como si la situación fuese como esta: En una celda sin ventanas un prisionero ha vivido, en solitario encierro, desde su nacimiento. Todo lo que llega hasta él del mundo exterior son unos vacilantes destellos de luz arrojados sobre los muros de su celda y unos ligeros golpes que se oyen al través de las piedras; a pesar de todo, con estos destellos y golpes que observa, llega a estar, o parece llegar a estar, informado acerca de partidos de fútbol, jardines de flores y eclipses de sol que no observa. ¿Cómo, pues, aprende las claves en que están dispuestas esas señales, o descubre siquiera que existen cosas tales como son las claves? ¿Cómo puede interpretar los mensajes que de un modo u otro descifre, dado que el vocabulario de tales mensajes es el vocabulario del fútbol o de la astronomía, y no el de los destellos y golpeteos?
Este modelo es, desde luego, la imagen familiar de la mente como un fantasma en una máquina, y no es necesario decir nada más acerca de sus defectos generales. Pero es necesario darse cuenta de ciertos defectos particulares. El empleo de esta clase de modelo implica la suposición explícita o implícita de que, tanto como el prisionero puede ver los destellos y oír los golpes, pero no puede, desgraciadamente, ver u oír los partidos de fútbol, así podemos observar nosotros nuestras sensaciones visuales u otras, pero no podemos, desgraciadamente, observar los petirrojos[23].
Nos hacemos extremadamente conscientes de los modelos y tendencias culturales cuando nos movemos de una forma dominante de conocimiento a otra, como entre griegos y latinos o ingleses y franceses. Y así ya no nos extraña que el mundo oriental no tenga el concepto de «sustancia» o de «forma sustancial», puesto que ellos no experimentan presión visual que divida la experiencia en paquetes tales. Y hemos visto cómo su entrenamiento en el mundo de los impresos capacitó a William Ivins a traducir el significado de la tipografía como nadie lo ha hecho. En su obra Prints and Visual Communication (pág 54) ofrece un principio general:
Así, cuanto más estrechamente podamos limitar nuestros datos para razonar acerca de las cosas o datos que nos vienen a través de uno y el mismo canal sensorio, tanto más capaces seremos de alcanzar la exactitud de nuestro razonamiento, aun cuando este será mucho más restringido en su alcance. Una de las cosas más interesantes en la moderna práctica científica ha sido la invención y el perfeccionamiento de los métodos mediante los cuales pueden los científicos adquirir muchos de sus datos básicos a través de uno y el mismo canal sensorio de conocimiento.
Entiendo que, en física, por ejemplo, los científicos se sienten más felices cuando pueden obtener sus datos con la ayuda de una esfera graduada u otro dispositivo que pueda leerse visualmente. Y así, el calor, el peso, las longitudes, y otras muchas cosas que en la vida ordinaria son aprehendidas a través de sentidos distintos a la visión, se han convertido para la ciencia en objetos de conocimiento visual de la posición de indicadores mecánicos.
¿No implica esto que si podemos discurrir un medio conveniente para traducir todos los aspectos de nuestro mundo al lenguaje de un sentido solamente, tendremos entonces una distorsión que será científica, porque es consecuente y coherente? Blake pensó que esto había ocurrido verdaderamente en el siglo XVIII, cuando él buscaba la liberación «de la visión aislada y del sueño de Newton». Porque el predominio de uno de los sentidos es la fórmula de la hipnosis. Y una cultura puede ser encerrada en el sueño de cualquiera de los sentidos. El durmiente despierta cuando es requerido por cualquier otro sentido.
Hasta ahora nos hemos ocupado principalmente de la palabra escrita, en cuanto transfiere o traduce el espacio audiotáctil del analfabeto «sacro» al espacio visual del hombre civilizado, alfabetizado o «profano». Una vez se produce esta transferencia o metamorfosis, pronto estamos en el mundo de los libros, manuscritos por los escribas, o tipográficos. El resto de nuestra tarea será ocuparnos de los libros escritos e impresos y de las consecuencias para el estudio y la sociedad. Desde el siglo V antes de Cristo hasta el siglo XV después de Cristo, el libro era un producto de los escribas.
Solamente un tercio de la historia del libro en el mundo occidental ha sido tipográfica.
No es, por tanto, incongruente decir, como lo hace G. S. Brett en Psychology Ancient and Modern (págs 36-37):
La idea de que el saber consiste esencialmente en el estudio de los libros parece ser una opinión moderna, derivada probablemente de las distinciones medievales entre clérigo y seglar, con el énfasis adicional aportado por el carácter literario del más bien fantástico humanismo del siglo XVI. La idea original y natural de saber es la de «astucia» o posesión de ingenio. Ulises es el tipo original de pensador, un hombre con muchas ideas, que podía sobrepujar a los cíclopes y lograr un significativo triunfo de la mente sobre la materia. Sabiduría es, así, la capacidad de vencer las dificultades de la vida y alcanzar éxito en este mundo.
