Lo que pareció fantástico en las primeras fases de la imprenta y del aislamiento de lo visual fue la impresión de que creaba una cómica hipocresía, o división entre cabeza y corazón. Es interesante ver cómo se aparecía esta misma división ante un irlandés y un inglés, solamente doscientos años después, a finales del siglo XVIII. Aquí tenemos a Edmund Burke, el sentimental escocés, comentando el espíritu detallista y calculador en sus Reflections on the Revolution in France:
Hace ahora diez y seis o diez y siete años desde que vi en Versalles a la reina de Francia, entonces la delfina; y seguro que nunca brilló en este universo, que ella apenas parecía tocar, una visión más deliciosa. La vi sobre el horizonte, decorando y alegrando la elevada esfera en la que acababa de entrar, resplandeciendo como la estrella de la mañana, llena de vida, esplendor y alegría. ¡Oh! ¡Qué revolución! ¡Y qué corazón debo de tener para contemplar sin emoción esta exaltación y esta caída! Poco podía yo pensar cuando acumuló títulos de veneración a los de amor entusiasta, distante y respetuoso, que habría de verse jamás obligada a llevar oculto en aquel pecho el acre antídoto contra la desgracia; poco podía soñar que había yo de vivir para ver tales desastres cayendo sobre ella en una nación de hombres galantes, en una nación de hombres de honor y de caballeros.
Pensé que mil espadas debieron salir de sus vainas para vengar una simple mirada que la amenazase con el insulto. Pero la edad de la caballerosidad ya ha pasado. La ha seguido una edad de sofistas, economistas y calculadores; y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre. Nunca, nunca jamás, contemplaremos aquella generosa lealtad al rango y al sexo, aquella orgullosa sumisión que dignificaba la obediencia, aquella subordinación del corazón que mantenía vivo, aun en la misma esclavitud, el espíritu de la exaltada libertad. La gracia no comprada de la vida, la gratuita defensa de las naciones, el abrigo del sentimiento varonil y de la empresa heroica, han desaparecido. Se fue aquella sensibilidad de principios, aquella caridad del honor, que sentía una mancha como una herida, que inspiraba valor mientras mitigaba la ferocidad, que ennoblecía todo cuanto tocaba, y bajo la cual el vicio mismo perdía la mitad de su maldad al perder toda su grosería.
Y aquí está William Cobbett, el frío sajón, en su A Year’s Residence in America (1795), registrando todo su asombro ante la nueva especie de hombre que la cultura de la imprenta ha creado allí:
356. En Norteamérica hay pocos nativos realmente ignorantes. Cada granjero es, más o menos, un lector. No hay acento pueblerino, dialecto provincial. No hay clases como la que los franceses llaman paisanaje, degradante apelativo que la incrédula progenie de los financieros ha aplicado en los últimos años al conjunto todo de las gentes más útiles de Inglaterra, esas que hacen el trabajo y luchan en las guerras. En cuanto a los hombres, entre los que naturalmente haréis vuestras amistades, sé por propia experiencia que son amables, francos y sensatos, como los que en general podéis hallar en Inglaterra, incluso escogiéndolos. Todos son ilustrados, modestos sin timidez; siempre liberales para comunicar lo que saben, y nunca avergonzados de reconocer que todavía han de aprender.
Nunca los oís alardear de sus posesiones, ni lamentarse de sus necesidades. Todos han sido lectores desde su niñez; y existen pocos temas sobre los que no puedan conversar con vosotros, sean de carácter político o científico. En todo caso, siempre escuchan con paciencia. No recuerdo haber oído jamás a un nativo americano interrumpir a otro hombre mientras hablara. Su compostura y serenidad, la forma deliberada en que todo lo dicen y hacen, la calma y reserva con que expresan su asentimiento, todas estas cosas se estiman erróneamente cuando se toman como signos de una falta de sensibilidad. Ha de ser el relato de un infortunio, en verdad, lo que haga asomar las lágrimas a los ojos de un americano; pero cualquier historia engañosa le hará llevarse la mano al bolsillo, como pueden testificar bien los embajadores de los mendigos de Francia, Italia y Alemania.
357. No obstante, durante mucho tiempo no sabréis qué hacer, por falta de las rápidas respuestas de la lengua inglesa y el decidido tono de expresión de los ingleses. El hablar en voz alta; el apretón de manos; el asentimiento o disentimiento inmediatos; la alegría clamorosa; la lamentación amarga; la ardiente amistad; la enemistad mortal; el amor que lleva al suicidio; el odio asesino, son cosas que pertenecen al carácter de los ingleses, en cuyas mentes y corazones se dan todos los sentimientos en extremo. Para decidir la cuestión de cuál de estos caracteres, en definitiva, es el mejor, el americano o el inglés, hemos de recurrir a un tercero…
Para Cobbett era tan evidente como para Dickens que la mayor parte de los ingleses conservaba todavía una integridad de carácter oral y apasionada. Y Cobbett no duda en señalar que la cultura del libro había creado un hombre nuevo en América. El hombre nuevo ha tomado a pecho literalmente el mensaje de la imprenta, y se ha puesto «el raído vestido de la humildad». Se ha desnudado, como Lear, hasta que consiga el ideal de Thomas Huxley, que en 1868 escribió en su ensayo sobre «Una educación liberal»:
Puede decirse que un hombre ha recibido una educación si, a mi entender, ha sido preparado en su juventud de modo que su cuerpo sea un dispuesto servidor de su voluntad, y haga con facilidad y placer todo el trabajo que, como mecanismo, es capaz de hacer; de modo que su intelecto sea un motor lógico, claro, insensible, con todas sus piezas igualmente fuertes, y bien ajustado para un funcionamiento suave; dispuesto, como una máquina de vapor, a realizar cualquier clase de trabajo…[66].
Pisando los talones sentimentales de esta visión científica vino la figura de Sherlock Holmes, de la que dijo Doyle en A Scandal in Bohemia: Fue, os lo aseguro, la más perfecta máquina de razonar y observar que ha visto el mundo; pero como amante se habría colocado en una posición falsa. Nunca habló de las pasiones tiernas salvo con burla y escarnio….
Arena en un instrumento delicado o una grieta en su poderosa lupa no habrían sido más perturbadoras que una emoción fuerte en una naturaleza como la suya[67].
En este libro se hará todavía más claro por qué la tendencia a la aplicación del conocimiento por traslación y uniformidad, originada por Gutenberg, encuentra tal resistencia en cuestiones sexuales y raciales.
El proceso de «uniformación», en sus aspectos social y político, queda claramente explicado por De Tocqueville en L’Ancien Régime (págs 83-84,103,125):
Ya he señalado cómo en casi todo el reino había desaparecido desde hacía mucho tiempo la forma especial de vida de las diferentes provincias, lo que había ayudado mucho a hacer a todos los franceses muy iguales unos a otros. A pesar de las diferencias que todavía existían, la unidad de la nación ya se aparecía clara; se manifiesta por la uniformidad de la legislación. Cuanto más avanzamos en el siglo XVIII, más aumenta el número de edictos reales, declaraciones reales, decretos del Consejo, que aplican las mismas reglas y de la misma manera a todos los gobernados, que concebían la idea de legislación como completamente general y completamente uniforme, la misma en todas partes, la misma para todos; esta idea se revela en todos los proyectos de reforma sucesivos, que aparecieron durante los treinta años que precedieron al estallido de la revolución. Dos siglos antes hubiera faltado, por decirlo así, el material mismo de tal concepto.
No solamente las provincias se parecían unas a otras cada vez más, sino que, en cada provincia, los hombres de las distintas clases, al menos las superiores al vulgo, se hicieron más y más semejantes, a pesar de la diferencia de rango.
Nada demuestra esto de un modo más claro que la lectura de las «instrucciones» contenidas en las diferentes órdenes de 1789. Quienes las redactaron tenían intereses profundamente distintos, pero en todo lo demás se mostraron iguales.
Lo que todavía resulta más extraño es que todos estos hombres, que se mantuvieron tan apartados entre sí, se hiciesen tan parecidos que habría resultado imposible distinguirlos si hubieran cambiado sus puestos. Y, aún es más, si alguien hubiera sido capaz de profundizar en lo más hondo de su espíritu, habría descubierto que esas leves barreras que separaban a gentes tan semejantes, eran tenidas por esas mismas gentes como contrarias tanto al interés público como al buen sentido, y que, en teoría, ya adoraban la unidad. Cada uno de ellos se atenía a su condición particular simplemente porque cada uno de los demás estaba.
particularizado por su condición, pero todos estaban dispuestos a confundirse en una sola masa, con tal que ninguno tuviese una posición distinta ni se elevase por encima del nivel común.
Inseparable de la homogeneización de hombres y costumbres en el proceso de la alfabetización fue la preocupación igualmente penetrante por consumir productos: El hombre del siglo XVIII apenas conoció esa especie de pasión por el bienestar material que es, por decirlo así, la madre de la esclavitud, una enervante, pero tenaz e inalterable pasión que se mezcla fácilmente y se enreda en torno de muchas virtudes privadas, tales como el amor a la familia, la respetabilidad, respeto a las creencias religiosas, y , aun la asidua, si bien tibia, práctica del culto establecido, que siente predilección por la respetabilidad, pero impide el heroísmo; que es excelente para hacer a los hombres morigerados, pero los hace ciudadanos de espíritu mezquino. Los hombres del siglo XVIII fueron al mismo tiempo mejores y peores. El francés de entonces amaba la alegría y adoraba el placer; quizá fuera más irregular en sus costumbres y menos refrenado en sus pasiones y en sus ideas que los hombres de hoy; pero no sabía nada de ese juicioso y bien regulado sensualismo que nosotros vemos en torno nuestro. Las clases superiores se preocupaban más de adornar la vida que de hacerla confortable, más de hacerse ilustres que de hacerse ricos.
Incluso en las clases medias, el hombre no se dedicaba por completo a la persecución del bienestar; abandonaba muchas veces esta persecución por el deseo de más altos y refinados placeres; algún otro producto, más bien que el dinero, era en todas partes el objetivo. «Conozco a mis compatriotas —escribió un contemporáneo, con un estilo fantástico, pero no carente de orgullo— , inteligentes para fundir y disipar los metales, pero no dispuestos a rendirles culto continuamente; estarán siempre bien dispuestos a volver a sus antiguos ídolos: el valor, la gloria y, me atrevo a decir, la magnanimidad».
