Lo que preocupó a Cicerón, aquel romano práctico, fue que los griegos habían puesto dificultades a su programa de doctus orator. En los capítulos XV a XXIII del tercer libro De oratore, presenta una historia de la filosofía desde sus comienzos hasta su propia época, en la que trata de explicar cómo pudo suceder que los filósofos profesionales hubieran separado la elocuencia de la sabiduría, el conocimiento práctico del conocimiento por el conocimiento mismo, que aquellos hombres decían profesar. Antes de Sócrates, la sabiduría había sido la preceptora del recto vivir y del bien hablar. Pero con Sócrates vino la desunión del corazón y la lengua. Resultaba inexplicable que el elocuente Sócrates hubiera de ser, entre todos, precisamente quien iniciara la separación entre pensar sabiamente y hablar bien:
«… quorum princeps Sócrates fuit, is, qui omnium eruditorum testimonio totiusque judicio Graeciae cum prudentia et acumine et venustate et subtilitate, tum vero eloquentia, varietate, copia, quam se cumque in partem dedisset omnium fuit facile princeps…».
Pero después de Sócrates, a juicio de Cicerón, las cosas se pusieron mucho peor.
Pese a su repulsión a cultivar la elocuencia, han sido los estoicos, entre todos los filósofos, quienes declararon que la elocuencia es virtud y sabiduría. Para Cicerón, la elocuencia es sabiduría porque sólo con la elocuencia se puede dar sabiduría a la mente y al corazón de los hombres. Es el conocimiento aplicado lo que obsesiona la mente de Cicerón el romano, como obsesionó la de Francis Bacon. Y tanto para Cicerón como para Bacon, la técnica de aplicación se basa, como el procedimiento seguido por los romanos en sus construcciones de piedra, en la uniforme reiteración; en una segmentación homogénea del conocimiento.
Si se introduce una tecnología, sea desde dentro o desde fuera, en una cultura, y da nueva importancia o ascendencia a uno u otro de nuestros sentidos, el equilibrio o proporción entre todos ellos queda alterado. Ya no sentimos del mismo modo, ni continúan siendo los mismos nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros restantes sentidos. La interacción entre nuestros sentidos es perpetua, salvo en condiciones de anestesia. Pero cuando se eleva la tensión de cualquiera de los sentidos a una alta intensidad, este puede actuar como anestésico de los otros. El dentista puede emplear hoy el «audiac» —ruido inducido— para eliminar la sensación táctil. La hipnosis depende del mismo principio: aislar uno de los sentidos para anestesiar los restantes. El resultado es la ruptura de la proporción entre los sentidos, una especie de pérdida de la identidad. El hombre tribal y analfabeto, que vive bajo el peso intenso de una organización auditiva de todas sus experiencias, podríamos decir que está en trance.
No obstante, Platón, el escriba de Sócrates, según se estimaba en la Edad Media, en el momento de escribir fue capaz de volver la mirada hacia el mundo analfabeto y decir[8]:
Así fueron muchas, según se dice, las observaciones en ambos sentidos (de censura o de elogio) que hizo Thamus a Theuth sobre cada una de las artes, y sería muy largo exponerlas. Pero cuando llegó a los caracteres de la escritura: «Este conocimiento, ¡oh rey! —dijo Theuth—, hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria: es el elixir de la memoria y de la sabiduría lo que en él se ha descubierto». Pero el rey respondió:
"¡Oh ingeniosísimo Theuth! Una cosa es ser capaz de engendrar un arte, y otra cosa es ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra para los que de él han de servirse, y así tú, que eres padre de los caracteres de la escritura, por benevolencia hacia ellos les has atribuido facultades contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido, por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos; porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, parecerán jueces entendidos en muchas cosas no entendiendo de nada en la mayoría de los casos, y su compañía será difícil de soportar porque se habrán convertido en sabios en su propia opinión, en lugar de sabios.