Brett especifica aquí la dicotomía natural que el libro produce en cualquier sociedad, por añadidura a la escisión que causa en el individuo de tal sociedad. La obra de James Joyce demuestra una completa clarividencia en estas cuestiones. El Leopoldo Bloom de Ulises, hombre de muchas ideas y de muchos recursos, es un aventurero agente de publicidad. Joyce vio el paralelismo, por una parte, entre la frontera moderna de lo verbal y lo pictórico, y, por otra, entre el mundo homérico, en equilibrio entre la vieja cultura sacra y la nueva sensibilidad profana o literaria. Bloom, el judío recientemente destribalizado, se nos presenta en Dublín, un mundo irlandés ligeramente destribalizado. Tal frontera es el mundo moderno de la publicidad, congenial, por tanto, a la transicional cultura de Bloom. En el episodio decimoséptimo, o de Ithaca, en el Ulises, leemos: «¿Cuáles eran habitualmente sus meditaciones finales? Acerca de un anuncio, único y sin igual, que obligara a los transeúntes a detenerse maravillados, una novedad en materia de carteles, exenta de todo extraño aditamento, reducida a los más simples y eficaces términos, que no excediera de la amplitud de una ojeada casual, y congruente con la velocidad de la vida moderna». .
En Books at the Wake, señala James S. Atherton (págs 67-68)[24]:
Entre otras cosas, Finnegan Wake es una historia de la escritura.
Empezamos escribiendo sobre «un hueso, una piedra, una piel de carnero… dejadlos cocer en la olla rezongona: y Gutenmorg, con su cédula de cromagnon, sus tintas grasas y su gran principio, debe salir de una vez para siempre, rubi-colorado, de la prensapalabras» (20.5). La «olla rezongona» es una alusión a la Alquimia, pero hay aquí alguna otra significación relacionada con la escritura, porque la próxima vez que aparece la palabra, de nuevo se halla en un contexto relacionado con el progreso de los sistemas de comunicación. Dice el párrafo: «Todos los signos aereo-irlandeses de su alfabeto sordomudo-de-sube-y-baja, desde un Padre Hogam hasta la Madre-rezongona Masons…» (223.3) «Alfabeto sordomudo-de-sube-y-baja» combina los signos sordomudos en el aire —o signos irlandeses— con los altos y bajos del abecedario corriente, y los más pronunciados altos y bajos de la escritura irlandesa ogham. Mason, siguiendo esto, debe de ser el hombre de tal nombre que inventó la plumilla de acero. Pero todo lo que puedo sugerir en cuanto a «madre-rezongona» es el rezongar de los francmasones, que no encaja en el contexto, aunque, por supuesto, también ellos hacen signos en el aire.
«Gutenmorg con su cédula de cromagnon» explica en glosa mítica el hecho de que la escritura significó la salida del hombre sacro de las cavernas del mundo auditivo de resonancia simultánea y su paso al mundo profano de la luz del día. La referencia a los masones se hace al mundo del albañil, como modelo de lenguaje que es. En la segunda página del Wake, Joyce está haciendo un mosaico, un escudo de Aquiles, por decirlo así, de todos los temas y modos del lenguaje humano y de la comunicación:
«El Gran Maestre Finnegan, de la Mano Tartamuda, murador de los hombres libres, vivió, del modo más despreocupado que puede imaginarse, en su tosquedad, demasiado remoto para los mensajes, antes que los jueces josueitas nos numeraran…».
Joyce, en el Wake, está haciendo sus propios dibujos, a lo cueva de Altamira, de toda la historia del espíritu humano, en términos de sus gestos y posturas básicas durante todas las fases de la cultura y de la tecnología humanas. Como su título indica, vio que el despertar del progreso humano puede reaparecer de nuevo en la noche del hombre sacro y auditivo. El ciclo finés de instituciones tribales puede volver en la era eléctrica, pero, si vuelve, hagamos de él un despertar, un alerta, o ambas cosas. Joyce no pudo ver ventajas en que permanezcamos encerrados en cada ciclo cultural, como en un trance o un sueño. Descubrió los medios de vivir simultáneamente en todos los modos culturales de un modo consciente. El medio que cita para tal conocimiento de sí mismo.
Hasta aquí, la mayor parte de los hombres han aceptado la cultura de su tiempo como un destino, del mismo modo que el clima o la lengua de su país; pero el acentuado conocimiento de los modos exactos de muchas culturas constituye una liberación de ellas en lo que tienen de prisiones. De aquí que el título de Joyce sea también un manifiesto. En su muy competente estudio Man, His First Million Years, Ashley Montagu comenta diversos aspectos del analfabetismo de un modo relacionado con esos temas:
El hombre analfabeto lanza la red de su pensamiento sobre el mundo todo.
La mitología y la religión puede que estén estrechamente relacionadas, pero en donde la una se desarrolla de la vida diaria del hombre, la otra surge de su preocupación por lo sobrenatural. Y así es con su concepto del mundo, que estará compuesto de elementos seculares, religiosos, mitológicos, mágicos y experimentales, todos unidos en uno.
