Un aspecto muy significativo de Rabelais como hombre situado en la frontera de dos culturas es el modo en que su sentido táctil alcanza tal exageración que casi queda aislado. Esta extrema tactilidad que hay en él publica su medievalismo, cuando la hace salpicar conscientemente contra la nueva y pulcra pared visual de la cultura de la imprenta. John Cowper Powys, en su Rabelais, lo expresa así (pág 57):
Una característica excepcional de Rabelais fue su poder, un poder que solo poseía Walt Whitman, para concentrar una tremenda energía magnética sobre el goce —¡casi como si estos elementos inanimados respondieran a los abrazos y fueran buenos para comer!— de las sustancias sólidas de la madera y de la piedra, haciendo verdaderamente porosas tales cosas, podríamos decir al deseo de los planetas. Esta característica fue mantenida bajo un control humorístico y muy positivo; pero cuando así se mantiene es una de las características principales de un arquitecto nato que yo solía buscar siempre en mi hermano, A. R. Powys, y en sus modos de tratar la madera y la piedra.
Lo que Powys dice aquí de la tactilidad y de la afinidad con respecto a la madera y la piedra está conectado con mucho de lo que antes dijimos acerca de las características audiotáctiles del escolasticismo y de la arquitectura gótica. Es de este modo, táctil y auditivo, y siempre tan aliterado, como Rabelais consigue sus picaros efectos «terrenos». Como James Joyce, otro maestro moderno del mosaico táctil medieval, Rabelais esperaba que el público dedicara su vida al estudio de su obra. «Trato de que cada uno y todos los lectores den de lado sus asuntos, abandonen su oficio, renuncien a su profesión y se concentren enteramente en mi obra». Joyce dijo lo mismo y, como Rabelais, fue libre con el nuevo medio, de un modo especial. Para Joyce, a lo largo de Finnegans Wake, la televisión es «la Carga de la Brigada de la Luz», y el mundo entero está comprendido en un solo libro.
En adición, Rabelais da al lector una buena paliza táctil:
Por tanto, y para poner fin a este prólogo, del mismo modo que yo me doy a cien mil banastas de bellos diablos, cuerpo y alma, tripas y mondongos, en el caso de que haya mentido con una sola palabra en toda esta historia, igualmente os abrase el fuego de San Antonio, el mal de la tierra os vuelva, el rayo, la peste os haga reventar, se os presente una congestión, el mal fuego de riquirraque[55], menudo como pelo de vaca, reforzado con azogue, se os entre por el fundamento; y, como Sodoma y Gomorra, caigáis en el azufre, en el fuego y en el abismo, si no creéis firmemente todo lo que os contaré en esta crónica.
Pero la asombrosa separación de la cualidad táctil en el lenguaje aparece como extremo desarrollo de esta cualidad en Rabelais y en algunos isabelinos, como Nashe.
Entonces se separa constantemente del lenguaje hasta que Hopkins y los simbolistas comenzaron a trabajar en ella en el siglo XIX. El quid de todo esto se nos aparecerá más claro cuando volvamos a ocuparnos de la obsesión por la cuantificación en el siglo XVI.