Como explica De Chardin en su Le Phénomène humain, una nueva invención es la interiorización en el hombre de las estructuras de una tecnología anterior; y, por tanto, es acumulativa de valores, por decirlo así. Lo que estamos estudiando en este libro es la interiorización de la tecnología de la imprenta y sus efectos en la configuración de una nueva especie de hombre. De Chardin habla de nuestro tiempo, en que se dan tantas tecnologías que interiorizar: «En primer lugar, la capacidad de invención, tan rápidamente intensificada en nuestros días por la reacción racionalizada de todas las fuerzas de investigación, que ya es posible hablar de una mutación positiva, o salto adelante en la evolución» (pág 305).
El conocimiento aplicado no tiene, pues, misterios. Consiste en la segmentación de cualquier proceso, de cualquier situación, de cualquier ser humano. La técnica del poder maquiavélica es exactamente la que Ben Jonson y Shakespeare ridiculizan en los pasajes que antes hemos citado. Se observa a un ser humano para ver «lo que lo hace latir». Esto es, se le reduce a una máquina. Después se aisla la pasión que lo gobierna, el combustible de la máquina. Y ya lo tenemos. Wyndham Lewis ha hecho una admirable exposición de estas técnicas maquiavélicas, tal como aparecen en el drama isabelino, en su obra The Lion and the Fox, de la que antes citamos la descripción del aspecto hollywoodense de la arquitectura principesca italiana.
No solo son las gentes lo que queda reducido a cosas por los métodos segmentadores y detalladores de la nueva cultura de la imprenta. El padre Ong señala en «El método ramista y la mentalidad comercial» (pág 167):
Los métodos de producción masiva utilizados para la fabricación de libros hicieron posible, y en realidad necesario, pensar en los libros más como cosas que como representación de palabras al servicio de la comunicación del pensamiento. Los libros fueron considerados cada vez más como productos de unos oficios y como artículos de comercio. La palabra, habla humana viva, toma aquí realidad, en cierto sentido. Aun antes del advenimiento de la tipografía, los lógicos nominalistas medievales habían dado comienzo a una materialización de la palabra, y en otro lugar he discutido en detalle las conexiones psicológicas entre la lógica nominalista, la lógica conceptual que siguió en la época humanística y el desarrollo de actitudes hacia la comunicación que favoreció la tipografía. Ciertamente, la lógica nominalista estuvo representada todavía en París durante la juventud de Ramus, o no mucho antes, por personas como Juan de Celaya, John Dullaert y John Major, y aún después por el mismo defensor de Ramus, Jean Quentin. Pero la tradición nominalista había favorecido la materialización de la palabra por razones intelectuales. Este impulso hacia la materialización había venido de la academia. Cuando consideramos los avances tipográficos desde el punto de vista del ciudadano, vemos otro tipo de impulso hacia la materialización que suma sus fuerzas a las del primero. Si los lógicos deseaban hipostatizar la palabra de modo a someterla a un análisis formal, los comerciantes querían hipostatizar la expresión con objeto de venderla…
No es sorprendente que los métodos ramistas visuales de particularización y clasificación pareciesen, como dice Ong (págs. 167-68) «muy reminiscentes del proceso de impresión, pues que nos capacita para imponer organización en un tema, imaginándolo como hecho de partes situadas en el espacio, muy al modo en que las palabras están encerradas en la forma del impresor».
Este anonadador ejemplo de lo impreso como visual, secuencial, uniforme y lineal, no lo perdió la sensibilidad humana en el siglo XVI. Pero antes de volver a sus más dramáticas manifestaciones es necesario indicar, como ha hecho Ong, que la obsesión por el «método» en el Renacimiento encuentra su arquetipo en «el proceso de la composición con tipos tomados de la caja. En ambos casos, la composición continuada de discurso es una cuestión de reconstrucción de raciocinio mediante la ordenación de unas partes preexistentes en un molde espacial» (pág 168). Y es evidente que Ramus ejerció su extraordinaria atracción por hallarse tan próximo a los nuevos modos de sensibilidad que las gentes experimentaban en su contacto con la tipografía. El nuevo «hombre tipográfico», que alcanzó preeminencia con la imprenta, tendrá toda nuestra atención un poco más adelante, en relación con el individualismo y el nacionalismo. Ahora hemos de ocuparnos de la forma en que la imprenta estructuró las ideas de conocimiento aplicado, por separación y división, tendiendo siempre hacia una más neta visualización. En palabras de Ong (pág 168):
«Esta sofisticación creciente en la presentación visual no está limitada a los escritos de Ramus, por supuesto, sino que es parte de la evolución de la tipografía, y muestra claramente cómo el uso de la imprenta alejó la palabra de su original asociación con el sonido y la consideró cada vez más como una "cosa" en el espacio».
Ong señala el muy importante hecho (pág 169) de que la hostilidad ramista contra Aristóteles estaba fundada en su incompatibilidad con la cultura de la imprenta: En el manuscrito, la diagramación es una producción mucho más laboriosa que el texto corriente, porque la copia manuscrita solo con gran dificultad controla la posición del material sobre la página. La reproducción tipográfica la controla automática e inevitablemente… Si Ramus defendió, en efecto, su famosa tesis antiaristotélica, Quaecumque ab Aristotele dicta essent commentitia esse… evidentemente quiso decir no que Aristóteles fuese falso (interpretación común de la tesis citada) sino más bien que el material de Aristóteles estaba pobremente organizado, no controlado adecuadamente por el «método».
Dicho de otro modo, era inadecuado para la era de Gutenberg.
La planificación de estudios según los diagramas y divisiones ramistas fue el primer gran avance de la instrucción hacia la mentalidad comercial. Así, dejaremos al padre Ong después de citar un último pasaje de la página 170, que servirá para llevarnos otra vez con el profesor Nef:
Pero hubo otro aspecto del método ramista que lo hizo atrayente para los grupos burgueses, entre los que era el favorito. Fue algo muy parecido a la teneduría de libros. El comerciante no solo trata mercancías, sino que tiene un sistema de registrarlas que nivela toda clase de artículos en las páginas de un libro de contabilidad. En él, los más diversos productos —algodón, cera, incienso, carbón, acero y joyas— se hallan reunidos bajo un mismo total, aunque no tengan otra cosa en común que su valor comercial. Para manejar las mercancías del comerciante en términos de sus libros de contabilidad no es necesario preocuparse por la naturaleza de tales mercancías. Basta conocer los principios de la contabilidad.
El incesante afán de la sociedad por descubrir adecuados medios de cuantificación está en relación con el afán individualista. La imprenta intensificó la tendencia hacia el individualismo, como han probado todos los historiadores. En su misma tecnología, facilitó los medios de cuantificación. La obra monumental de William I, Thomas y Florian Znaniecki, The Polish Peasant in Europe and America, se hace indispensable para todo el que quiera analizar seriamente los efectos de la cultura de la imprenta sobre la cultura campesina. En la página 182 del volumen I, escriben:
Por supuesto que cuando la actitud egotista se introduce en las relaciones económicas, tales relaciones han de ser reguladas objetivamente. Y así, en última instancia, el principio de la equivalencia económica de los servicios hace su aparición y se convierte en fundamental, en tanto que todavía queda algún lugar junto a él para la antigua valoración, basada sobre la eficacia de la ayuda y para la valoración transitoria basada sobre el sacrificio subjetivo.
La extraordinaria utilidad de The Polish Peasant para la comprensión de la galaxia de Gutenberg es que ofrece un estudio del mosaico de sucesos de nuestro tiempo que corresponden a lo que sucedió al principio de la época de Gutenberg. Lo que ha ocurrido al campesino polaco enfrentado con la organización tecnológica e industrial, ha ocurrido en menor grado a los rusos y los japoneses y está comenzando a ocurrirles a los chinos.
Antes de dar fin al testimonio del profesor Nef sobre el desarrollo de la cuantificación y del conocimiento aplicado en la primera fase del industrialismo occidental, será bueno señalar el papel del número y las matemáticas coincidente con el advenimiento del tipo movible. En su obra Number: The Language of Science, Tobias Dantzig nos ha proporcionado una historia cultural de las matemáticas que llevó a Einstein a declarar: «Es este, sin duda, el libro más interesante sobre la evolución de las matemáticas que ha caído en mis manos jamás». En la primera parte de este libro se explica cómo surgió la sensibilidad euclídea del alfabeto fonético. Las letras fonéticas, lenguaje y forma mítica de la cultura occidental, tuvieron el poder de transformar o reducir todos nuestros sentidos en espacio visual, «pictórico» o «cerrado».
El matemático, mejor que nadie, tiene conciencia del carácter arbitrario y ficticio de este espacio visual, continuo y homogéneo. ¿Por qué? Porque el número, lenguaje de la ciencia, es una ficción para volver a transformar el imaginario espacio euclídeo en espacio auditivo y táctil.
El ejemplo que Dantzig utiliza en la página 139 se refiere a la medición de la longitud de un arco:
Puede servir de ilustración nuestro concepto de la longitud de un arco de curva. Nuestra idea se apoya en la de un alambre encorvado. Imaginemos que hemos enderezado el alambre sin alargarlo; entonces, el segmento de línea recta servirá como medida de la longitud del arco. Pero veamos, ¿qué quiere decir «sin alargarlo»? Queremos decir, sin cambio en su longitud.
Pero este término implica que ya sabíamos algo acerca de la longitud del arco. Tal formulación es evidentemente una petitio principii, y no podría servir como definición matemática.
La alternativa es inscribir en el arco una serie de contornos rectilíneos de un número de lados cada vez mayor. La sucesión de estos contornos se aproxima a un límite, y la longitud del arco está definida como límite de esta serie.
Y lo que es cierto acerca de la noción de longitud lo es con respecto a las áreas, volúmenes, masas, movimiento, presiones, fuerzas, tensiones y deformaciones, velocidades, aceleraciones, etc. Todas estas nociones nacieron en un mundo «lineal», «racional», donde nada tiene lugar sino lo que es recto, plano y uniforme. Y así, o bien debemos abandonar estas nociones racionales elementales —y ello significaría una verdadera revolución, tan profundamente están enraizados tales conceptos en nuestra mente— o hemos de adaptar estas nociones racionales a un mundo que no es ni plano, ni recto, ni uniforme.
Ahora Dantzig está completamente equivocado al suponer que el espacio euclídeo, lineal, plano, recto, uniforme, está enraizado en nuestras mentes en absoluto. Tal espacio es el producto de la alfabetización, y es desconocido para el hombre prealfabetizado o arcaico. Ya vimos antes que hace poco tiempo Mircea Eliada ha dedicado a este tema un libro (The Sacred and the Profane), en el que demuestra que los conceptos occidentales de espacio y tiempo, como continuos y homogéneos, están ausentes en absoluto en la vida del hombre arcaico. Están igualmente ausentes en la cultura china. El hombre prealfabetizado concibe siempre tan solo espacios y tiempos estructurados al modo de la física matemática.