La mayor parte de los pueblos analfabetos es extremadamente realista. Se sienten muy inclinados a poner el mundo bajo su control, y muchas de sus prácticas están proyectadas para asegurar que la realidad se producirá de acuerdo con su mandato. En la convicción de que los espíritus están de su parte, un hombre puede hacer entonces todos los preparativos para el buen éxito de una expedición. Obligar a la realidad para que haga lo que uno le manda, manipulándola en la forma prescrita, es una parte de la realidad para el analfabeto.
Es preciso comprender que los pueblos analfabetos se identifican a sí mismos con el mundo en que viven mucho más intensamente que lo hacen los pueblos civilizados. Cuanto más «civilizada» se hace una persona, tanto más tiende a separarse del mundo en que vive.
Para los analfabetos, lo que ocurre es la realidad. Si las ceremonias previstas para aumentar la natalidad de los animales y la cosecha de plantas se ven seguidas de tal aumento, no solo las ceremonias están relacionadas con el aumento, sino que son parte de él; porque, sin las ceremonias, el aumento de animales y plantas no se habría producido —estas son las razones del analfabeto—. No es que el analfabeto se caracterice por tener una mente ilógica; su mente es perfectamente lógica y la emplea muy bien, ciertamente. Un hombre blanco y educado que se encontrase súbitamente trasladado al desierto central australiano no es probable que durase mucho tiempo. En cambio, el aborigen australiano se las compone muy bien. Los aborígenes de todos los países han hecho ajustes en su medio ambiente que indican, más allá de toda duda, que su inteligencia es de un orden superior. Lo inconveniente en el analfabeto no es que no sea lógico, sino que aplica la lógica con demasiada frecuencia, muchas veces sobre la base de premisas insuficientes. Generalmente supone que los sucesos asociados están relacionados causalmente. Pero esta es una falacia que comete continuamente la mayoría de las gentes civilizadas, ¡y aun se sabe que ocurre entre científicos muy preparados! Los analfabetos tienden a adherirse muy rígidamente a la ley de asociación y causación, pero la mayor parte de las veces es operante, y, según la ley pragmática, lo que es operante se tiene por verdadero.
Nada estaría más lejos de la verdad que la idea de que los analfabetos son completamente crédulos, criaturas dominadas por la superstición y el miedo, sin capacidad ni oportunidad alguna para pensar con independencia y originalidad. A más del buen sentido del caballo, el analfabeto demuestra usualmente mucho sentido práctico basado en la apreciación de las duras realidades de la vida.
Lo que Montagu descubre aquí acerca del intenso sentido práctico de los analfabetos cuadra perfectamente como glosa al Bloom y al ingenioso Ulises de Joyce.
¿Qué podría ser más práctico para un hombre cogido entre la Escila de la cultura del alfabeto y la Caribdis de la tecnología postalfabética que construirse una balsa con ejemplares de anuncios? Se conduce como el marinero de Poe en el Maelstrom, que observó el movimiento del torbellino y sobrevivió. ¿Puede dejar de ser nuestra misión en la nueva era electrónica el estudio de los movimientos del nuevo vórtice que se produce en el cuerpo de las culturas más antiguas?
Prints and Visual Communication, de William Ivins, es una fuente importante para cualquiera que estudie el papel que los libros han desempeñado en la configuración del conocimiento humano y de la sociedad. El hecho de que Ivins se mantuviera un tanto apartado del aspecto central y literario del libro parece haberle dado una ventaja sobre los hombres de letras. El estudiante de literatura y filosofía tiende a preocuparse por el «contenido» del libro y a ignorar su forma. Esta omisión es peculiar en los que conocen y emplean el alfabeto fonético, pues que la persona ocupada en leer recrea el «contenido» que es el habla con el código visual. Ningún escriba o lector chino podría cometer el error de ignorar la forma misma de la escritura, porque sus caracteres escritos no separan el habla y el código visual al modo que nosotros hacemos. Pero en un mundo con alfabeto fonético esta compulsión a escindir forma y contenido es universal, y afecta a las personas no cultas tanto como a los eruditos. Y así, los laboratorios de la Bell Telephone gastan millones en investigación, pero ni siquiera se han dado cuenta jamás de la forma peculiar que es el teléfono ni de lo que influye en el habla y en las relaciones personales. Como experto en láminas impresas, Ivins observó su diferencia con respecto a los libros impresos en que aparecen. A su vez, esto le hizo observar la gran diferencia entre los libros impresos y los manuscritos. Al comienzo (págs 2-3) llama la atención sobre la dimensión de repetibilidad presente en los caracteres fonéticos escritos, a fin de hacer destacar las mismas condiciones de repetibilidad que se hallan en la impresión de imágenes, que se hacía con bloques de madera grabada, antes de Gutenberg:
Aunque todas las historias de la civilización europea dan mucha importancia a la invención, a mediados del siglo XV, de los sistemas de impresión con tipo móvil, tales historias suelen ignorar el descubrimiento, ligeramente anterior, de los sistemas de impresión de imágenes y diagramas. Un libro, en tanto que contiene un texto, es un recipiente de símbolos de palabras repetibles exactamente, dispuestos en un orden exactamente repetible. Los hombres han venido utilizando tales recipientes por lo menos durante cinco mil años. Por ello puede argumentarse que la impresión de libros no fue más que un modo de hacer, más económicamente, cosas muy antiguas y familiares. Puede decirse, incluso, que durante algún tiempo la impresión con tipos fue poco más que un modo de componérselas con un número menor de correcciones de pruebas. Antes de 1501 pocos libros fueron impresos en ediciones mayores que la manuscrita de mil ejemplares a que se refiere Plinio el Joven en el segundo siglo de nuestra era. La impresión de imágenes, sin embargo, por diferencia con la impresión’ de palabras con tipos móviles, dio existencia a algo completamente nuevo: hizo posibles, por primera vez, representaciones pictóricas de tal clase que podían repetirse exactamente durante la vida efectiva de la superficie de impresión. Esta repetición exacta de representaciones pictóricas ha tenido efectos incalculables sobre el conocimiento y el pensamiento, sobre la ciencia y las tecnologías de todas clases. Apenas es demasiado decir que, desde la invención de la escritura, no ha habido invento más importante que el de la representación pictórica repetible.