Porque el número y la medida son los modos de lo táctil, y pronto los veremos alejarse del campo visual y humanista de las letras. En la última época del Renacimiento se produjo un divorcio entre el número, el lenguaje de la ciencia, y las letras, el lenguaje de la civilización. Pero la primera fase de este divorcio, como veremos, fue el método ramista para «uso» y conocimiento aplicado por medio de la literatura impresa. Porque no explicaremos bastante que la mecanización del antiguo oficio del escriba fue en sí misma conocimiento «aplicado». Y la aplicación consistió en la interrupción visual y la separación del acto escriptorio. Esta es la razón de que, una vez se consiguió esta solución al problema de la mecanización, pudiera ser extendida a la mecanización de otros muchos actos. Por añadidura, la mera habituación a los modelos repetitivos y lineales de la página impresa predispusieron fuertemente a las gentes para transferir tal tratamiento a toda clase de problemas. En L’Apparition du Livre (pág 28), Febvre y Martin dicen, por ejemplo, que ya en el siglo XI se aplicó un gran estímulo a la fabricación del papel con el descubrimiento de un método que transformaba «el movimiento circular en movimiento alterno». El cambio fue del molino al mazo, de modo muy similar al del cambio de la prosa ciceroniana de largos períodos al período corto de Séneca. La sustitución del molino por el mazo implica la sustitución de una operación continua por otra segmentada, y los autores añaden: «Este invento había sido la causa de numerosas transformaciones industriales». Y la imprenta, que había de ser la madre de todos los trastornos que hubieron de seguir, fue en sí misma un verdadero conjunto o galaxia de tecnologías previamente perfeccionadas. La afirmación de Usher en su History of Mechanical Inventions es magistral (pág 239):
La totalidad del logro que supone el libro impreso con ilustraciones ofrece un notable ejemplo de la multiplicidad de actos individuales de invención que se requiere para conseguir un nuevo resultado. En su totalidad, este logro implica: la invención del papel y de las tintas fabricadas con una base grasa; el desarrollo del grabado en madera y… de las planchas de madera; el desarrollo de la prensa de imprimir y de la técnica del trabajo relacionado con la impresión.
La historia del papel es en cierto modo un tema distinto, pero es evidente que la generalización de la imprenta no hubiera podido avanzar de un modo significativo con ningún otro medio básico. El pergamino es de difícil manejo, costoso y de posibilidades de suministro muy limitadas. Los libros hubieran continuado siendo un artículo de lujo si el pergamino hubiese sido el único medio disponible. El papiro es duro, quebradizo e inadecuado para la impresión. La introducción del papel de hilo en Europa desde China fue así una importante condición preliminar. El origen de este producto en el lejano oriente y los pasos de su introducción sobre los países de Europa han quedado hoy muy bien confirmados, de modo que la cronología de tales pasos está adecuadamente establecida…
Que la impresión con tipos móviles fue un acontecimiento relacionado muy de cerca con la primitiva tecnología del alfabeto fonético es un hecho que constituye la razón principal para el estudio de todos esos siglos que precedieron a Gutenberg. La escritura fonética fue un preludio indispensable. La escritura ideográfica de los chinos resultó ser un obstáculo completo para el desarrollo en su cultura de la tecnología de la imprenta. Hoy, cuando están decididos a alfabetizar su escritura, se dan cuenta de que han de romper también, polisilábicamente, sus estructuras verbales, antes que el alfabeto fonético les sea de aplicación. La reflexión sobre este estado de cosas nos ayudará a comprender por qué la escritura alfabética, primero, y la imprenta después, condujo a la separación analítica de las relaciones interpersonales y de las funciones internas y externas en el mundo occidental. Y así Joyce, en Finnegans Wake, reitera una y otra vez el tema de los efectos del alfabeto en el «hombre de mentalidad abecedada», siempre «musitando sus oh (aquí otra vez el canto religioso con gritos y otra vez comienzan a hacer el sonido sentido y el sentido sonido afín de nuevo) (pág 121) y apremia a todos a "armonizar" vuestras abecedadas respuestas» (pág 140).
La nueva base grasa para la impresión vino «de los pintores más bien que de los calígrafos», y «las más pequeñas prensas de lagar o para tejidos ya poseían la mayor parte de las características requeridas por la prensa de imprimir… los primeros problemas de innovación se centraron en torno a las artes del grabado y la fundición…»[56]. Los orfebres y otros muchos se hicieron necesarios para formar la familia de inventos a añadir a la «impresión». Tan compleja es la historia que ha surgido una cuestión: «¿Qué es lo que Gutenberg inventó?». Usher dice (pág 247):
«Desgraciadamente, no puede darse una respuesta del todo decisiva, porque en realidad no tenemos pruebas contemporáneas adecuadas acerca de los detalles de los procesos mediante los cuales fueron producidos los diversos libros primitivos». De modo similar, la compañía Ford no guarda datos acerca de los verdaderos procedimientos seguidos en la fabricación de los primeros automóviles.
