El gusto por la interacción compleja de las cualidades persiste en el siglo XVI, incluso en el lenguaje destinado a ser impreso. Y James Sutherland, en On English Prose(pág 49) comete el error de considerar esta polifonía, en Nashe, como ineptitud para ser un razonable hombre de letras:
«El defecto de Nashe es, en parte, que está mucho menos interesado en facilitar las cosas al lector que en gozarse en su propia superioridad sobre él; o, si esto parece un juicio demasiado duro, en explotar todos los recursos lingüísticos del idioma para su propia distracción». Leído en alta voz por un retórico formado en las nuevas escuelas secundarias, el pasaje que cita Sutherland (págs 49-50) adquiere la impetuosa calidad de un solo de trompeta de Louis Armstrong:
Hero esperaba, y por tanto soñaba (pues que toda esperanza es un sueño); su esperanza estaba donde estaba su corazón, y su corazón se envolvía y giraba con el viento, que podía impulsar hacia ella a su amado o alejarlo.
Combatían en ella esperanza y temor, enemigos ambos del sueño, lo que hizo que, al romper el día (¡qué vieja acartonada es el día, que tanto tarda en romper!) abriese el mirador o ventana, para ver de dónde soplaban las ráfagas, o qué aspecto o paso llevaba el mar; lo que en seguida ven sus ojos le hiere la vista; el primer blanco de las flechas penetrantes de su mirada es el cuerpo inanimado de Leandro; con la súbita contemplación de este lastimoso espectáculo de su amor convertido en carne de gladus aeglefinus, su dolor no pudo ser sino infinito, aunque el gozo que él le causaba no hubiera sido sino mediocre; y no hay mujer que no se deleite en el llanto, o no harían uso tan ligero de él para todo.
Bajó corriendo, su camisón ondeando, cayéndole los cabellos sobre los oídos (igual que Semiramis saliera corriendo con un frasco de cosmético en la mano y sus colgantes trenzas negras sobre los hombros, un peine de marfil en ellas ensartado, cuando oyó decir que Babilonia había sido ocupada) queriendo reanimar al cadáver con sus besos, pero cuando iba a depositar uno de esos cálidos emplastos en aquellos labios de esturión azul hecho jalea, tumultuosas masas de espumantes olas llegaron rodando y lo alcanzaron, arrebatándoselo (con la probable intención de volver a llevárselo a Abidos). Y entonces, de súbito, se convirtió en una frenética bacante y, sin andarse con rodeos, saltó tras él y, renunciando a su sacerdocio, dejó trabajo a las Musas y a Kit Marlowe.
Hasta qué punto las circunstancias afectaron no solo la estructura de la música, sino también la del lenguaje en el canto, puede verse en el estudio que John Hollander ha hecho de los teatros isabelinos (The Untuning of the Sky, pág 147), con su elaborado empleo de la música para señalar las funciones y la necesidad de incorporar toda la música, excepto estas señales, a la trama de la pieza misma. «Los pequeños teatros de corrillo de la ciudad… continuaron la pantomima…».
Los factores físicos, en cuanto reestructuradores de los modos y las dimensiones de expresión, han sido hasta ahora el tema de nuestro estudio solo en relación con la súbita emergencia de voces individuales y con la adopción de la lengua vulgar como sistema de comunicación pública unificado y listo para uso. Simultáneamente se vio que la palabra impresa en lenguaje vulgar, podía conferir una artificial fama eterna.
En un delicioso ensayo sobre Cardano (1501-1576), E. M. Foster señala (pág 190 de Abinger Harvest) que «la prensa de imprimir, inventada tan solo hacía un siglo, había sido tomada erróneamente por una máquina capaz de asegurar la inmortalidad, y los hombres se apresuraron a confiarle sus hechos y sus pasiones a beneficio de los tiempos venideros». Y citando a Cardano (pág 193):
He tenido la particular suerte de vivir en el siglo en que se descubrió el mundo todo —América, Brasil, Patagonia, Perú, Quito, Florida, Nueva Francia, Nueva España, países del Norte, del Este y del Sur— . Y ¿qué hay más maravilloso que el rayo de los hombres, que excede en poder al divino? Ni callaré tu nombre, Iman magnífico, que nos guías al través de vastos océanos, de la noche y de las tormentas, hacia países que jamás habíamos conocido. Luego está la imprenta, concebida por el genio del hombre, construida con sus manos y que, sin embargo, es un milagro divino.
Aproximadamente en la misma época escribió Pierre Boaisteau en su Theatrum Mundi:.
No puedo hallar nada igual o comparable, por su utilidad y dignidad, al maravilloso invento de la imprenta, que sobrepasa todo lo que la antigüedad concibió o imaginó en excelencia, sabiendo que conserva y guarda todas las concepciones de nuestro pensamiento, que es el tesoro que inmortaliza el monumento de nuestros espíritus, que_ eterniza el mundo para siempre y da a la luz los frutos de nuestros trabajos. Y aunque a todos los actos o invenciones humanas se puede añadir algo, solo esta ha entrado con tan buena suerte y tanta perfección en este mundo, que nada puede añadírsele o quitársele que no la deforme y la haga defectuosa: sus efectos son tan maravillosos y se realizan con tal celeridad y diligencia, que solo un hombre en un día imprimirá más letras que el más rápido de los escribas o copistas con la pluma en el espacio de todo un año.
Sin embargo, el concepto de expresión personal todavía era desconocido; pero «da a la luz los frutos de nuestros trabajos» es una indicación excelente de dónde está la matriz de la que el concepto saldrá más tarde. «Inmortaliza el monumento de nuestros espíritus» refleja perfectamente la idea corriente en el siglo XVI de una inmortalidad ganada por el esfuerzo y la repetición del esfuerzo. En nuestros días, la idea de una inmortalidad tal ha adquirido una torcida condición, que capta Joyce en su Ulises (pág 41):
Cuando uno lee esas extrañas páginas de uno que desapareció hace tiempo, uno siente que está de acuerdo con uno que una vez… La granulosa arena había desaparecido de bajo sus pies. Sus botas hollaron de nuevo un húmedo y crujiente mastelero, conchas de navaja, rechinantes pedrezuelas que golpean innumerables pedrezuelas, maderos acribillados por la carcoma, la Armada perdida. Insalubres médanos esperaban para absorber sus hollantes suelas, despidiendo un hediondo aliento de aguas residuales. Dio un rodeo, andando con precaución. En la endurecida pasta de arena, hundida hasta la cintura, se erguía una botella de cerveza. Un centinela: isla de la sed espantosa.
De la meditación sobre libros y bibliotecas, quiere decir este pasaje, Stephen Dedalus pasa al mensaje de la botella, al que llega en una orgía de experiencias audio-tacto-olfativas cuidadosamente contrapunteada con sus opiniones subjetivas acerca de los autores, las bibliotecas y la inmortalidad literaria.
El tema de la inmortalidad asegurada por la palabra impresa era muy admitida en los primeros tiempos de la tipografía, cuando tantos escritores olvidados o desconocidos de los tiempos pasados resurgieron, gracias a la imprenta, a una vida mucho más intensa que la que conocieron en su existencia real. En 1609, la edición impresa de los sonetos de Shakespeare fue dedicada: «Al verdadero inspirador… toda felicidad y esa eternidad prometida por nuestro inmortal poeta, desea el bienintencionado que se aventura a publicarlos».
Esto es, el inmortal poeta vive siempre en lo impreso, y promete esa eternidad de la palabra impresa (siempre mucho más segura que la eternidad del manuscrito mensaje en una botella) «al verdadero inspirador». No es sino natural que la identidad del inspirador resulte tan misteriosa como el proceso mediante el cual fueron creados los sonetos. No obstante, puesto que la eternidad está ahora asegurada para el inspirador cuando se dispone a entrar en una nueva vida, o existencia poética impresa, el poeta le desea todos los bienes, del mismo modo que los desea para sí mismo, en su viaje impreso a lo largo de la eternidad. Y así se sigue esa entrada en la nueva existencia de (y en) el texto de los sonetos, precisamente diez años después que la moda del soneto isabelino había pasado.
Rara vez se han ocultado en treinta palabras tantos sobrentendidos como en esa dedicatoria. Se encuentra la misma ironía en un prefacio a Troilo y Cressida, de Shakespeare, aparecido en el frontispicio de la edición en cuarto de 1609, el mismo año que los sonetos. No nos interesa ahora saber si Shakespeare escribió este prefacio.
Es demasiado espiritual para ser de Dekker, demasiado mesurado para ser de Nashe.
Pero viene muy a propósito de nuestro tema; la imprenta como máquina de inmortalizar:
De quien nunca fue escritor, al eterno lector: Noticia. Eterno lector: aquí tienes una nueva obra, nunca enranciada en las tablas, jamás aplaudida por el vulgo, y que sin embargo merece mucho más que el cómico aplauso; que ha nacido de ese cerebro que jamás emprendió algo cómico en balde; y si solamente se cambiara el vano nombre de comedias por el título de mercancías de interés público, u obras de tesis, veríais a todos esos grandes censores, que ahora las tachan de vanidades, llegarse a ellas en tropel, por la principal gracia de su gravedad: especialmente las comedias de este autor, tan ajustadas a la realidad que sirven de comentario general a los actos de nuestra vida, y que muestran tal destreza y fuerza espiritual que aun los menos amantes del teatro se complacen con estas comedias. Y todos esos mundanos obtusos y duros de mollera, que jamás fueron capaces de apreciar el ingenio de una comedia, al tener referencia de ellas y acudir a su representación, han encontrado tal ingenio en ellas como jamás pudieron hallar en sí mismos, y han salido más ingeniosos que vinieron: sintiendo una agudeza de espíritu que jamás soñaron pudiera alcanzar su cerebro. Tanta sal y tan sabrosa se encuentra en estas comedias que parece hayan nacido (por la elevación del placer que producen) del mismo mar de donde emergió Venus. Entre ellas, ninguna hay más espiritual que esta, y si tuviera tiempo la comentaría, aunque ya sé que no es necesario (por lo mucho que os hará estimar bien empleados vuestros medios chelines), solo fuese por el gran valor que aun yo, pobre de mí, sé que hay en ella metido. Merece tanto la pena como la mejor comedia de Terencio o Plauto. Y creed esto: cuando el autor haya muerto y estén agotadas sus comedias, os las arrebataréis de las manos y estableceréis una nueva Inquisición en Inglaterra. Aceptad el consejo y no la rechacéis, a riesgo de perderos este placer, y os apremio para que no la estiméis menos porque no esté mancillada por el humoso aliento de la multitud, sino agradeced a la fortuna por haberla dejado escapar entre vosotros, ya que, según el deseo de sus propietarios, creo que habríais de rogarles, más bien que se os rogara. Y así, dejo a todos aquellos a quienes habría de rogarse (dado el estado de su salud mental) y que no la elogiarían. Vale.
Este trozo de prosa requiere la misma especie de agilidad de atención que la obra misma, Troilo y Cressida. Comienza, como James Joyce en el papel de «Mr. Germ’s Choice», diciendo: «Mis clientes, ¿no son mis productores?». Que Troilo y Cressida no haya sido «jamás aplaudida por el vulgo» significa tal vez que fuera representada en The Inns of Court[80]. Como quiera que sea, este preámbulo es, en su totalidad, y como la comedia misma, un análisis de la teoría de la comunicación. En plena obra (III, III) se expone el tema de este preámbulo con mucha mayor extensión, comenzando:
Un extraño individuo.
me escribe aquí que el hombre, por dotado que esté,
por más que externamente o en su interior posea,
no puede hacer alarde de tener lo que tiene,
ni sentir lo que debe, sino por su reflejo;
El preámbulo usa la idea de que quien produce existe solo por quien consume para burlarse tanto de los lectores como de los escritores de los nuevos tiempos en una vertiginosa secuencia de ambages negativos. El valor final de lo impreso impresiona tan poco al autor como a Shakespeare, a quien no podía convencerse de que imprimiese sus comedias.
No es necesario hacer más que mencionar muchos de los más populares sonetos de Shakespeare, que dan cuerpo a las ideas aceptadas en su tiempo sobre el tema de la inmortalidad lograda por medio de la publicación de textos impresos en lengua vulgar.
Por ejemplo, el soneto LV comienza así:
Ni mármol, ni dorados monumentos
vivirán más que esta potente rima;
Y como ha sobrevivido todos estos siglos, suponemos que tampoco los escritores tendrán duda. Pero los eruditos de la época, cualquiera que fuese su actitud hacia lo impreso, tenían sus dudas acerca del poder de permanencia de las lenguas vulgares. Y.
algunas de estas dudas aparecen en el siguiente soneto de Spenser (Amoretti, LXXV):
Su nombre escribí un día sobre la arena,
mas vinieron las olas y lo borraron;
y yo volví a escribirlo con mano nueva,
mas las olas de nuevo mi esfuerzo ahogaron.
Ella dijo: ¡Insensato!, que en vano intentas
inmortalizar cosa perecedera…
«Debemos recordar —escribe J. W. Lever en The Elizabethan Love Sonnet (pág 57)— hasta qué punto la vida misma sigue los moldes de la moda literaria: cómo los hombres de una época tienden a conducirse en sus amores con toda seriedad, como los héroes de Stendhal; en otra, con la desenvoltura de los héroes de Noel Coward».