El evidente carácter de exactamente repetible, inherente a la tipografía, escapa al hombre civilizado. Concede escasa significación a este aspecto meramente tecnológico, y se concentra en el «contenido», como si estuviese escuchando al autor. Como artista consciente de las estructuras formales como representaciones complejas en sí mismas, Ivins prestó un raro modo de atención, tanto a los grabados como a la tipografía y al manuscrito. Vio (pág 3) cómo las formas tecnológicas pueden configurar a las ciencias tanto como a las artes:
Para nuestros bisabuelos, ya para sus antecesores hasta el Renacimiento, los grabados no fueron ni más ni menos que las únicas representaciones pictóricas repetibles… Hasta hace un siglo, los grabados hechos con las viejas técnicas llenaron todas las funciones que hoy cumplen nuestros grabados de línea y semitonos, nuestras fotografías y fotocalcos, nuestros diversos procedimientos en color, nuestras caricaturas políticas y nuestros anuncios pictóricos. Si definimos los grabados desde el punto de vista funcional así indicado, más bien que por restricción alguna de procedimiento o valor estético, se hace evidente que sin grabados tendríamos muy pocas de nuestras ciencias modernas, tecnologías, arqueologías o etnologías, porque todas ellas dependen, antes o después, de la información aportada por las representaciones exactamente repetibles, visuales o pictóricas.
Esto significa que, lejos de ser meramente obras de arte menor, los grabados están entre las más importantes y poderosas herramientas de la vida y el pensamiento modernos. Ciertamente que no podemos esperar formarnos idea de su papel verdadero a menos que nos alejemos del snobismo de las nociones del moderno coleccionismo y empecemos a considerarlos como representaciones o comunicaciones pictóricas exactamente repetibles, sin considerar lo accidental de su rareza o de lo que por el momento podamos considerar su mérito estético. Debemos mirarlos desde el punto de vista de las ideas generales y de las funciones particulares, y, especialmente, debemos pensar en las limitaciones que sus técnicas les han impuesto como portadores de información, y a nosotros como receptores de ella.
La tecnología de la repetibilidad exacta fue un énfasis que los romanos introdujeron en el análisis visual griego. Este énfasis sobre la línea continua, uniforme, con su indiferencia por los valores orales de la organización pluralística fue, en opinión de Ivins (págs 4-5), transmitido efectivamente a y por la Edad Media:
Hasta tiempos muy recientes, los historiadores han sido literatos y filólogos. Como estudiosos del pasado, rara vez han hallado otra cosa que aquello que buscaban. Han estado tan completamente maravillados por lo que dijeron los griegos, que han prestado poca atención a lo que los griegos no sabían ni hicieron. Han estado tan completamente horrorizados por lo que los siglos de la ignorancia y la superstición no dijeron, que no han prestado atención alguna a lo que tales siglos hicieron y sabían. La investigación moderna, llevada a cabo por hombres conocedores de temas no elevados, como la economía y la tecnología, está cambiando rápidamente nuestras ideas acerca de estos asuntos.
En la Edad de las Sombras, por emplear su nombre tradicional, había escaso ocio asegurado para la persecución de los refinamientos de la literatura, el arte, la filosofía y la ciencia teórica, pero muchos hombres, sin embargo, dirigieron sus mentes, perfectamente buenas, a los problemas sociales, agrícolas y mecánicos. Por añadidura, a lo largo de todos esos siglos académicamente degradados, lejos de haberse producido descenso alguno en la habilidad mecánica, hubo una serie ininterrumpida de descubrimientos e inventos que dieron a la Edad de las Sombras, y después a la segunda mitad de la Edad Media, una tecnología y, por tanto, una lógica, que en muchos aspectos muy importantes sobrepasó todo lo que fue conocido para los griegos o para los romanos del Imperio occidental.
