O la condición del hombre-masa en una sociedad individualista
HASTA aquí se ha empleado en el presente libro un modelo de percepción y de observación en mosaico. Blake puede facilitar la explicación y la justificación de este procedimiento. Jerusalem, como gran parte de su obra poética, trata de los cambiantes modos de percepción humana. El capítulo 34, libro II, del poema contiene esta penetrante observación:
Si los órganos de percepción cambian, parecen variar los objetos percibidos.
Si los órganos de percepción se cierran, también parecen cerrarse sus objetos.
Decidido como estaba a explicar las causas y los efectos del cambio físico, tanto personal como social, llegó hace tiempo al tema de La galaxia de Gutenberg: Las Siete Naciones huyeron ante él; se convirtieron en lo que contemplaban.
Blake deja bien aclarado que cuando varía la proporción entre los sentidos, el hombre varía. La proporción entre los sentidos cambia cuando cualquiera de ellos o cualquier función corporal o mental se exterioriza en forma tecnológica:
El Espectro es la Capacidad Razonadora del hombre, y cuando se separa de la Imaginación y se encierra, como en acero, en una proporción de las Cosas de la Memoria, forja Leyes y Morales para destruir la Imaginación, Cuerpo Divino, con Martirios y Guerras [131].
La imaginación es aquella proporción entre las percepciones y las facultades que se da cuando no están encamadas o exteriorizadas en tecnologías materiales. Cuando así se exteriorizan, cada sentido o facultad se convierte en un sistema cerrado. Antes de darse tal exteriorización, hay una completa interacción de experiencias. Esta interacción o sinestesia es una especie de tactilidad, tal como Blake la buscó en la línea de contorno de la forma escultórica y del grabado.
Cuando la perversa ingenuidad del hombre ha exteriorizado alguna parte de su ser en una tecnología material, se altera totalmente la proporción entre sus sentidos.
Entonces se ve compelido a contemplar este fragmento de sí mismo «encerrado, como en acero». Y al percibir esta cosa nueva, el hombre se ve compelido a convertirse en ella. Tal fue el origen del análisis lineal, fragmentado, con su cruel poder de homogeneización:
El Espectro Razonador
se alza entre el Hombre Vegetativo y su Imaginación Inmortal [132].
La diagnosis que hizo Blake de este problema en su época, como el de Pope en The Dunciad, fue una confrontación directa entre las fuerzas que dan forma a la percepción humana. Que buscara la forma mítica para expresar su visión de las cosas fue necesario e inefectivo. Porque el mito es la forma de la consciencia simultánea de un complejo grupo de causas y efectos. En una época de consciencia fragmentada y lineal, tal como la que produjo y en su momento exageró grandemente la tecnología de Gutenberg, la visión mítica se queda en completamente opaca. Los poetas románticos quedaron bien lejos de alcanzar la visión mítica o simultánea de Blake. Fueron fieles a la simple visión de Newton y perfeccionaron el pictórico paisaje externo como medio de aislar los estados particulares de la vida interior[133]. Para la historia de la sensibilidad humana resulta instructivo señalar cómo la moda popular del relato gótico, en la época de Blake, se iba a desarrollar después en una verdadera estética, con Ruskin y los simbolistas franceses.
Este gusto por lo gótico, por trivial y ridículo que al principio pudiese parecer a la gente seria, fue, sin embargo, una confirmación de la diagnosis de Blake sobre los defectos y necesidades de su época. Constituyó una búsqueda pre-rafaelista o pre-gutenberguiana de un modo unificado de percepción. En Modern Painters (volumen III, pág 91), Ruskin trata el asunto de un modo que disocia completamente el medievalismo gótico de cualquier preocupación histórica acerca de la Edad Media. Trata el asunto de un modo que le ganó el serio interés de Rimbaud y de Proust:
Un grotesco sutil expresa en un instante, por medio de una serie de símbolos, unidos en atrevida e intrépida conexión, verdades que hubiese costado largo tiempo expresar en cualquier forma verbal, y cuya conexión se deja para que el observador se la elabore; los vacíos que deja o salta la prisa de la imaginación, constituyen el carácter grotesco.
Para Ruskin, el gótico aparecía como un medio indispensable para abrir el sistema cerrado de percepción que Blake describió y atacó durante toda su vida. Sigue Ruskin (pág 96) explicando el grotesco gótico como el mejor modo de poner fin al régimen de perspectiva y visión única del Renacimiento, o realismo:
Es con la intención (no la menos importante entre muchas otras que al arte apuntan) de volver a abrir este gran campo de la inteligencia, cerrado por largo tiempo, con la que , trato de introducir la arquitectura gótica en el uso diario y corriente; de resucitar el arte de la iluminación, así llamado acertadamente; no el arte de pintar miniaturas en los libros, o sobre vitela, que ha sido ridiculamente confundido con él; sino el de hacer la escritura, la simple escritura, bella a la mirada, dándole el gran acorde del color perfecto, azul, púrpura, escarlata, blanco y oro, y, en tal acorde de color, permitir el juego continuo de la fantasía del escritor, en toda clase de creaciones grotescas, excluyendo cuidadosamente la sombra; ya que la diferencia distintiva entre iluminación y pintura propiamente dicha es que la iluminación no admite sombras, sino solamente gradaciones de color puro.