La inestimable demostración de Dantzig consiste en que, para proteger nuestros intereses creados en el espacio euclídeo (esto es, la alfabetización), el hombre occidental ideó el modo, paralelo aunque antitético, del número, para hacer frente a todas las dimensiones no euclídeas de la experiencia diaria. En la página 140 continúa diciendo:
Pero ¿cómo puede adaptarse lo recto y uniforme y plano justamente a su opuesto, lo sesgado y curvo y diverso? ¡Ciertamente que no mediante un número finito de pasos! El milagro puede lograrse solo por ese hacedor de milagros, el infinito. Una vez que hemos decidido adherirnos a nociones racionales elementales, no nos queda otra alternativa que considerar la «curvada» realidad de nuestros sentidos como el paso último de una serie infinita de mundos planos que solo existen en nuestra imaginación.
¡Y el milagro es que da resultado!
Preguntémonos de nuevo ¿por qué el alfabeto fonético ha creado la ficción de un espacio plano, recto y uniforme? El alfabeto fonético, por diferencia con los complejos pictogramas perfeccionados por los grupos sacerdotales de copistas para la administración de los templos, fue un código comercial aerodinámico. Era fácil de aprender y de utilizar por todos, y adaptable a cualquier lenguaje.
El número, queremos decir, es en sí un código audio-táctil, que no tiene sentido sin el complemento de una cultura fonéticoliteraria altamente desarrollada. Unidos, los números y las letras constituyen una poderosa máquina de sístole y diástole para transformar y volver a transformar los modos de conocimiento humano en un sistema de «doble transformación», como el que tan intensamente atrajo a los primitivos humanistas del Renacimiento. Sin embargo, el número está hoy tan anticuado como el alfabeto como medio para dar y aplicar experiencia y conocimiento. Hoy, en la era electrónica, somos tan postnúmero como postalfabeto. Dantzig señala que existe un método de cálculo predactilar (pág 14):
Entre las tribus más primitivas de Australia y África existe un sistema de numeración que no tiene por base ni 5, ni 10, ni 20. Es un sistema binario, es decir, de base 2. Los salvajes todavía no han llegado a contar con los dedos. Tienen números distintos para el 1 y el 2, y números compuestos hasta 6. Más allá de seis todo se designa como «montón».
Indica Dantzig que incluso el contar con los dedos es una especie de abstracción o separación de lo táctil y los otros sentidos, en tanto que el sino que lo precede es una respuesta más «completa». En todo caso, sí lo son los nuevos computadores binarios que prescinden del número y hacen posible la física estructural de Heisenberg. Para el mundo antiguo, los números no habían sido táctiles para la medida, justamente, como se hicieron en el dividido mundo visual del Renacimiento. Como afirma De Chardin en su Le Phénomène humain (pág 50):
Lo que el mundo antiguo medio percibió e imaginó como una armonía natural de los números, la ciencia moderna lo ha captado y lo ha convertido en la precisión de unas fórmulas que dependen de la medición.
En efecto, nuestro conocimiento de la macro-estructura y de la micro-estructura del universo se lo debemos mucho más a la creciente precisión de nuestras mediciones que a la observación directa. Del mismo modo, son las mediciones cada vez más atrevidas las que nos han revelado las condiciones calculables a que están sometidas todas las transformaciones de la materia, según las fuerzas que en ellas entran en juego.
Allá en el espacio visual, en abstracción de los demás sentidos, el mundo del Renacimiento y del siglo XVIII «parecía descansar, estático y fragmentadle, sobre los tres ejes de su geometría. Ahora es una pieza fundida en un único molde». No se trata aquí de una cuestión de valores, sino más bien de la necesidad de comprender cómo los logros del Renacimiento estuvieron asociados con la separación de funciones y sentidos. Pero el descubrimiento de las técnicas visuales de separación y detención estática en un medio tradicional de cultura audiotáctil fue inmensamente fructífero.
Las mismas técnicas empleadas en un mundo que ha sido homogeneizado por esas técnicas han de tener muchas menos ventajas. Dice De Chardin (pág 221):
Estamos habituados a dividir nuestro mundo humano en compartimentos de distintas clases de «realidades»: natural y artificial, físico y moral, orgánico y jurídico, por ejemplo.
En un espacio-tiempo, las fronteras entre esos pares de opuestos, legítima y obligadamente extendidas para que incluyan los movimientos interiores de nuestra mente, tienden a desvanecerse. ¿Existe, después de todo, tan gran diferencia, desde el punto de vista de la expansión de la vida, entre un vertebrado, sea extendiendo sus miembros como un murciélago o sea equipándolos con plumas, y un aviador volando a gran altura con unas alas que ha tenido la ingenuidad de procurarse?
No será necesario extendernos aquí sobre el papel desempeñado por el cálculo infinitesimal como desarrollo de la tecnología de la imprenta. Más neutral que el alfabeto, el cálculo permite la transformación o reducción de cualquier clase de espacio o movimiento o energía a una fórmula uniforme y repetible. En su obra Number: The Language of Science, Dantzig alude a un gran paso que, por la presión de las necesidades comerciales, dieron los fenicios en el campo de los números y del cálculo: «La numeración ordinal, en la que los números están representados por las letras de un alfabeto en su orden sucesivo» (pág 24; véase también pág 221).
Pero empleando las letras, ni los griegos ni los romanos se aproximaron jamás a un método adecuado para realizar operaciones aritméticas: «Esta es la razón de que, desde el comienzo de la historia hasta el advenimiento de nuestra moderna numeración posicional, se alcanzase tan escaso progreso en el arte del cálculo» (pág 25).
Esto es, hasta que se dio al número un carácter visual, espacial, y se lo abstrajo de su matriz audiotáctil, no fue posible separarlo de su dominio mágico. «Un hombre hábil en el arte era considerado como poseedor de poderes casi sobrenaturales… incluso los instruidos griegos nunca se vieron completamente libres de este misticismo del número y de la forma» (págs 25-26).
Con Dantzig es fácil ver cómo la primera crisis de las matemáticas surgió con el intento griego de aplicar la aritmética a la geometría, de transformar una clase de espacio en otra, antes que la imprenta hubiese facilitado los medios de la homogeneidad: «Esta confusión de lenguas persiste hasta hoy. Todas las paradojas de las matemáticas se han desarrollado en torno a la infinitud: desde los argumentos de Zeno a las antinomias de Kant y Cantor» (pág 65). Para nosotros, en el siglo XX, resulta difícil darse cuenta de por qué nuestros predecesores hubieron de tener tantas dificultades en reconocer los diversos lenguajes y suposiciones de lo visual, como opuesto a los espacios audio-táctiles. Fue precisamente el hábito de estar en una clase de espacio lo que hizo que todos los demás espacios pareciesen tan opacos e inmanejables. Desde el siglo XI al siglo XV, los Abaquistas disputaron con los Algoristas.
Esto es, las gentes de letras disputaron con las gentes de números. En algunos lugares, los números arábigos fueron prohibidos. En Italia, algunos mercaderes del siglo XIII los utilizaron como código secreto. En la cultura del manuscrito la apariencia exterior de los numerales sufrió muchas alteraciones y, como dice Dantzig (pág 34):
En realidad, los numerales no alcanzaron una figura estable hasta la introducción de la imprenta.
Puede añadirse, entre paréntesis, que el influjo estabilizador de la imprenta fue tan grande que los numerales tienen hoy esencialmente la misma apariencia que los del siglo XV.
La imprenta aseguró la victoria de los números, o posiciones visuales, a principios del siglo XVI. A finales del mismo siglo ya estaba desarrollándose el arte de la estadística. Escribe Dantzig (pág 16):
A finales del siglo XVI fue el tiempo en que en España se imprimieron las cifras de población de las provincias y de los pueblos. Fue el tiempo en que los italianos comenzaron también a interesarse seriamente por la estadística demográfica, y en la confección de censos. Fue el período en que tuvo lugar, en Francia, una controversia entre Bodin y cierto señor de Malescroit sobre las relaciones entre la cantidad de moneda en circulación y el nivel de los precios.
Pronto se produjo una gran preocupación por los medios y vías para acelerar los cálculos aritméticos:
Para nosotros resulta difícil darse cuenta de lo laboriosos y lentos que fueron los métodos conocidos a los europeos medievales para la realización de cálculos «que nos parecen ahora del carácter más simple». La introducción de los números árabes en Europa hizo más fácil que los números romanos el empleo de dispositivos calculadores, y el uso de los primeros parece haberse extendido rápidamente hacia finales del siglo XVI, al menos en el continente. Entre 1590, aproximadamente, y 1617, John Napier inventó sus curiosos «huesos» para calcular. Hizo seguir su invención del más célebre descubrimiento de los logaritmos. Fueron adoptados en toda Europa casi en seguida, y, en consecuencia, los cálculos aritméticos se aceleraron inmensamente (pág 17).
Se produjo entonces un hecho que dramatiza la separación entre letras y números del modo más impresionante. En Cultural Foundations of Industrial Civilization (págs 17-18) cita Nef los estudios de Lucien Febvre relativos al súbito cambio en el cálculo, de modo que «el viejo hábito de sumar y restar de izquierda a derecha, que todavía prevalecía, según Lucien Febvre, a fines del siglo XVI, comenzó a ser sustituido por el método mucho más rápido de hacerlo de derecha a izquierda». Es decir, que la separación de letras y números, que tanto había tardado en producirse, se logró finalmente al abandonar el hábito seguido en la lectura, de izquierda a derecha, en el uso de los números.
Nef gasta el tiempo (pág 19) tratando de resolver el problema de integrar la fe, el arte y la ciencia. La religión y el arte quedan automáticamente excluidos de un sistema de pensamiento cuantificado, uniforme y homogéneo:
«Una de las mayores distinciones que ha de hacerse entre la obra de los dos períodos se relaciona con el lugar ocupado por la fe y el arte en la investigación científica. Hasta el último período, apenas si empezaron a perder su importancia como base del razonamiento científico».