Su tema es que «la Edad de las Sombras y la Edad Media, en su pobreza y necesidad, produjeron la primera gran cosecha de ingenuidad yanqui». Quizá Ivins exagera este énfasis sobre las edades Oscura y Media como «una cultura de técnicas y tecnologías», pero es una especie de método que hace comprensible el escolasticismo, y que nos prepara para el gran invento medieval de la tipografía, que fue el momento de despegue hacia nuevos espacios del mundo moderno [25].
Desde entonces han aparecido muchos libros sobre la ciencia medieval que confirman la opinión de Ivins. The Science of Mechanics in the Middle Ages, de Marshall Clagett, es un ejemplo del que seleccionaré unos cuantos temas que ilustran el continuo desarrollo de la tensión visual que hemos visto emerge en el mundo griego como un efecto del alfabeto fonético. Así: «Se hará evidente, del material que he presentado en los dos primeros capítulos, que la estática medieval, como otros aspectos de la mecánica medieval, depende en gran parte de los conceptos mecánicos y su análisis, dados por los físicos griegos: el autor aristotélico de la Mechanica, Arquímedes, Hero y otros»(pág XXIII).
Del mismo modo «los logros de la cinemática medieval fueron muchísimo más una parte integrante de las discusiones escolásticas de las exposiciones aristotélicas acerca de la fuerza y el movimiento… Fue particularmente importante el desarrollo de un concepto de velocidad instantánea y, consecuentemente, de un análisis de las distintas clases de aceleración» (pág XXV).
Más de un siglo antes de la imprenta, los científicos del Merton College, en Oxford, desarrollaron un teorema de «una aceleración uniforme y un movimiento uniforme a la velocidad del cuerpo uniformemente acelerado en el instante medio del tiempo de aceleración». Con la invención de los tipos uniformemente repetibles y móviles, entramos más aún en este, mundo medieval de cantidades mensurables. Lo que hace Clagett es establecer las líneas de continuidad entre el análisis visual griego y la ciencia medieval, y mostrar cuánto más lejos llevó la mentalidad escolástica los conceptos griegos.
La cinemática de Merton se extendió a Italia y Francia. Esto fue una idea para traducir el movimiento a términos visuales:
La idea básica del sistema es simple. Las figuras geométricas, particularmente las áreas, pueden usarse para representar la cantidad y la cualidad. La extensión de la cualidad en un objeto se representa por una línea horizontal, mientras que las intensidades cualitativas en diferentes puntos del objeto se representan por perpendiculares levantadas sobre la extensión de la línea del objeto. En el caso del movimiento la línea de extensión representa el tiempo, y la línea de intensidad, la velocidad (pág 33).
Clagett da a conocer el tratado de Nicolás de Oresme «Sobre la configuración de las cualidades» en el que Oresme dice: «Todo objeto mensurable, excepto los números, se concibe a modo de cantidad continua». Esto nos vuelve a llevar al mundo griego, en el que, como señala Tobías D. Dantzig en su Number: The Language of Science (págs 141-42):
El intento de aplicar la aritmética racional en un problema de geometría produjo la primera crisis en la historia de las matemáticas. Los dos problemas relativamente sencillos, la determinación de la diagonal de un cuadrado y la de la circunferencia de un círculo, reveló la existencia de nuevos seres matemáticos para los que no se encontraba sitio en el dominio racional…
Un análisis más profundo mostró que los procedimientos algébricos eran, en general, igualmente inadecuados. Y así se hizo aparente que era inevitable la extensión en el campo de los números… Y puesto que el viejo concepto falló en el terreno de la geometría, debemos buscar en la geometría un modelo para lo nuevo. La recta continua e infinita parece idealmente adaptada como tal modelo.
El número es la dimensión de lo táctil, como explicó Ivins en Art and Geometry (pág 7):
«En todo modelo continuo, la mano necesita formas simples y estáticas, y halla agrado en las que se repiten. Conoce los objetos por separado, uno tras otro, y por diferencia con el ojo, no tiene medios para obtener una visión o conocimiento prácticamente simultáneo de un grupo de objetos en una única toma de conciencia. Por diferencia con el ojo, la mano sin ayuda es incapaz de descubrir si tres o más objetos están en línea».
Pero lo que nos concierne en relación con la primera crisis de las matemáticas son las evidentes ficciones a que hemos de recurrir a fin de traducir lo visual en táctil. Las ficciones mayores se hallan más adelante, en el cálculo infinitesimal.