Ni en este ni en otros pasajes demuestra Platón haber tomado conciencia de cómo el alfabeto fonético había alterado la sensibilidad de los griegos; ni nadie en su tiempo o más tarde lo ha demostrado. Antes de su época, los creadores de mitos, en equilibrio sobre las fronteras del antiguo mundo oral de la tribu con las nuevas tecnologías de la especialización y el individualismo, lo habían visto con antelación y lo habían dicho todo con pocas palabras. El mito de Cadmo asevera que este rey, introductor de la escritura fenicia, o alfabeto fonético, en Grecia, había sembrado los dientes de un dragón y que de ellos nacieron hombres armados. Este, como todos los mitos, es el sucinto relato de un complejo proceso social que se desarrolló en el curso de varios siglos. Pero solo recientemente ha logrado Harold Innis, con su obra, calar hasta el fondo en el mito de Cadmo (véanse, por ejemplo, The Bias of Communication y Empire and Communications). El mito, como el aforismo y la máxima, es característico de la cultura oral. Porque, hasta que el conocimiento del alfabeto priva al lenguaje de su multi-dimensional resonancia, cada palabra es un mundo poético en sí misma, una «deidad momentánea» o revelación, como lo fue para el hombre analfabeto.
En su libro Language and Myth, Ernst Cassirer se refiere a este aspecto del conocimiento humano «analfabeto», al pasar revista al amplio campo de los estudios modernos sobre los orígenes y desarrollo del lenguaje. Hacia finales del siglo XIX, gran número de los que estudiaban las sociedades analfabetas habían comenzado a dudar acerca del carácter apriorístico de las categorías lógicas. Hoy, cuando es bien conocido el papel que desempeña el conocimiento del alfabeto fonético en la creación de técnicas para la enunciación de proposiciones («lógica formal»), se supone todavía, incluso por algunos antropólogos, que el espacio euclídeo y la percepción visual tridimensional es un dato universal de la humanidad. La ausencia de tal espacio en el arte de los nativos se considera por tales estudiosos como debida a falta de habilidad artística. Dice Cassirer, al referirse a la noción de la palabra como mito (la etimología de mito indica su equivalencia semántica con palabra):
Según Usener, el nivel más bajo que puede alcanzarse en la búsqueda retrospectiva del origen de los conceptos religiosos es el de los «dioses momentáneos», como él llama a esas imágenes que surgen de la necesidad o del sentimiento específico en un momento crítico… y que siempre muestran la marca de su prístina fugacidad y libertad. Pero parece ser que los nuevos descubrimientos puestos a nuestra disposición por la etnología y la religión comparada en las tres décadas transcurridas desde la publicación de la obra de Usener, nos permiten retroceder todavía un paso más.
Este paso más nos lleva a un sentido más generalizado de las manifestaciones del poder divino, lejos de los «arquetipos» particulares e individualizados y de las epifanías de «deidades momentáneas». Los eruditos y físicos de nuestro tiempo han debido de quedar desconcertados con frecuencia ante el hecho de que, cuanto en mayor arado se penetra en los más profundos estratos de la conciencia de los pueblos analfabetos, se encuentran las ideas tanto más avanzadas y sofisticadas del arte y de la ciencia del siglo XX. Una de las tareas de este libro es explicar tal paradoja. Es un tema en torno al cual se suscitan diariamente muchas y apasionadas controversias, a medida que nuestro mundo va cambiando su orientación visual por la orientación auditiva de su tecnología eléctrica. La controversia, por supuesto, ignora por completo la causa del proceso y se aferra al «contenido». Dejando a un lado los efectos del alfabeto al crear el espacio euclídeo para la sensibilidad griega, así como el descubrimiento simultáneo de la perspectiva y la narración cronológica, será necesario volver brevemente al mundo primitivo con J. C. Carothers. Porque es en el mundo analfabeto donde resulta más fácil discernir la función de las letras fonéticas en la configuración de nuestro mundo occidental.
Si los griegos pudieron hacer con la palabra escrita más que otras comunidades, tales como la babilónica y la egipcia, fue, según H. A. L. Fisher (A History of Europe, pág 19), porque no se hallaban bajo «el dominio paralizador de un clericalismo organizado». Pero, aun así, solo tuvieron un breve período de exploración y descubrimientos antes de ajustarse a un estereotipado modelo de pensamiento repetitivo. Carothers estima que la primitiva intelectualidad griega no solo tuvo el estímulo de un acceso súbito a la sabiduría adquirida de otros pueblos, sino que, no teniendo ninguna propia, en el conocimiento adquirido no había intereses creados para frustrar la aceptación inmediata y el desarrollo de los nuevos conocimientos. Es esta misma situación la que hoy pone al mundo occidental en tal desventaja con respecto a los países «atrasados». Es nuestra enorme reserva de tecnología culta y mecanicista lo que nos deja tan desamparados y nos hace tan ineptos para habérnoslas con la nueva tecnología eléctrica. La física moderna es un dominio auditivo, y una sociedad con una cultura de muchos siglos de alfabeto no se halla a gusto con la nueva física ni nunca se hallará.