El objeto del presente libro es señalar la reacción de los contemporáneos de esta nueva tecnología, y en años venideros los historiadores registrarán los efectos de la radio sobre el cine y de la televisión al predisponer a las gentes hacia nuevas clases de espacios, como, por ejemplo, el del automóvil pequeño. A Rabelais le pareció completamente natural entonar un himno al libro impreso, producto de la nueva prensa de lagar. El pasaje que sigue, del discutido libro «quinto» de su obra, debió de parecer perfecto a Rabelais, en términos de mi sugerencia acerca de la continuada metáfora dominante de la nueva prensa de imprimir en su total concepción: Frasco cuyas arcanas profundidades encierran escondidos diez mil secretos, con el oído atento tu voz espero; tranquiliza mi mente, di mi destino, alma del goce. Como Baco nosotros ganamos con tu ayuda más que una India, Verdades no nacidas tu flujo alumbra que el Porvenir oculta.
De la mentira antídoto y del fraude. Vino que subes hasta los cielos, pueda la descendencia de tu padre Noé quedar ahogada, pero en tu flujo. Habla.
Tu mina líquida de rubís o diamantes relumbrar pueda.
Que la sabiduría y el conocimiento habían de ser desliados de la prensa fue, en el siglo XVI, una metáfora evidente para cualquiera. The Fifteenth Century Book: the Scribes; the Printers; the Decorators, de Curt Bühler, Done de manifiesto justamente en qué medida el libro impreso estaba arraigado en la cultura precedente. Dice Bühler del «muy considerable número de tales manuscritos, copiados de los libros impresos» que ha sobrevivido hasta nuestros días: Realmente, desde luego, existe escasa diferencia entre los manuscritos del siglo XV y los incunables —y el estudioso de las primeras manifestaciones de la imprenta hará bien en considerar este nuevo invento, y así hicieron los primeros impresores, simplemente como otra forma de escribir— en este caso, «artificialiter scribere» (pág 16). El «coche sin caballos» se mantuvo durante algún tiempo en el mismo estado ambiguo que el libro impreso.
Los datos de Bühler acerca de la pacífica coexistencia del copista y el impresor serán nuevos y bienvenidos para muchos lectores:
¿Qué ocurrió, pues, con los copistas? ¿Qué se hizo de las distintas categorías de autores de obras literarias que practicaron su oficio antes de 1450, una vez que la imprenta quedó establecida? Los profesionales empleados anteriormente en los grandes scriptoria parece ser que no hicieron sino cambiar su título y convertirse en calígrafos; en todo caso, continuaron haciendo desde el primer momento lo que había sido su oficio de siglos. Por una parte, hemos de recordar que los calígrafos abastecieron necesariamente, con preferencia, si no exclusivamente, el mercado de los libros de lujo y por encargo. Por otra parte, hasta casi finales del siglo XV —o más completamente, quizá, en el XVI— no se hizo aparente el hecho de que la caligrafía se había convertido en un arte aplicado o, en el peor caso, en una distracción. Los mismos scriptoria parecen haber sido incapaces de competir con las empresas impresoras y las casas editoras que consecuentemente surgieron —aunque algún scriptorium consiguiese sobrevivir convirtiéndose en librería. Sus empleados, sin embargo, disfrutaron de una gran variedad de posibilidades de elección, en cuanto pudieron ingeniárselas para ponerse en contacto con clientes acomodados y desarrollar un trabajo por encargo, o convertirse en copistas itinerantes (la mayor parte de origen germánico o de los países bajos), que recorrieron toda Europa en aquellos años, llegando a trabajar incluso en Italia. Algunos copistas se asociaron contra el enemigo común y se convirtieron en impresores —aunque algunos de estos, a los que no sonrió la fortuna, olvidaron la imprenta y volvieron a su ocupación anterior—. Esto es ciertamente una prueba poderosa de la creencia de que el copista, en los últimos años del siglo XV, todavía podía ganarse la vida con la pluma (pág 26-27).