Pero en tanto que el isabelino fue, como el chauceriano «Yo», capaz de desenvolverse en una variedad de papeles públicos y privados, fue capaz también de jugar con el lenguaje a diversos niveles. El antiguo vínculo oral, con su flexibilidad de registro, se mantuvo entre el lector y el escritor. Al explicar el fracaso del siglo XIX en comprender los procedimientos de Sidney, comenta Lever (pág 57):«Fue la atrofia de las convenciones positivas en el siglo XIX, y la consiguiente división del individuo en dos personalidades, la pública y la privada, lo que explica por qué los versos íntimos de los Victorianos evocan tan frecuentemente un sentimiento de desconcierto».
La obra de S. L. Bethell Shakespeare and the Popular Dramatic Tradition trata a fondo esta cuestión, demostrando cómo la ruptura de los antiguos lazos entre el autor y el público llevó a los críticos, en el siglo XIX, «a considerar a Shakespeare como sería más apropiado considerar a Ibsen: centraron la atención en sus caracteres, como si fuesen personajes históricos, analizando su psicología… No se hizo intento alguno para considerar la anomalía histórica por la que un drama naturalista pudo haber surgido tan rápidamente de una tradición convencional» (págs 13-14). Del mismo modo pudo surgir Hollywood rápidamente, porque edificó sobre la novela del siglo XIX.
De un modo por completo arbitrario, vamos a pasar a ocuparnos de un aspecto físico del libro impreso que contribuyó en gran manera al individualismo. Me refiero a su portabilidad. Del mismo modo que la pintura de caballete había desinstitucionalizado la pintura, la imprenta acabó con el monopolio de las bibliotecas.
En Ancilla to Classical Reading(pág 7), Moses Hadas menciona que «el papiro enrollado continuó siendo el material corriente para la confección de libros hasta la introducción, principalmente por los cristianos (por la ventaja de reunir los Evangelios en un solo volumen), de la forma del códice, y de aquí del empleo de la vitela, más adecuada para esta forma». Añade:
El códice, que es, en efecto, el libro moderno, consistente en hojas ordenadas en cuadernillos, resulta, evidentemente, más compacto que el rollo; pudo ser reducido al tamaño conveniente para las ediciones de bolsillo, y tal ventaja se emplea corrientemente para explicar la aceptación general de la forma del códice por los cristianos del siglo IV…, pero a lo largo del siglo III la gran mayoría de las obras paganas que se conservan están en rollos, en tanto que la gran mayoría de las obras cristianas están en forma de códice. El tamaño corriente de los códices era de 10 por 7 pulgadas (17 por 25 centímetros).
Según informan Febvre y Martin en L’Apparition du livre (pág 126), los devocionarios y los libros de horas en tamaño de bolsillo fueron quizá los más numerosos entre los libros impresos en el primer siglo de vida de la tipografía:
«Además, gracias a la imprenta y a la multiplicación de los textos, el libro dejó de parecer un objeto precioso a consultar en una biblioteca; cada vez hubo más necesidad de llevarlo consigo, listo para consulta o lectura en cualquier lugar y momento».
Esta inclinación tan natural hacia la accesibilidad y movilidad se desarrolló de la mano de la velocidad de lectura enormemente aumentada, posible gracias al tipo repetible y uniforme, pero imposible con el manuscrito. La misma tendencia hacia la accesibilidad y movilidad dio origen a públicos y mercados más extensos, indispensables a la total empresa de Gutenberg. Febvre y Martin aclaran (pág 162) que: «Desde el principio la imprenta emergió como una industria regulada por las mismas leyes que cualquier otra, y el libro como un producto confeccionado por hombres que habían de ganase la vida con él, aun cuando al mismo tiempo fuesen humanistas y eruditos, como es el caso de la familia Aldo o los Estienne».
Febvre y Martin continúan tratando la cuestión del considerable capital necesario para la impresión y edición, la muy alta incidencia de fracasos comerciales, y la urgencia por conseguir ventas y mercados. Incluso para el observador del siglo XVI, hubo una tendencia notable en la selección y circulación de libros que presagiaba «la aparición de una civilización de masas y de standardización». Gradualmente se fue organizando una nueva clase de mundo de consumo. De la producción total de libros hasta el 1500, que se eleva a quince o veinte millones de ejemplares de unas 30.000 o 35.000 publicaciones, la mayor proporción, con mucho, el setenta y siete por ciento, estaba impresa en latín. Pero del mismo modo que el libro había derrotado completamente al manuscrito entre el 1500 y el 1510, pronto la lengua vulgar iba a predominar sobre el latín. Porque fue inevitable que existiese un mercado mucho mayor para el libro impreso, aun dentro de los límites de una lengua nacional, que la minoría internacional de los clérigos lectores de latín podría constituir jamás. La producción de libros era una aventura que requería grandes capitales, y necesitaba amplios mercados para sobrevivir. Febvre y Martin escriben (pág 479):
«Así, el siglo XVI, época de renovación de la cultura antigua, es también aquella en que el latín comienza a perder terreno. A partir de 1530, sobre todo, este movimiento se hace particularmente claro. El público de las librerías… se convierte entonces, cada vez más, en un público laico, a menudo, de mujeres y de burgueses, entre los cuales son muchos los que no están nada familiarizados con la lengua latina».
Desde el principio, la imprenta ha de resolver el problema de «lo que el público quiere». Pero del mismo modo que el formato conservó por mucho tiempo las características de los manuscritos, la venta de libros dependió, como vía de salida, de la feria medieval. «El comercio de libros a lo largo de la Edad Media (apenas es necesario señalarlo) fue en gran parte un negocio de segunda mano; solo con la invención de la imprenta se hizo lugar común el mercado del libro nuevo»[81]. El significado del comercio medieval del libro como operación de segunda mano solamente puede apreciarse en nuestros tiempos por el paralelo de que el mercado de grandes pinturas es en gran parte un mercado de reventa. Porque, en general, los cuadros y las antigüedades se hallan en la categoría del libro manuscrito antes de la imprenta. En cuanto al hecho de que el libro impreso conservase el formato del manuscrito, ello fue necesario, siquiera sea por razones de venta, ya que los lectores estaban acostumbrados y dispuestos al modo del manuscrito. Buhler nos da detalles fascinantes (pág 16) acerca de la primitiva costumbre de enviar libros impresos al copista para que los reprodujese. Quien estudie los albores de la imprenta hará bien en considerar el nuevo invento, y así lo hicieron los primeros impresores, simplemente como otra forma de escribir.
De todas formas, la imprenta llevaba inherente un principio de uniformidad, del mismo modo que en el libro manuscrito había una tendencia a convertirse en una «lenta acumulación de textos heterogéneos». El principio de uniformidad y repetibilidad habría de hallar expresión más amplia a medida que la imprenta fue dando eminencia a la cuantificación visual. Hacia el siglo XVII nos encontramos en un mundo que habla de «aritmética política», lo que lleva la separación de funciones un paso más allá de Maquiavelo. Si Maquiavelo pudo decir en el siglo XVI que «existe una ley para los negocios y otra para la vida privada»[82], en realidad estaba registrando el efecto y significado de la palabra impresa en la separación del escritor y el lector, productor y consumidor, legislador y legislado, en categorías perfectamente definidas.
Antes de la imprenta, esas operaciones estaban muy entremezcladas, del modo como el copista, en cuanto productor, estaba obligado a leer, y el estudiante a hacerse los libros que estudiaba.
No se puede comprender fácilmente, pues de otro modo habría sido explicado hace tiempo, que el principio mecánico de la uniformidad y repetibilidad visual inherente en la imprenta se extendió constantemente hasta incluir muchas clases de organización.
Malynes escribió en su Lex Mercatoria (1622): «Vemos cómo una cosa impulsa o fuerza a la otra, como en un reloj donde hay muchas ruedas, la primera, al ser excitada, impulsa a la siguiente, y esta a la tercera, y así sucesivamente, hasta que la última mueve la pieza que hace sonar la campana; o como una muchedumbre que pasa por un lugar angosto, en la que el primero se ve empujado por el que tiene detrás, y este por el que le sigue»[83].
Más de dos siglos antes que Tomás Huxley considerara la mente educada como «una fría y lógica máquina, con todas sus partes igualmente potentes» encontramos extendido a la organización social el principio de los caracteres móviles y las partes reemplazables. Pero hagamos observar que es un principio sin sentido allí donde no se ha producido el tratamiento uniforme de las mentes con el hábito de leer la palabra impresa. Brevemente, el individualismo, sea en el pasivo sentido atomístico de una ejercitada soldadesca uniformada o en el activo sentido agresivo de una iniciativa o autoexpresión personal, presupone de igual modo una tecnología previa, formadora de ciudadanos homogéneos. Esta ruda paradoja ha hechizado a los hombres cultos de todas las épocas. A finales del siglo XIX se manifestó en la emancipación de las mujeres, que se llevó a cabo asignando a hombres y mujeres las mismas tareas. Se esperaba que con ello serían libres. Pero esta operación mecánica del espíritu humano fue también sentida, y furiosamente resistida, en la primera época de la imprenta. «Casi podría decirse —escribe Leo Lowenthal en Literature and the Image of Man(pág 41)— que la filosofía de la naturaleza humana, prevaleciente desde el Renacimiento, había estado basada en el principio de conceptuar a cada individuo como un caso de desviación cuya existencia consiste, en muy grande parte, en sus esfuerzos por afirmar su personalidad contra las exigencias restrictivas y niveladoras de la sociedad».
Antes de considerar el testimonio que Lowenthal recoge del mundo de Cervantes, veamos dos textos marginales que se refieren a estas cuestiones. Aludiendo al siglo XVI, C. E. Mallet abre el segundo volumen de su History of the University of Oxford con las siguientes palabras:
El año 1485 marca una época en la historia, en Oxford como en otros lugares. Bajo los Tudor, la universidad medieval desapareció imperceptiblemente. Las viejas costumbres perdieron hasta cierto punto su significado. Se alteraron los viejos conceptos sobre la educación. El espíritu democrático y anárquico de antaño se doblegó, a su pesar, ante la disciplina. El Renacimiento estableció nuevos ideales intelectuales. La Reforma aportó nuevas energías a la discusión teológica. Los antiguos paraninfos desaparecían rápidamente. Los Colegios, algunos de los cuales habían comenzado por ser pequeñas y batalladoras comunidades de teólogos y estudiantes de arte, se convirtieron en sociedades más grandes y ricas, con una más plena participación en la dirección de la universidad.
Los undergraduate commoners o estudiantes ordinarios, tal y como hoy los conocemos, se hicieron más evidentes. Desde su creación, muchos Colegios eligieron como fellows o becados a algunos estudiantes, y en algunos casos admitieron estudiantes jóvenes en un régimen especial.
Merton tenía sus parvuli. Queen tuvo sus Poor Boys, o alumnos pobres.
Magdalen tuvo demies o becarios muy jóvenes. Los colegios pobres aumentaron a duras penas sus ingresos admitiendo pensionistas.
Waynflete había autorizado un sistema de gentlemen commoners que Wykehan no había querido permitir. Pero no fue hasta el siglo XVI cuando los Colegios fueron reconocidos como centros de enseñanza, cuando comenzaron a pasar de moda las conferencias en Schools Street, cuando la preparación de sacerdotes fue cesando gradualmente de ser el objetivo principal de la educación en Oxford, y cuando, tras los peligros de la Reforma, comenzó la expansión de Oxford sobre nuevas líneas, y la gran masa de estudiantes comunes, sin participación directa en la dotación de los colegios, surgió para apoderarse de sus patios y jardines.
El «espíritu democrático y anárquico de antaño» tiene relación con la organización descentralizada y oral de la sociedad que precedió a la imprenta y al nacionalismo. La centralización de las energías nacionales recientemente liberadas requirió una interdependencia creciente. Aquí es donde se hicieron sentir muy pronto los libros de texto impresos. Y del mismo modo que el papiro hizo la vía romana, la imprenta hizo sentir la rápida y visual precisión en las nuevas monarquías del Renacimiento. Es apasionante comprobar la enérgica acción centralizadora que ejerció en Cambridge un siglo más tarde el libro impreso. Cristopher Wordsworth, en su Scholae academicae: some occount of the studies at the English Universities in the eighteenth century (pág 16), nos cuenta la historia de los extraños cambios e interacciones entre los modos oral y escrito:
Antes de entrar en detalles acerca de los ejercicios y exámenes en las universidades, hemos de tratar de liberarnos de una opinión moderna: la de que el estudio existe para los exámenes, más bien que los exámenes para el estudio. En realidad, aplicar la medida de su predominio y eficiencia actuales a la educación de las generaciones pasadas sería cometer un anacronismo.
Buscaríamos en vano cualquier clase de examen público que justificase la erudición y la investigación que hizo famosos a los estudiantes ingleses del siglo XVII, cuyos esfuerzos fueron estimulados más por el aliento de tutores y amigos que por los debates de las escuelas. No había exámenes, tal y como hoy los entendemos. A medida que los libros se abarataron, los estudiantes más vivos y diligentes descubrieron que podían adquirir conocimientos por sí mismos, allí donde las generaciones precedentes habían dependido de la enseñanza oral. Entonces surgió la necesidad del examen, y como este ha llegado a ser llevado a cabo de modo más científico, y sus resultados a tener más publicidad y en cierto sentido un valor de mercado, se ha producido una nueva demanda de instrucción oral.