Desde luego que esto es pasar por alto la diferencia entre el alfabeto fonético y cualquier otra clase de escritura. Solamente el alfabeto fonético produce la ruptura entre el ojo y el oído, entre el significado semántico y el código visual; y, así, solo la escritura fonética tiene el poder de trasladar al hombre desde un ámbito tribal a otro civilizado, de darle el ojo por el oído. La cultura china es considerablemente más refinada y perceptiva que lo ha sido nunca la del mundo occidental. Pero los chinos son tribales, gentes del mundo del oído. La palabra «civilización» debe ser ahora empleada técnicamente con el significado de hombre destribalizado, para el que los valores visuales tienen prioridad en la organización de su pensamiento y su conducta. Esto no es atribuir ninguna significación nueva o valor nuevo a la palabra «civilización», sino más bien especificar su carácter. Es por completo evidente que muchas gentes civilizadas son toscas y torpes en sus percepciones, por comparación con la hiperestesia de las culturas orales y auditivas. El ojo no tiene la delicadeza del oído.
Carothers continúa observando (pág 313):
En la medida que el pensamiento de Platón pueda ser considerado como representativo del pensamiento griego, resulta claro que la palabra, sea pensada o escrita, conservó todavía para ellos, y desde nuestro punto de vista, vastos poderes en el mundo «real». Aunque finalmente fue considerada como no causativa por sí misma de la conducta, comenzó por ser estimada como la fuente y origen no solo de la conducta, sino también de todo descubrimiento: era la única clave del saber, y solo el pensamiento —en palabras o en cifras— podía abrir todas las puertas para la comprensión del mundo. Efectivamente, en cierto sentido, el poder de las palabras, o de otros símbolos visuales, se hizo mayor que antes…, el pensamiento verbal o matemático se convirtió en la única verdad, y todo el mundo de los sentidos vino a ser considerado como ilusorio, excepto en cuanto que los pensamientos pudieran verse u oírse.
En su diálogo con Cratilo (nombre de su maestro de gramática e idioma), Platón pone en boca de Sócrates (pág 554):
Cómo, pues, diremos que los han establecido con un conocimiento de causa o que hacían una obra propia los legisladores, antes de la existencia de ningún hombre que pudieran ellos conocer, si verdaderamente ¿no puede aprender uno las cosas más que con ayuda de los nombres?
Cratilo: Según mi opinión, Sócrates, esta sería la explicación más veraz sobre esta cuestión: la que ha dado a las cosas los nombres primitivos es una potencia superior al hombre, de forma que ellos son necesariamente exactos.
Esta opinión de Cratilo fue la base de casi todos los estudios del lenguaje que se hicieron hasta el Renacimiento. Tiene sus raíces en la vieja «magia» oral de la especie de la «deidad momentánea», tal como la que hoy continúa gozando de favor por diversas razones. Que es por completo ajena a una cultura simplemente visual o literaria, fácilmente se ve en las observaciones incrédulas que Jowett aporta como contribución al diálogo.
Carothers recurre a The Lonely Crowd (pág 9), de David Riesman, para orientarse mejor en sus investigaciones acerca de los efectos de la escritura en las comunidades analfabetas. Riesman señaló como característica de nuestro mundo occidental el desarrollo en sus «miembros típicos de un carácter social cuya consistencia está asegurada por su tendencia a alcanzar, desde edad temprana, una serie de objetivos internos». Riesman no se esforzó en descubrir por qué la cultura del manuscrito, del mundo antiguo y medieval, no hubo de conferir al hombre la dirección de su mundo íntimo, ni por qué una cultura de la imprenta hubo de conferírsela inevitablemente.
Tal esfuerzo es parte del propósito del presente libro. Pero podrá decírseme en seguida que la «dirección íntima» depende de un «punto de vista establecido». Un carácter estable y consistente es aquel que adopta una perspectiva invariable, una postura casi hipnótica, por así decirlo. Los manuscritos fueron algo demasiado lento e irregular para que pudieran procurar fuese un punto de vista fijo o fuese el hábito de deslizarse uniformemente por planos simples de pensamiento e información. Como veremos, la cultura del manuscrito es intensamente audio-táctil comparada con la cultura de la imprenta; y ello significa que los hábitos de observación particularizada son incompatibles en absoluto con una cultura del manuscrito, sea la antigua cultura egipcia, la griega, la china o la medieval. En lugar de la fría particularización visual, el mundo del manuscrito da énfasis y participación a todos los sentidos. Las culturas analfabetas sufren una tiranía tan abrumadora del oído sobre la vista que toda equilibrada interacción de los sentidos es desconocida en el ápice auditivo, del mismo modo que la interacción equilibrada de los sentidos se hizo extremadamente difícil después que la imprenta hubo elevado la tensión del componente visual a su extrema intensidad en la experiencia occidental.