Hoy, cuando también la ciencia ha pasado del modo de observación segmentado al configurativo o estructural, es difícil descubrir las causas de dificultad y confusión que rodearon estas cuestiones desde el siglo XVI al XIX. Fue, notablemente, el método de Claude Bernard en medicina experimental, a finales del siglo XIX, lo que reconquistó las dimensiones heterogéneas del milieu intérieur al mismo tiempo exactamente que Rimbaud y Baudelaire desviaban la poesía hacia el paysage intérieur. Pero, durante tres siglos antes, las artes y las ciencias estuvieron dedicadas a la conquista del milieu extérieur por medio de una nueva cuantidad y homogeneidad visual, derivada especialmente de la palabra impresa. Y fue la imprenta lo que permitió a las letras y a los números seguir desde entonces sus caminos divergentes y especializados hacia la confusión de las artes y las ciencias. Pero, al principio, escribe el profesor Nef en su obra Cultural Foundations of Industrial Civilization (pág 21):
El nuevo deseo, que entonces surgía, de ver la naturaleza, incluyendo los cuerpos animales y humanos, como se aparecen directamente a los sentidos humanos, fue de gran ayuda para la ciencia. Las investigaciones de unos cuantos artistas del renacimiento, que fueron hombres casi universales, en el campo de sus actividades y logros artísticos, ayudaron a las gentes a ver los cuerpos, las plantas y los paisajes de un modo nuevo, en su realidad material. Pero la forma en que el artista emplea las impresiones de los sentidos para crear su mundo independiente es fundamentalmente distinta de la que emplea el científico moderno, y el fenomenal desarrollo de la ciencia dependió en parte de su separación del arte.
Esto es decir solamente que lo que comenzó como una separación de los sentidos en la ciencia se convirtió en la base de toda oposición artística. El artista luchó para retener y volver a ganar lo integral, la interacción de los sentidos en un mundo que estaba buscando la locura por el sencillo camino del aislamiento de los sentidos. Como se indicó en las primeras páginas de este libro, el tema del Rey Lear es precisamente lo que Nef describe como los orígenes de la ciencia moderna.
«Aplasta la gruesa redondez del mundo —grita Lear, como maldición para destrozar de golpe— el más preciado canon de los sentidos». Y el destrozar de golpe, el aislar lo visual, es la gran proeza de Gutenberg y de la proyección de Mercator Y Dantzig (pág 125) señala:
«Así, las pretendidas propiedades de la línea recta son la propia obra del geómetra. Deliberadamente olvida el grosor y la anchura, supone deliberadamente que la cosa común a dos de tales líneas, el punto de intersección, está privada de toda dimensión…; pero estos supuestos son arbitrarios, una ficción conveniente, en el mejor de los casos».
Para Dantzig resulta fácil ver cuán imaginativa fue la geometría clásica. Se nutrió ávidamente de la imprenta, después de haber sido engendrada por el alfabeto. Y las geometrías no euclídeas conocidas en nuestros días dependen también de la tecnología eléctrica para su nutrición y plausibilidad, pero esto no lo ven ahora los matemáticos más que los matemáticos del pasado vieran las relaciones con el alfabeto y la imprenta. Hasta ahora se ha dado por supuesto que en tanto estén todos hipnotizados por el mismo sentido o hechizo, la homogeneidad resultante en los estados mentales será suficiente para la asociación humana. Que la imprenta hipnotizó cada vez más al mundo occidental es hoy el tema de todos los historiadores del arte y de la ciencia, porque ya no viven bajo el hechizo del sentido visual aislado. Todavía no hemos empezado a preguntarnos bajo qué nuevo hechizo estamos viviendo. En lugar de hechizo puede resultar más aceptable decir «supuestos» o «parámetros» o «estructuras de referencia». No importa cuál sea la metáfora, ¿no es absurdo que los hombres vivan involuntariamente alterados en su vida interior por alguna simple extensión tecnológica de sus sentidos íntimos? El cambio de la proporción entre nuestros sentidos, provocado por la exteriorización de ellos, no es una situación ante la que hayamos de sentirnos impotentes. Los computadores pueden ser programados ahora para toda posible variedad de proporciones de los sentidos. Podemos, pues, leer exactamente cuáles serían los supuestos culturales resultantes, en las artes y las ciencias, de una nueva proporción específica como la producida por la televisión, por ejemplo.
A lo largo de Finnegans Wake, Joyce define la Torre de Babel como la torre del Sueño, esto es, la torre de las suposiciones insensatas; o como lo que Bacon llama el reino de los ídolos. La figura de Bacon siempre se ha aparecido como llena de contradicciones. Como hombre representativo de la ciencia moderna, siempre se ha visto que tenía los pies firmemente apoyados en la Edad Media. Su prodigiosa reputación como renacentista deslumbra a aquellos que no pueden hallar nada científico en su método. Mucho más docto que el furioso pedagogo Petras Ramus, comparte, sin embargo, con él un extremo prejuicio visual, que lo relaciona con su pariente Roger Bacon en el siglo XII y con Newton en el XVIII. Todo lo que se ha dicho hasta ahora en este libro sirve de introducción a Francis Bacon. Y si no hubiésemos presentado ya la obra de Ong, Dantzig y Nef, no sería fácil ver la significación de Bacon.
Sin embargo, en sus propios términos ya tiene significación. Resulta coherente una vez aceptado su supuesto de que la naturaleza es un libro cuyas páginas han sido manchadas por la Caída del Hombre. Pero porque pertenece a la historia de la ciencia moderna, nadie ha estado dispuesto a aceptar sus supuestos medievales. Ong, Nef y Dantzig habrán ayudado a aclarar este punto. Desde la antigüedad hasta el tiempo de Bacon, el movimiento científico fue un esfuerzo para librar lo visual de los demás sentidos. Pero este esfuerzo fue inseparable de la cultura del manuscrito y de la imprenta. Así, el medievalismo de Bacon habría sido inoportuno en su época. Como explican Febvre y Martin en L’Apparition du Livre, los dos primeros siglos de cultura tipográfica fueron casi completamente medievales en contenido. Más del noventa por ciento de todos los libros impresos fue de origen medieval. Y en Cultural Foundations of Modern Industrialism (pág 33), el profesor Nef insiste en que fue el universalismo medieval, o fe en la aptitud del intelecto para comprender todos los seres creados, lo que «dio a los hombres el valor de leer de nuevo el libro de la naturaleza, que casi todos los europeos suponían hecho por Dios y revelado por Cristo… Leonardo de Vinci, Copérnico y Vesalio leyeron este libro de nuevo, pero no fueron los descubridores de los nuevos métodos vitales de leerlo. Pertenecen a lo que, en lo principal, fue un período de transición de la vieja ciencia a la nueva ciencia. Sus métodos para examinar los fenómenos naturales se derivaron principalmente del pasado».
Así, la grandiosidad de Santo Tomás está en su explicación de cómo las modalidades del Ser son proporcionales a las modalidades de nuestra intelección.
La observación y la experimentación no eran nuevas. Lo que era nuevo fue la insistencia en la prueba tangible, repetible, visible. Escribe Nef (pág 27):
«Tal insistencia en las pruebas tangibles apenas se remonta más allá de los tiempos de William Gilbert de Colchester, nacido en 1544. En su De magnete, publicado en 1600, Gilbert escribió que no había descripción o explicación en el libro que no hubiese comprobado varias veces "con sus propios ojos"».
Pero antes que la imprenta hubiera tenido un siglo, y más, para vigorizar los supuestos de uniformidad, continuidad y repetibilidad, un impulso como el que sintió Gilbert o una prueba como la que ofrece, hubiera ofrecido poco interés. El mismo Bacon tenía conciencia de la discontinuidad entre su época y toda la historia precedente, y de que esta discontinuidad consistía en la aparición del mecanismo. En Novum Organum escribe (aforismo 129):
Es bueno observar el poder, los efectos y las consecuencias de los descubrimientos. Y en ninguna parte pueden observarse de modo más conspicuo que en esos tres que fueron desconocidos para los antiguos y cuyo origen, aunque reciente, resulta oscuro: es decir, la imprenta, la pólvora y el imán. Porque estos tres han alterado por completo el aspecto del estado de cosas en todo el mundo; el primero, en la literatura; el segundo, en la guerra, y el tercero, en la navegación; de lo que se han seguido innumerables cambios; tantos que ningún imperio, ninguna secta, ninguna estrella parece haber ejercido mayor poder e influjo en los asuntos humanos que estos inventos mecánicos.
«Con Bacon entramos en un nuevo clima mental», escribe Benjamín Farrington en Francis Bacon: Philosopher of Industrial Science (pág 141). «Cuando lo analizamos, nos damos cuenta de que no consiste tanto en un avance científico como en la bien fundada confianza en que la vida del hombre puede ser transformada por la ciencia. Lo que dice Farrington es que si las cosas no hubieran salido tan bien para el hombre y la ciencia, habría tenido que considerar la confianza de Bacon como vacua palabrería».
Quien conozca bien las raíces medievales de Bacon podrá defender mejor su plausibilidad intelectual. La frase misma «ciencia experimental» fue inventada y usada en el siglo XIII por Roger Bacon, de la misma familia de Francis. Roger establece una distinción total entre el razonamiento deductivo, al insistir sobre la particularidad de la evidencia en su discusión sobre el arco iris[68].
Bacon quedó más impresionado que nadie, excepto Rabelais, por la significación de la imprenta como conocimiento aplicado. Durante toda la Edad Media se consideró la Naturaleza como el libro en el que han de escudriñarse los vestigio, dei. Bacon aprendió la lección de la imprenta interpretándola en el sentido de que ahora podríamos, literalmente, publicar la Naturaleza en una nueva edición mejorada. Se piensa en una enciclopedia. Lo que hace a Bacon tan medieval y tan moderno es su completa aceptación de la idea del Libro de la Naturaleza. Pero la sima entre los dos puntos de vista es esta: el Libro de la Naturaleza medieval era para la contemplado, como la Biblia. El Libro de la Naturaleza renacentista era para la applicatio y uso, como los tipos móviles. Un análisis más preciso de Francis Bacon resolverá este problema y aclarará la transición desde el mundo medieval al mundo moderno.
Otra opinión acerca del libro como puente entre lo medieval y lo moderno es la de Erasmo.
Su nueva versión latina del Nuevo Testamento, en 1516, se tituló Novum Organum en 1620. Erasmo dirigió la nueva tecnología de la imprenta a los usos tradicionales de la grammatica y la retórica y a poner en limpio la página sagrada. Bacon empleó la nueva tecnología en un intento de poner en limpio el texto de la Naturaleza. En el diferente espíritu de estas obras se puede calibrar la eficacia de la tipografía en la preparación de la mente para el conocimiento aplicado. Pero tal cambio no es tan rápido ni tan completo como muchos suponen. En su obra Admiral of the Ocean Sea, Samuel Eliot Morison muestra una y otra vez su perplejidad por la incapacidad de los marineros de Colón para defenderse en las circunstancias del Nuevo Mundo: «Colón lo abrazó tan bien como pudo; porque no quedaba ni una corteza de pan que comer a bordo de las encalladas carabelas, y los españoles se morían de hambre. No puedo comprender por qué no podían pescar…» (pág 643).