Quien estudie a Rimbaud descubrirá que fue mientras leía esta parte de la obra de Ruskin cuando halló título para sus Illuminations. La técnica de visión en las llluminations o «painted slides» (como Rimbaud las llamó, en inglés, en la portada) es exactamente la que da Ruskin al describir lo grotesco. Y aun Ulysses, de Joyce, encuentra designación anticipatoria en el mismo contexto:
De aquí que sea un infinito bien para la humanidad cuando hay plena aceptación de lo grotesco, ligeramente esbozado o expresado; y si se concede francamente campo para tal expresión, una gran parte de la fuerza intelectual que en nuestro siglo se evapora en burlas callejeras y vanas francachelas serviría a fines perdurables; todo el ingenio de buena ley y toda la sátira que muere en la charla cotidiana (como la espuma del vino), y que, en los siglos XIII y XIV, tenía expresión útil y permitida en las artes de la escultura y la iluminación, como espuma cristalizada en calcedonia[134].
Quiero decir que Joyce aceptó también lo grotesco como un modo de manipulación rota o sincopada que permite la percepción, inclusiva o simultánea, de un campo total y diversificado. Ello, en realidad, es simbolismo, por definición; una colocación, una parataxis de componentes que representan la comprensión intuitiva mediante relaciones cuidadosamente establecidas, pero sin punto de vista, conexión lineal u orden secuencial.
Nada, por tanto, puede estar tan alejado de las proporciones de Joyce como la intención del realismo pictórico. En efecto, Joyce utiliza tal realismo y tal tecnología gutenberguiana como parte de su simbolismo. Por ejemplo, en el episodio séptimo, o de Eolo, en Ulysses, se da ocasión a la tecnología del periódico para que presente las novecientas y pico figuras retóricas que Quintiliano especifica en sus Instituciones Oratorias. Las figuras de la retórica clásica son arquetipos o actitudes mentales individuales. Joyce, por medio de la Prensa moderna, las transforma en arquetipos o actitudes de consciencia colectiva. Abre el sistema cerrado de la retórica clásica al mismo tiempo que incide en el sistema cerrado del sonambulismo periodístico. El simbolismo es una especie de jazz festivo, una consumación de las aspiraciones de Ruskin por lo grotesco, que le hubiera sorprendido bastante. Pero resultó ser el único camino de salida del «exclusivismo visual y del sueño de Newton».
Blake tuvo las intuiciones, pero no los recursos técnicos, para expresar su visión.
Paradójicamente, no fue por medio del libro, sino por el desarrollo de la Prensa popular, especialmente la nutrida por el telégrafo, como los poetas encontraron las claves artísticas del mundo de la simultaneidad o del mito moderno. Fue en el formato de la Prensa diaria donde Rimbaud y Mallarmé descubrieron los medios para expresar la interacción de todas las funciones de lo que Coleridge llamó la imaginación «esemplástica» o unificadora[135]. Porque la Prensa popular no ofrece una visión única, no ofrece un punto de vista, sino un mosaico de actitudes de la consciencia colectiva, como proclamó Mallarmé. Sin embargo, estas formas de consciencia colectiva o tribal que proliferan en la Prensa telegráfica (simultánea), se mantienen refractarias y opacas al hombre de libros, encerrado en el «exclusivismo visual y en el sueño de Newton».
Las ideas principales que se dieron en el siglo XVIII fueron tan rudas que parecieron risibles a los espíritus refinados de la época. La gran cadena del Ser fue, a su modo, tan cómica como las cadenas que Rousseau proclamó en su Contrato Social. Igualmente inadecuada como idea de orden fue la noción meramente visual de la bondad como plenum: «El mejor de los mundos posibles» fue simplemente la idea cuantitativa de una bolsa repleta de caramelos; una idea que todavía se ocultaba en el mundo infantil de R. L. Stevenson («El mundo está lleno de tantas cosas»). Pero en Liberty, de J. S. Mili, la idea cuantitativa de la verdad, como recipiente ideal de toda posible opinión o punto de vista, creó angustia mental. Porque la supresión de cualquier aspecto posible de la verdad, de cualquier ángulo válido, podía debilitar la total estructura. En realidad, el énfasis sobre lo abstracto visual evocaba, como medida de la verdad, la mera comparación de objeto con objeto. Tan inconscientes estaban las gentes del predominio de esta teoría de la comparación que, cuando un Pope o un Blake señalaron que la verdad es una relación entre la mente y las cosas, una relación establecida por la imaginación, nadie lo observó o lo comprendió. La comparación mecánica, no la creación imaginativa, va a dominar hasta nuestros días en las artes y en las ciencias, en la política y en la educación.
Con anterioridad, al presentar la visión profética de Pope del retorno a la consciencia tribal o colectiva, indicamos la relación con Finnegans Wake, de Joyce.