Wordsworth describe cómo surge el examen centralizado, nacido del acceso al saber descentralizado. Gracias a la imprenta, el estudiante podía leer acerca de cuestiones desconocidas para sus examinadores. Y este principio de que el libro portable y uniforme crea el examen uniforme centralizado (en lugar de la antigua prueba oral) es de aplicación en todos los niveles. La palabra impresa, como veremos, tiene efectos de organización verdaderamente extraños sobre la lengua vulgar. Y el hombre de negocios del siglo XVIII, cuya aritmética política estaba basada en la cantidad visual, o el hombre de negocios del siglo XVIII cuyas especulaciones estaban basadas en el mecanismo del «cálculo hedonístico», descienden ambos de la repetibilidad uniforme de la tecnología de la imprenta. Sin embargo, el hombre de negocios calculador que usó este principio en toda ocasión, en la producción y en la distribución, combatió la lógica centralizadora con una acritud anárquica. Y así Lowenthal observa en Literature and the Image of Man (pág 41-42):
Muy pronto, después de la caída del feudalismo, el artista literario manifestó un gusto particular por los personajes que consideran la sociedad no desde el punto de vista del participante en ella, sino desde el ventajoso punto de vista de un extraño.
Y cuanto más alejados están esos personajes de los asuntos de la sociedad, tanto mayor es la probabilidad de su fracaso social (lo que es casi, pero no del todo, una tautología); están también más inclinados, como resultado de ello, a mostrar características de pureza de personalidad, ausencia de inhibiciones y elevado individualismo. Las condiciones —cualesquiera que sean— que los alejan de los asuntos de la sociedad son las mismas que los aproximan a su naturaleza íntima. Cuanto más primitivo y «natural» es el ambiente donde están situados, tanto más capaces son de desarrollar y mantener su humanidad.
Cervantes pone en orden de batalla una serie de tales personajes y situaciones marginales. Van, primero, los locos —Don Quijote y el Caballero de los Espejos— , que si actúan todavía en el mundo social, están en continuo conflicto con él, de palabra y obra. Siguen Rinconete y Cortadillo, ladronzuelos y mendigos que viven como parásitos en el mundo social. Un paso más allá encontramos a los gitanos que aparecen en La Gitanilla; fuera por completo de la corriente principal de los hechos.
Finalmente, hallamos la situación en que Don Quijote, el Caballero marginal, habla a los sencillos pastores acerca de la Edad de Oro, en la que se cumple la unidad del hombre y la naturaleza.
A este catálogo de tipos y situaciones marginales añadimos la figura de la mujer, que a lo largo de casi todo el curso de la literatura moderna, desde Cervantes a Ibsen, ha sido tratada como individuo más próximo a su propia naturaleza y verdad que lo están los hombres, ya que el hombre está indisolublemente ligado al competitivo proceso del trabajo, en contraste con el forzado apartamiento de las actividades profesionales en que se halla la mujer. Y no es accidental que Cervantes use a Dulcinea como símbolo de la creatividad humana.
Si Lowenthal está en lo cierto, hemos gastado muchas energías y mucha furia, durante los últimos siglos, en destruir la cultura oral con la tecnología de la imprenta para que los individuos uniformizados de la sociedad comercial puedan volver como turistas y consumidores a los lugares orales marginales, sean geográficos o artísticos. El siglo XVIII comenzó a pasar el tiempo, por decirlo así, el la Metropolitan Opera.
Habiéndose refinado, homogeneizado y visualizado hasta el punto de la auto-alienación, apresuró hacia las Hébridas, las Indias, las Américas la imaginación trascendental, y especialmente a la infancia, en busca del hombre natural. D. H. Lawrence y otros repitieron esta odisea en nuestros días con gran aplauso. Es una función automática. El arte tiende a convertirse en una mera composición de la vida demasiado cerebral.
Lowenthal hace una excelente descripción del nuevo hombre alienado que rehusó unirse al tropel de consumidores y permaneció en los viejos márgenes feudales y orales de la sociedad. Para la muchedumbre nueva de la sociedad de consumo y visualmente orientada, estas figuras marginales tienen gran atractivo.
«La figura de la mujer» forma parte de este pintoresco grupo de extraños. Su predisposición háptica, su intuición, su integridad, le dan derecho a un status marginal como figura romántica. Byron comprendió que los hombres habían de ser homogeneizaüos, entablillados, especialistas. Pero no las mujeres: Es en el hombre el amor una parte de su vida, es para la mujer su vida toda.
«La mujer es la última cosa que queda al hombre por civilizar», escribió Meredith en 1859. En 1929 había sido homogeneizada por medio del cine y de la fotografía publicitaria. La simple imprenta no había sido bastante intensa para reducirla a la uniformidad, la repetibilidad y el especialismo.
¡Qué destino, ser integral y completo en un mundo visual, plano y fragmentado!
Pero la homogeneización de la mujer tuvo lugar finalmente en el siglo XX tras el perfeccionamiento del fotograbado, que le permitió seguir el mismo curso de uniformidad y repetibilidad visuales que la imprenta había hecho seguir a los hombres.
A este tema he dedicado un libro entero: The Mechanical Bride.
La publicidad pictórica y el cine hicieron finalmente por las mujeres lo que la tecnología de la imprenta había hecho por los hombres siglos antes. Cuando uno se propone estos temas, se ve acosado por cuestiones de la especie de «¿fue ello algo bueno?». Tales cuestiones parecen significar: «¿Cómo deberíamos sentir acerca de esas materias?». Nunca sugieren que pueda hacerse algo acerca de ellas. Seguramente que la primera preocupación ha de ser comprender la dinámica formal o configuración de tales acontecimientos. Esto ya es hacer algo, realmente. Acción y regulación, en términos de valor, deben seguir a la comprensión. Durante mucho tiempo se ha permitido que los juicios de valor crearan en torno a los cambios tecnológicos una niebla moral que hace imposible la comprensión.
Durante esos siglos, ¿qué es lo que impidió a las gentes comprender lo que se estaban haciendo a sí mismas con la cuantificación y fragmentación visual? Por todas partes se alardea de analizar segmentariamente todas las funciones y operaciones del individuo y de la sociedad, ¡y en todas partes amargos lamentos de que este desmenuzamiento afecte también a la vida interior! El hombre escindido entra en escena como el Señor Completamente Normal. Y aquí lo tenemos todavía representando este papel, aunque con un pánico creciente ante el medio eléctrico en que ha de vivir, como era de suponer. Porque el hombre marginal es un centro-sin-márgenes, un tipo integral independiente. Esto es, feudal, «aristocrático» y oral. El nuevo hombre urbano o burgués tiene una orientación centro-periférica. Lo que significa que es visual y vive preocupado por las apariencias, la conformidad y la respetabilidad. A medida que se hace uniforme y se individualiza, se hace homogéneo.
Forma parte. Y anhela y crea grandes agrupaciones centralizadoras, comenzando con el nacionalismo.
No hay necesidad de entrar en los detalles de la novela de Cervantes, pues que es bien conocida. Pero Cervantes, en su vida y en su obra, presenta el caso del hombre feudal enfrentado con un nuevo mundo cuantificado y homogéneo. En Literature and the Image of Man (pág 21), de Lowenthal, podemos leer cómo: Los temas de esta novela son fundamentalmente los de un viejo modo de vida reemplazado por un nuevo orden. Cervantes hace destacar los conflictos resultantes en dos formas: mediante las luchas del Caballero, y mediante el contraste entre este y Sancho Panza. Don Quijote vive en un mundo de fantasía, el de la jerarquía feudal, en vías de desaparición; las gentes con las que trata, por el contrario, son mercaderes, pequeños funcionarios del gobierno, intelectuales sin importancia; en breve, son, como Sancho, gentes que quieren llegar a algo en la vida y que, por ello, dirigen todas sus energías a las cosas que pueden traerles algún provecho.
Al elegir los grandes folios de los libros de caballerías como su realidad, Cervantes establece una ambivalencia extremadamente útil. Porque la imprenta era la nueva realidad, y fue ella la que hizo asequible al pueblo por primera vez la vieja realidad de la Edad Media, del mismo modo que en nuestros días el cine y la televisión han dado, en nuestras vidas, una dimensión y una realidad a la epopeya de la conquista del Oeste como solo las tuvo, como hecho histórico, para unas pocas personas. Después de los Libros de Horas, los libros de caballerías fueron, con mucho, los más corrientes en el mercado. Y en tanto que los Libros de Horas eran preferidos en ediciones de bolsillo, los libros de caballerías se publicaban en folio[84].
Lowenthal (pág 22) hace algunas otras observaciones acerca de Don Quijote, que vienen aquí muy al caso para la comprensión de la cultura de la imprenta: Podría decirse que Don Quijote es la primera figura de la literatura renacentista que busca con la acción poner al mundo en armonía con sus propios planes e ideales. La ironía de Cervantes reside en el hecho de que, en tanto su héroe batalla abiertamente contra lo nuevo (las primeras manifestaciones de la vida de la clase media) en nombre de lo viejo (el sistema feudal), en realidad él trata de consagrar un nuevo principio. Este principio consiste, básicamente, en la autonomía del pensamiento y del sentimiento individuales. La dinámica de la sociedad ha venido a exigir una continua y activa transformación de la realidad; el mundo ha de ser construido perpetuamente de nuevo. Don Quijote recrea su mundo, aunque lo hace de un modo fantástico y solipsístico. El honor por el que entra en la palestra es producto de su pensamiento, no de valores socialmente establecidos y aceptados. Defiende a quienes considera merecedores de su protección y asalta a los que estima inicuos. En ese sentido, es tanto un racionalista como un idealista.
Ya hemos dicho bastante anteriormente, a propósito del impulso hacia el conocimiento aplicado inherente en la tecnología de la imprenta, para dar mayor significación a las palabras de Lowenthal. Esta es la situación que David Riesman aclara en The Lonely Crowd como modelo de «orientación interior». La orientación interior hacia fines remotos es inseparable de la cultura de la imprenta y de la organización del espacio en perspectiva y punto de fuga, que son parte de ella. El hecho de que tal organización del espacio y de la cultura no es compatible con la simultaneidad electrónica, es lo que ha envuelto durante un siglo al hombre occidental en una nueva angustia. A más del solipsismo, la soledad y la uniformidad que implica la cultura de la imprenta, se da ahora la presión inmediata que ejerce la electricidad en el sentido de su disolución.
En la obra titulada The Vanishing Adolescent (pág 25), Edgar Z. Friedenberg asigna al adolescente el papel de Don Quijote:
El proceso de convertirse en un americano, tal y como se desarrolla en la escuela secundaria, tiende a ser un proceso de renunciación a ser diferente. Ello choca directamente, por supuesto, con la necesidad de autodefinición del adolescente; pero el conflicto está tan enmascarado por una especie de alegría institucionalizada, que el mismo adolescente no se da cuenta de ello, generalmente. Debe, sin embargo, enfrentarse con la alienación que ello engendra. Puede hacerlo mediante una diferenciación marginal, como el muchacho de Riesman, del alegre apretón de manos, que cultiva un estilo particular de saludo. Puede hacerlo dando salida a accesos de idiotez, ocasionalmente violenta, lo que no le hace aparecer extraño ante las otras gentes, ya que su conducta se reconoce inconscientemente como una forma de abnegación, más bien que de autoafirmación, y no es, por tanto, amenazadora. Puede, si tiene un ego suficientemente fuerte, convertirse en el equivalente adolescente de un revolucionario —más bien que un rebelde— esto es, puede conseguir enfrentarse con las costumbres tradicionales de la escuela sin identificarse y haciéndose culpable y bronco;…
El sistema escolar, custodio de la cultura de la imprenta, no tiene lugar para el individuo rudo. En realidad, es la tolva homogeneizadora en la que arrojamos a nuestros integrales párvulos para elaborarlos. Algunos de los poemas más memorables de la lengua inglesa pertenecen a Lucy de Wordsworth, de una parte, y a Among School-children, de Yeats, por otra. Unos y otros reflejan gran preocupación por el punzante conflicto entre el orden, en los sistemas cerrados y uniformes, y la espontaneidad del mundo del espíritu. El inherente conflicto que tan bien describe Friedenberg está en el centro mismo de la tecnología de la imprenta, que aisla al individuo y, sin embargo, también crea grupos masivos por medio del nacionalismo vernáculo. Friedenberg habla de una situación inherente desde el principio en los caracteres móviles cuando dice (pág 54):
Concebimos nuestro país como conquistador de una posición de supremacía y dominio, al haber sabido subordinar cuidadosamente la disparidad individual y étnica a los intereses de un equipo de trabajo en una colosal empresa técnica y administrativa.
Para nosotros, la conformidad personal es un mandato moral. Cuando nos empeñamos en adoptar una posición individual y resistirnos al sistema, nos sentimos no solo angustiados, sino culpables.
Fueron muchos los hombres del siglo XVI que sufrieron esa «inmoderada sed de hidrópico por las lenguas y el saber humano» de que hablaba Donne. En la primera época de la producción en masa se produjo un furioso afán de consumo, como el que afligió a los Estados Unidos en la segunda década del siglo XX con el cine y la radio. Este mismo afán de consumo, solamente ahora, después de la segunda guerra mundial, está invadiendo Europa e Inglaterra. Es un fenómeno que acompaña a la elevada intensidad de la presión visual y a la organización visual de la experiencia.