Como veremos al referirnos al siglo XVI, número y visualidad, o tacto y experiencia retiniana, se separaron por completo y siguieron caminos divergentes para establecer los imperios rivales del Arte y de la Ciencia. Esta divergencia, tan notablemente iniciada en el mundo griego, fue mantenida en relativa latencia hasta el «despegue» de Gutenberg. A lo largo de los siglos de la cultura del manuscrito, se verá que lo visual no se disoció por completo de lo táctil, aun cuando redujera drásticamente el imperio de lo auditivo. Esta cuestión será tratada por separado a propósito de los hábitos medievales de lectura. La relación de lo táctil con lo visual, tan necesaria para comprender la suerte que ha seguido el alfabeto fonético, solo queda fuertemente definida después de Cézanne. Así, Gombrich hace de lo táctil el tema central de Art and Illusion, como hace Heinrich Wölfflin en sus Principies of Art History. Y la razón de esta nueva importancia que se le da es que, en una época de fotografía, el divorcio entre lo visual y la interacción de los otros sentidos fue impulsado continuamente hacia la reacción. Gombrich registra los distintos estados, durante el siglo XIX, de la discusión y el análisis de los «datos de los sentidos», conducentes a la hipótesis de Helmholtz de una «inferencia inconsciente» o acción mental, incluso en la más básica experiencia de los sentidos. «Lo táctil», o interacción entre todos los sentidos, se tuvo por el modo característico de esta «inferencia», y condujo inmediatamente a la desintegración de la idea de la «imitación de la naturaleza» como una cuestión visual. Escribe Gombrich (pág 16):
Dos pensadores alemanes destacan en esta historia. Uno es el crítico Konrad Fiedler, que insistió, en oposición a los impresionistas, en que «incluso la más simple impresión de los sentidos, que parece simplemente la materia prima de las operaciones de la mente, es ya un hecho mental, y lo que nosotros llamamos el mundo exterior es realmente el resultado de un complejo proceso psicológico».
Pero fue el amigo de Fiedler, el escultor neoclásico Adolf von Hildebrand, quien se propuso analizar este proceso en un pequeño libro llamado The problem of Form in the Figurative Arts, que apareció en 1893, y ganó la atención de toda una generación. También Hildebrand desafió los ideales del naturalismo científico recurriendo a la psicología de la percepción: si tratamos de analizar las imágenes mentales de nuestra mente para descubrir sus componentes primarios, las veremos constituidas por datos de los sentidos derivados de la visión y de recuerdos del tacto y del movimiento. Una esfera, por ejemplo, aparece ante la vista como un disco plano; es el tacto lo que nos informa acerca de sus propiedades de espacio y forma. Todo intento del artista para eliminar este conocimiento es fútil, porque sin él no podría percibir el mundo en absoluto. Su tarea es, por el contrario, compensar la ausencia de movimiento en su obra haciendo clara la imagen, comunicando así no solo las sensaciones visuales, sino también aquellos recuerdos del tacto que nos capacitan para reconstruir en la mente la forma tridimensional.
Difícilmente puede ser accidental que el período en que se debatían tan apasionadamente estas ideas fuese al mismo tiempo la época en que la historia del arte se emancipara del gusto por las antigüedades, la biografía y la estética. Resultados que habían sido tenidos por supuestos tanto tiempo, aparecieron súbitamente como problemáticos y necesitados de nueva consideración. Cuando Bernard Berenson escribió su brillante ensayo sobre los pintores florentinos, aparecido en 1896, formuló su credo estético en los mismos términos que el análisis de Hildebrand. Con su talento para las frases enjundiosas, resumió casi la totalidad del más ampuloso libro del escultor en esta: «El pintor sólo puede cumplir su cometido dando valor táctil a las impresiones retinianas». Para Berenson, lo que atrae nuestra atención en Giotto o Pollaiuolo es que hicieron precisamente eso…
«No es decir demasiado que, con Aristóteles, el mundo griego pasó de la instrucción oral al hábito de la lectura», escribe Frederic G. Kenyon en Books and readers in ancient Greece and Rome (pág 25). Pero durante los siglos que siguieron, «lectura» significó leer en voz alta. En realidad, solamente hoy los institutos de lectura rápida han bajado la mano decretando el nisi para el divorcio del ojo y el habla en el acto de leer. Al reconocer que en la lectura de izquierda a derecha hacemos movimientos incipientes para la formulación de palabras con los músculos de la garganta, se descubrió que en ello está la principal causa de la lectura «lenta». Pero el enmudecimiento del lector ha sido un proceso gradual, e incluso la palabra impresa no consiguió silenciar a todos los lectores. Hemos tendido a asociar el movimiento de los labios y el bisbiseo de un lector con el semianalfabetismo; un hecho que ha contribuido al esfuerzo americano por hacer meramente visual el acceso a la lectura en la enseñanza elemental. Sin embargo, Gerard Manley Hopkins estuvo defendiendo el énfasis táctil en el uso de las palabras y una vigorosa poesía oral, exactamente al mismo tiempo en que Cézanne estuvo dando valores táctiles a las impresiones retinianas. Refiriéndose a su poema Spel from Sybil's Leaves, escribió Hopkins:
De este largo soneto recordad sobre todo lo que es válido en todos mis versos; que está hecho, como todo arte vivo debe estarlo, para ser representado, y que su representación no es leerlo con los ojos, sino en alto, despaciosamente, en recitación poética (no retórica), con largas pausas, largas detenciones en las rimas y en otras sílabas marcadas, y así sucesivamente. Este soneto debería ser cantado: está cuidadosamente medido en tempo rubato [26].