Carothers estima que la clasificación que establece Riesman de los pueblos «orientados por la tradición», corresponde «muy de cerca a aquellas zonas ocupadas por sociedades analfabetas o aquellas en las que la mayor parte de la población no ha tenido contacto con el alfabeto» (pág 315). Ha de entenderse que «tener contacto» con el alfabeto no es algo repentino, ni total, en cualquier tiempo o lugar. Esto habrá de resultar muy claro cuando avancemos a lo largo de los siglos XVI y posteriores. Pero hoy, como la electricidad crea unas condiciones de extrema interdependencia a escala global, nos movemos velozmente hacia un mundo auditivo de sucesos simultáneos y conocido de extremo a extremo. No obstante, los hábitos creados por el alfabeto persisten en nuestro modo de hablar, en nuestra sensibilidad y en la disposición que damos a nuestro espacio y nuestro tiempo en la vida diaria. A menos que se produzca una catástrofe, el influjo del alfabeto y la predisposición hacia lo visual se mantendrán durante largo tiempo contra la electricidad y el conocimiento de «campo unificado».
E igualmente es cierto en sentido completamente contrario. Los alemanes y los japoneses, aun cuando muy avanzados en la tecnología del alfabeto y del análisis, mantuvieron la esencia de la unidad tribal auditiva y de una total cohesión. La aparición de la radio y de la electricidad en general fue una experiencia muy intensa no solo para ellos, sino también para todas las culturas de forma tribal Naturalmente que las culturas influidas por el alfabeto desde hace muchos siglos ofrecen una mayor resistencia a la dinámica auditiva de la cultura del campo eléctrico total de nuestros tiempos.
Refiriéndose a las personas orientadas por la tradición, dice Riesman (pág 26):
Puesto que la clase de orden social que hemos venido discutiendo es relativamente estable, la conformidad del individuo tiende a estar dictada en gran medida por las relaciones de poder entre los distintos grupos de edad o sexo, los clanes, las castas, las profesiones, etc., relaciones que han resistido durante siglos y solo ligeramente se han modificado, si acaso, en sucesivas generaciones. La cultura dirige la conducta minuciosamente, y…
una cuidadosa y rígida etiqueta gobierna la esfera fundamentalmente influyente de las relaciones de linaje… Apenas se dedica alguna energía a la búsqueda de nuevas soluciones para los problemas inveterados…
Señala Riesman que para satisfacer las rígidas exigencias de la etiqueta o de un complicado ritual religioso, «la individualidad de carácter no es necesario que esté muy desarrollada». Habla como hombre muy culto, para quien «desarrollo» significa tener un punto de vista propio. Lo que para un hombre primitivo pudiera aparecer como un gran desarrollo, no sería accesible a nuestra forma visual de conocimiento. Podemos hacernos una idea de la actitud de un miembro de una sociedad orientada por la tradición ante el progreso tecnológico, recordando la historia relatada por Werner Heisenberg en The Physicist’s Conception of Nature. Un físico moderno, habituado a la percepción de «campo», y en su sofisticado alejamiento de nuestros hábitos convencionales de espacio newtoniano, halla con facilidad una forma afín de conocimiento en el mundo pre-alfabetizado.
Al hablar de la «ciencia como parte de la interacción entre el hombre y la naturaleza» (pág 20), dice Heisenberg:
En relación con este asunto se ha dicho con frecuencia que los trascendentes cambios de nuestro medio ambiente y de nuestro modo de vivir originados por esta era técnica han alterado también peligrosamente nuestro modo de pensar, y que en ello reside la causa de las crisis que han conmovido nuestra época y que, por ejemplo, se manifiestan también en el arte moderno. Ciertamente, esta objeción es mucho más vieja que la tecnología y que la ciencia, pues que el uso de herramientas se remonta a los orígenes más remotos del hombre. Así, hace dos mil quinientos años, el filósofo chino Chuang-Tzu ya habló del peligro de la máquina cuando dijo:
«En sus viajes por las regiones al norte del río Han, Tzu-Gung vio a un anciano labrando su huerta. Había excavado un caz de riego. El hombre bajaba al manantial, llenaba un recipiente con agua y lo vertía a brazo en el caz. Si sus esfuerzos eran enormes, los resultados parecían muy mezquinos».