Deliberadamente, hasta ahora no hemos tocado el tema del nacionalismo y la imprenta para que no ocupase todo el libro. Lo más fácil sería tratar el conjunto de los problemas, ahora que hemos encontrado grupos similares de problemas en campos de experiencia completamente diferentes. Hasta aquí, el presente libro podría considerarse como glosa de un solo texto de Harold Innis:
«Los efectos del descubrimiento de la imprenta se hicieron evidentes en las salvajes guerras religiosas de los siglos XVI y XVII. La aplicación del poder a las industrias de la comunicación aceleró la consolidación de las lenguas vulgares, el nacimiento del nacionalismo, la revolución y los recientes estallidos del salvajismo en el siglo XX»[85].
En sus trabajos más recientes, Innis estudió la configuración, más bien que la sucesión, de los acontecimientos en su interacción. En su obra anterior, como por ejemplo en The Fur Trade in Canada, había ordenado sus pruebas al modo convencional, en conjuntos perspectivos de componentes inertes y estáticos. Cuando empezó a comprender el poder estructurador de los medios de comunicación para imponer subconscientemente sus principios, se esforzó en registrar la interacción de tales medios y las culturas:
«Los adelantos en la comunicación, como el toro irlandés en el puente que separaba los dos países, producen un aumento en las dificultades de comprensión. El cablegrama obligó a una contracción del lenguaje y facilitó una rápida diferenciación entre las lenguas inglesa y norteamericana. En el vasto dominio de las obras de imaginación del mundo anglosajón, la influencia del periódico… del cine y de la radio se ha hecho evidente en el bestseller y en la creación de clases especiales de lectores, con pocas perspectivas de comunicación entre ellas».
[86]. Innis habla aquí con soltura de la interacción entre las formas literarias y las no literarias, exactamente como en la cita anterior habla de la interacción entre la mecanización de las lenguas vulgares y el nacimiento de los estados nacionalistas y militaristas.
No hay nada forzado ni arbitrario en la forma de expresión de Innis. Si hubiese de traducirse a prosa perspectiva, necesitaría no solo un inmenso espacio, sino que se perdería la intuición en los modos de interacción entre las formas de organización. Su sentimiento de la urgente necesidad de intuición hizo que Innis sacrificara su punto de vista y su prestigio. Un punto de vista puede ser un lujo peligroso si se sustituye con él la penetración y la comprensión. A medida que Innis fue viendo claro, abandonó todo punto de vista simple para exponer sus conocimientos. Cuando relaciona el desarrollo de la prensa de vapor con «la consolidación de las lenguas vulgares» y el nacimiento de los nacionalismos y la revolución, no está exponiendo el punto de vista de nadie, y menos el suyo propio. Compone una configuración en mosaico, o galaxia, para penetrar en la cuestión. El primer efecto de la imprenta al alterar la proporción entre los sentidos humanos fue sustituir el punto de vista estático por la intuición o penetración en la dinámica causal. Volveremos a considerar esta cuestión más adelante. Pero Innis no hace ningún esfuerzo para «descifrar» las relaciones entre los componentes de la galaxia. En sus últimas obras no ofrece productos empaquetados para el consumo, sino un equipo o herramental para que cada cual haga por sí mismo; como los poetas simbolistas o los pintores abstractos. La obra de Louis Dudek Literature and the Press nos da una imagen perspectiva inmediata de la aparición de la prensa de vapor, pero no hace mención de sus efectos sobre el lenguaje, la guerra y el nacimiento de nuevas formas literarias, ya que ello requeriría una forma mítica, no-literaria, para poder explicarlos.
James Joyce ideó una forma de expresión completamente nueva en Finnegans Wake a fin de captar la compleja interacción de factores en la misma configuración que estamos considerando aquí. En el pasaje que citamos a continuación, «gallina» significa La Patrie, la Gran Madre, y también «muchedumbre» o populacho, creado por el poder homogeneizador de la imprenta. En consecuencia, cuando dice que «el hombre se hará dirigible», el modo en que esto ocurre es simplemente una inflación por agregación de unidades homogéneas[87].
¡Abre la marcha, benévola gallina! Ellos lo hicieron siempre; pregúntalo al pasado. Lo que el ave hizo ayer, puede hacerlo el hombre el año que viene, sea volar, sea mudar la pluma, sea incubar, sea hallar agradable el nido.
Porque su sentido sociocientífico es profundo como una campana, señor, su «volucrina» automutabilidad es justamente la normalidad: ella sabe, ella siente, aunque solo sea, que nació para poner huevos y amarlos (¡confiad en ella para propagar la especie y sacar adelante calladamente sus bolas de plumón, sanas y salvas entre el estruendo y el peligro!), final y principalmente, en su dominio genésico todo es juego sin trucos es muy señora en todo lo que hace, y siempre actúa como un caballero. ¡Protejámosla! Si, antes que todo esto tenga tiempo de acabar, la edad de oro ha de volver con su venganza. El hombre se hará dirigible, la Fiebre intermitente se remozará, la mujer, con su ridícula carga blanca, alcanzará en un paso la sublime incubación, la leona humana, desprovista de melena, con su descornado, discipular morueco, yacerán juntos públicamente, ijar sobre vellón. No, con toda , seguridad, no tienen razón esos derramadores de tinieblas cuando rezongan que las letras jamás han vuelto a ser completamente lo que fueron desde aquel día de la semana en el crudo Enero (y, sin embargo, ¡qué fecha triunfal en un oasis del yermo!), cuando, para escándalo de ambos, Biddy Doran se dio a la literatura (pág 112).
Es muy posible que la imprenta y el nacionalismo sean coaxiales o co-ordenados, simplemente porque con la imprenta las gentes se ven a sí mismas por vez primera. La lengua vulgar, al aparecer muy visualmente definida, proporciona un vislumbre de la unidad social coextensiva con las fronteras lingüísticas. Y son más las personas que han experimentado la unidad visual de sus lenguas nativas vía periódico que mediante el libro. Carleton Hayes nos ayudará mucho con su Historical Evolution of Modern Nürtionalism(pág 293).
Tampoco es cierto, en absoluto, que las «masas» de ningún país hayan sido directamente responsables del desarrollo del nacionalismo moderno.
Parece ser que el movimiento inició su marcha entre las clases «intelectuales», y recibió ímpetu decisivo con el apoyo de las clases medias.
En Inglaterra, donde fueron particularmente favorables el medio ambiente físico y las circunstancias religiosas y políticas, se desarrolló una fuerte conciencia nacional considerablemente antes del siglo XVIII, y es posible que el nacionalismo inglés surgiera, más o menos espontáneamente, del sentimiento de las masas. Incluso aquí es discutible la cuestión, aunque no entra en el alcance de la presente obra señalar en detalle los pros y los contras.
Fuera de Inglaterra, sin embargo, caben pocas dudas de que, en la primera mitad del siglo XVIII, las masas europeas, así como las asiáticas y americanas, aunque tuvieran cierta conciencia de nacionalidad, pensasen de sí mismas principalmente como pertenecientes a una provincia, pueblo o imperio, más bien que a un Estado nacional; ni de que protestaran seria y efectivamente contra su transferencia de un dominio político a otro, ni de que su ulterior pensamiento y acción como nacionalidades no les fuera enseñado por las clases intelectuales y medias de sus respectivos países.
Hoy es muy importante comprender por qué no puede haber nacionalismo allí donde no se ha pasado primero por la experiencia de la lengua vulgar en forma impresa. Indica a este propósito Hayes que, en las regiones analfabetas, el fermento y la acción social de carácter tribal no ha de confundirse con el nacionalismo. Hayes no tenía ningún indicio acerca de la aparición, a fines de la Edad Media, de la cuantificación visual, ni de los efectos visuales de la imprenta en el individualismo y el nacionalismo del siglo XVI. Sabía perfectamente (pág 4) que no hubo nacionalismo, en el sentido moderno, antes del siglo XVI, cuando el moderno sistema estatal europeo hizo su aparición:
Los estados que componían este nuevo sistema fueron muy distintos a las «naciones» de los primitivos hombres tribales. Fueron mucho más extensos y mucho más indeterminados. Más tenían el carácter de aglomeraciones de gentes con diferentes lenguas y dialectos y con divergentes tradiciones e instituciones. En la mayor parte de ellas, unas gentes particulares, una nacionalidad particular, constituía el núcleo y aportaba la clase dirigente y la lengua oficial, y en todas ellas las nacionalidades minoritarias, como las mayoritarias, evidenciaban un alto grado de lealtad a un monarca o «soberano» común. Se les denominó, para distinguirlas del antiguo Imperio global, «naciones» o «estados nacionales», y la lealtad popular a sus soberanos ha sido descrita a veces como «nacionalismo». Pero es necesario tener muy en cuenta que no fueron «naciones» en el primitivo sentido tribal, y que su «nacionalismo» tuvo otros fundamentos que el nacionalismo de nuestros días. Las «naciones» europeas del siglo XVI fueron más similares a pequeños imperios que a grandes tribus.
Hayes está ofuscado por el carácter peculiar del internacionalismo moderno, que comenzó con la primitiva obsesión del siglo XVIII:
«El nacionalismo moderno significa un esfuerzo, más o menos deliberado, por hacer revivir el tribalismo primitivo a escala ampliada y más artificial» (pág 12). Pero a partir del telégrafo y la radio, el globo se ha contraído, especialmente, al tamaño de una aldea grande. El tribalismo es nuestro único recurso desde que se produjo el descubrimiento del electromagnetismo.
Alexis de Tocqueville, en L’Ancien Régime (pág 156), se muestra mucho más enterado que Hayes acerca de las causas y los efectos del nacionalismo. El hábito de la imprenta tendió no solo a crear un tipo uniforme de ciudadano, sino que, además, la educación política de Francia fue conducida por hombres de letras:
Los escritores aportaron no solamente sus ideas al pueblo que la hizo (la Revolución), sino también su temperamento y disposición. Como resultado de su prolongada educación, a falta de otros instructores, y ello unido a su profunda ignorancia de la práctica, todos los franceses adquirieron en la lectura de sus libros los instintos, la actitud mental, los gustos e incluso las excentricidades naturales de quienes escriben. Hasta tal punto fue así que, cuando finalmente hubieron de actuar, llevaron a la política todos los hábitos de la literatura.
Cuando se estudia la historia de nuestra Revolución se ve que fue llevada a cabo con el mismo espíritu con que se escribieron tantos libros abstractos sobre el gobierno; el mismo interés por las teorías generales, por los sistemas completos de legislación y la exacta simetría de las leyes; el mismo menosprecio de los hechos existentes; la misma confianza en la teoría, el mismo gusto por las instituciones originales, ingeniosas y nuevas; el mismo deseo de reconstruir en seguida toda la constitución de acuerdo con las reglas de la lógica y un plan único, en lugar de tratar de corregirla en sus partes[88].
La misteriosa manía «lógica» del francés es fácilmente reconocible como el componente visual aislado de los demás factores. Del mismo modo, la cuantificación visual, como manía colectiva, produjo la manía militar de los revolucionarios franceses.
Aquí es donde lo uniforme y lo homogéneo están más evidentemente conjuntados. El soldado moderno es el más característico ejemplo del tipo movible, de la parte reemplazable, del clásico fenómeno de Gutenberg. En sus fragmentos y notas sobre la Revolución, De Tocqueville hace afirmaciones importantes acerca de este tema:
Lo que (los amigos de la República) tomaban por amor a la República era, sobre todo, amor a la Revolución. En efecto, el ejército formaba, entre los franceses, la única cosa en la que todos sus miembros, indistintamente, habían ganado con la Revolución y tenían interés personal en conservar.
Todos los oficiales le debían su grado, y todos los soldados la posibilidad de llegar a oficiales. El ejército era, a decir verdad, la Revolución en pie y armada. Cuando seguía gritando con una especie de furor «¡Viva la República!», lo hacía en desafío al antiguo régimen, cuyos partidarios gritaban «¡Viva el Rey!». En el fondo, le preocupaban poco las libertades públicas. El odio al extranjero y el amor al suelo forman ordinariamente todo el espíritu público del soldado, incluso en los pueblos libres; con tanto mayor razón debió de ser así en una nación llegada al punto a que había llegado entonces Francia. El ejército, pues, como casi todos los ejércitos del mundo, no entendía absolutamente nada de los complicados y lentos engranajes de un gobierno representativo: detestaba y despreciaba las asambleas, no comprendía sino un poder simple y fuerte, y no quería sino la independencia nacional y victorias[89].
Si el centralismo riguroso es una característica principal de las sociedades que conocen la imprenta y la institución universal, no lo es menos la afirmación apasionada de los derechos individuales. De Tocqueville dice en una de sus notas: «Todos los panfletos publicados incluso por los futuros revolucionarios, en 1788 y 1789, son completamente enemigos de la centralización y favorables a la vida local». Y hace también esta otra reflexión, prueba de que Tocqueville, como Harold Innis, se preocupaba menos de describir los acontecimientos como de meditar acerca de sus causas profundas:
«Lo que hay aquí de extraordinario no es que la Revolución francesa haya empleado los procedimientos que se le vio poner en obra, o haya concebido las ideas que ha proclamado. La mayor novedad es que la mayor parte de los pueblos llegasen a la vez a ese punto en que tales procedimientos pudiesen ser eficazmente empleados e ideas tales admitidas con facilidad».
Al llegar aquí sería una suerte encontrar un Tocqueville que se encargara de continuar escribiendo La galaxia Gutenberg, porque su modo de pensar es el que he seguido hasta ahora, en lo posible. Tocqueville define perfectamente su método cuando habla del antiguo régimen (pág 136): «He tratado de juzgarlo no con mis propias ideas, sino con los sentimientos que inspiró a los que lo padecieron y luego lo destruyeron».