Usher ha puesto de manifiesto que el conjunto de sucesos y tecnologías que se dieron cita en la edad de Gutenberg y en la actitud mental de la época es algo completamente oscuro. Nadie está hoy preparado para decir siquiera qué es lo que Gutenberg inventó. En la burlona frase de Joyce, habremos de «profundizar mucho o no tocar el principio cartesiano». Solamente en nuestros tiempos ha comenzado la gente a preguntarse: «¿Qué es un negocio?». B. J. Muller Thym responde que es una máquina para hacer riqueza, sucesora de la familia como unidad creadora de riqueza en la era preindustrial. G. T. Guilbaud, al hacer la pregunta: «¿Qué es cibernética?», se refiere a la obra de Jacques Lafitte, ingeniero y arquitecto, y dice (págs. 9-10) que en tanto hoy nadie duda de «la importancia del estudio de las máquinas por sí mismas».
Hace veinticinco años, como señalaba Lafitte en su libro, la ciencia de las máquinas no existía. Podían hallarse fragmentos elementales de ella aquí y allá, entre los trabajos de los ingenieros, en los escritos de los filósofos o sociólogos, en las novelas y ensayos, pero nada sistemático había tomado forma.
«Las organizadas construcciones del hombre»… esto son nuestras máquinas. Desde el primitivo cuchillo de pedernal al torno moderno, desde la tosca cabaña a las perfeccionadas viviendas de nuestros días, desde el sencillo ábaco a las enormes máquinas calculadoras, ¡qué variedad, de la que extraer características comunes y para la que intentar una clasificación útil! La noción de máquina es tan difícil de definir como la de organismo vivo; un gran ingeniero habló una vez, ciertamente, de «zoología artificial».
Pero lo que se necesita urgentemente no es una definición o clasificación.
He aquí cómo se expresa Lafitte: «Porque somos sus creadores, nos hemos engañado muchas veces con la creencia de que lo sabemos todo acerca de las máquinas. Aunque el estudio y la construcción de toda clase de máquinas debe mucho a los avances en mecánica, en física y química, sin embargo la mecanología —la ciencia de las máquinas como tales, la ciencia de las construcciones organizadas del hombre— no es una rama de tales ciencias. En la esfera de las disciplinas científicas, su lugar está en otra parte».
Nos parecerá cada vez más extraño el por qué los hombres han decidido saber tan poco acerca de cuestiones por las que tanto han hecho. Seguramente que Alejandro Pope debió observarlo así cuando escribió irónicamente:
De tan solo una ciencia será capaz un genio; tan inmenso es el arte, tan ruin nuestro ingenio.
Porque bien sabía él que esta era la fórmula de la Torre de Babel. De todos modos, con la tecnología de Gutenberg entramos en la época de la iniciación de la máquina. El principio de la segmentación de acciones y funciones y papeles se hizo aplicable sistemáticamente a todo aquello que se deseara. Como explicó Clagett, básicamente es el principio de la cuantificación visual descubierto a finales de la Edad Media. Este principio de traducir las cuestiones no visuales de movimiento y energía a términos visuales es el principio mismo del conocimiento «aplicado», en cualquier tiempo o lugar. La tecnología de Gutenberg extendió este principio a la escritura y el lenguaje y a la codificación y transmisión de todo género de conocimientos.
En una época en que se descubrió esta técnica de traducción como medio del conocimiento aplicado, hemos de esperar hallarlo en todas partes como novedad conscientemente experimentada. En su Defence of Poetry, sir Philip Sidney estimó que había dado con un principio absolutamente necesario. En tanto que el filósofo enseña y el historiador da ejemplos de principio filosófico, solamente el poeta aplica todo ello a la enmienda de la voluntad humana y a la elevación del espíritu del hombre: Ahora, el poeta sin par realiza ambas cosas: porque sea lo que quiera lo que el filósofo diga que ha de hacerse, él da una perfecta imagen de ello en alguien que supone lo ha hecho; de modo que casa la noción general con el ejemplo particular.
Una imagen perfecta, digo, porque el poeta hace rendir a los poderes del espíritu una imagen de aquello para lo que el filósofo solo les extrae y le concede una descripción verbal: que ni impresiona, ni penetra, ni posee la visión anímica de aquella imagen[57].
Una más inesperada traducción al nuevo modo aparece en una carta de Descartes, prefacio de sus Principios de Filosofía:«… antes que nada, ha de recorrerse en su totalidad como una novela, sin forzar la atención indebidamente sobre ella… Solo es necesario señalar con una pluma los lugares donde se encuentra dificultad, y continuar leyendo sin interrupción hasta el final».