Joyce había inventado para el hombre occidental unas llaves maestras de la consciencia colectiva, como declara en la última página de Wake. Sabía que había resuelto el dilema del individuo occidental enfrentado a las consecuencias colectivas o tribales de sus tecnologías: la de Gutenberg, primero, y la de Marconi, después. Pope había visto la consciencia tribal latente en la nueva cultura de masas que suponía la comercialización del libro. El lenguaje y las artes iban a cesar de ser los agentes primeros de la percepción crítica y a convertirse en meros dispositivos de embalaje para el aluvión de productos verbales. Blake, los románticos y los Victorianos, estuvieron obsesionados con la realización de la visión de Pope en la nueva organización de una economía industrial en un sistema autorregulador de tierras, trabajo y capital. Las leyes newtonianas de la mecánica, latentes en la tipografía de Gutenberg, fueron traducidas por Adam Smith para regir las de la producción y el consumo. De acuerdo con lo que Pope había predicho acerca de la enajenación automática o «robocentrismo», Smith declaró que las leyes mecánicas de la economía eran de aplicación, igualmente, a las cosas del espíritu: «En las sociedades opulentas y comerciales, pensar o razonar viene a ser, como cualquier otra actividad, un negocio privado, llevado por unos cuantos, que suministran al público todo el pensamiento y la razón que poseen las vastas multitudes que trabajan»[136].
Adam Smith es siempre fiel al punto de vista fijo y a su secuela, la separación de facultades y funciones. Pero en este pasaje parece ser que Smith siente que el nuevo papel del intelectual es servir de espita de la consciencia colectiva de las «vastas multitudes que trabajan». Es decir, que el intelectual ya no ha de dirigir la percepción y el juicio individual, sino explorar y transmitir la inconsciencia masiva del hombre colectivo. Al intelectual se le asigna de nuevo el papel del primitivo vidente, vates, o héroe que incongruamente ofrece sus descubrimientos en la plaza del mercado. Si Adam Smith se mostraba reacio a llevar su idea hasta este punto de la imaginación trascendental, Blake y los románticos no sintieron escrúpulos, y volvieron a dar a la literatura su valor de arma trascendental. De entonces en adelante, la literatura estará en guerra contra sí misma y con la mecánica social de objetivos y motivaciones conscientes. Porque la cuestión de la visión literaria será colectiva y mítica, en tanto que las formas de expresión literaria y de comunicación serán individualistas, segmentadas y mecánicas. La visión será tribal y colectiva; la expresión, privada y comercializable. Este dilema continúa desgarrando en nuestros días la consciencia individual occidental. El hombre occidental sabe que sus valores y modalidades son el producto de la alfabetización. Y al mismo tiempo los propios medios de extender tales valores, tecnológicamente, parecen negarlos y trastrocarlos. En tanto que Pope se enfrentó abiertamente con este dilema en The Dunciad, Blake y los románticos prefirieron dedicarse a uno de sus aspectos, el mítico y colectivo. J. S. Mill, Mathew.
Arnold y muchos otros se dedicaron al otro aspecto del dilema, el problema de la cultura y la libertad individuales en una época de cultura de masas. Pero ninguna de estas dos consideraciones del dilema tiene significación por sí, ni pueden hallarse las causas del dilema en parte alguna sino en la galaxia total de acontecimientos que constituyen la alfabetización y la tecnología gutenberguiana. Como sintió Joyce, nuestra liberación de este dilema puede venir de la nueva tecnología eléctrica, con su profundo carácter orgánico. Porque lo eléctrico pone de lleno la dimensión mítica o colectiva de la experiencia humana en el mundo despierto al día y consciente. Tal es el significado del título Finnegans Wake. En tanto los viejos ciclos de Finn habían sido éxtasis tribales en la noche colectiva del inconsciente, el nuevo ciclo de Finn, de hombre totalmente independiente, había de ser vivido a la luz del día de la consciencia.
En este punto encaja perfectamente el mosaico de La galaxia Gutenberg, The Great Transformation, de Karl Polanyi, sobre «los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo». Interesan a Polanyi las etapas del proceso por el que la mecánica newtoniana invadió y transformó la sociedad en los siglos XVIII y XIX, solo para tropezar con una dinámica interna opuesta. Su análisis de la razón por la que, antes del siglo XVIII, «el sistema económico estaba absorbido en el sistema social» es exactamente paralelo a la situación de la literatura y de las artes hasta aquel tiempo. Esto fue cierto hasta la época de Dryden, Pope y Swift, que vivieron lo suficiente para detectar la gran transformación. Polanyi nos permite (pág 68) encararnos con el principio gutenberguiano de que el avance práctico y la utilidad surgen de la separación de formas y funciones:
Por regla general, el sistema económico estuvo absorbido en el sistema social, y fuese cualquiera el principio de conducta que predominase en economía, se vio que la presencia de los modelos de mercado era compatible con él. El principio de trueque o cambio, que sirve de base a este modelo, no reveló tendencia a expandirse a expensas del resto. Donde los mercados estaban más desarrollados, como en el sistema mercantil, prosperaron bajo el control de una administración centralizada que fomentó la autarquía, tanto de los hogares campesinos como de la vida nacional. La regulación y los mercados crecieron juntos, en efecto. El mercado autorregulador era desconocido; en realidad, el nacimiento de la idea de autorregulación fue una inversión completa del curso de desarrollo.
El principio de autorregulación, repetido por reverberación de la esfera newtoniana, entró rápidamente en todas las esferas sociales. Es el principio que Pope ridiculizó con su «todo lo que es perfecto» y Swift con su «operación mecánica del Espíritu». Deriva de la imagen meramente visionaria de una cadena ininterrumpida del Ser, o un plenum visual del bien como «el mejor de los mundos posibles». Aceptados los supuestos meramente visuales de la continuidad lineal o dependencia secuencial, el principio de no-interferencia en el orden natural llega a ser la conclusión paradójica del conocimiento aplicado.