Después de todo, el tema de Robinson Crusoe es la verdadera novedad, el hombre adaptable e ingenioso, capaz de transferir sus experiencias a nuevos modelos de conducta. La obra de Defoe es el canto épico del conocimiento aplicado. En la primera época de la tipografía las gentes todavía no habían adquirido esta capacidad.
Para poner en claro las extrañas ideas de Bacon sobre la ciencia y el texto del Libro de la Naturaleza, se hace necesaria una breve mirada a esta idea en la Edad Media.
Ernst Robert Curtius ha tocado el tema de «El libro como símbolo» en el capítulo XVI de European Literature and the Latin Middle Ages. Grecia y Roma habían hecho poco uso del libro como símbolo o metáfora, y «fue en la Cristiandad cuando el libro recibió su suprema consagración. La Cristiandad fue una religión o Libro Sagrado. Cristo es el único dios que los antiguos representaron con un libro o rollo de papiro… El mismo Antiguo Testamento contenía gran cantidad de metáforas sobre el libro» (pág 130).
Naturalmente, la aparición del papel en el siglo XII y el consecuente incremento de los libros hacen que se produzca también una eflorescencia de metáforas sobre el libro. Curtius hojea aquí y allá, entre los poetas y los teólogos, y comienza su sección sobre el Libro de la Naturaleza (págs 319-20):
En el concepto popular de la historia es un lugar común favorito decir que el Renacimiento se sacudió el polvo de los amarillentos pergaminos y comenzó a leer el libro de la naturaleza del mundo. Pero esta misma metáfora proviene de la Edad Media latina. Vimos que Alain habla del «libro de la experiencia»… Omnis mundi creatura / Quasi liber et pictura / Nobis est et speculum. En autores más tardíos, especialmente en los homilistas, «scientia creaturarum» y «líber naturae» aparecen como sinónimos. Para el predicador, el Libro de la Naturaleza debe figurar, con la Biblia, como fuente de material.
Sin embargo, es en el mismo Dante, según Curtius (pág 326), donde toda la metafórica medieval del libro se reúne, se intensifica y se amplía… desde el primer párrafo de la Vita Nuova hasta el último canto de la Divina Comedia. En efecto, el propio concepto de summa, inherente a toda organización medieval del conocimiento, es el mismo que el de libro de texto: «Ahora, a la lectura, concebida como forma de recepción y estudio, corresponde la escritura como forma de producción y creación. Los dos conceptos van unidos. En el mundo intelectual de la Edad Media representan, por decirlo así, las dos mitades de una esfera. La unidad de ese mundo quedó destruida al inventarse la imprenta» (pág 328). Y como la obra de Hajnal demostró antes, el entrenamiento oral implícito en la lectura y en la escritura constituyó una unidad cultural para el libro, mucho mayor de lo que sospecha Curtius. La imprenta, según lo ve Curtius, separó también los medios y el motivo del conocimiento aplicado. Los medios crean la necesidad.
Y fue este empleo homilético del libro de la naturaleza el espejo de San Pablo en que vemos ahora en aenigmatate, lo que entronizó a Plinio como un recurso en la exégesis gramatical, desde San Agustín en adelante. Resumiendo, Curtius estima (pág 321) «que el concepto del mundo o de la naturaleza como "libro" tuvo su origen en la oratoria sagrada, fue adoptado entonces por la especulación medieval místico-filosófica, y pasó finalmente al uso común».
Curtius pasa después (pág 322) a ocuparse de los escritores del Renacimiento, como Montaigne, Descartes, Thomas Browne, que adoptaron la metáfora sobre el libro, y Bacon: El concepto teológico es preservado por Francis Bacon: Num salvator noster inquit: Erratis nescientes Scripturas et potentiam Dei (San Mateo, 22, 29), ubi duos libros, ne in errores, proponit nobis evolvendos. (pe Augmentis Scientiarum, Libro I.) No obstante, puesto que la finalidad que ahora perseguimos consiste simplemente en relacionar la noción baconiana de ciencia con la tradición medieval de las dos Escrituras de la Revelación y la Naturaleza, resulta posible limitar la discusión a The Advancement of Learning, fácilmente asequible en la edición de Everyman Library. También aquí hace uso Bacon del mismo texto de San Mateo (págs 41-42):
… pues como los Salmos y otras Escrituras nos invitan frecuentemente a considerar y ensalzar las grandes y maravillosas obras de Dios, si nos detuviésemos solamente en la contemplación de su exterior, del aspecto que primero ofrecen a nuestros sentidos, haríamos una injuria semejante a la Majestad de Dios, como si juzgásemos o infiriésemos del surtido de algún excelente joyero solamente por lo que expone de vista a la calle en su tienda. Los otros, porque procuran una ayuda singular y preservadora contra el descreimiento y el error: porque nuestro Salvador dijo: Erráis no sabiendo las Escrituras ni el poder de Dios; poniendo ante nosotros dos libros o volúmenes en que estudiar, si hemos de asegurarnos contra el error: primero, las Escrituras, que revelan la voluntad de Dios; y luego las criaturas que manifiestan Su Poder; con lo que el último es una clave del primero: no solo porque abre nuestro entendimiento para la concepción del verdadero sentido de las Escrituras mediante las nociones generales de la razón y las reglas del lenguaje; sino principalmente despertando nuestra fe, llevándonos a la debida meditación sobre la omnipotencia de Dios, que aparece firmada y grabada principalmente en sus obras. Tanto puede decirse, en consecuencia, con respecto al testimonio y evidencia divinos en relación con la verdadera dignidad y valía del Estudio.
El pasaje que sigue contiene el tema tan reiterado por Bacon de que todas las artes son formas de conocimiento aplicado con el propósito de disminuir los efectos de la Caída:
Con respecto al lenguaje y las palabras, su consideración ha producido la ciencia de la gramática; porque el hombre todavía se esfuerza por reintegrarse a aquellas bendiciones de las que por su culpa se vio privado; y del mismo modo que ha luchado contra la primera maldición general con la invención de todas las otras partes, así ha procurado librarse de la segunda maldición general, que fue la confusión de lenguas, con el arte de la gramática; cuyo uso en la lengua madre es pequeño, y mayor en una lengua extranjera; pero principalmente en tales lenguas extranjeras que han dejado de ser lenguas vulgares y se han convertido en lenguas cultas (pág 138).
Es la Caída del Hombre lo que engendra las artes del conocimiento aplicado, para alivio del bajo estado del hombre:
Y así, en los tiempos anteriores al diluvio, las sagradas crónicas, en aquellas escasas anotaciones que en ellas hay registradas, se han dignado mencionar y honrar el nombre de los inventores y autores de la música y de los trabajos en metal. En los tiempos posteriores al diluvio, la confusión de lenguas fue el primer gran juicio de Dios sobre la ambición del hombre; con lo que fueron principalmente entorpecidos el libre comercio y el intercambio de estudio y conocimientos (pág 38).
Bacon siente la mayor preocupación por la clase de trabajo realizado por el hombre antes de la Caída (pág 37):
Después que la creación estuvo terminada, se establece para nosotros que el hombre fue colocado en el jardín para trabajar en él; tal trabajo para él señalado no podía ser otro que el trabajo de la Contemplación; esto es, cuando la finalidad del trabajo no es sino el ejercicio y la experimentación no la necesidad; porque no habiendo entonces desgana por parte de la criatura, ni sudor de su frente el empleo del hombre debió de haber sido en consecuencia materia de deleite en el experimento, y no cuestión de trabajo para el uso. Y aún, los primeros actos que el hombre realizó en el Paraíso consistieron en las dos partes sumarias del conocimiento: la contemplación de los animales y limposición de nombres. En cuanto al conocimiento que indujo a la Caída fue, como antes se dijo, no el conocimiento natural de las criaturas, sino el conocimiento moral del bien y del mal, de que ellas habían tenido otros orígenes, que el hombre aspiraba a conocer con el fin de hacer una total defección de Dios y depender por completo de sí mismo.
Antes de la Caída, el propósito del trabajo era solo la experiencia o «experimento», «no la necesidad», «ni cuestión de trabajo para el uso». Resulta extraño que, no obstante sea Bacon completamente explícito y reiterativo en su derivación de las Escrituras de su programa de conocimiento aplicado, hayan evitado sus comentadores este tema. Bacon introduce la Revelación en todas las partes de su programa haciendo resaltar no solo el paralelismo entre el Libro de la Naturaleza y el de la Revelación, sino también entre los métodos empleados en ambos.
El Adán de Bacon parecería corresponder al poeta de Shakespeare, que emplea toda su impoluta intuición para penetrar en todos los misterios y designarlos como un mago nominalista:
La mirada del poeta, en su bello delirio,
va del cielo a la tierra, de la tierra al cielo,
y a medida que la imaginación da cuerpo a las cosas
desconocidas, la pluma del poeta les da forma,
da a la nada etérea habitación y nombre [69].
Por comparación, el Adán de antes de la Caída es para Milton un aperreado trabajador del campo:
Entonces hablan de cómo pueden mejor afanarse aquel día en su creciente trabajo, porque su tarea excedía con mucho el rendimiento de las manos de dos que cultivan huerta tan dilatada[70].
Milton debía de tener alguna intención irónica.
El concepto baconiano del conocimiento aplicado concierne a los medios de restaurar el texto del Libro de la Naturaleza, que había sido desfigurado por la Caída, así como nuestras facultades han sido deterioradas. Del mismo modo que Bacon se esfuerza en enmendar el texto de la Naturaleza con sus Historias, trata de reparar nuestras facultades con sus Essays or Counsels, Civil and Moral, o públicos y privados.
El roto espejo o cristal de nuestras mentes ya no permite el paso de la «luz al través», sino que nos fascina con luces rotas, rodeándonos de ídolos.