Tzu-Gung le dijo: «Hay un medio por el que podrías alimentar cien cazes en un solo día, y podrías hacer mucho más con poco esfuerzo. ¿Quieres que te lo diga?» Alzóse el hortelano, lo miró y dijo: «¿Qué medio puede ser ese?».
Tzu-Gung replicó: «Toma una pértiga de madera, ligera de una punta, con un peso en la otra. De este modo podrás sacar agua tan de prisa que se derramará. Eso se llama una zangaburra».
El enojo asomó al rostro del anciano, quien dijo: «He oído decir a mi maestro que cualquiera que emplee una máquina hará todo su trabajo como una máquina. Al que hace su trabajo como una máquina, el corazón se le vuelve una máquina, y el que lleva en el pecho un corazón como una máquina pierde su sencillez. El que ha perdido su sencillez se sentirá inseguro en las luchas de su alma.
La inseguridad en las luchas del alma no se aviene con el sentido honesto.
No es que no conozca tales cosas; es que me avergüenza usarlas».
Es claro que esta antigua historia contiene mucha sabiduría, porque «inseguridad en las luchas del alma» es quizá una de las descripciones más precisas de la situación del hombre en las crisis modernas; la tecnología, la máquina, se ha difundido por todo el mundo hasta un punto que nuestro filósofo chino no hubiese podido ni sospechar.
La clase de «sencillez» a que alude el filósofo es un producto más complejo y sutil que todo lo que ocurre en una sociedad con una tecnología y una vida de los sentidos especializadas. Pero quizá el quid de la anécdota esté en que llamó la atención de Heisenberg. A Newton no le habría interesado. La física moderna no solo abandona el espacio visual especializado de Descartes y Newton sino que vuelve a entrar en el sutil espacio auditivo del mundo analfabeto. Y en la más primitiva de las sociedades como en la época presente, tal espacio auditivo es un campo total de relaciones simultáneas, en el que el «cambio» tiene tan poca significación e interés como tuvo para la mente de Shakespeare o para el corazón de Cervantes. Aparte todos los valores, hoy debemos aprender que nuestra tecnología eléctrica tiene unas consecuencias, para nuestras percepciones más corrientes y para nuestros hábitos de conducta, que están volviendo a crear en nosotros rápidamente los procesos mentales del hombre primitivo. Tales consecuencias no influyen nuestros pensamientos ni nuestras opiniones, entrenados en la crítica, pero sí en la vida ordinaria de nuestros sentidos, que crea los vórtices y las matrices del pensamiento y la acción. Este libro tratará de explicar por qué la cultura de la imprenta confiere al hombre un lenguaje de pensamiento que lo deja completamente desprevenido para enfrentarse con el lenguaje de su propia tecnología electromagnética. La estrategia a que toda cultura debe recurrir en un período como este fue preconizada por Wilhelm von Humboldt:
El hombre vive con sus objetos, principalmente, en la forma en que el lenguaje se los presenta: podría decirse que exclusivamente, en realidad, pues que sus sensaciones y su actuación dependen de sus percepciones. Por el mismo proceso mediante el cual segrega de su ser el hilo del lenguaje, queda aprisionado en su tela; y cada lenguaje traza un círculo mágico en torno a las gentes que lo hablan, un círculo del que no es posible escapar, sino penetrando en otro [9].
Este conocimiento ha creado en nuestros tiempos la técnica del juicio aplazado, mediante la cual podemos trascender las limitaciones de nuestros propios supuestos con la crítica de ellos. Ahora podemos vivir no solo anfibiamente en mundos separados y distintos, sino plural, simultáneamente, en muchos mundos y culturas. No estamos ya más sometidos a una cultura —a una proporción única de nuestros sentidos— que lo estamos a un solo libro, a un lenguaje, a una tecnología. Culturalmente, nuestra necesidad es la misma que la del científico que trata de conocer el desajuste de sus instrumentos de investigación con objeto de corregirlo. Compartimentar el potencial humano en culturas únicas será pronto tan absurdo como ha llegado a serlo la especialización en temas y disciplinas. No es probable que nuestra era sea más obsesiva que cualquier otra, pero su sensibilidad le ha dado una conciencia, de su condición y de su misma obsesión, mucho más clara que la de otras épocas. Sin embargo, nuestra fascinación por lo inconsciente, personal y colectivo, en todas sus fases, y todas las formas de la conciencia primitiva, comenzó en el siglo XVIII, con la primera revulsión violenta contra la cultura de la imprenta y de la industria mecánica.