De nuevo escribe: «Toma aliento y léelo con los oídos, como siempre deseo yo ser leído, y mi verso surge perfecto». Y Joyce nunca se cansó de explicar cómo en Finnegans Wake «las palabras que ve el lector no son las palabras que oirá». Como en el caso de Hopkins, el lenguaje de Joyce sólo se hace vivo cuando se lee en voz alta, creando una sinestesia o interacción de los sentidos.
Pero si la lectura en voz alta facilita la sinestesia y la tactilidad, lo mismo hizo el antiguo manuscrito. Ya hemos visto un ejemplo de un reciente intento de crear una tipografía oral para los lectores modernos del inglés. Naturalmente, tal escritura ofrece la calidad táctil y elevadamente «textural» de un viejo manuscrito. «Textura», nombre de la rotulación gótica en su tiempo, significaba «tapicería». Pero los romanos habían desarrollado una rotulación mucho menos «textural» y más acentuadamente visual que se llama «Romana», que es la que hallamos en la impresión corriente, como la de esta página. Los primeros impresores evitaron las letras romanas excepto para crear la ilusión de la antigua patraña, de las viejas letras romanas, favoritas de los humanistas del Renacimiento.
Es extraño que los lectores modernos hayan tardado tanto en reconocer que la prosa de Gertrude Stein, con su falta de puntuación y de otras ayudas visuales, es una estrategia cuidadosamente pensada para poner en acción oral participante al pasivo lector visual. Lo mismo ocurre con E. E. Cummings, o Pound, o Eliot. El Vers libre es tanto para el oído como para el ojo. Y en Finnegans Wake, cuando Joyce quiere crear el «trueno», el «griterío de la calle», para indicar una fase mayor de la acción colectiva, establece la palabra exactamente como en un manuscrito antiguo: «La caída (£bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerronntuonnthunntrovarrhounawbskawntoohooardenenthurnuk!) de un lo que fue viejo salmoncillo estrecho como una pared vuelve a ser narrada al principio en la cama y luego en la vida a lo largo de toda la juglaría cristiana…» (pág 1).
En ausencia de ayudas visuales, el lector se encontrará haciendo exactamente lo que hicieron los lectores de la antigüedad y del medioevo, es decir, leyendo en voz alta. Los lectores continuaron leyendo en voz alta después del comienzo de la separación de las palabras en el ultimo período de la Edad Media, e incluso después del advenimiento de la imprenta en el Renacimiento. Pero todos estos progresos impulsaron la velocidad y la tensión visual. Actualmente, los eruditos que manejan los manuscritos los leen silenciosamente, en general, y el estudio de los hábitos de lectura en el mundo antiguo y en el mundo medieval está por hacer.
Los comentarios de Kenyon (en Books and Readers in Ancient Greece and Rome (pág 65) son muy provechosos: «En los libros antiguos es muy notable la falta de apoyo a los lectores, de ayudas que faciliten la referencia. La separación entre las palabras es prácticamente desconocida, excepto muy raramente, cuando se usa una coma invertida o tilde para marcar la separación allí donde pudiera producirse alguna ambigüedad. A menudo, la puntuación está ausente por completo, y nunca es total y sistemática». «Total y sistemática» sería para el ojo, en tanto que la puntuación, incluso en los siglos XVI y XVII, continuó siendo para el oído y no para el ojo[27].
No hay falta de indicación de que la «lectura», a lo largo de los tiempos antiguos y medievales, significó leer en voz alta, e incluso cierta clase de encantamiento. Pero nunca ha acumulado nadie datos adecuados sobre esta cuestión. Al menos yo puedo dar algunos ejemplos en varios períodos, de pruebas fácilmente asequibles. Así, en su Poética (26), señala Aristóteles «Que la tragedia puede producir su efecto aun sin movimiento o acción, precisamente del mismo modo que la poesía épica; porque la cualidad de una obra dramática puede apreciarse en su mera lectura». Atisbos sobre el citado aspecto de la lectura como recitación pueden hallarse en la costumbre romana de la recitación pública como forma principal de la publicación de libros. Así continuó hasta la imprenta. Kenyon (Books and Readers, págs. 83-84) informa acerca de esa costumbre romana:
Tácito describe cómo un autor se veía obligado a alquilar un local y sillas, y a reunir a su auditorio rogando la asistencia personalmente; y Juvenal se queja de que un hombre rico prestara su casa y enviara a sus libertos y a sus clientes pobres para formar el auditorio, pero se negara a costear las sillas. Todas estas prácticas son muy análogas a las que se siguen en el mundo musical moderno, en el que algunos cantantes se ven obligados a alquilar una sala y hacer todo lo que pueden para reunir un auditorio, para que su voz sea oída; o conseguir un protector que desee ayudarle, preste sus salones al propósito, y emplee su influencia para que asistan sus amigos. No fue una fase saludable para la literatura, pues que fomentaba las composiciones que se prestaran a la declamación retórica; y es muy dudoso que hiciera servicio a la circulación de libros.