Durante los siglos XVI y XVII, la transformación de la mecanización de los oficios por la aplicación del método visual se había producido lentamente. Pero era un procedimiento de la máxima interferencia con los modos no visuales existentes. Hacia el siglo XVIII el proceso del conocimiento aplicado había alcanzado tal impulso que vino a ser aceptado como un proceso natural, que no había de ser impedido, salvo a riesgo de un mal mayor: «todo mal parcial es un bien universal». Polanyi señala (pág 69) esta automatización de la consciencia de este modo:
Sigue otra serie de postulados relativos al Estado y su política. No se debe permitir que nada inhiba la formación de mercados, ni se debe permitir que los ingresos provengan de otras fuentes que las ventas. Tampoco debe haber interferencia alguna con el ajuste de precios a las alteradas condiciones del mercado; sean los precios de los artículos, de la mano de obra, de la tierra o del dinero. De aquí que no solo haya de haber mercados para todos los elementos de la industria, sino que no debe apoyarse ninguna medida o política que pudiera influir en el funcionamiento de estos mercados. Ni los precios, ni los stocks, ni la demanda deben ser fijados o regulados; solo son correctas aquellas medidas o políticas que ayuden a asegurar la autorregulación del mercado al crear condiciones que hagan de él la única fuerza organizadora de la esfera económica.
Los postulados latentes en la segmentación tipográfica, y en el conocimiento aplicado por el método de la fragmentación de los oficios y la especialización de tareas sociales, fueron tanto más aceptables cuanto más ensanchó sus mercados la tipografía. Los mismos postulados presidieron la formación del espacio, el tiempo y la mecánica newtonianos. Así, la literatura, la industria y la economía quedaron fácilmente acomodadas dentro de la esfera newtoniana. Aquellos que ponían en duda tales postulados, estaban negando, simplemente, los hechos de la ciencia. Hoy, que Newton no es sinónimo de ciencia, podemos meditar sobre los dilemas de la economía autorregulada y del cálculo hedonístico con corazón más ligero y mente más clara.
Pero el hombre del siglo XVIII estaba preso en un sistema visual cerrado que lo había envuelto, no sabía él cómo. Y así se dio, como un robot, a ejecutar los mandatos de la nueva visión.
Sin embargo, el obispo Berkeley había publicado en 1709 A New Theory of Vision, que revelaba los desequilibrados supuestos de la óptica newtoniana. Blake, por fin, había comprendido la crítica berkeleyana y había restaurado la tactilidad a su papel primario como agente de la percepción unificada. Tanto los artistas como los científicos actuales coinciden en elogiar a Berkeley. Sin embargo, la sabiduría de Berkeley se perdió en su época, que estaba envuelta en el «exclusivismo visual y el sueño de Newton». El hipnotizado paciente ejecutó los mandatos del control visual abstracto. Hace observar Polanyi (pág 71):
Un mercado autorregulador exige nada menos que la separación institucional de la sociedad en una esfera económica y otra política. Tal dicotomía es, en efecto, la simple reafirmación, desde el punto de vista de la sociedad como conjunto, de la existencia de un mercado autorregulador.
Podría argumentarse que la separación de las dos esferas se da en todo tipo de sociedad en todos los tiempos. Tal inferencia, sin embargo, estaría basada en una falacia. Cierto que ninguna sociedad puede existir sin un sistema de alguna clase que asegure el orden en la producción y en la distribución de productos. Pero esto no implica la existencia de instituciones económicas separadas; normalmente, el orden económico es simplemente una función del social, en el que está contenido. Ni bajo condiciones tribales, feudales o mercantiles hubo jamás en la sociedad, como hemos demostrado, un sistema económico separado. La sociedad del siglo XIX, en la que la actividad económica estaba aislada e imputada a una motivación económica distintiva, fue en verdad una singular desviación.
Tal modelo institucional no podía funcionar a menos que la sociedad estuviese subordinada de algún modo a sus exigencias. Una economía de mercado no puede existir sino en una sociedad de mercado. Llegamos a esta conclusión, sobre bases generales, en nuestro análisis de los modelos de mercado. Podemos especificar ahora las razones que tenemos para hacer esta afirmación. Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluyendo la mano de obra, la tierra y el dinero. (En una economía de mercado, este último es también un elemento esencial en la vida industrial, y su inclusión en el mecanismo del mercado tiene, como veremos, consecuencias institucionales de largo alcance). Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que seres humanos de los que componen toda sociedad, y el medio natural en que existe. Incluirlos en el mecanismo del mercado significa subordinar la sustancia misma de la sociedad a las leyes del mercado.
Una economía de mercado «solo puede existir en una sociedad de mercado». Mas, para existir, una sociedad de mercado requiere siglos de transformación por la tecnología de Gutenberg; de aquí el absurdo que en nuestros tiempos supone tratar de instituir economías de mercado en países como Rusia o Hungría, donde prevalecieron condiciones feudales hasta el siglo XX. Es posible organizar la producción moderna en tales áreas, pero crear una economía de mercado que pueda absorber lo que sale de las cadenas de montaje presupone un largo período de transformación física, lo que supone decir un período de cambio en la percepción y en la proporción de los sentidos.