La instrucción de Descartes a sus lectores es uno de los más explícitos reconocimientos del cambio de lenguaje y pensamiento resultante de la imprenta. Es decir, que ya no es necesario, como lo había sido en la filosofía oral, probar y comprobar cada término. Ahora bastará el contexto. La situación no es distinta al encuentro de dos eruditos actuales. Cuando uno pregunta: «¿En qué sentido empleas el término tribal’ en este contexto?», el otro puede decir: «Lee mi artículo en el último número de…». Paradójicamente, la atención más premiosa sobre el matiz preciso en el empleo de las palabras es un rasgo oral y no escriptorio. En general, contextos generales visuales acompañan siempre a la palabra impresa. Pero si la imprenta disuade del juego verbal minucioso, actúa enérgicamente en pro de la uniformidad ortográfica y de significado, ya que ambas constituyen inmediatas preocupaciones prácticas del impresor y de su público.
Del mismo modo, una filosofía escrita, y especialmente una filosofía impresa, hará naturalmente de la «certeza» el primer objeto del conocimiento, del mismo modo que, en una cultura de la imprenta, puede tener aceptación la valía y precisión de un erudito, aunque no tenga nada que decir. Pero lo paradójico de la pasión por la certeza en la cultura de la imprenta es que ha de proceder por el método de la duda.
Hallaremos gran abundancia de tales paradojas en la nueva tecnología que hizo de cada lector el centro del universo, y que capacitó a Copérnico para lanzar al hombre a la periferia de los cielos, desalojándolo del centro del mundo físico.
Igualmente paradójico es el poder de la imprenta para instalar al lector en un universo subjetivo de ilimitada libertad y espontaneidad:
Es para mí mi mente un Reino;
tan cabal goce encuentro en él
que sobrepasa toda gloria
que puedan dar Natura o Dios.
Pero, a mayor abundamiento, la imprenta induce al lector a ordenar su vida exterior y sus acciones con propiedad y rigor visuales, hasta que la apariencia de la virtud y de la estabilidad usurpa el puesto a todo motivo interior, y
Las sombras de la prisión
comienzan a descender
sobre el mozo grandullón.
El célebre «Ser o no ser» de Hamlet es el escolástico sic et non de Abelardo, traducido a la nueva cultura visual, donde tiene un significado contrario. En las condiciones orales escolásticas, el sic et non es un modo de experimentar las sinuosidades mismas de los movimientos dialécticos de la mente inquisidora.
Corresponde a ese sentir lo verbal del proceso poético en Dante y en el dolce stil nuovo. Pero en Montaigne y Descartes no es el proceso, sino el producto, lo que se busca. Y el método de detener la mente en una instantánea, que Montaigne llama la peinture de la pensée, es en sí mismo el método de la duda. Hamlet presenta dos imágenes, dos vistas de la vida. Su soliloquio es un punto de reorientación indispensable entre la antigua cultura oral y la nueva cultura visual. Concluye con el reconocimiento explícito del contraste entre lo antiguo y lo nuevo, oponiendo la «consciencia» a la «resolución»:
Y así el color primero de la resolución
con los pálidos tintes del pensar languidece,
y empresas que tenían gran fuerza y entidad
con estos miramientos desvían su corriente
y el nombre de acción pierden
(III, I)
Esta es exactamente la misma división que ya hemos visto en el contraste que establece Tomás Moro: «Vuestra filosofía escolástica no está fuera de tono en una comunicación familiar, entre amigos, pero en los Consejos del Rey, donde se debaten y razonan graves asuntos con gran autoridad, esas cosas no tienen lugar».
Hamlet repite un conflicto muy corriente en su siglo: el que existe entre el antiguo .