Del mismo modo que Bacon se apoya en la grammatica inductiva tradicional para su exégesis de los dos libros de la Naturaleza y la Revelación, confía grandemente en el concepto ciceroniano de la elocuencia como conocimiento aplicado, uniendo explícitamente a Cicerón y Salomón a este respecto. En Novum Organum (págs. 181-82) escribe:
Ni ello ha de dudarse en absoluto, que este conocimiento ha de ser tan variable como si no estuviese sometido a precepto; porque es mucho menos infinito que la ciencia del gobierno, la cual, como vemos, está perfeccionada y en alguna parte compendiada. Parece ser que algunos de los antiguos romanos, en los tiempos más serios y sabios, fueron profesores de esta sabiduría; porque registra Cicerón que entonces estaba en uso que los senadores con renombre y consideración de hombres sabios en general, como Coruncanio, Curio, Lelio y muchos otros, pasearan a ciertas horas por la plaza y diesen audiencia a los que deseaban recibir su consejo; y que los ciudadanos particulares recurriesen a ellos y les consultasen acerca del matrimonio de una hija, del empleo de un hijo, de la compra de una ganga, o sobre una acusación, o cualquier otro incidente de la vida. Y así existe una sabiduría para aconsejar y orientar, incluso en casos particulares, que surge de una penetración universal en los asuntos del mundo y que se emplea en los casos particulares propuestos, pero que se cosecha en la general observación de casos de la misma naturaleza. Así lo vemos en el libro que Q. Cicerón escribió a su hermano, De petitione consulatus (único libro de negocios que conozco, escrito por los antiguos), que, si bien trataba de una acción particular emprendida, su contenido consistía en gran cantidad de sabios axiomas políticos que encerraban, no una temporal, sino una instrucción permanente para las elecciones populares. Pero principalmente podemos ver aquellos aforismos que han alcanzado un lugar entre los escritos sagrados, escritos por el rey Salomón (cuyo corazón, según testifican las Escrituras, era como las arenas de la playa y encerraba el mundo y todas las cuestiones del mundo), ver, digo, no , pocos preceptos, profundos y excelentes, no pocas advertencias y situaciones que abarcan una gran variedad de ocasiones, con lo que dedicaremos algún tiempo ofreciendo a consideración cierto número de ejemplos.
Bacon tiene mucho que decir de Salomón, como predecesor suyo que fue. En efecto, su teoría pedagógica del aforismo está tomada de Salomón: Del mismo modo, en la persona de Salomón vemos que el don de la sabiduría, sea en la demanda que de él hace el mismo Salomón, sea en el consentimiento divino de otorgárselo, es preferido a todas las otras felicidades terrenas y temporales. En virtud de esta concesión o don de Dios, Salomón fue capaz, no solo de escribir esos excelentes Aforismos o Parábolas relativas a la filosofía divina o moral, sino también de compilar una Historia Natural de todos los vegetales, desde el cedro que crece en la montaña hasta el musgo de los muros (rudimento entre putrefacción y hierba), así como de todos los seres que respiran y se mueven. Y aún más, este Rey Salomón, aunque excelente en la gloria de su tesoro y magnificencia de sus edificios, en su flota y navegación, en sus domésticos y servidores, en su fama y renombre, no reclamaba ninguna de estas glorias, y sí solo la gloria de investigar la verdad; como él mismo expresó: La gloria de Dios es hacer secreta una cosa, pero la gloria del rey es descubrirla; como si, al igual que en un inocente juego de niños, la Divina Majestad se complaciese en ocultar sus obras, a fin de que fueran descubiertas; y como si los reyes no pudiesen alcanzar mayor honor que ser los compañeros de Dios en este juego, considerando el gran dominio que tienen sobre los espíritus y los medios, que nada puede ocultárseles.
Al comparar el descubrimiento científico con un juego de niños, Bacon nos lleva a otra de sus nociones básicas: la de que si el hombre perdió el Edén por orgullo ha de recuperarlo por la humildad.
Ocurre lo mismo con las distintas clases de ídolos y sus seguidores: todos deben ser rechazados y apartados con firme y solemne determinación, y liberar y purificar la propia inteligencia; la entrada en el reino del hombre, fundado en la ciencia, no es muy distinta a la entrada en el reino de los cielos, en los que nadie es admitido si no se hace como un niño[71].
Ya en sus Ensayos (págs 289-90) Bacon sostuvo, en la misma forma, que «la ruta que propongo seguir para el descubrimiento de las ciencias es aquella que concede poco a la agudeza y vigor del espíritu, pero pone a todos los espíritus e inteligencias casi al mismo nivel». La imprenta había no solo inspirado a Bacon la idea del conocimiento aplicado por medio de la homogeneidad del procedimiento segmentario, sino que le dio el convencimiento de que los hombres llegarían a encontrarse en un mismo nivel, en sus capacidades y realizaciones. Esta doctrina ha dado origen a ciertas extrañas especulaciones, pero pocos discutirían el poder de la imprenta para igualar y extender el proceso del conocimiento, del mismo modo que la artillería niveló los castillos y los privilegios feudales. Bacon, por tanto, sostiene que, por medio de vastos recorridos enciclopédicos, puede ser reestablecido el texto de la Naturaleza. El espíritu del hombre puede ser reconstruido de modo que pueda volver a reflejar una edición más perfecta del Libro de la Naturaleza. Hoy es un espejo encantado, pero el encanto puede romperse.
Resulta, pues, evidente que Bacon no podía tener más respeto al escolasticismo que por la dialéctica de Platón y Aristóteles, «porque la misión del Arte es perfeccionar y exaltar la Naturaleza, y ellos, por el contrario, la han agraviado, calumniado y traicionado» [72].
Ya al principio de The Advancement of Learning (pág 23) Bacon ofrece una breve historia de la prosa del Renacimiento, que aclara indirectamente el papel de la imprenta:
Guiado sin duda por una más alta providencia, Martín Lutero razonó y comprendió todo lo que significaba su enfrentamiento contra el obispo de Roma y las degeneradas tradiciones de la Iglesia, y al darse cuenta de su soledad, de la falta de ayuda por parte de la opinión de su tiempo, se vio obligado a despertar toda la Antigüedad y a llamar en su ayuda a los tiempos pasados para constituir un partido contra los tiempos presentes.
Los autores antiguos, tanto teólogos como humanistas, tanto tiempo olvidados en las bibliotecas, comenzaron, en general, a ser leídos y hojeados. En consecuencia, surgió la necesidad de conocer y escribir mejor las lenguas en que estos autores escribieron originalmente, para una mejor comprensión de sus obras y para mejor imponer y aplicar sus palabras. Con ello creció de nuevo el deleite en su manera de decir y estilo, y una nueva admiración por aquella forma de escribir; deleite y admiración que aumentaron y se precipitaron a causa de la enemistad y oposición que los proponentes de aquellas opiniones primitivas, pero aparentemente nuevas, mostraban contra los escolásticos, generalmente del partido contrario, y cuyos escritos eran de un estilo y forma por completo distinto; que se tomaban la libertad de acuñar y conformar nuevos términos de arte para expresar sus propios conceptos y para evitar circunloquios, sin preocupación por la pureza, el encanto, o lo que podría llamar legitimidad de la frase o de la palabra.
Bacon afirma aquí que todo el esfuerzo humanístico para resucitar las lenguas y la historia antigua fue incidental en las querellas religiosas. Las prensas de imprimir habían hecho asequibles los autores de tiempos remotos. Las gentes comenzaron a imitar su estilo. Los escolásticos escribían en forma tan técnica y tersa que pasaron de moda y fueron completamente incapaces de ganar popularidad entre el nuevo público lector. Este público, cada vez más numeroso, solo podía ser ganado por la florida retórica, y añade Bacon:
Para ganárselos y persuadirlos, se hizo necesario, como medio más adecuado y enérgico para penetrar en el espíritu del vulgo, recurrir a la elocuencia y a la variedad en el discurso: de suerte que, en concurrencia estas cuatro causas, la admiración por los antiguos escritores, el odio a los escolásticos, el estudio profundo de las lenguas y la eficacia de la predicación, introdujeron el amor por el estudio de la elocuencia y la imitación de lenguaje, que empezaron entonces a florecer. Pronto llegó a convertirse en un exceso, porque se buscaban más las palabras que los temas, más la exquisitez de la frase, la composición rotunda y clara de los períodos, el suave descenso de las cláusulas y la variedad y adorno de las obras con tropos y figuras, que el peso de las ideas, valor del tema, solidez del argumento, vivacidad de la invención o profundidad del juicio. Fue entonces cuando comenzó a ganar precio la fluente y lacrimosa inspiración del obispo portugués Osorio. Entonces también cuando Sturm se tomó infinitos y curiosos cuidados acerca de Cicerón el Orador y Hermógenes el Retórico, a más de sus libros de Períodos e Imitación, y otros semejantes.
También entonces cuando Car, de Cambridge, y Ascham en sus lecciones y escritos, casi deificaron a Cicerón y Demóstenes, y tentaron a todos los jóvenes estudiosos con este delicado y pulido género de saber. Entonces aprovechó Erasmo la oportunidad para componer el Eco burlesco: decem anuos consumpsi in legendo Cicerone; y el Eco le respondió en griego, Bus Asine. Entonces llegó a ser despreciado, por bárbaro, el saber de los escolásticos. En resumen, la inclinación y tendencia de aquellos tiempos iba más a la imitación que a la solidez.
En el espacio de una página, poco más o menos, Bacon ofrece una imagen detallada de las luchas y modas literarias de su tiempo. Como su idea sobre los métodos científicos, su idea acerca de la escena literaria está enraizada en la religión. Su esbozo de una historia de la prosa inglesa todavía ha de ser examinado seriamente por los historiadores de la literatura. Cuando Bacon dice, por ejemplo: «Entonces llegó a ser despreciado, por bárbaro, el saber de los escolásticos» no dice que él mismo lo desprecie. No siente ningún respeto por la ornamentada y afectada elocuencia que corrientemente jugaba sus triunfos.
Tras este esquema de algunos aspectos del conocimiento aplicado en el medievalismo de Bacon, ha llegado el momento de considerar algunas de las aplicaciones de la tecnología de la imprenta en la vida individual y nacional. Y aquí se hace necesario considerar a los escritores y las lenguas vulgares como configurados por la nueva extensión que la imprenta había dado a la imagen visual.
Algunos autores han sugerido recientemente que toda la literatura de imaginación desde el Renacimiento casi podría considerarse como una exteriorización de la confesión medieval. En Anatomy of Criticism (pág 307), Northrop Frye señala la fuerte corriente autobiográfica seguida por la prosa de imaginación, siguiendo a San Agustín, que parece haber creado el género, y Rousseau, que estableció su forma moderna. La tradición anterior dio a la literatura inglesa Religio Medici, Grace Abounding y la Apología de Newman, a más del similar, pero ligeramente distinto, tipo de confesión preferido por los místicos.