Lo que comenzó como una «reacción romántica» hacia la integración orgánica puede o no haber acelerado el descubrimiento de las ondas electromagnéticas. Pero es cierto que los descubrimientos electromagnéticos han hecho resucitar el «campo» simultáneo en todos los asuntos humanos, de modo que la familia humana vive hoy en las condiciones de «aldea global». Vivimos en un constreñido espacio único, en el que resuenan los tambores de la tribu. Por ello, la preocupación actual por lo «primitivo» es tan trivial como la preocupación del siglo XIX por el progreso, y tan ajena a nuestros problemas.
Resultaría sorprendente, en verdad, que la descripción hecha por Riesman de los pueblos orientados por la tradición no correspondiera al conocimiento que tiene Carothers de las sociedades tribales africanas. Sería igualmente asombroso que el lector corriente de temas relacionados con las sociedades indígenas no fuese capaz de vibrar con una profunda sensación de afinidad con ellas, ya que nuestra moderna cultura eléctrica ha dado de nuevo a nuestras vidas una base tribal. He aquí el lírico testimonio de un biólogo muy romántico, Pierre Teilhard de Chardin, en Phenomenon of Man(pág 240):
Ahora, en la medida en que —bajo el efecto de esta presión y gracias a su permeabilidad física— los elementos humanos se infiltraron más y más el uno en el otro, sus mentes (misteriosa coincidencia) quedaron mutuamente estimuladas por la proximidad. Y como dilatados sobre sí mismos, cada uno de ellos extendió poco a poco el radio de su influencia sobre esta tierra que, a mayor abundamiento, se contrajo constantemente. ¿Qué vemos, en realidad, que está ocurriendo en este paroxismo moderno? Se ha dicho una y otra vez. Con el descubrimiento, hecho tan solo ayer, del ferrocarril, del automóvil y del aeroplano, la influencia física de cada hombre, restringida antes a unas cuantas millas, alcanza ahora cientos de leguas y más. Mejor aún: gracias al prodigioso hecho biológico representado por el descubrimiento de las ondas electromagnéticas, cada individuo se encuentra en adelante (de modo activo y pasivo) simultáneamente presente, sobre mar y tierra, en cada uno de los rincones de la tierra.
Las gentes con tendencia literaria y crítica encuentran la estridente vehemencia de Teilhard de Chardin tan desconcertante como su poco crítico entusiasmo por la membrana cósmica con que la dilatación eléctrica de nuestros sentidos ha envuelto de pronto nuestro planeta. Este mayor alcance externo de nuestros sentidos crea lo que Chardin llama la «noosfera» o cerebro tecnológico del mundo. En lugar de evolucionar hacia una enorme biblioteca de Alejandría, el mundo se ha convertido en un ordenador, un cerebro electrónico, exactamente como en un relato de ciencia-ficción para niños. Y a medida que nuestros sentidos han salido de nosotros, el GRAN HERMANO ha entrado en nuestro interior. Y así, a menos que tomemos conciencia de esta dinámica, entraremos en seguida en una fase de terror pánico, que corresponde exactamente a un mundo de tambores tribales; en una fase de total interdependencia y de coexistencia impuesta desde arriba. Ya es fácil percibir signos de tal pánico en Jacques Barzun, que en The House of the Intellect se manifiesta como un intrépido y feroz ludita [10]. Al ver que todo lo que tiene por estimable emana de la acción del alfabeto en nuestras mentes y al través de ellas, propone la abolición de todo arte moderno, de toda ciencia y filantropía. Extirpado este trío, cree que podremos bajar de golpe la tapa de la caja de Pandora. Al menos, Barzun localiza su problema, si bien no haga ninguna sugestión acerca de la clase de organismo que habría de resultar de la aplicación de tales métodos. El terror es el estado normal de cualquier sociedad oral, porque en ella todo afecta a todo en todo momento.
Volviendo al tema, ya tratado, de la conformidad, continúa Carothers (págs 315-16): «El pensamiento y la conducta no pueden verse por separado; ambos han de verse como partes del comportamiento. Desear el mal es, después de todo, el más horrendo tipo de conducta que se conoce en muchas de estas sociedades, y en las mentes de todos sus miembros yace el temor hacia él, más o menos adormecido». En nuestro prolongado esfuerzo por recobrar para el mundo occidental la unidad de sentimientos, de sensibilidad y de pensamiento, no hemos estado más preparados para aceptar las consecuencias tribales de tal unidad que lo estuvimos para padecer la fragmentación de la psique humana por la cultura de la imprenta.