«campo» oral de tratamiento de los problemas y el nuevo método visual, de conocimiento aplicado y «determinado». Y «resolución» es la jerga o término convencional utilizado por los maquiavelistas. Así, el conflicto se produce entre la «consciencia» y la «resolución», no en el sentido que nosotros le damos, en absoluto, sino entre un conocimiento integral y un punto de vista meramente privado. De este modo, el conflicto se produce hoy en sentido contrario. La mentalidad liberal, intensamente cultivada e individualista, se ve atormentada por la coerción a orientarse colectivamente. El liberal culto está convencido de que los verdaderos valores son privados, personales, individuales. Tal es el mensaje de la simple alfabetización. Sin embargo, las nuevas tecnologías eléctricas lo impulsan hacia una necesidad de interdependencia humana total. Hamlet, por otra parte, vio las ventajas de la responsabilidad o conocimiento («consciencia») corporativos, con cada hombre en su papel, no en su ventanillo privado, o «punto de vista». ¿No resulta evidente que siempre hay suficientes problemas morales, sin adoptar también una postura moral sobre motivos tecnológicos?
Al plantearme esta cuestión hace algún tiempo, se me presentó el siguiente aspecto: la palabra impresa es un momento estático del movimiento mental. Leer algo impreso es actuar al mismo tiempo como un proyector cinematográfico y como público de una película mental. El lector alcanza un fuerte sentimiento de participación en la totalidad de movimientos de una mente en actividad pensante. Pero ¿no es básicamente la «instantánea» que es la palabra impresa lo que nutre el hábito mental de enfocar todos los problemas de movimiento y cambio en términos de segmentos o secciones inmóviles? ¿No ha inspirado la imprenta cien procedimientos distintos, matemáticos y analíticos para explicar y dirigir lo que varía en términos de lo invariable? ¿No nos hemos inclinado a aplicar este mismo aspecto estático a la propia imprenta y hablado solamente de sus efectos cuantitativos? ¿No hablamos más del poder de la imprenta para incrementar el conocimiento y para extender el alfabetismo que de los aspectos más evidentes de la canción, la danza, la pintura, la percepción, la poesía, la arquitectura y la planificación urbanística?[58].
La imprenta es la frase extrema de la cultura del alfabeto, que destribaliza o descolectiviza al hombre en primera instancia. La imprenta eleva las características visuales del alfabeto a la más alta intensidad definidora. Así, la imprenta comporta el poder individualizador del alfabeto fonético mucho más allá que la cultura del manuscrito pudo hacerlo jamás. La imprenta es la tecnología del individualismo. Si los hombres decidieran modificar esta tecnología visual con una tecnología eléctrica, el individualismo quedaría también modificado. Promover una lamentación moral acerca de ello es como soltar tacos contra una sierra mecánica porque nos ha cortado los dedos. Algunos dicen: «Pero nosotros no sabíamos que esto iba a ocurrir». Sin embargo, ni aun la falta de juicio es una salida moral. Existe un problema, pero no un problema moral; y sería muy bueno que despejásemos algunas de las nieblas morales que rodean nuestras tecnologías. Sería bueno para la moralidad.
En cuanto se refiere a la técnica de la duda, en Montaigne y Descartes, es inseparable, tecnológicamente, como veremos en el criterio de repetibilidad en la ciencia. El lector de material impreso está sujeto a una fluctuación de blanco y negro, regular y uniforme. La imprenta ofrece momentos estáticos de actitud mental. Esta fluctuación alterna es igualmente el modo de proyección mismo de la duda subjetiva y del tanteo periférico.
Los descubrimientos del padre Ong acerca del Renacimiento, detallados en su Ramus: Method, and the Decay of Dialogue (del que citamos más abajo), y en numerosos artículos, tienen una importancia muy directa para quien estudie los efectos de la tecnología de Gutenberg. Las investigaciones de Ong acerca del papel de la visualización en la lógica y la filosofía del último período de la Edad Media serán ahora el tema que nos ocupe, porque la visualización y la cuantificación son hermanas gemelas. Hemos visto anteriormente cómo, para los humanistas, las glosas medievales, la iluminación y los modos arquitectónicos sirvieron todos al arte de la memoria. Así mismo, los dialécticos medievales prosiguieron sus cursos orales hasta bien avanzado el siglo XVI:
El invento de la imprenta significó una invitación a la manipulación en gran escala de las palabras en el espacio, y dio nueva importancia a la tendencia a tratar cuantitativamente la lógica y la dialéctica, tendencia mucho tiempo manifiesta en las artes escolásticas medievales… La tendencia hacia la manipulación cuantitativa o cuasi-cuantitativa de la lógica, que la dispersó en artificios mnemotécnicos, constituirá un aspecto notable del ramismo (pág XV).