El nacionalismo depende o se deriva del «punto de vista fijo» que llega con la imprenta, la perspectiva y la cuantificación visual. Pero un punto de vista fijo puede ser colectivo, individual, o ambas cosas, produciendo así una gran diversidad de concepciones y contradicciones. En su Historical Evolution of Modern Nationalism (pág 135), escribe Hayes:
«Hacia 1815, el nacionalismo liberal era, en Europa central y occidental, un movimiento intelectual claramente definido… No fue ciertamente aristocrático, y aunque con las palabras defendiese la democracia, su tendencia era hacia la clase media».
Sus frases que siguen son las que señalan el «punto de vista fijo» para el Estado, de una parte, y para el individuo, de otra:
«Ponía el acento sobre la absoluta soberanía del estado nacional, pero trataba de limitar las implicaciones de este principio dando importancia a las libertades individuales —políticas, económicas y religiosas— dentro de cada estado nacional».
La inevitable condición de los puntos de vista fijos que surgen de la tendencia visual en el nacionalismo, condujo también, escribe Hayes (pág 178), al principio según el cual: «Porque el estado nacional no pertenece a los ciudadanos de ninguna generación en particular, no debe ser revolucionario». Este principio se hace singularmente manifiesto en la inmutabilidad visual escrita de la Constitución Americana, en tanto que las formas pretipográficas y preindustriales del orden político no tuvieron tal modelo.
Al comienzo de su libro (págs 10-11), Hayes señala la excitación producida por el descubrimiento del principio de «igualdad», en cuanto era de aplicación tanto a los grupos como a los individuos: derechos iguales de los individuos para determinar el estado y gobierno al que querían pertenecer, derechos iguales de las naciones para su autodeterminación.
Por tanto, en la práctica, el nacionalismo no desarrolla todo su potencial de extensión lateral uniforme hasta después que se ha producido la aplicación de la tecnología de la imprenta a los métodos de trabajo y producción. Hayes es capaz de apreciar la lógica que hay en ello, pero no acierta a ver cómo el nacionalismo pudo jamás haber comenzado en las sociedades agrarias. No percibe, en absoluto, el papel de la tecnología de la imprenta en predisponer a los hombres a las formas uniformes y repetibles de asociación.
La exposición de las doctrinas nacionalistas fue uno de los ejercicios mentales del siglo XVIII. Al principio fue obra de intelectuales, y expresión de intereses y tendencias intelectuales corrientes. Pero lo que principalmente dio capacidad, desde entonces, a las doctrinas nacionalistas, una vez difundidas, para captarse a las masas humanas fue el maravilloso desarrollo de las artes mecánicas, un desarrollo llamado en nuestros días la Revolución Industrial —la invención de máquinas capaces de ahorrar mano de obra, el uso extensivo de carbón y acero, la producción en masa de artículos de consumo, y la aceleración del transporte y las comunicaciones—. Esta Revolución Industrial comenzó en gran escala en Inglaterra hace ciento cuarenta años —aproximadamente, la época de la revolución jacobina en Francia— y su intensificación en Inglaterra y su expansión por todo el mundo fueron paralelas a la difusión de la devoción popular por las doctrinas del nacionalismo. Estas mismas doctrinas cristalizaron originalmente en una sociedad agrícola, antes del advenimiento de la nueva maquinaria industrial; pero su aceptación ha acompañado, y su triunfo completo ha seguido, a la introducción de la nueva maquinaria y a la transición de la sociedad agrícola a la industrial.
Parece haber sido un desarrollo perfectamente natural (págs 232-33).
Desde el industrialismo, el nacionalismo ha modelado incluso las artes, la filosofía y la religión. Escribe Hayes (pág 289):
Durante siglo y medio, los principales progresos de la tecnología, en las artes industriales y en el bienestar material, así como la mayor parte del desarrollo en el campo del intelecto y de la estética, han estado uncidos al servicio del nacionalismo. La Revolución Industrial, pese a su potencial cosmopolita, ha sido muy nacionalizada, en realidad. El saber moderno, a pesar de sus pretensiones científicas y su naturaleza ubicua, se ha alistado, preponderantemente, en apoyo del nacionalismo. Filosofías que en su origen no fueron expresamente nacionalistas y que incluso algunas veces fueron concebidas como decididamente antinacionalistas, tales como el cristianismo, el liberalismo, el marxismo, y los sistemas de Hegel, Comte y Nietzsche, han sido rediseñadas y frecuentemente deformadas con propósitos nacionalistas. Las artes plásticas, la música y las bellas letras, pese a su vocación universal, han ido convirtiéndose, cada vez más, en la obra y el orgullo de patriotas nacionalistas. Hasta tal punto es el nacionalismo lugar común en los modos de pensar y de actuar de los pueblos civilizados del mundo contemporáneo, que la mayor parte de los hombres dan el nacionalismo por descontado. Sin una reflexión seria, imaginan que es la cosa más natural del universo y suponen que ha debido de existir siempre.
¿Qué es lo que ha dado tal auge al nacionalismo en los tiempos presentes?
Esta es la cuestión más importante que podemos proponernos acerca del más vital de los fenómenos.
Como historiador, Hayes sabe bien (pág 290) que hay un misterio en torno al nacionalismo. Jamás existió antes del Renacimiento, y jamás se originó como idea:
«Pero los filósofos del nacionalismo no le han dado el auge que tiene. El auge ya estaba ahí, cuando ellos entraron en escena. Ellos le dieron meramente expresión, énfasis y cierta orientación. Son muy útiles al historiador, porque le procuran ilustraciones vividas de las tendencias corrientes en el pensamiento nacionalista». Hayes ridiculiza la idea de que «las masas humanas son instintivamente nacionalistas», o de que el nacionalismo sea algo natural, en absoluto: «Durante los más largos períodos registrados por la historia, los grupos a los que los individuos han sido predominantemente leales han sido las tribus, los clanes, las ciudades, las provincias, las casas solariegas, los gremios o los imperios políglotos. Y, sin embargo, el nacionalismo es, más que cualquier otra expresión del gregarismo humano, lo que ha prevalecido en los tiempos modernos» (pág 292).
La respuesta al problema que plantea Hayes está en la eficacia de la palabra impresa en visualizar, primero, la lengua vernácula, y en crear después ese modo homogéneo de asociación que hace posibles la industria moderna, los mercados y el goce visual de la condición nacional. Escribe en la página 61:
La «nación en armas» fue un concepto jacobino de gran significación para la propaganda nacionalista. La «nación en las escuelas públicas» fue otro concepto. Con anterioridad a la Revolución francesa, por mucho tiempo y en general, se había mantenido que los niños pertenecían a sus padres y que era a los padres a quienes correspondía determinar qué clase de enseñanza habían de recibir los hijos, y si habían de recibir alguna.
La libertad, la igualdad y la fraternidad hallaron su más natural, si menos imaginativa, expresión en la uniformidad de los ejércitos revolucionarios de ciudadanos. No solo eran exactas repeticiones de la página impresa, sino también de la cadena de montaje. Los ingleses se anticiparon mucho a Europa en el nacionalismo, el industrialismo y la organización tipográfica del ejército. Los Flancos de Hierro, de Cromwell, actuaron ciento cincuenta años antes que los ejércitos jacobinos.
Inglaterra precedió a todos los países del Continente en el desarrollo de una aguda conciencia popular de la nacionalidad común. Mucho antes de la Revolución francesa, en un tiempo en que los franceses se tenían primordialmente por borgoñeses, gascones o provenzales, los ingleses habían sido ingleses y se habían unido con auténtico patriotismo nacional para la secularización de Enrique VIII y las proezas de Isabel. Había habido espíritu nacionalista en la filosofía política de Milton y Locke, difícilmente igualado por el de sus contemporáneos en el Continente, y Bolingbroke, el Inglés, fue un precursor en el desarrollo de una doctrina nacionalista formal. Fue natural, por tanto, que cualquier inglés que se alistara contra el jacobinismo vistiera la librea del nacionalismo.
Esto escribe Hayes en la página 86 de Historical Evolution of Modern Nationalism.
Un testimonio similar de la precedencia de los ingleses en la unidad nacional nos lo da un embajador veneciano del siglo XVI:
En 1557, el embajador veneciano Giovanni Micheli escribió a su gobierno:
«En cuanto se refiere a la religión (en Inglaterra), el ejemplo y la autoridad del soberano son de máxima importancia. Los ingleses estiman y practican su religión en tanto y cuanto cumplen su deber como súbditos para con su príncipe; viven como él vive, creen lo que él cree; en una palabra, hacen todo lo que manda…; aceptarían la religión mahometana o la judaica si el rey creyera en ella y fuera su deseo que en ella creyesen».
Para un observador extranjero, la conducta religiosa de los ingleses en aquel tiempo fue muy peculiar. La unidad religiosa continuó siendo la regla, como en el continente, pero la religión cambió con cada soberano. Tras haber sido cismática con Enrique VIII, y protestante con Eduardo VI, Inglaterra se hizo de nuevo católica romana bajo María Tudor, y ello sin graves trastornos[90].
En los siglos XVI y XVII, las pasiones puramente nacionalistas despertadas por la lengua inglesa estaban embebidas en la controversia religiosa. La religión y la política estuvieron tan entremezcladas que se hicieron indistinguibles. El puritano James Hunt escribió en 1642:
En adelante, hombre alguno necesitará las Universidades para adquirir la sabiduría de los sabios; porque hay pocos misterios en el Evangelio que sean tan oscuros que la verdadera, sencilla lengua inglesa no pueda desentrañar[91].
En la hora actual, la preocupación de los liturgistas católicos acerca de la misa en inglés se ve completamente embrollada por los nuevos medios de comunicación, tales como el cine, la radio y la televisión. Porque la función y el papel social de una lengua vulgar se ven constantemente transformados por influencia de los medios que la relacionan con la vida privada. Y así, la cuestión de la misa oficiada en inglés es hoy tan confusa como lo fue el papel del inglés en la religión y la política durante el siglo XVI.
Nadie discutirá que fue el medio de comunicación llamado imprenta lo que dio a las lenguas vulgares nuevas funciones y alteró completamente el empleo y la pertinencia del latín. Por otra parte, hacia el siglo XVIII se habían aclarado las relaciones entre la lengua, la religión y la política. El lenguaje se había hecho religión, al menos en Francia.
Si los primeros jacobinos habían sido lentos al poner en acción sus teorías educativas, pronto reconocieron la significación del lenguaje como base de la nacionalidad, y trataron de obligar a todos los habitantes de Francia a que utilizaran la lengua francesa. Mantenían que el éxito de un gobierno por «el pueblo», y de la acción colectiva de la nación, dependían no solo de cierta uniformidad de hábitos y costumbres, sino también, y más, de la identidad de ideas e ideales, que podía lograrse por medio de discursos, la imprenta, y otros instrumentos de educación, con tal que emplearan uno y el mismo lenguaje. Ante el hecho histórico de que Francia no era una unidad lingüística —de que, por añadidura, a los dialectos muy distintos de las diferentes partes del país, se hablaban lenguas «extranjeras» en el Oeste, por los bretones; en el Sur, por los provenzales, vascos y corsos; en el Norte, por los flamencos, y en el Noroeste, por los alemanes alsacianos— , resolvieron baldonar y suprimir los dialectos y las lenguas extranjeras y forzar a todos los ciudadanos franceses a que aprendiesen y utilizaran la lengua francesa[92].
En este pasaje, Hayes pone completamente en claro que la pasión impulsora del avance de las lenguas populares fue el deseo de homogeneización, algo que el mundo anglosajón siempre ha sabido que se consigue mejor por medio de la rivalidad de los precios y los productos de consumo. En una palabra, el mundo inglés comprende que la imprenta significa conocimiento aplicado, mientras que el mundo latino siempre ha mantenido la imprenta a raya, prefiriendo usarla para avalorar el drama de las discusiones orales o del virtuosismo militar. En ningún lugar puede verse mejor esta enérgica repudiación del mensaje de la imprenta que en Estructura de la Historia de España, de Américo Castro.
En tanto que los jacobinos percibieron el mensaje militar de la imprenta como arma lineal de agresión niveladora, los ingleses aplicaron la imprenta a la producción y a los mercados. Y así, mientras los ingleses extendieron la imprenta a los precios, al comercio y a la edición de guías prácticas manuales de todo género, los españoles habían abstraído de la imprenta un mensaje de gigantismo y de esfuerzo sobrehumano. Los españoles omitieron o no dieron importancia al aspecto nivelador y homogeneizador de la imprenta en sus aplicaciones. No mostraron intención ni deseo de establecer ninguna otra norma. Escribe Castro (pág 620):
Se rebelan contra las normas en cuanto tales. Existe una especie de separatismo personal… Si yo hubiese de localizar, por decirlo así, lo más característico de la vida hispánica, lo situaría entre la aceptación de la inercia y el arranque de la voluntad con el que la persona revela lo que hay —sea algo insignificante o algo de valor— en las profundidades de su alma, como si fuera su propio teatro. Ejemplos visibles de este gran contraste son el campesino y el conquistador: insensibilidad a las situaciones políticas y sociales, y las insurrecciones y convulsiones de masa ciega de gentes que todo lo destruyen; apatía para la transformación de los recursos naturales en riqueza, y el empleo de la riqueza pública como si fuese privada; modos de vida arcaicos y estáticos, y la adopción apresurada de los modernos inventos hechos fuera de España. La luz eléctrica, la máquina de escribir y la pluma estilográfica se hicieron populares en España más rápidamente que en Francia. En el plano de los más altos valores humanos, hallamos una manifestación de este violento contraste en la poesía íntima de San Juan de la Cruz o del quietista Miguel de Molinos, y la serie de audaces asaltos de Quevedo y Góngora, o las transformaciones artísticas del mundo exterior, en Goya.