Carothers termina su discusión de los efectos de la escritura fonética sobre los africanos con el extracto (págs 317-18) de un artículo aparecido en un diario de Kenya, el East African Standard. El autor, un médico misionero, titulaba su artículo.
«Cómo la civilización ha afectado al africano».
El propósito de este artículo es mostrar el notablemente rápido y trascendente cambio que una muy elemental educación ha producido en los niños y niñas africanos, hasta el punto de que en una sola generación las características y reacciones humanas han variado como cabía esperar ocurriese en el transcurso de varios siglos.
Casi todo el mundo se siente impresionado por las altas cualidades del africano no influido por las misiones o la educación. Los de este distrito son buenos trabajadores, alegres, nunca se quejan, no les afecta ni la monotonía ni las incomodidades, son honrados y notablemente veraces. Sin embargo, no es raro oír comparaciones poco elogiosas entre estos africanos y los que han nacido de padres cristianos o que fueron a la escuela desde muy niños. No obstante, un escritor que visitó algunas escuelas en Madagascar dice que estos niños no afectados por la educación son naturalmente letárgicos. Permanecen sentados demasiado tiempo: el impulso a jugar parece adormecido en ellos. Son impermeables a la monotonía, y su letargo mental los hace capaces de realizar actos que requieren una paciencia y una resistencia prodigiosas en un niño. Naturalmente, estos niños son más tarde los africanos incultos, incapaces de realizar ningún trabajo que exija habilidad. En el mejor de los casos, se les puede preparar para un trabajo que no requiera raciocinio. Este es el precio pagado por sus buenas cualidades.
El africano continuará en servidumbre permanente, siquiera sea a la ignorancia, a menos que se quiera arriesgar la destrucción de aquellas cualidades en el cambio que la educación trae consigo, y a menos que se desee afrontar de nuevo, pero con una mentalidad totalmente distinta, la formación de su carácter. Esta mentalidad diferente puede manifestarse en una actitud de reluctancia ante el trabajo, de protesta por la comida o en el deseo de tener una mujer con él, no importa lo difícil que esto resulte para su patrono. Las razones son claras: toda la capacidad del africano para el interés, el placer y el dolor aumenta considerablemente cuando se le da siquiera sea una somera educación.
Para el africano educado (y empleo este término incluso para el nivel comparativamente bajo que alcanza el escolar medio africano) el sentido del interés ha sido despertado por la nueva variedad de su vida, y la monotonía se ha convertido en una prueba para él, del mismo modo que lo es para el europeo normal. Necesita una fuerza de voluntad mucho mayor para mantenerse fiel a un trabajo poco interesante, y la falta de interés produce fatiga.
El autor continúa estudiando después las nuevas actitudes ante el gusto, el sexo y el dolor, originadas por la educación:
Sugiero también que el sistema nervioso del africano no educado es tan letárgico que apenas necesita dormir. Muchos de nuestros obreros recorren algunas millas para ir a su trabajo, trabajan bien durante todo el día, regresan a sus casas y pasan la mayor parte de la noche vigilando sus huertas contra el saqueo de los jabalíes. Durante semanas y semanas duermen solamente dos o tres horas cada noche.
La consecuencia moral más importante de cuanto antecede es que no volveremos a ver al africano de la vieja generación, con quien casi todos nosotros hemos trabajado.
La nueva generación es distinta por completo, capaz de elevarse a mayor altura y de caer más hondo. Merecen una mayor comprensión de sus dificultades y de sus tentaciones mucho mayores. Antes que sea demasiado tarde es preciso enseñar esto a los padres africanos, para que puedan darse cuenta de que los hijos con que han de habérselas son mecanismos más delicados que ellos lo fueron.
Carothers pone de relieve el hecho de que basta en realidad un mínimo de educación para que se produzcan estos efectos, «alguna familiaridad con los símbolos escritos, en la lectura, la escritura y la aritmética».