La cultura del manuscrito no fue capaz de duplicar el conocimiento visual en gran escala, y se sintió menos tentada a buscar los medios de reducir a diagramas los procesos no visuales de la mente. Sin embargo, aun así, en la última fase del escolasticismo se produce una presión constante para desnudar el lenguaje hasta hacerlo un neutro contador matemático. Los «normalistas» fueron aquellos que se especializaron en los tratados lógicos de Pedro Hispano. Las palabras preliminares de su Summulae tienen un tono, como señala Ong (pág 60), que sonaría a conocido en cualquier tiempo desde Cicerón a Emerson: «La dialéctica es el arte de las artes y la ciencia de las ciencias, pues que abre el camino que conduce hacia los principios de todos los temas de estudio. Solo la dialéctica discute con probabilidades de éxito acerca de los principios de todas las demás artes, y así la dialéctica debe ser la ciencia que primero se adquiera». Especialmente después que la imprenta ensanchó las fronteras de la literatura, los humanistas se quejaban amargamente de que los jóvenes tuvieran que pasar por las divisiones y distinciones de Pedro Hispano.
Lo importante de todo esto es que el impulso a tratar espacial y geométricamente las palabras y la lógica, en tanto útil como un arte de la memoria, resultó ser un cul de sac en filosofía. Necesitaba el simbolismo matemático que hoy hemos ideado. Pero contribuyó directamente a crear, mucho antes de Gutenberg, el espíritu de cuantificación que se manifestó en la mecanización de la escritura y lo que siguió; «el avance de la cuantificación que se produce en la lógica medieval es una de las principales diferencias que la distinguen de la lógica aristotélica anterior» (pág 72). Y cuantificación significa la traducción de relaciones y realidades no visuales a términos visuales, procedimiento inherente al alfabeto fonético, como vimos anteriormente.
Pero con Ramus, en el siglo XVI, no es bastante diseñar árboles como el de Porfirio y esquemas de los conocimientos:
Porque en el corazón de la empresa de Ramus está el afán de reducir las palabras, más bien que otras representaciones, a simples modelos geométricos. Se estima que las palabras son recalcitrantes, en cuanto derivan de un mundo de sonido, voces y gritos; la ambición ramista es neutralizar esta conexión manipulando lo que es en sí mismo inespacial, a fin de reducirlo a espacio lo más enérgicamente posible. La manipulación espacial del sonido por medio del alfabeto no es bastante. Las palabras mismas, impresas o escritas, han de ser desplegadas en relaciones espaciales, y los esquemas resultantes han de ser considerados como clave de sus significados (págs. 89-90).
Enfrentado con las numerosas relaciones entre Ramus y el «conocimiento aplicado», el padre Ong ha publicado un artículo, «El método ramista y la mentalidad comercial»[59], que supone un admirable estudio de la obsesión del Renacimiento por la cuantificación:
Uno de los enigmas más persistentes en relación con Peter Ramus y sus seguidores es la extraordinaria difusión de sus obras durante los siglos XVI y XVII. Las vías generales de tal difusión han sido bien conocidas desde que se publicó en 1855 el Ramus de Waddington. Se produjo principalmente por medio de los grupos burgueses protestantes de comerciantes y artesanos, más o menos ligados con el calvinismo.
Tales grupos se hallan no solamente en Francia, país natal de Ramus, sino también y especialmente en Alemania, Suiza, los Países Bajos, Inglaterra, Escocia, Escandinavia y Nueva Inglaterra. La obra de Perry Miller The New England Mind: the Seventeenth Century, es el más detallado de los estudios sobre el ramismo en tales grupos. Estos grupos iban pasando a posiciones sociales más abiertamente influyentes y enriqueciéndose intelectualmente, y a medida que ascendían se sentían más atraídos por el ramismo. De este modo, las obras de Ramus gozaron de particular favor, no en los círculos intelectuales muy sofisticados, sino más bien en las escuelas primarias y secundarias o en los márgenes de contacto entre la escuela secundaria y la educación universitaria… .