Los españoles no son nada reacios a aceptar la importación de cosas e ideas del exterior: «En 1480, Fernando e Isabel autorizaron la libre importación de libros extranjeros». Más tarde quedaron estos sometidos a censura, y España comenzó a reducir sus líneas de comunicación con el resto del mundo. Castro explica cómo (pág 664):
Los españoles han extendido o reducido la zona objetiva de su vida a un ritmo dramático: no se inclinan hacia la actividad industrial, pero tampoco aceptan vivir sin industria. En ciertos momentos, su impulso hacia el exterior, sus esfuerzos por salir de sí mismo… dan origen a problemas que no tienen un modo «normal» de solución.
Quizá el efecto más espectacular de la imprenta durante el Renacimiento fue la campaña militante de contrarreforma montada por españoles como San Ignacio de Loyola. Su orden religiosa, la primera desde la aparición de la imprenta, dio gran importancia a la orientación visual de los ejercicios religiosos, a la intensa formación literaria, y a la homogeneidad militar de su organización. En su Apologie of Two English Seminaries, escrita en 1581, el cardenal Alien explica el nuevo espíritu militante del celo misionero entre los católicos diciendo que «Los libros abrieron el camino». El libro, como medio de propaganda militante misionera, atrajo al español, que rechazó en cambio el comercio y la industria. El español, según Castro (pág 624), siempre ha manifestado hostilidad hacia la palabra escrita:
El español necesita un sistema de justicia basado en juicios de valor, no en principios firmes y racionalmente deducidos. No es accidental que la casuística fuese fomentada por los jesuitas españoles, ni que el francés Pascal la juzgase perversamente inmoral. Lo que los españoles temen y desprecian son las leyes escritas: «Encuentro veinte capítulos en contra tuya y solo uno a tu favor», dice el abogado al infortunado litigante del Rimado de Palacio, de Pero López de Ayala…
Uno de los temas principales de Castro es que la estructura de la historia de España está axiológicamente inclinada entre el alfabetizado occidente y el oral oriente árabe.
«Incluso Cervantes manifiesta más de una vez su nostalgia por la justicia mora, pese a su largo cautiverio en Argel». Y fue la influencia mora lo que inmunizó a los españoles contra las cuantificaciones visuales del alfabetismo. El estudio del caso español ofrece una luz especialmente significativa sobre los diversos efectos de la alfabetización cuando la tecnología de la imprenta hace impacto en una cultura singular. La preferencia de los españoles por vivir en plena pasión puede tener su analogía en Rusia, donde, por diferencia con el Japón, los efectos de la tecnología de la imprenta no se han extendido hasta el descubrimiento de los bienes de consumo. Y la actitud oral de los rusos ante la tecnología tiene un carácter apasionado que los endurecerá, también, contra los usos del alfabetismo.
Castro es autor de un notable ensayo sobre La encarnación de Don Quijote, reproducido en la obra Cervantes across the Centuries(págs 136-78), y en el que señala que «la preocupación por observar los efectos de la lectura sobre los procesos vitales del lector es característicamente española». No solamente es este el tema principal en Don Quijote:
El efecto de los libros (religiosos o profanos) sobre la vida del lector es un tema omnipresente en las letras del siglo XVI. Ignacio de Loyola pasó su juventud muy a tenor de las novelas de caballerías, «por cuya lectura sentía gran curiosidad y afición». Pero el azar puso en sus manos una vida de Cristo y un Flos Sanctorum. No solamente comenzó a disfrutar con su lectura, sino que su corazón comenzó también a cambiar, y le invadió el deseo de imitar y poner en acción lo que leía. Mientras se mantuvo indeciso entre los valores terrenales y los celestiales, abrigó en sí la persona que antes había sido y aquella a que aquel incitado hombre aspiraba a ser:
«Siguió entonces una luz soberana y una sabiduría que Nuestro Señor infundió en su espíritu» (pág 163).
A modo de explicación de esta peculiar conciencia española de los efectos de la literatura, considera Castro (pág 161) que «sentir los libros como realidad viva, animada, comunicable e incitante, es un fenómeno humano que pertenece a la tradición oriental…». Y tal vez sea esta sensibilidad oriental a la forma, progresivamente adormecida en el mundo del alfabeto, lo que explica el singular concepto que de lo impreso tienen los españoles:
«… pero lo más peculiar en la España del siglo XVI fue la atención concedida a los efectos vitales de la palabra impresa sobre el lector: el poder comunicativo de la palabra fue intensificado por encima, incluso, de errores y defectos literarios de los mismos libros» (pág 164).
Lo que importaba, pues, a los españoles, era el medio de comunicación mismo, que es la imprenta, como determinante de una nueva proporción entre los sentidos, de un nuevo modo de consciencia. Como dice Casalduero en Cervantes across the Centuries (pág 63):
«Caballero y escudero no son ni opuestos ni complementos el uno del otro.
Tienen la misma naturaleza, con una diferencia de proporción. El espíritu surge de la yuxtaposición de estas proporciones distintas, al ser traducidas plásticamente».
En relación con la peculiar insistencia de los españoles acerca de la importancia del medio de comunicación que es la palabra impresa, Stephen Gilman, en un capítulo sobre «El Quijote apócrifo» del mismo libro, señala (pág 248) que en España el autor fue algo secundario: «El lector es más importante que el escritor». Pero esto está muy lejos de la idea de «lo que el público pide», porque es considerar el medio de comunicación que supone el lenguaje mismo como un depósito público, más bien que al lector como consumidor privado. R. F. Jones ya halló esta actitud en Inglaterra a principios del siglo XVI:
El refinamiento y adorno de la lengua materna estaban considerados como el fin mismo de la literatura. En otras palabras, la literatura se consideraba como un instrumento de la lengua, no la lengua de la literatura. Se elogiaba a los escritores con mayor frecuencia por lo que habían hecho en pro del medio de expresión que por el valor intrínseco de sus composiciones…[93].
Muchos eruditos se han afanado en el estudio de la lengua inglesa impresa. Tan amplio es el campo, que cualquier forma de abordarlo es arbitrariamente selectiva. G. D. Bonne dice de «Tyndale y la lengua Inglesa»: «La tarea de Tyndale fue hacer real la vida corriente de los Evangelios. El iba a descubrir de nuevo las parábolas… Antes de poder disponer de la Biblia en su propio lenguaje, pocos consideraban que un relato adquiriese más peso, en cierto modo, por ser realmente un reflejo de la vida corriente»[94].
Se ve aquí implícita la sugerencia de que el lenguaje de la vida diaria, cuando se hace visible, evoca la necesidad de una literatura de la vida diaria. La imprenta, aplicada a las lenguas vulgares, las transformó en medios de comunicación de masas, cosa nada extraña, ya que la tipografía fue la primera forma de producción en masa.
Pero la imprenta aplicada al latín fue un desastre: «El esfuerzo de los grandes humanistas italianos, desde Petrarca en su África hasta el cardenal Bembo, tuvieron el inesperado efecto de purificar el latín… haciendo de él una lengua muerta»[95].
En la página 21 de English Literature in the Sixieenth Century, escribe C. S. Lewis:
Debemos en gran parte a los humanistas el singular concepto del período «clásico» de una lengua, de ese período normativo y correcto antes del cual todo era inmaturo o arcaico, y después del cual todo fue decadente. Así nos dice Escalígero que el latín fue «rudo» en Plauto, «maduro» desde Terencio a Virgilio, decadente en Marcial y Juvenal, senil en Ausonio (Poeticae, VIII). Vives dice casi lo mismo (De tradendis disciplinis, IV). Vida, más violentamente, hace un ocaso de toda la poesía griega posterior a Hornero (Poéticomm, I, 139). Una vez arraigada esta superstición, condujo naturalmente a la creencia, durante los siglos XV y XVI, de que escribir bien significaba imitar todo lo posible lo que se había escrito en el período elegido del pasado.
Quedó excluida cualquier evolución real del latín que hubiera podido cubrir las cambiantes necesidades del nuevo talento y de los nuevos temas; de un solo golpe de «su Maza petrificadora», el espíritu clásico puso fin a la historia de la lengua latina. No era esto lo que los humanístas se habían propuesto.
Febvre y Martin subrayan también (pág 479 de L’Apparition du livre) el papel de la reaparición de la antigua escritura romana. «Aún más, el retorno de las letras antiguas contribuyó a hacer del latín una lengua muerta». Este es un hecho importante. Las letras que asociamos con la idea de la imprenta misma no fueron medievales, sino romanas, y fueron utilizadas por los humanistas como parte de su esfuerzo por resucitar la Antigüedad. Pero el factor principal del fin del reinado del latín, aún más que la revivificación de los viejos estilos por medio de la palabra impresa, fue la elevada cualidad visual de la escritura romana, tan adecuada para la prensa de imprimir.
La imprenta permitió la confrontación visual directa de los viejos estilos en toda su fijeza. Los humanistas quedaron, sorprendidos al descubrir cuán lejos quedaba su latín oral de todos los precedentes clásicos. Inmediatamente decidieron enseñar el latín por medio de la página impresa, mejor que por discurso, como medio de detener una mayor difusión de su propio idioma latino oral. Concluye Lewis (pág 21): «Lograron matar el latín__mediexal: pero no lograron mantener viva la severidad didáctica de su restaurado clasicismo».
Más adelante (págs 83-84), Lewis compara el «clasicismo» didáctico renacentista con la libertad y variedad oral y auditiva del latinismo medieval de Gavin Douglas obispo de Dunkeld. Dunkeld nos sorprende con su proximidad a Virgilio, mayor que la nuestra. Una vez se han abierto los ojos a este hecho, se encuentran ejemplos por todas partes. Rosea cervice refulsit: «her nek schane like unto the rois in May».
¿Preferís a Dryden: «Volvióse ella y mostró su refulgente cuello»? Seguramente que la calidad «clásica» que tiene «refulgente» para un inglés no la tenía refulsit para el oído de un romano. Debió de sonarle mucho más como («schane») reluciente o brillante.
Lo que apreciamos como «clásico» en los escritores de la época de la reina Ana y del siglo XVIII se debe a la gran cantidad de neologismos latinos introducidos en el inglés por los traductores en la primera época de la imprenta. R. F. Jones, en su obra The Triumph of the English Language, dedica gran espacio a esta cuestión básica de la lengua vulgar y el neologismo. Discute también ampliamente dos problemas directamente relacionados con la forma impresa de cualquier lengua, a saber, la necesidad de fijar la ortografía y la gramática.
Febvre y Martin dedican uno de los capítulos de su L’Apparition du Livre a «La impresión de las lenguas», en el que señalan «el papel esencial de la imprenta en la formación y fijación de los idiomas. Hasta comienzos del siglo XVI», las formas del discurso escrito, en latín o en lengua vulgar, «habían continuado evolucionando de acuerdo con la lengua hablada» (pág 477).
La cultura del manuscrito no había tenido el poder de fijar el lenguaje o de transformar una lengua vulgar en un medio masivo de unificación nacional. Los medievalistas han hecho observar la imposibilidad de un diccionario latino en la Edad Media, simplemente en razón de que el escritor medieval se consideraba libre para definir sus propios términos progresivamente, a medida que iba cambiando su pensamiento en el contexto. La idea de una palabra con un significado definido, establecido por un léxico, no pudo ocurrírseles, sencillamente. Del mismo modo, antes de la escritura, las palabras no tienen ningún «signo» externo, referencia o significación. La palabra «roble» es roble, se dice el analfabeto. ¿Qué otra cosa podría evocarle la idea de roble? Pero la imprenta tuvo exactamente los mismos resultados de largo alcance que antes había tenido la escritura. En tanto que las lenguas vulgares medievales cambiaron mucho, incluso desde el siglo XII al XV, «desde comienzos del siglo XVI las cosas ya no continuaron así. En el siglo XVII comenzaron a cristalizar las lenguas vulgares de todas partes».
Febvre y Martin señalan luego los esfuerzos realizados por las cancillerías medievales para normalizar las prácticas verbales y el nuevo centralismo de las monarquías renacentistas en la fijación de las lenguas. Los nuevos monarcas hubieran promulgado de buena gana leyes de uniformidad, en ese espíritu de la imprenta de extenderse no solo a la religión y al pensamiento, sino también a la ortografía y a la gramática. Hoy, en la era electrónica de la simultaneidad, ha sido necesario invertir los términos comenzando por una nueva tendencia hacia la descentralización y el pluralismo, aun en las mismas grandes empresas capitalistas. Esta es la razón de que ahora resulte tan fácil comprender la lógica dinámica de la imprenta como una fuerza centralizadora y homogeneizante. Porque todos los efectos de la tecnología de la imprenta están ahora en enérgica oposición a la tecnología electrónica. En el siglo XVI, la totalidad de la cultura antigua y medieval estuvo en una relación igualmente conflictiva con respecto a la entonces nueva tecnología de la imprenta. En Alemania, más pluralista y tribalmente diversa que el resto de Europa, «los servicios unificadores de la imprenta en la formación de una lengua literaria» fueron notablemente eficaces.