Particularmente el soneto, como nueva forma de confesión pública alimentada por la imprenta, merece estudio, pues que está relacionado con nuevas formas de versificación. El conocido soneto de Wordsworth acerca del soneto toca algunas notas de La galaxia Gutenberg:
No desprecies el soneto; Crítico, frunciste el ceño
sin estimar sus honores justos; con esta llave
su corazón abrió Shakespeare; la melodía
de este pequeño laúd alivió dio a la herida de Petrarca;
mil veces el Tasso hizo sonar este caramillo;
con él consoló Camoens la pena del exiliado;
como alegre hoja de mirto resplandeciera el soneto
en medio de los cipreses con que el Dante coronó
su frente de visionario; luciérnaga brillante,
alegró al suave Spencer, traída del País de las Hadas
para abrirse paso en las sendas oscuras; y cuando la niebla
cayó en torno del camino de Milton, en sus manos
el instrumento se hizo tormenta con que lanzó al aire
confortantes acentos, ¡ay, muy pocos!
Más de un solo de trompeta ha podido interpretarse gracias al medio de la imprenta, y que de otro modo no se habría compuesto. La sola existencia de la imprenta creó la necesidad y la posibilidad de nuevos modos de expresión, y al mismo tiempo:
Amando de verdad, y decidido a expresar mi amor en verso, que ella, mi amada, pudiera complacerse en mi dolor,
—el placer podría hacerle leer, la lectura, hacerle saber, el conocimiento, ganar su piedad, y la piedad lograr su gracia—, busqué adecuadas palabras para pintar la faz más negra del dolor; estudiando bellas ficciones para entretener su espíritu,
volviendo a veces páginas ajenas para ver si de ellas fluían algunas frescas y fructíferas linfas sobre mi abrasado cerebro.
Pero las palabras venían renqueando, impidiendo que la Invención se mantuviese;
La Invención, hija de la naturaleza, huía los golpes de su padrastro el Estudio,
y los pies ajenos eran además extraños en mi camino.
Así, en mi avanzado embarazo por hablar, desvalido en mis angustias mordiendo mi rebelde pluma y golpeándome de despecho,
«Loco», me dijo mi Musa, «escucha tu corazón y escribe»[73].
Como hemos visto, la exteriorización o expresión de la mente bajo las condiciones de la cultura del manuscrito estaba muy constreñida. El poeta o el escritor se hallaban muy lejos de poder emplear la lengua vulgar como sistema de comunicación pública.
Con la imprenta, el descubrimiento de la lengua vulgar como sistema de comunicación pública fue inmediato. La figura de Pietro Aretino (1492-1556) servirá para aclarar este cambio súbito. Ilustra también el cambio súbito que sustituye la confesión o auto-acusación privada por la denuncia de los otros. El Aretino fue conocido en su tiempo por «el flagelo de los príncipes»:
Fue un monstruo, verdaderamente: negar esto es menospreciarlo; pero, sobre todo, fue un hombre de su tiempo, expresión la más libre, quizá, de la edad en que vivió, el siglo XVI. Esto, y su enorme habilidad, junto al hecho de que fundó la prensa moderna y utilizó el arma hasta entonces desconocida de la publicidad con una apreciación incomparable de su poder, son sus principales méritos para que nos ocupemos de él[74].
Nacido dos años después que Rabelais, llegó, como él, a tiempo justo de empuñar el instrumento nuevo, la imprenta. Iba a convertirse en un Northcliffe, un hombre-orquesta del periodismo.
En cierto sentido, por su proclividad hacia el «sensacionalismo», es un precursor de Hearst, lord Northcliffe y otros, al mismo tiempo que el padre de la temible tribu de los modernos agentes de prensa que, cuando quieren darse aires de importancia, se hacen «publicistas». Está su jactancia de que en el mundo «la Fama la vendo yo». Necesitaba publicidad; era su vida; y sabía ciertamente cómo conseguirla… Tenemos, pues, un hombre que puede ser llamado, con un criterio cronológico, el primer realista de la literatura, el primer periodista, el primer publicista, el primer crítico de arte[75].
Como su contemporáneo Rabelais, sintió el gigantismo latente en la uniformidad y repetibilidad de la palabra impresa. De origen modesto y sin educación, el Aretino utilizó la Prensa del mismo modo que ha venido siendo utilizada desde entonces.
Escribe Putman (pág 37):
Si en aquella época fue el Aretino el hombre probablemente más poderoso de Italia, quizá del mundo, la razón ha de buscarse en la nueva fuerza que había descubierto, esa fuerza que hoy llamamos «el poder de la Prensa». El Aretino la consideraba como el poder de su pluma. El mismo no se daba cuenta del verdadero fuego de Prometeo con que estaba jugando. Todo lo que sabía es que tenía un instrumento tremendo en sus manos, y lo empleaba con tanta falta de escrúpulos como ha venido siendo empleado reiteradamente desde su época. Era capaz de ser —véanse sus cartas— tan hipócrita como la Prensa moderna.
Putman continúa (pág 41) diciendo que el Aretino fue «quizá el mayor chantajista de la historia, el primer exponente verdaderamente moderno de la "pluma envenenada"». Es decir, que el Aretino consideraba realmente la imprenta como un confesonario público con él como Padre Confesor, pluma o micrófono en mano.
Hutton cita al Aretino en la página XIV de su estudio:
«Cuiden otros del estilo y dejen de ser ellos mismos. Sin maestro, sin modelo, sin guía, sin artificio trabajo yo y me gano la vida, el bienestar y la fama. ¿Qué más necesito? Con una pluma de ganso y unas hojas de papel, me río del universo».
Ya volveremos a este «sin modelo, sin guía», porque fue literalmente cierto. La imprenta fue un instrumento sin precedentes. No tenía escritores ni público lector propios, y por largo tiempo tuvo que conformarse con la clase de escritor y de público creada por las condiciones del manuscrito. Como Febvre y Martin explican en L'Apparition du Livre, la imprenta hubo de contar durante los doscientos primeros años casi enteramente con los manuscritos medievales. En cuanto al papel del autor, no existía, y el escritor, durante cerca de dos siglos, hubo de usar distintas máscaras, de bufón o de predicador, descubriendo, solo en el siglo XVIII, el papel de «hombre de letras»:
Jaques. —He de tener libertad, además; patente tan amplia como el viento, para soplar donde me plazca, que así la tienen los locos. Y más han de reír aquellos más lastimados por mi locura. Y ¿por qué han de hacerlo, señor? El por qué es llano como el camino de la iglesia parroquial: aquel a quien ataca ingeniosamente un bufón obrará torpemente, aunque le escueza, al no mostrarse indiferente al golpe. De lo contrario, incluso las miradas casuales del bufón pondrán al desnudo la locura del sabio.
Vestidme un hábito abigarrado. Dadme permiso para decir lo que pienso, y limpiaré de arriba abajo el cuerpo loco del infecto mundo, si quieren tomar pacientemente mi medicina[76].
Aunque comprometido en esta catártica empresa, Shakespeare sintió con amargura la ausencia de oficio. Leemos en su Soneto CX:
¡Ay! Es verdad, de aquí para allá anduve,
hice de mí un bufón ante las gentes,
herí mis sentimientos y he vendido
barato lo más caro…
La moda de la imprenta lo atrajo poco, y no hizo esfuerzos por publicar, ya que la circulación de su obra en forma impresa no le hubiese conferido dignidad. Fue completamente al contrario para el teólogo. Cuando Ben Jonson publicó sus comedias en 1616 con el título Obras de Ben Jonson, se produjeron muchos comentarios irónicos.
Es interesante el hecho de que Shakespeare comentara acerca del oficio de escritor, en su aspecto de confesor, «he vendido barato lo más caro», porque actor o autor, su andar «de aquí para allá» le hubiera parecido lo mismo. Y es este derramamiento en confesión de asunto privados y opiniones personales lo que pareció al Aretino y sus contemporáneos que justificaba la asociación de la imprenta con la pornografía y la obscenidad. Este es el parecer que domina en Dunciad, de Pope, a principios del siglo XVIII. Pero en el Aretino, este cambio de la confesión privada por la acusación pública es la respuesta perfectamente natural a la tecnología de la imprenta.
En realidad, afirma Raimondi, el Aretino «es una prostituta». Tiene el instinto de la rebelión social de la prostituta. Arroja fango no solo a la cara de sus contemporáneos, sino también a la de todo un pasado. Parecería como si levantase el mundo y lo colocara a contraluz del sol… Todo es obsceno y libidinoso, todo está en venta, todo es falso, nada es sagrado. El mismo hace mercancía de las cosas sagradas para ganar dinero, y escribe vidas románticas de santos. ¿Y luego? Como la Nanna y Pippa, estima conveniente mantenerse sobre los hombres y sujetarlos con las riendas de sus propios vicios… Las enseñanzas que la Nanna imparte a Pippa son las mismas que guiaron la vida del Aretino[77].
Es necesario tener presente que el gigantismo generado por la imprenta afectó no solo a los autores y a las lenguas vulgares, sino también a los mercados. Y la súbita expansión de amplios mercados y del comercio, bajo la inspiración de esta primera forma de producción en masa, apareció como manifestación visible de toda la venalidad latente en la especie humana. No es este, pues, el último de los efectos del juego del componente visual en la experiencia del hombre. La técnica de traducción que es el conocimiento aplicado, es acrecida objetivamente hasta abarcar los crímenes y motivos ocultos del género humano en una nueva forma de autoexpresión. La imprenta es ávida de materias intensas y sensacionales que difundir, porque visualmente es una forma grandemente intensificada de la palabra escrita. Este hecho no es más básico para la comprensión de los periódicos corrientes que para la apreciación de lo que estaba ocurriéndoles al lenguaje y a la expresión en el siglo XVI:
Merece la pena estudiar al Aretino porque es un hombre de genio y porque resume y expresa aquella desastrosa época de anarquía, su completo desorden y colapso moral, su complacencia en insultar y despreciar el pasado, su repudio del toda vieja autoridad y tradición. Y si añadimos a esto que inventó un arma, para sus fines, que en la actualidad ha llegado a ser más poderosa que cualquier gobierno establecido, parlamento electo o monarquía hereditaria —la publicidad, la Prensa— , hay excusa más que suficiente para publicar este libro[78].