Moses Hadas, en su Ancilla to Clasical Reading, profundiza en la cuestión de la publicación oral de un modo más completo que Kenyon (pág 50):
El concepto de literatura como algo que ha de escucharse en público, más bien que ojearse silenciosamente en privado, hace más difícil de captar la noción de propiedad literaria. Nosotros mismos tenemos mayor conciencia de la contribución de un autor cuando leemos su libro que de la de un compositor cuando oímos interpretar su obra. Entre los griegos, el método normal de publicación era la recitación en público; al principio, lo que es muy significativo, por el mismo autor, y después por lectores profesionales o actores. Y la recitación en público continuó siendo el método normal de publicación, aun después que el libro y el arte de leer se habían hecho comunes. Ya veremos, en relación con otro tema, de qué modo esto afectó a los medios de vida del poeta; aquí nos detendremos para observar el efecto de la presentación oral sobre el carácter de la literatura.
Del mismo modo que la música escrita para un grupo de pocos instrumentos tiene un tono y un tempo distintos a los de la música para las grandes salas, así ocurre con los libros. La imprenta ha ensanchado la «sala» para la interpretación del autor hasta el punto en que todos los aspectos del estilo han sido alterados. Hadas viene aquí muy a propósito:
Puede decirse que toda la literatura clásica está concebida como una conversación con un auditorio, como una alocución a él dirigida. El drama antiguo es significativamente distinto del moderno porque las obras representadas a la brillante luz del sol ante 40.000 espectadores no pueden ser como las obras representadas ante 400 en una sala oscurecida. De un modo similar, un escrito redactado para que sea declamado en un festival no puede ser como un escrito pensado para que sea leído por un estudioso enclaustrado. La poesía, en particular, muestra que todas sus variedades estaban destinadas a la presentación oral. Incluso los epigramas representan un donaire vocal dirigido al transeúnte («Vete, extranjero», u otros similares), y algunas veces, como en algunos de los epigramas de Calimaco y sus imitadores, el núcleo se considera como portador de un breve diálogo con el transeúnte. La épica homérica estaba, desde luego, destinada a la lectura en público, y mucho después que la lectura se hizo común, los rapsodas hicieron una profesión de la recitación épica. Pisístrato, que tuvo algo que ver (no sabemos cuánto) con la regularización del texto de Hornero, instituyó también la lectura pública de sus poemas en las fiestas panateneas. De Diógenes Laercio aprendemos (1.2.57) que «Solón estipuló que las recitaciones públicas de Hornero siguiesen un orden establecido; y así, el segundo recitador debía continuar desde el lugar donde el primero se había interrumpido».
No menos que la poesía, se presentaba oralmente la prosa, como sabemos por informes relativos a Herodoto y otros, y la práctica de la presentación oral afectó la naturaleza de la prosa como afectó la poesía. La elaborada preocupación por el sonido, que caracteriza las primeras producciones de Gorgias, no hubiese tenido sentido a menos que sus composiciones estuviesen destinadas a la recitación. Fue el refinamiento que le dio Gorgias lo que permitió a Isócrates mantener que la prosa era la legítima heredera de la poesía, y que debía reemplazarla. Críticos posteriores, como Dionisio de Halicarnaso, juzgaron a los historiadores con el mismo calibre que la oratoria e hicieron comparaciones entre sus obras sin concesiones por lo que habríamos de considerar diferencias necesarias en el género (págs 50-1).
Pasa luego Hadas (págs 51-52) al bien conocido trozo de las Confesiones de San Agustín:
Durante la antigüedad y mucho tiempo después, incluso los lectores en privado pronunciaban regularmente en voz alta las palabras del texto, tanto en prosa como en verso. La lectura en silencio constituía una anomalía tal que San Agustín (Confesiones, 5, 3) encuentra que la de Ambrosio es cosa muy notable: «Pero cuando estaba leyendo, sus ojos se deslizaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, mas su voz y su lengua estaban quedas». Vinieron visitantes para observar este prodigio, y Agustín conjetura explicaciones:
«Quizá temía que si el autor al que estaba leyendo hubiera expresado algo oscuramente, algún oyente atento o perplejo podría desear que él le explicara, o quisiera discutir algunas de las cuestiones más difíciles; y que, gastado así su tiempo, no podría leer tantos volúmenes como deseaba; aunque la verdadera razón de leer para sí mismo podría ser el deseo de preservar su voz (que solo hablar un poco podría debilitársela). Pero fuese cualquiera la intención con que lo hacía, ciertamente que en hombre tal era buena».