Y Febvre y Martin añaden (pág 483):
Lutero creó un lenguaje que, en todos los dominios, se aproxima al alemán moderno. La enorme difusión de sus obras, su calidad literaria, el carácter cuasi-sagrado que para los creyentes tenían los textos de la Biblia y del Nuevo Testamento, tal y como él los estableció, hicieron de su lenguaje un modelo. Inmediatamente accesible a todos los lectores…, el término empleado por Lutero triunfó finalmente, y muchas palabras empleadas solamente en el alemán medieval fueron por fin adoptadas universalmente. Y su vocabulario se impuso de forma tan imperiosa que la mayor parte de los impresores no se atrevían a apartarse de él ni un ápice.
Antes de buscar en la literatura inglesa pruebas similares de esta preocupación por la regularidad y la uniformidad entre los impresores y en el empleo de la imprenta, bueno será que recordemos el auge de la lingüística estructural en nuestros días. El estructuralismo en el arte y en la crítica surgió en Rusia, como las geometrías no euclídeas. El estructuralismo, como palabra, no expresa gran cosa acerca de la idea en ella contenida de una sinestesia inclusiva, de una interacción de varios niveles y facetas en un mosaico bidimensional. Pero es un modo de consciencia, en arte, lengua y literatura, que el occidente se ha esforzado en liquidar por medio de la tecnología de Gutenberg. Para bien o para mal, en nuestros días ha retornado, como indica el párrafo inicial de un libro reciente[96]:
El lenguaje da pruebas de su realidad por medio de tres categorías de experiencia humana. La primera puede considerarse como la significación de las palabras; la segunda, como estos mismos significados, encuadrados en las formas gramaticales; y la tercera, y, en opinión del autor, la más significativa, como aquellos significados que yacen más allá de las formas gramaticales, aquellos significados misteriosa y milagrosamente revelados al hombre. Esta última categoría es la que el presente capítulo tratará de analizar, ya que su tesis es que el pensamiento mismo ha de ir acompañado de una comprensión crítica de la relación entre la expresión lingüística y las más profundas y persistentes intuiciones humanas. Nos esforzaremos además en demostrar que el lenguaje se hace imperfecto e inadecuado cuando depende exclusivamente de meras palabras y formas, y cuando se concede una confianza ciega a la suficiencia de tales palabras y formas, como constitutivas del contenido último y del alcance del lenguaje.
Porque el hombre es la única criatura del mundo que no tiene lenguaje. El hombre es lenguaje.
En nuestro tiempo es evidente, hasta el extremo, que el hombre es lenguaje, aunque hoy reconozca muchos lenguajes no verbales, así como el lenguaje de las formas. Y el método estructuralista de abordar la experiencia engendra la conciencia de que «la inconsciencia, con relación al que sabe, es la no existencia»[97]. Es decir que en tanto la imprenta estructuró la lengua, la experiencia y la motivación en formas nuevas no reconocidas conscientemente, la vida se empobreció por mesmerismo. Al comienzo de este libro vimos cómo Shakespeare ofreció a sus contemporáneos un modelo funcional de la acción de la tecnología de la imprenta. En efecto, la separación de funciones por inercia mecánica es el fundamento del tipo movible y del conocimiento aplicado, en todos los dominios. Es la técnica de la reducción a un solo nivel de los problemas, de los talentos y de las soluciones. Así, el doctor Johnson «se escandalizó por el carácter intempestivo de muchos de los juegos de palabras de Shakespeare. Porque que un personaje haga juegos de palabras a la puerta de la muerte, como hacen tantos en sus obras, era contrario a la razón, a las conveniencias y a la verdad»[98].
No solo hubo de desaparecer la simultaneidad de significados, con el paso de la cultura oral a la visual, sino que la pronunciación y el tono fueron también nivelados en lo posible. En una obra titulada In Pursuit of Poetry, escribe Robert Hillyer (pág 45):
En general, los americanos no utilizamos toda la riqueza del diapasón.
Evitamos inconscientemente la modulación del tono como afectación, y perdemos la mitad de la efectividad de nuestra lengua materna en un largo y monótono zumbido, tartajeo o gruñido. El resultado es insulso y borroso, especialmente porque unimos sílabas y palabras, como un trozo de prosa sin puntuación. Deberíamos hacer que cada sílaba saliera de nuestros labios redonda y plena, como una irisada pompa de jabón. Pero no lo hacemos. El resultado es duro, en poesía. La voz americana es, en general, bastante más rica que la inglesa. Dejando aparte el Cockney —y ese super-Cockney que es el «acento de Oxford»— concedemos superioridad a la voz inglesa, cuando en realidad es la flexibilidad del tono lo que hace mucho más articulada que la nuestra la pronunciación de los ingleses. El tono es a nuestra lengua lo que los gestos son al francés; su expresividad, su énfasis y su peculiaridad. Sin duda que los ingleses de la época isabelina hablaron su lengua utilizando toda la gama de altos y bajos, y en el habla de los irlandeses actuales todavía se conservan ecos de aquella elocución. Sin una modulación melódica del tono, la lectura de poesía no puede resultar efectiva.
Los americanos han seguido las implicaciones meramente visuales de la imprenta con mayor calor que nadie, por razones que pronto expondremos. Gror Danielson, en sus Studies on Accentuation of Polysyllabic Latín, Greek, and Romance Loanwords in English, aporta gran riqueza de material especializado que apoya la tesis de Hillyer.
Ya hemos demostrado, en relación con el arte, la ciencia y la exégesis de las Escrituras, cómo la Edad Media fue tendiendo continuadamente hacia el predominio de lo visual. Ahora es el momento de mencionar la transformación gradual del lenguaje medieval, preparatoria del salto hacia la fijeza visual representada por la imprenta.
En general, pues, con respecto a la expresión de las relaciones entre sujeto y complemento, el desarrollo del inglés se mantuvo alejado de los dispositivos de inflexión que hicieron posible gramaticalmente la colocación de sujetos y complementos en cualquier posición entre las palabras de la frase, manteniéndose en el uso de modelos fijos de ordenación verbal gramaticalmente funcionales, en los que la posición anterior al verbo es dominio del «sujeto» y la posición posterior al verbo es dominio del «complemento»[99].
La flexión es natural en la cultura oral o auditiva, porque es un modo de simultaneidad. La cultura alfabética tiende con gran fuerza a reducir la flexión en favor de la gramática posicional visual. Edward P. Morris ha hecho una lúcida exposición de este principio en On Principies and Methods in Latin Syntax, en la que la tendencia visual aparece como.
… movimiento hacia la expresión de relación por medio de palabras-partículas.
El movimiento general por el que las partículas han tomado en parte el lugar de la flexión es el cambio más arrollador y radical en la historia de las lenguas indoeuropeas. Es al mismo tiempo el indicio y el resultado de un más claro sentimiento del concepto-relación. La flexión, en general, más bien sugiere las relaciones que las expresa; ciertamente que no es correcto decir que en todos los casos la expresión de una relación por medio de una partícula, por ejemplo, una preposición, es más clara que la sugestión de la misma relación por uno de los casos de declinación, pero es correcto decir que la relación solo puede asociarse con una partícula cuando es sentida con un alto grado de claridad. La relación entre conceptos ha de convertirse en un concepto. En esta medida, la evolución hacia la expresión-de relaciones por medio de partículas es una evolución hacia la precisión. El adverbio preposicional es la expresión en forma más distinta de algún elemento del significado que estaba latente en la forma casual.
Sirve, por tanto, como definición del significado de la forma casual (págs 102-104).
Si jamás hubiese habido un siglo XVII, habría podido predecirse que la evolución constante hacia el orden verbal visual, inspirada por la imprenta, significaría la eliminación del principio del decoro verbal, la muerte de los juegos de palabras y el predominio de la homogeneidad de pronunciación. Mucho antes que el obispo Sprat hubiese dado expresión, para la Royal Society, a esta ineluctable consecuencia de la tipografía, Robert Cawdrey la enuncia con toda claridad. En 1604 argumenta que el talento (que, en la época, implicaba erudición) no consistía en el empleo de palabras extrañas, sino en temas edificantes e idónea expresión en el espíritu del hombre…, debemos proscribir, necesariamente, toda retórica afectada y emplear para siempre una manera de hablar. Aquellos, por tanto, que quieran evitar esta ridiculez y conocer el más claro y mejor modo de hablar deben buscar, de tanto en tanto, aquellas palabras comúnmente aceptadas, y tales que puedan expresar adecuadamente, de modo sencillo, el total concepto de su espíritu[100] .
Que debamos «emplear para siempre una manera de hablar» es una deducción perfectamente natural de la experiencia visual de la lengua vulgar impresa. Y, como demostró Bacon, la reducción de los talentos y de la experiencia a un nivel único es el verdadero quid del conocimiento aplicado. Pero es completamente destructora del «principio de decoro», como llama Rosamund Tuve, en Elizabethan and Metaphysical Imagery, al principio que había informado continuadamente el lenguaje y las artes desde los griegos hasta el Renacimiento.
Los niveles de estilo, como los niveles de la exégesis, fueron parte de todo un complejo cultural, e influyeron grandemente en el pensamiento de los Padres en relación con el estilo de la Biblia. John Donne no hace sino repetir uno de los lugares comunes de la patrística cuando escribe: «El Espíritu Santo, al redactar las Escrituras, se deleita no solo en la propiedad, sino también en la delicadeza, la armonía y la melodía del lenguaje; con elevadas metáforas y otras figuras, que puedan causar gran impresión a los lectores, y no con un lenguaje bárbaro o trivial, no con el lenguaje que se emplea en los mercados y en los hogares…»[101].
La ignorancia de la continua operación del principio del decoro en los estilos ha descarriado a personas como R. W. Chambers, que tienen la noción de que los estilos sencillos y simples han surgido de algún feliz principio nuevo en la práctica literaria. Y así, Bede, que escribió en todos los estilos, es elogiado en la Cambridge History of English Literature porque en su Ecclesiastical History «parece ser un gran servicio el que prestó a los escritores ingleses poniendo en curso el estilo directo y simple».
R. W. Chambers confundió el culto a la sencillez oral y coloquial de fines del siglo XIX con la práctica, seguida en el siglo XVI, de emplear un estilo bajo en los tratados de devoción y en los sermones. Tomás Moro emplea un estilo elevado en Richard III, un estilo medio en su sátira Utopia, y un estilo bajo en sus obras de devoción. En gran parte, el refinamiento y decoro de estilo en Donne viene del atrevido empleo de imágenes tomadas de los oficios humildes para ilustrar las paradojas de la Divina humildad en la Encarnación. No obstante, ahora es nuestro propósito indicar simplemente la extensión y la profundidad de la tradición del decoro en el empleo del lenguaje de acuerdo con los temas. Porque, con la imprenta, hubo de ser desviada, a fin de que los hombres pudiesen «emplear para siempre una manera de hablar». La necesidad de homogeneizar cualquier clase de situación, a fin de poner toda la cultura en relación con el potencial de la tecnología de la imprenta, es una postura fácilmente reconocible y comprensible.
En su History of the Roy al Society (1667), el obispo Sprat se muestra dispuesto a prescindir no solo del decoro y de los niveles de estilo, sino también de la misma poesía. Los mitos y las fábulas han constituido la retórica caprichosa de la infancia de la raza humana:
entre ellos, los primeros maestros de las ciencias fueron tanto poetas como filósofos; en efecto, Orfeo, Linos, Museo y Hornero, suavizaron primero la natural rudeza del hombre, y con el encanto de sus metros los atrajeron al estudio de las más severas doctrinas de Solón, Thales y Pitágoras. Por supuesto que ello fue útil al principio, cuando los hombres fueron deliciosamente engañados para su bien. Pero quizá dejó cierto influjo pernicioso en toda la filosofía de sus sucesores; y dio a los griegos, en adelante, la oportunidad de ejercitar su fantasía y su imaginación acerca de los fenómenos de la Naturaleza más de lo que hubiese convenido a una sincera investigación de sus causas[102].
Por una especie de metamorfosis, se sigue de la postura de Sprat (que trata de continuar a Bacon) que el científico o filósofo moderno es el verdadero poeta. Y a fin de purgar el presente de la escoria del pasado, Sprat considera que la Royal Society ha «conseguido separar el conocimiento acerca de la Naturaleza de los colores de la Retórica, de las invenciones de la Imaginación y del delicioso engaño de las Fábulas».
El procedimiento de la separación y la segmentación, como verdadera técnica del conocimiento aplicado, siempre aparece claro allí donde surge la necesidad de reducir la antigüedad. Los miembros de la Royal Society, instruidos en esta técnica, repudian.
«esa viciosa abundancia de frases, esa artimaña de las metáforas, esa volubilidad de la lengua, que hace tanto ruido en el mundo».
Ellos, por tanto, pusieron en ejecución, con todo rigor, el único remedio que podía hallarse para tal extravagancia: y este ha sido una resolución constante para rechazar todas las amplificaciones, digresiones e hinchamientos de estilo: regresar a la primitiva pureza y brevedad de los tiempos en que los hombres expresaban tantas cosas casi con un número igual de palabras. Ellos han exigido a todos sus miembros un modo de hablar ajustado, desnudo y natural; expresiones positivas, significados claros; una fluencia natural; llevándolo todo lo más cerca posible de la sencillez matemática; dando preferencia al lenguaje de los artesanos, los campesinos, los comerciantes, antes que al de los sabios y los eruditos[103].