Cuando una sociedad está circunscrita dentro de una proporción de los sentidos fija y particular, es completamente incapaz de encarar otro estado de cosas. Así, el advenimiento del nacionalismo no pudo ser previsto, en absoluto, durante el Renacimiento, aunque sus causas llegaran con anterioridad. La Revolución Industrial estaba ya muy avanzada en 1795, y, sin embargo, como señala Polanyi (pág 89):
… la generación de Speenhamland vivió inconsciente de lo que estaba viniendo. La víspera de la más grande revolución industrial de la historia no se anticipaba ningún signo o presagio. El capitalismo llegó sin anunciarse.
Nadie había previsto el desarrollo de una industria maquinista; vino como una sorpresa total. Durante algún tiempo, Inglaterra había estado esperando realmente una recesión permanente del comercio exterior cuando reventó la presa y el viejo mundo fue barrido en una indomable oleada hacia una economía planetaria.
Parece bastante normal que toda generación en equilibrio al borde de un cambio profundo haya de parecer después olvidada de los principios y del acontecimiento inminente. Pero es necesario comprender la fuerza y empuje que tienen las tecnologías para aislar los sentidos e hipnotizar así a la sociedad. La fórmula de la hipnosis es «un sentido cada vez». Y las tecnologías nuevas tienen el poder de hipnotizar porque aislan los sentidos. Luego, como dice la fórmula de Blake, «se convirtieron en lo que observaban». Toda tecnología nueva disminuye así la interacción de los sentidos y la consciencia, precisamente en la nueva zona de novedad donde se produce una especie de identificación entre el observador y el objeto. Esta conformación sonambulística del observador a la nueva estructura hace a aquellos más profundamente inmersos en una revolución tanto menos conscientes de su dinámica. Lo que señala Polanyi acerca de la insensibilidad de los que se aplicaron a acelerar la nueva industria maquinista, es típico de todas las actitudes locales y contemporáneas hacia la revolución. Se siente, en esos tiempos, que el futuro será una versión más grande o grandemente mejorada del pasado inmediato. Poco antes de la revolución, la imagen del pasado inmediato es rígida y firme, quizá porque sea la única zona de interacción de los sentidos libre de la obsesiva identificación con la nueva forma tecnológica.
No podríamos mencionar un ejemplo más extremado de esta ilusión que nuestra imagen actual de la televisión como una variación corriente, sobre el modelo mecánico, cinematográfico, de tratar la experiencia por repetición. De aquí a pocos decenios será fácil describir la revolución en la percepción y en la motivación humanas que se producirá como consecuencia de la contemplación de la nueva red en mosaico que es la imagen televisiva. Hoy es fútil en absoluto discutirla.
Volviendo la mirada a la revolución de las formas literarias ocurrida a finales del siglo XVIII, escribe Raymond Williams en Culture and Society, 1780-1850 (pág 42), que «solo se producen cambios en los convencionalismos cuando hay cambios radicales en la estructura general del sentimiento». Y añade: «Mientras que, en un sentido, el mercado estaba especializando al artista, los artistas estaban tratando de extender sus talentos al dominio común de la verdad imaginativa» (pág 43). Esto puede verse en los románticos, quienes, al descubrir su inhabilidad para hablar al hombre consciente, comenzaron a dirigirse, con el mito y el símbolo, a los niveles inconscientes de la vida onírica. La reunión imaginaria con el hombre tribal fue una estrategia, apenas voluntaria, de la cultura.
Una de las más radicales de las nuevas convenciones literarias de la sociedad de mercado del siglo XVIII fue la novela. Había sido precedida por el descubrimiento de la «prosa equitona». Addison y Steele, más que otros, habían ideado esta novedad de mantener un solo y constante tono para el lector. Fue el equivalente auditivo del punto de vista, fijado mecánicamente, en el campo de la visión. Misteriosamente, fue esta irrupción en la prosa equitona lo que súbitamente capacitó al simple autor para convertirse en un «hombre de letras». Podía abandonar a su protector o mecenas y acercarse al gran público homogeneizado de una sociedad de mercado, representando ahora un papel sólido y satisfactorio. De modo que, dado ya tratamiento homogeneizador tanto a la vista como al sonido, el escritor fue capaz de abordar al gran público. Lo que tenía para ofrecer al público era un cuerpo igualmente homogeneizado de experiencias comunes, tales como las que finalmente tomó el cine de la novela. El doctor Johnson dedicó su Rambler n.º 4 (March 31, 1750) a este tema:
Las obras de ficción, con las que parece más particularmente complacida la presente generación, son aquellas que muestran la vida en su verdadero estado, diversificado solamente por los accidentes que diariamente ocurren en el mundo, e influido por pasiones y cualidades que se encuentran realmente en la conversación con los humanos.