Por último (pág 318), Carothers vuelve por un momento su atención a China, donde la imprenta había sido inventada en el siglo VII u VIII, y, sin embargo, «parece haber producido poco efecto en la emancipación del pensamiento». Aporta el testimonio de Kenneth Scott Latourette, que en The Chinese, their History and Culture (pág 310), escribe:
Un hipotético visitante que viniese de Marte muy bien habría podido esperar que la primera aparición de la revolución industrial y del pensamiento científico moderno se hubiese producido en China, antes que en occidente. Los chinos son tan industriosos, han demostrado tanto ingenio en la invención, y se han anticipado de tal modo al occidente, con sus procedimientos empíricos, en la consecución de conocimientos útiles, agrícolas y médicos, que más bien ellos, no el occidente, podrían haber sido considerados como los precursores o adalides de lo que se llama acceso científico a la comprensión y dominio del ámbito natural del hombre. Resulta un tanto extraño que un pueblo que se anticipó en la invención del papel, de la imprenta, de la pólvora y de la brújula —por no citar sino algunas de sus más conocidas innovaciones— no se adelantara también en la invención del telar mecánico, de la máquina de vapor y de otros mecanismos revolucionarios que aparecieron en los siglos XVIII y XIX.
Entre los chinos, el propósito de la imprenta no fue la creación de productos uniformes y repetidos para un mercado y un sistema de precios. La imprenta fue una variante de sus ruedas para rezar, un medio visual para’ multiplicar sus ensalmos mágicos, al modo de la publicidad en nuestros tiempos.
Pero podemos aprender mucho acerca de la imprenta en la actitud de los chinos ante ella. Porque el carácter más evidente de la imprenta es la repetición, de igual forma que el efecto evidente de la repetición es la hipnosis u obsesión. Por añadidura, imprimir ideogramas es algo completamente distinto a la tipografía, basada en el alfabeto fonético. Porque el ideograma, más aún que el jeroglífico, es un Gestalt complejo que afecta a todos los sentidos al mismo tiempo. El ideograma no determina la separación y especialización de nuestros sentidos, la escisión de la vista y el sonido, ni la significación, que son la clave del alfabeto fonético. De manera que las numerosas especializaciones y separaciones de función inherentes a la industria y a la ciencia aplicada no fueron accesibles, simplemente, a los chinos. Parece ser que hoy están siguiendo las líneas trazadas por el alfabeto fonético, lo cual autoriza a pensar que llegaran a liquidar totalmente su tradicional cultura actual. Entonces seguirán las sendas de la esquizofrenia y multiplicarán las dicotomías orientadas hacia el poder físico y la organización agresiva, según el modelo romano, o de centro a extremos.
El argumento, completamente infundado, en que Carothers basa su explicación de la antigua indiferencia de los chinos por el industrialismo es que la escritura —o imprenta— china requiere mucha erudición para ser comprendida. Lo mismo es cierto, en grado variable, de todas las formas de escritura no alfabéticas. El comentario de Latourette a esta cuestión nos servirá ahora, como más adelante:
La mayor parte de la extensa literatura china ha sido escrita en estilo clásico… La lengua clásica china ofrece dificultades. Es gravemente artificial. A menudo está llena de alusiones y citas, y para apreciar o incluso comprender gran parte de ella, el lector ha de aportar un enorme acervo de conocimientos acerca de la literatura existente… Solamente habiendo leído una cantidad prodigiosa de libros y, especialmente, conociendo de memoria gran cantidad de ellos, puede el erudito adquirir una especie de sexto sentido que lo capacite para adivinar cuál es la lectura correcta, de varias posibles. Incluso la lectura del lenguaje clásico requiere por ello una larga preparación. La composición es una tarea más difícil todavía. Pocos occidentales han conseguido un estilo aceptable, y más de un chino de nuestros días, producto acabado del actual sistema de estudios, queda muy lejos de ser un maestro.
La observación final de Carothers es que el estudio genético de los grupos humanos no ofrece certidumbre y solo muy escasos datos, comparado con el análisis de la cultura y del mundo circundante. Yo sugiero que la ecología cultural tiene una base razonablemente estable en el sistema sensorio del hombre, y que la extensión de este sistema mediante ampliación tecnológica tiene un efecto muy apreciable en el establecimiento de nuevos equilibrios o proporciones entre los sentidos. Por ser los idiomas aquella forma de tecnología constituida por la dilatación o expresión (exteriorización) simultánea de todos nuestros sentidos, están abiertos inmediatamente al impacto o intrusión de cualquier sentido mecánicamente ampliado.
Es decir, que la escritura afecta directamente a la palabra hablada, no solo en sus accidentes y sintaxis, sino también en su enunciación y uso social [11].