Aun habiendo llegado hasta este punto en que todo lenguaje había quedado reducido a un solo modo, no hemos salido todavía de la significación original de la imprenta en la transformación de las lenguas vulgares en medios de comunicación de masas de importancia nacional. Nos será provechoso profundizar más de un siglo antes de Sprat para poder seguir los contornos de las manifestaciones originales de la imprenta como medio uniformador.
Escribe Karl Deutsch en Nationalism and Social Communication (págs. 78-79): una nacionalidad es un pueblo que se esfuerza por adquirir un medio efectivo de control de la conducta de sus miembros…; las nacionalidades se hacen naciones cuando adquieren el poder de respaldar sus aspiraciones. Finalmente, si sus miembros nacionalistas triunfan y ponen a su servicio una organización estatal, antigua o moderna, entonces al fin se ha hecho la nación soberana y surge una nación-estado.
Carleton Hayes ha demostrado con toda claridad que el nacionalismo no existió antes del Renacimiento, y ahora ya hemos visto lo suficiente el carácter de la tecnología de la imprenta para saber por qué hubo de ser así. Porque si la imprenta convirtió las lenguas vulgares en medios de comunicación de masas, también fueron estas medios de gobierno centralizado de la sociedad, de mucho mayor alcance que cuanto los romanos habían conocido con el papiro, el alfabeto y las vías pavimentadas.
Pero la misma naturaleza de la imprenta crea dos intereses en conflicto, como los del productor y el consumidor, entre los gobernantes y los gobernados. La imprenta, como forma centralizada de organización de la producción masiva, implica que el problema de la «libertad» sea en adelante el más importante en toda discusión social y política.
En la Semana de las Bibliotecas, el Minneapolis Morning Tribune (17 de marzo de 1950), publicó en un editorial titulado «El derecho a leer» unas declaraciones conjuntas de Herbert Hoover y Harry Traman:
«Nosotros los americanos sabemos que si la libertad significa algo, significa el derecho a pensar. Y el derecho a pensar significa el derecho a leer cualquier cosa, escrita en cualquier parte, por cualquier hombre, en cualquier tiempo». Es esta una impresionante declaración de la doctrina del consumo basada en la homogeneidad de la imprenta. Si la imprenta es algo uniforme, había de crear derechos uniformes para el escritor y el lector, el editor y el consumidor. Las colonias americanas fueron establecidas al principio por gentes que habían tenido una larga experiencia de la idea completamente contraria de la significación de la imprenta. La versión, favorable al productor o al soberano, del mensaje de Gutenberg, es simplemente que el soberano tiene derecho a imponer a la sociedad normas uniformes de conducta. El estado policía precede a la sociedad de consumo. Es interesante, por tanto, leer la obra de un americano, F. S. Siebert, sobre Freedom of the Press in England, 1476-1776: The Rise and Decline of Government Controls, porque ofrece una notable exposición de las relativas ventajas de la uniformidad impuesta por el productor, por oposición a la creada por el consumidor. Es la continua e irónica alternación de estas dos posiciones lo que da su enorme fascinación a la obra de Alexis de Tocqueville Democracy in America. El mismo contraste entre los intereses del gobierno central y los de los colonos es el tema de The Fur Trade in Canada, de Harold Innis. En efecto, Innis escribe (pág 388) que el interés del centro fue organizar la periferia colonial para la producción de materias primas, no de bienes de consumo:
La producción en gran escala de materias primas fue fomentada con el mejoramiento de las técnicas de producción, de mercado y de transporte, así como por el perfeccionamiento de la manufactura del producto terminado. Como consecuencia, la energía de la colonia fue encauzada hacia la producción de primeras materias, tanto directa como indirectamente. La población fue directamente implicada en la producción de primeras materias, e indirectamente en la producción de elementos que promovieran la producción. La agricultura, la industria, el transporte, el comercio, las finanzas y las actividades gubernamentales tendieron a subordinarse a la producción de las materias primas en una sociedad manufacturera altamente especializada. Estas tendencias generales pueden ser fortalecidas por la política gubernamental, como en el sistema mercantil, pero la importancia de tales políticas varía en cada industria particular. Canadá continuó siendo británico a pesar del libre cambio, y principalmente porque continuó siendo un país exportador de primeras materias a una metrópoli progresivamente industrializada.
La Guerra de la Independencia de 1776, explica Innis, fue el choque entre el centro y la periferia, que es idéntico al conflicto entre el conformismo y el inconformismo, la política y la literatura, en el siglo XVI. Y del mismo modo que «una colonia dedicada al comercio de las pieles no estaba en posición de desarrollar industrias que pudieran competir con las manufacturas de la metrópoli», la periferia desarrolló también una actitud meramente consumidora con respecto a la literatura y las artes, que ha persistido hasta este siglo.
Los no conformistas, inclinados del lado del lector o consumidor, interpretaron que el significado de la imprenta era privado o individual. Los conformistas se inclinaron del lado del autor-editor, dueño de la nueva fuerza. Puede ser o no ser significativo que la mayor parte de la literatura inglesa, desde la imprenta, haya sido creada por esta minoría de orientación gubernamental.
Dice Siebert (pág 25): «La política de los Tudor, de estricto control sobre la prensa en interés de la seguridad del estado, fue mantenida a lo largo de todo el siglo XVI». Fue inevitable que, con la imprenta, el siglo XVI fuese también testigo de «un gran incremento de los poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— del Consejo (o Consejo Privado), a expensas del Parlamento y de los antiguos tribunales, pero con clara ventaja para la Corona». Pero a medida que el mercado del libro fue ampliándose, y, hacia finales de siglo, fue extendiéndose ampliamente el hábito de leer mucho, se hizo aún más fuerte la rebelión del consumidor contra el control central. La magnífica obra de L. B. Wright Middle-Class Culture in Elizabethan England nos da una imagen de los complejos usos de la imprenta para alentar una gran variedad de procedimientos autodidácticos y de propia ayuda. Resulta evidente cómo la primera generación de lectores no buscaba meramente la diversión, sino instruirse en los métodos del conocimiento aplicado.
Quien lea la obra de Wright apreciará fácilmente cómo una nueva variedad de agresivos individualistas estaba minando desde su interior el Estado de Isabel: Algunos grupos aislados habían comenzado ya a desafiar al sistema de controles del gobierno; los impresores, por razones económicas; los puritanos, por razones religiosas, y al menos algún miembro del Parlamento, por razones políticas. Los impresores como Wolfe se irritaron a causa de las normas del Gremio de Papeleros. Se rebelaron contra los privilegios de impresión y las patentes de monopolio. Los no conformistas religiosos, a quienes se negó el privilegio de apelar a la opinión pública, se dieron a una labor de zapa con la que eventualmente resquebrajaron toda la estructura[104].
Se haría necesario todo un libro para explicar cómo el movimiento llamado de Enclosure estuvo relacionado con el poder centralizador del proceso de la imprenta.
Pero no es necesario buscar otros ejemplos del poder de la imprenta para incrementar el poder central, a más de la Ley de Uniformidad, promulgada por Isabel en 1559. El proyecto de ley fue combatido en la Cámara Baja de la Asamblea con el argumento de que ningún gobierno podía tener «autoridad para tratar o definir nada concerniente a la fe, los sacramentos y la disciplina eclesiástica…». Pero la liturgia y las prácticas eclesiásticas eran fácil blanco para la imprenta, al depender, como habían dependido por largo tiempo, del libro. A partir del 24 de junio de 1559, el Libro de Oraciones de 1552 había de tomar «plena vigencia y efecto», quedando desde entonces todos los sacerdotes «obligados a decir Maitines, Vísperas, celebraciones de la Santa Cena, a administrar todos los sacramentos y a hacer todas las rogativas públicas» tal y como estaban en el libro «y de ningún otro modo».
En 1562 se publicó el Libro de Homilías para su lectura a los fieles desde todos los púlpitos. No nos interesa aquí su contenido, pero sí que fuese impuesto con carácter uniforme para todos. Al hacer de la lengua vulgar un medio de comunicación de masas, la imprenta creó un nuevo instrumento de centralización política antes inexistente. Y al mismo tiempo que el conformismo personal y político quedaron formulados de modo preciso, los eruditos y los maestros comenzaron una concertada campaña en favor de la corrección ortográfica y gramatical.
La intensidad de la agitación en torno a las cuestiones ortográficas es un útil indicio de la novedad de la imprenta y de sus efectos centralizantes y homogeneizadores.
Charles Carpenter Fries, en su American English Grammar, estudia la cuestión del conflicto entre el discurso escrito y el oral: «Solo los sesenta y seis verbos fuertes más corrientes han resistido la atracción de la conjugación regular… En realidad, durante los siglos XVI y XVII hubo una fuerte tendencia a eliminar la distinción de forma entre el pretérito y el participio pasado de todos estos verbos…» (pág 61).
La imprenta tuvo una función niveladora de todas las formas verbales y sociales, como ya hemos dicho una y otra vez. Y donde la imprenta no ha eliminado algunas flexiones, como en el caso de «quien-a quien»[105], allí se abre la gran trampa de la «corrección gramatical», es decir, el abismo entre los modos visual y oral. El estado de estas cuestiones en la era electrónica está suficientemente indicado en una reseña de una sesión de la Cámara de los Lores, publicada en Time[106]: En el debate de los méritos de un proyecto de ley relativo a los derechos y obligaciones de los propietarios de hoteles, la Cámara de los Lores ha tenido que enfrentarse a un problema importante: la palabra hotel, ¿debe ir precedida del artículo en su forma a o an? Lord Faringdon se pronunció en favor de an, y rogó a «sus Señorías que se le unieran para hacer una demostración en favor de la elegancia». Lord Conesford se mostró conforme, señaló que las palabras que comienzan con h y no van acentuadas en la primera sílaba requieren an. «Yo creo —dijo— que todas y cada una de sus Señorías dirían "a Harrow boy", mas dirían también "an Harrovian"». «Pero ¿qué haría Lord Conesford con las palabras de una sola sílaba?», preguntó Lord Rea. «En el caso de la muestra de una posada o taberna, ¿lo leería pronunciando "A Horse and a Hound" o "An Orse and an Ound"?» Lord Merthyr se remontó a la autoridad de todo un Fowler para probar que an hotel resultaría desesperadamente anticuado, pero fue trabajo perdido. Cuando el debate hubo terminado, el partido de los ans había triunfado. El a-ista Lord Merthyr dijo del an-ista Lord Faringdon, etoniano como él:«Es un tanto triste pensar que el noble Lord y yo hayamos sido educados en el mismo sitio, al mismo tiempo, y que cuarenta años más tarde hayamos tenido que venir aquí a disentir en esta cuestión».
Presumiblemente es imposible cometer un error gramatical en una sociedad analfabeta, porque nadie oyó jamás ninguno. La diferencia entre el orden oral y el visual hace surgir las confusiones entre lo que es gramatical y lo que no lo es. Del mismo modo, en el siglo XVI surgió la pasión por la reforma ortográfica, en nuevo esfuerzo para ajustar la vista y el sonido. Sir Thomas Smitb. ha argumentado que «una letra tenía una naturaleza inherente que la hacía apropiada para un solo sonido». Este una-sola-cosa-cada-vez es el síntoma de las víctimas naturales de la imprenta. Y hubo muchos que extendieron esta lógica también a los significados de las palabras. Pero muchos temperamentos impetuosos, como Richard Mulcaster, se burlaron de esta lógica visual de la doctrina de las unidades dramáticas.
Un tema importante de los apasionados nacionalistas de la lengua nos lleva a constatar los efectos de la imprenta, al privar rápidamente al lenguaje de muchas de sus cualidades táctiles. Hasta el siglo XIX fue corrientemente motivo de orgullo el «refinamiento» experimentado por la lengua inglesa desde el siglo XVI. En el siglo XVI todavía quedaba mucho acento local y mucho dialecto que conferían al lenguaje tactilidad y resonancia. Aún en 1577 Holisend pudo sentirse feliz a causa del refinamiento gradual, desde el lenguaje de los sajones, y la relativa perfección del lenguaje de su tiempo. El antiguo inglés de los sajones era una lengua dura y ruda, en verdad, cuando nuestra nación tomó conocimiento de ella; pero ahora cambió con nosotros en una mucho más fina y fluente forma de hablar, y tan pulida y enriquecida con nuevas y más suaves palabras que hemos de afirmar que no hay ningún lenguaje, entre los que hoy se hablan bajo el sol, que tenga o pueda tener más variedad de palabras, cantidad de frases, figuras y adornos de elocuencia que la que tiene nuestra lengua inglesa[107].
La reducción de la cualidad táctil, en la vida y en el lenguaje, siempre es la señal del refinamiento. Y ha sido preciso esperar hasta Hopkins y los pre-rafaelistas para que se iniciase una campaña deliberada en pro de los valores táctiles del sajón en la lengua inglesa. No obstante, la tactilidad es el modo de interacción del ser, más bien que de la segmentación y la secuencia lineal. Una breve mirada sobre los efectos de la imprenta en la reestructuración de nuestras ideas acerca del espacio y del tiempo servirá de puente que nos lleve a los siglos siguientes, posteriores a la imprenta. Porque es imposible continuar avanzando en todos los frentes en este libro.