Johnson señala perspicazmente las consecuencias de esta nueva forma de realismo social, e indica su desviación básica con respecto a las formas del conocimiento por el libro:
La tarea de nuestros escritores es muy diferente; requiere, junto a aquel conocimiento que ha de obtenerse en los libros, aquella experiencia que nunca puede alcanzarse en una labor solitaria, sino que ha de surgir de la comunicación general y la observación minuciosa del mundo vivo. Sus logros tienen, como lo expresó Horacio, plus oneris quantum veniae minus, menos indulgencia y, por tanto, más dificultad. Hacen el retrato de un original que todos conocen, por lo que se puede detectar cualquier desviación en la exactitud del parecido. Otros escritos quedan al abrigo de todo, excepto de la malignidad de la sabiduría, y estos están en peligro ante cualquier lector ordinario: del mismo modo que fue censurada por un zapatero, que se detuvo casualmente ante la Venus de Apeles, su zapatilla mal ejecutada.
Johnson continúa en esta vena, señalando otras diferencias entre la nueva novela y los viejos modos de conocimiento por el libro:
En los relatos de antaño, cada asunto y cada sentimiento estaba tan alejado de todo lo que pasa entre los hombres, que el lector corría poco peligro de sentirse aludido; las virtudes y los crímenes estaban igualmente fuera de su esfera de actividad; y se divertía, con héroes y traidores, libertadores y persecutores, como con seres de otra especie, cuyas acciones estaban reguladas por motivos propios, y que no tenían ni defectos ni cualidades comunes con las suyas.
Pero cuando un aventurero es igual a todo el mundo y representa las mismas escenas del drama universal que puede corresponderle representar a cualquier otro hombre, los jóvenes espectadores fijan sus ojos en él con mayor atención, y esperan que, observando su conducta y buen éxito, podrán regular la propia actuación cuando se les asigne un papel parecido.
Por esta razón, quizá, puedan hacerse más útiles estas historias familiares que la enseñanza solemne de la moral, y que más eficazmente den conocimiento del vicio y de la virtud que los axiomas y definiciones.
Existe gran analogía entre esta ampliación o transformación de la página del libro en una película sonora de la vida diaria, y lo que Leo Lowenthal menciona en Popular Culture and Society(pág 75) como «el cambio crucial de Mecenas por Público», al citar el testimonio de Oliverio Goldsmith 1759 Enquiry into the Present State of Polite Learning in Europe.
Los escasos poetas de Inglaterra ya no dependen hoy de los Grandes para su subsistencia, no tienen ahora otro protector que el público; y el público, colectivamente considerado, es un patrón bueno y generoso… Hoy, un escritor de auténtico mérito puede hacerse rico fácilmente con solo que se proponga hacer fortuna; y en cuanto a los que no tienen mérito, justo es que permanezcan en la merecida oscuridad.
El nuevo estudio hecho por Leo Lowenthal sobre la cultura literaria popular no solo se ocupa del siglo XVIII y épocas posteriores, sino que estudia los dilemas entre la diversión y salvación por medio del arte, desde Montaigne y Pascal hasta la moderna iconología de las revistas modernas. Al señalar el gran cambio que Goldsmith introdujo en la crítica, trasladando la atención a la experiencia del lector, Lowenthal ha roturado nuevos y ricos terrenos (págs 107-08):
Pero quizá el cambio más trascendente que tuvo lugar en el concepto del crítico fue el que se le supusiera una doble función. No solo había de revelar las bellezas de las obras literarias al gran público, merced a la cual función, en palabras de Goldsmith, «incluso el filósofo puede conseguir el aplauso popular»; había también de interpretar al público ante el escritor.
En breve, el crítico no solo «enseña a la gente vulgar sobre qué parte de un personaje ha de acentuar sus elogios», sino que muestra también «al erudito dónde debe apuntar para merecerlos». Goldsmith creyó que la ausencia de tales mediadores críticos explicaba por qué la riqueza, en vez de la verdadera fama literaria, era el objetivo de tantos escritores. El resultado, temía, podía ser que se perdiera toda memoria de las obras literarias de su tiempo.
Hemos señalado que Goldsmith, en su tentativa de habérselas con el dilema del escritor, representó una variedad de opiniones a veces en conflicto entre sí. Hemos visto, sin embargo, que fue más probablemente el Goldsmith en vena optimista que el Goldsmith en vena pesimista quien dio el tono a lo que había de venir. También había de prevalecer su concepto de crítico «ideal», de su función mediadora entre el público y el escritor. Críticos, escritores y filósofos —Johnson, Burke, Hume, Reynolds, Kames y los Wharton— adoptaron todos la premisa de Goldsmith cuando comenzaron a analizar la experiencia del lector.
A medida que la sociedad de mercado se definía, la literatura se transformó en un artículo de consumo. El público se convirtió en patrono. El arte cambió su papel de guía de la percepción por el de artículo corriente de distracción o producto esvasado.
Pero el productor o artista se vio obligado, como jamás lo estuviera antes, a estudiar el efecto de su arte. Esto, a su vez, reveló a la atención del hombre nuevas dimensiones de la función del arte. A medida que los manipuladores del mercado popular tiranizaron al artista, el artista, en su aislamiento, adquirió nueva clarividencia en relación con el papel crucial de la invención y del arte como medio hacia el orden y plenitud humanos. El arte ha llegado a prescribir el orden humano de un modo tan total como los mercados de masas, que crearon la plataforma desde la que todos podemos compartir ahora la consciencia de una nueva perspectiva y de un nuevo potencial de belleza y de orden cotidianos simultáneamente en todos los aspectos de la vida. Retrospectivamente, tal vez nos veamos obligados a reconocer que ha sido la era de los mercados de masas la que ha creado los medios para un orden mundial, tanto en belleza como en artículos de consumo.