La imprenta, como sistema de comunicación pública que dio un enorme poder de amplificación a la voz individual, pronto halló una nueva forma de expresión: el drama popular isabelino. Las primeras líneas del muy popular Tamburlaine the Great, de Christopher Marlowe, nos procuran todos nuestros nuevos temas:
De las cribadas vetas del ingenio rimado,
desde las agudezas de la bufonería,
queremos conduciros a la tienda de mando
donde oiréis al escita Timur de Samarkanda
amenazar al mundo con palabras de pasmo,
…
Ved sólo su figura en este espejo trágico
y aplaudid sus victorias como más os complazca.
El primer personaje que habla en escena, Mycetas, pronuncia palabras no menos significativas:
Hermano Crosroe, me siento vejado
e incapaz, no obstante, de expresar mi afrenta,
pues ello requiere palabras tonantes.
Lo que tiene especial significación es el descubrimiento del verso blanco como megáfono difusor y la convicción de que la cadencia de las rimas no puede procurar el alcance y volumen necesarios para la expresión pública que resuena en la nueva era.
Para los isabelinos, el verso blanco fue una novedad tan excitante como un primer plano en el cine de Griffith, y ambas cosas son muy semejantes en la intensidad de amplificación y en la exageración de los sentimientos. Incluso Withman, impelido por la nueva intensidad visual de los periódicos de su tiempo, no encontró vehículo más sonoro que el verso blanco para sus gritos bárbaros. Nadie ha ofrecido una teoría acerca de los orígenes del verso inglés no rimado. No tiene antecedentes, o ejemplos, a no ser en la larga línea melódica de la música medieval. No creo que la idea de Kenneth Sisam acerca de la métrica en el inglés antiguo tenga relación con el verso blanco. En Fourteenth Century Verse and Prose (pág XIII) escribe:
«El inglés antiguo no conocía sino un solo metro: el largo verso aliterativo sin rima. Resultaba más adecuado a la narrativa; ni era musical, en el sentido de que no podía ser cantado; tenía una marcada propensión al ruido y la cacofonía».
Pero la paradoja está en que el verso blanco, siendo una de las primeras manifestaciones de la poesía «hablada», como opuesta a la cantada, es mucho más rápido que la canción, o quizá incluso que el habla misma. Sin embargo, puede decirse con seguridad, para comenzar, que el verso blanco, por diferencia con la poesía rimada, respondía a la nueva necesidad de reconocer e imponer la lengua vulgar como sistema de comunicación pública. Aretino había sido el primero en tomar la lengua vulgar como medio de comunicación de masas, en que lo había convertido la imprenta.
Sus biógrafos señalan su extraordinario parecido con los más vulgares señores y emperadores de la prensa moderna. El New York Times del 10 de septiembre de 1965 tituló así una recensión de la biografía escrita por W. A. Swanberg, Citizen Hearst: «El hombre que hizo gritar a la primera página».
El verso blanco fue el medio de hacer que la lengua inglesa rugiese y resonase de modo adecuado a la nueva extensión y consolidación dada por la tipografía a la lengua vulgar. En nuestros días se ha producido un efecto inverso, cuando la lengua vulgar ha tropezado con la competencia no verbal de la fotografía, el cine y la televisión. Simone de Beauvoir señala de modo impresionante este fenómeno en Les Mandarins: «¡Qué triunfo risible, ser un gran escritor en Guatemala u Honduras! Ayer se creía el habitante de un lugar privilegiado del mundo, desde el que cualquier sonido retumbaba en todo el planeta; y hoy sabe que sus palabras mueren a sus pies».
¡Qué extraordinaria luz arrojan estas palabras sobre la era de Gutenberg y sobre la naturaleza del verso blanco! No es extraño que la investigación literaria no haya conseguido revelarnos su origen. Igualmente infecunda sería la búsqueda de los orígenes de las largas vías romanas en los precedentes mecánicos o técnicos. La vía romana fue un subproducto del papiro y de los correos rápidos. Cesare Folingo aborda adecuadamente este problema cuando escribe sobre «la literatura de las lenguas vulgares» en El legado de la Edad Media: Roma no ha producido épica popular…
Aquellos constructores infatigables solían entonar sus cantos épicos en piedra: millas y millas de caminos empedrados… que debían de tener para ellos casi el mismo atractivo emocional que han tenido para los franceses las largas series de versos rimados."
Los franceses, más que cualquier otra nación moderna, han sentido la fuerza unificadora de la lengua propia como experiencia nacional. Es natural, pues, que hayan sido los primeros en sentir la ruptura de esta unidad creada por la tipografía en su choque con los medios no verbales. En la era electrónica, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre se preguntan en tono trágico en ¿Qué es la literatura?: «¿Para quién se escribe?»
El comentario editorial sobre Simone de Beauvoir publicado en el número de agosto de 1955 de Encounter nos ayudará mucho a relacionar las clamorosas voces de la era de Gutenberg con el fenómeno del nacionalismo. El articulista considera la naturaleza de la fama y de la reputación duradera:
Para conseguir esto, es casi necesario, en nuestra época, pertenecer a una comunidad nacional que tenga, a más de cualesquiera otras excelencias morales y estéticas, la cualidad completamente vulgar de ser poderosa de un modo u otro; de ser considerada con atención por el mundo y, lo que es más importante, de ser escuchada.
La existencia de tal comunidad parece ser una condición previa para que surja una literatura nacional suficientemente amplia en extensión y densa en sustancia para fijar la atención del mundo y dar forma a su imaginación; fueron los mismos escritores quienes ayudaron al nacimiento de esta cosa llamada «literatura nacional». Al principio, su actividad tuvo una agradable naturalidad… Más tarde, bajo el hechizo del movimiento romántico, revivieron lenguas moribundas, se compusieron nuevas epopeyas nacionales para países que hasta entonces apenas existían, en tanto que la literatura adscribía a la idea de la existencia nacional las virtudes más sobrenaturales…
La exteriorización o expresión de la experiencia interior personal y la acumulación del sentimiento nacional colectivo están, pues, estrechamente relacionadas por la acción y efectos de la tipografía, en cuanto que la nueva tecnología hace visible, centra y unifica la lengua vulgar.
Resulta perfectamente lógico que Chaucer, como Dryden, hayan preferido el pareado, como fórmula de conversación íntima entre amigos. En este sentido, el pareado chauceriano habría impresionado a Santo Tomás Moro por su carácter similar al del diálogo escolástico, del mismo modo que el pareado de Pope y el de Dryden conservaban el carácter de la «ambladura» senequista. En el importante texto que ya hemos citado, Moro establece la adecuada distinción entre la rima y el verso blanco cuando opone la filosofía escolástica, como «no desagradable en una comunicación familiar entre amigos», y los nuevos modos de discurso propios para los «consejos de los Reyes, donde se debaten y razonan graves materias con gran autoridad». Moro habla de las organizaciones políticas centralistas y nacionalistas, nuevas en su tiempo.
El verso blanco de Marlowe fue el correlativo objetivo para esas nuevas formas de gigantismo:
Cheridamas: ¡Tamerlán!
¡Un pastor escita tan embellecido!
con el orgullo de la naturaleza y sus más ricas galas!
Su mirada amenaza al cielo y a los dioses.
Sus fieros ojos están fijos sobre la tierra
como si tramara alguna estratagema,
o intentara destruir las oscuras bóvedas del Averno
para hacer salir del infierno al can de tres cabezas[79].
Wilfred Mellers, al comentar en Music and Society (pág 29) la línea melódica de los trovadores, nos procura un contrapunto desde el que podemos observar el precipitado avance de Marlowe:
La inmensa longitud y ondulada plasticidad de la línea melódica de todos estos músicos es prueba de las ventajas de la música concebida en términos de una sola línea, que compensan sus evidentes limitaciones; si se sacrifican las posibilidades de la armonía y del contraste sonoro, se gana la posibilidad de crear una melodía libre de las inhibiciones de la medida. No hay límite para la sutileza de frase, de entonación y de matiz que puede conseguirse, excepto el límite implícito en la creación de una organización lineal coherente.
Cantar es hablar despacio para saborear los matices. El verso blanco se originó en una época que fue la primera en separar las palabras de la música, y en la que avanzó la autonomía especialista de los instrumentos musicales. Según Mellers, el papel de la polifonía fue romper la antigua línea monódica. La polifonía había de producir, en música, los mismos efectos que el tipo movible y la escritura mecánica en el lenguaje y la literatura. En efecto, especialmente a partir del momento en que fue posible imprimir música, se hicieron necesarias la cuantificación y la medida como medio de concertar a los cantores de las distintas partes. Pero la polifonía medieval solo de un modo latente tenía esas partes y cantidades distintas. Dice Mellers (pág 31):
No parece imposible que la polifonía haya sido, primero, el resultado, en gran parte inconsciente, de ciertos errores que pueden producirse en el canto al unísono de la música monofónica; no sorprende, ciertamente, que a finales de la Edad Media la polifonía estuviese tan enraizada en lo que son actitudes esencialmente monofónicas, cuyo acceso es, al menos al principio, curiosamente difícil para las personas del mundo moderno. Sabemos, poco más o menos, lo que esperamos de la música concebida en «partes», y el compositor medieval no satisface nuestras esperanzas. Pero antes de rechazarlo como «primitivo» o «precursor», deberíamos estar seguros de que comprendemos lo que él creía que estaba tratando de hacer. No estaba tratando, realmente, de romper con las implicaciones de la música monofónica de que se había nutrido y que, como hemos visto, simbolizaban la filosofía inherente a su mundo; quizá estaba tratando de ampliar los recursos de esa música, y al hacerlo así, introdujo, sin proponérselo, conceptos que habían de producir una profunda revolución técnica.
El excelente estudio de Bruce Pattison Music and Poetry of the English Renaissance señala que «la canción fue virtualmente la única forma musical hasta el siglo XVII» (pág 83). Y como la canción había sido, durante siglos, inseparable del desarrollo narrativo y lineal de los temas, penetró y configuró así mismo la práctica literaria. Lo que hoy podemos llamar historia o «línea narrativa», no es mucho más discernible en Nashe que en el Antiguo Testamento. Más bien tal línea está embebida en los múltiples efectos del lenguaje. Esta cualidad de interacción simultánea o sensibilidad táctil es prominente en la música medieval. Como afirma Pattison (pág 82):
«En cierto sentido, la música medieval es, a menudo, de concepción instrumental, aunque no hay certeza acerca de qué parte tomaban los instrumentos en su ejecución. La atención se centraba, en gran parte, sobre el efecto sensorio de combinar diferentes voces, más bien que sobre los sentimientos expresados por el texto o la expresión emocional».