Resulta muy fácil establecer el hecho de que los mismos medios que sirvieron a crear un mundo de abundancia para el consumidor con la producción en serie, sirvieron igualmente para apoyar los más altos niveles de la producción artística sobre bases más seguras y más conscientemente controladas. Y, como siempre, cuando alguna zona antes opaca se hace translúcida, ello es porque hemos entrado en otra frase desde la que podemos contemplar los contornos de la situación precedente con sosiego y claridad. Es el hecho que hace factible escribir La galaxia, Gutenberg. A medida que experimentamos la nueva era electrónica y orgánica, con indicaciones cada vez más definidas de sus perfiles principales, la era mecánica precedente se va haciendo cada vez más inteligible. Hoy, cuando el montaje tipográfico retrocede ante los nuevos sistemas de información, sincronizados por la cinta magnética, los milagros de la producción en masa se hacen completamente inteligibles. Pero las novedades de la automatización, al crear comunidades sin trabajo y sin propiedades, nos envuelven en nuevas incertidumbres.
Un pasaje muy luminoso de la clásica obra de A. N. Whitehead, Science and the Modern World (pág 141) es el que ya discutimos a propósito de otro tema:
El mayor invento del siglo XIX fue el invento del método de inventar. Un nuevo método vio la luz. Para comprender nuestra época podemos descuidar todos los detalles del cambio, tales como el ferrocarril, el telégrafo, la radio, el telar mecánico, los tintes sintéticos. Hemos de concentrarnos en el método en sí; esta es la verdadera novedad que ha demolido los cimientos de la vieja civilización. La profecía de Francis Bacon se ha cumplido ahora; y el hombre, que en tiempos se creyó poco más bajo que los ángeles, se ha resignado a convertirse en el sirviente y ministro de la naturaleza. Todavía queda por ver si el mismo actor podrá representar los dos papeles.
Whitehead está en lo cierto al insistir en «debemos concentrarnos en el método mismo». Fue el Método de Gutenberg, de segmentación homogénea, por el que siglos de alfabetización fonética prepararon el terreno psicológico, el que ha trazado los rasgos del mundo moderno. La numerosa galaxia de acontecimientos y productos de tal método de mecanización de los oficios manuales es meramente accidental al método en sí. Es el método del punto de vista fijo o de especialista el que insiste en la repetición como criterio de verdad y de sentido práctico. Hoy, nuestra ciencia y nuestro método no tienden hacia el punto de vista, sino a descubrir cómo no tener punto de vista; no es el nuestro el método del espacio cerrado y la perspectiva, sino el de «campo» abierto y juicio detenido. Tal es hoy el único método viable, bajo las condiciones eléctricas del movimiento de información simultánea y total interdependencia de los humanos.
Whitehead no da detalles del gran descubrimiento, en el siglo XIX, del método de invención. Pero consiste, bien simplemente, en la técnica de comenzar al final de cualquier operación de que se trate, y de operar hacia atrás desde este punto de partida. Es el método inherente en la técnica gutenberguiana de segmentación homogénea, pero hasta el siglo XIX no fue extendido el método desde la producción al consumo. La producción planeada significa que todo el proceso ha de desarrollarse en etapas exactas, hacia atrás, como una novela policíaca. En la primera época de la producción masiva de artículos de consumo y de literatura como un artículo más del mercado, se hizo necesario estudiar la experiencia del consumidor. En una palabra, se hizo necesario examinar el efecto del arte y de la literatura antes de producir nada.
Esta es la entrada literal al mundo del mito.
Fue Edgar Alian Poe quien primero elaboró lo racional de esta consciencia última del proceso poético y quien vio que, en lugar de dirigir la obra al lector, era necesario incorporar al lector a la obra. Tal fue su plan en «la filosofía de la composición». Y, al menos Beaudelaire y Valéry, reconocieron en Poe un hombre de la talla de Leonardo da Vinci. Poe vio claramente que la anticipación del efecto era la única forma de lograr el control orgánico del proceso creador. T. S. Eliot, como Beaudelaire y Valéry, da su completa aprobación al descubrimiento de Poe. En un celebrado pasaje de su ensayo sobre Hamlet[137], escribe:
El único modo de expresar emoción en forma artística es hallar un «correlativo objetivo»; en otras palabras, un conjunto de objetos, una situación, una serie de sucesos que constituirán la fórmula de tal emoción particular; en tal forma que, cuando se producen los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensoria, se suscita inmediatamente la emoción. Si examináis cualquiera de las tragedias de Shakespeare de más éxito, hallaréis esta equivalencia exacta; veréis que el estado de espíritu de Lady Macbeth en su sonambulismo se os comunica mediante una habilidosa acumulación de imaginarias impresiones sensorias; las palabras de Macbeth al saber de la muerte de su esposa os impresionan como si, dada la secuencia de acontecimientos, tales palabras fuesen emitidas automáticamente por el último elemento de la serie.
Poe puso en funciones su método en muchos de sus poemas e historias. Pero donde resulta más evidente es en la invención de la historia policíaca en que Dupin, su detective, es un artista-esteta, que aclara los crímenes con un método de perfección artística[138]. No solo es la novela policíaca el gran ejemplo popular de operar hacia atrás, de efecto a causa, sino que es también la forma, literaria en que el lector se ve profundamente implicado como co-autor. También es este el caso en la poesía simbolista, donde se requiere la participación del lector, en el proceso poético mismo, para completar el efecto de instante en instante.
Es un quiasma característico, que acompaña al último desarrollo de cualquier proceso, que su última fase haya de ofrecer características opuestas a las de las fases iniciales. Un ejemplo tipo de quiasma físico masivo, o reversión, se produjo cuando el hombre occidental luchó con mayor denuedo por la individualidad, en tanto que renunciaba a la idea de la existencia personal única. Los artistas del siglo XIX renunciaron en masa a esta personalidad única, que había sido dada por supuesta en el siglo XVIII, cuando las nuevas presiones de las masas hicieron la carga de la personalidad demasiado pesada. Del mismo modo que Mill luchó por la individualidad, aun cuando hubiese renunciado al yo, los poetas y los artistas se inclinaron a la idea del proceso impersonal en la producción artística, así como reprocharon a las nuevas masas por el proceso impersonal en el consumo de productos artísticos. Un quiasma similar y relacionado con todo esto se produjo cuando el consumidor de arte popular fue invitado por las nuevas formas artísticas a participar en el proceso artístico.
Este fue el momento transcendental en la tecnología gutenberguiana. La separación de sentidos y funciones, vieja ya de siglos, terminó en una unidad por completo inesperada.
La reversión por la que la presencia de nuevos mercados y nuevas masas animó al artista a renunciar a su yo único, pudo haber parecido una consumación final tanto para el arte como para la tecnología. Fue una renuncia que se hizo casi inevitable, cuando los simbolistas comenzaron a operar hacia atrás, de efecto a causa, en la concepción del producto artístico. Tan pronto como el proceso artístico abordó la exposición razonada, rigurosa e impersonal, del proceso industrial, en el período comprendido entre Poe y Valéry, la cadena de montaje del arte simbolista se transformó en un nuevo modo de presentación, o «corriente de consciencia». Y la corriente de consciencia es una percepción en «campo» abierto que revierte todos los aspectos del descubrimiento, hecho en el siglo XIX, de la cadena de montaje, o de la «técnica de la invención». Como dice de ello G. H. Bantock:
En un mundo donde la socialización, la estandarización y la uniformidad iban en aumento, el objetivo fue dar mayor importancia a la unicidad, a lo puramente personal en la experiencia; en un mundo de racionalidad «mecánica», el objetivo fue afirmar otros modos por los que los seres humanos puedan expresarse a sí mismos, ver la vida como una serie de intensas emociones que implican una lógica distinta a la del mundo racional y solo captable en imágenes disociadas o ensueños de la corriente de consciencia[139].
Así, la técnica del juicio en suspenso, el gran descubrimiento del siglo XX en arte como en física, es un retroceso y una transformación de la cadena de montaje impersonal, del arte y la ciencia del siglo XIX. Y hablar de la corriente de consciencia como distinta del mundo racional es, meramente, insistir en la secuencia visual como norma racional y volver a introducir gratuitamente al arte en el dominio del inconsciente. Porque lo que quiere decirse con irracional y no lógico en muchas discusiones actuales es, simplemente, el redescubrimiento de las transacciones ordinarias entre el yo y el mundo, o entre el sujeto y el objeto. Tales transacciones parece que pusieron fin a los efectos del alfabeto fonético en el mundo griego. El alfabetismo había hecho del individuo instruido un sistema cerrado, y estableció un vacío, entre la apariencia y la realidad, que terminó con descubrimientos tales como la corriente de consciencia.
Como dijo Joyce, en Wake; «Mis consumidores, ¿no son mis propios productores?».
Consistentemente, el siglo XX ha trabajado por liberarse de las condiciones de pasividad, lo que es decir, del legado mismo de Gutenberg. Y esta lucha dramática entre modos distintos de intuición y perspectiva humanos ha dado nacimiento a la más importante era de la historia humana, sea en las artes, sea en las ciencias. Estamos viviendo en un período más rico y terrible que el «Momento shakesperiano», tan bien descrito por Patrick Cruttwell en su libro de tal título. Pero ha sido misión de La galaxia Gutenberg examinar solamente la tecnología mecánica que emergió de nuestro alfabeto y de la prensa de imprimir. ¿Cuáles serán las nuevas configuraciones de los mecanismos y de la alfabetización cuando esas viejas formas de percepción y juicio sean interpretadas en la nueva era eléctrica? La nueva galaxia eléctrica de acontecimientos ha entrado ya profundamente en la galaxia Gutenberg. Incluso sin colisión, tal coexistencia de tecnologías y consciencias causa trauma y tensión en toda persona viva. Nuestras actitudes más corrientes y convencionales parecen súbitamente deformadas, como gárgolas o figuras grotescas. Las instituciones y asociaciones que nos son familiares parecen a veces amenazadoras y malignas. Estas múltiples transformaciones, que son la consecuencia normal de introducir medios nuevos en cualquier sociedad, necesitan un estudio especial que será objeto de otro volumen sobre comprensión de los medios en el mundo de hoy.
FIN DE "LA GALAXIA GUTENBERG".