Lo que es necesario comprender aquí es que la clave de cualquier clase de «conocimiento aplicado» es la traducción de un complejo de relaciones a términos visuales explícitos. El alfabeto mismo, en cuanto aplicado al complejo de la palabra hablada, traduce el lenguaje a un código visual que puede ser uniformemente difundido y transportado. La imprenta había dado una intensidad tal a este proceso latente, que fue un virtual punto de partida educacional y económico. Ramus, con todo el ímpetu escolástico tras sí, fue capaz de convertirlo en un visual «humanismo de las nuevas clases mercantiles». Tal es la simplicidad y tosquedad de los modelos espaciales promovidos por Ramus que ninguna mente cultivada ni nadie con sensibilidad para el lenguaje se preocuparía por ellos. Y, sin embargo, fue esta tosquedad lo que le dio atractivo para las clases mercantiles y los autodidactas. El gran estudio sobre la Middle-Class Culture in Elizabethan England, de L. B. Wright, ha demostrado cuán extenso fue el sector del nuevo público lector constituido por estas clases.
No solo Ramus, sino todo el cuerpo de humanistas, ha insistido en la importancia del uso y empleo práctico. Desde los sofismas a Cicerón, el estudio del lenguaje y la oratoria había sido considerado como el camino hacia el poder y la acción ejecutiva de altura. El programa ciceroniano de conocimiento enciclopédico en las artes y las ciencias volvió a tomar vigencia con la imprenta. El carácter esencialmente dialogal del escolasticismo abrió camino a un programa más amplio en las lenguas y la literatura, para la formación del cortesano, el gobernante y el príncipe. Lo que nosotros hemos llegado a considerar un imposible y elegante plan de estudios sobre autores, lenguas e historia, fue tenido durante el Renacimiento como necesario para el hombre de estado, por una parte, y para el estudio de las Escrituras, por otro. Shakespeare presenta (I, I) su Enrique V como una combinación de ambas cosas: Escuchadle razonar sobre teología, y, admirados, sentiréis el íntimo deseo de que el Rey sea prelado; escuchadle debatir los asuntos de Estado, y diréis que todo ha sido objeto de sus estudios; escuchad su discurso sobre la guerra, y oiréis la música de una terrible batalla; haced que vuelva a cualquier tema de política, y desatará su nudo gordiano con tanta sencillez como desata su jarretiera: que, cuando habla, el aire, libertino titulado, se detiene, y una muda admiración se oculta en los oídos de los hombres para hurtar la dulzura y la miel de sus frases; que el arte y la práctica de la vida deben de ser el fundamento de sus teorías; y es asombroso cómo su Gracia ha podido adquirirlas, ya que su inclinación lo ha llevado a vanas correrías, sus compañeros han sido ignorantes, toscos y vacíos, y ha llenado sus horas con orgías, banquetes y juegos; y jamás se le vio estudiar, recogerse ni apartarse de las costumbres libres y la popularidad.
Pero las cualidades prácticas alentadas por el ramismo están relacionadas más directamente con los números que con las letras: «Mientras Adam Smith atacaba el sistema que surgía, se daba cuenta de las posibilidades de defensa que el sistema tenía. Lo consideraba como parte de la extensión del sistema de precios que había barrido al sistema feudal y había llevado al descubrimiento del Nuevo Mundo…»[60].
Escribe aquí Innis sobre «El poder penetrante del sistema de precios», por el que entiende el poder de traducir una serie de funciones a un nuevo modo y lenguaje. El sistema feudal estaba basado en la cultura oral y en un régimen autóctono de centros sin márgenes, como nos demostró antes Pirenne. Esta estructura fue transformada por medios visuales, cuantitativos, en grandes sistemas centro-margen, de carácter mercantil nacionalista; proceso este apoyado en gran medida por la imprenta. Es interesante ver el modo como Adam Smith consideraba este proceso de drástica transformación producida en la guerra civil inglesa. Estaba a punto de tener lugar en Francia:
Una revolución de la mayor importancia para la felicidad pública fue llevada a cabo de este modo por dos clases distintas de gentes, que no tenían la menor intención de servir al pueblo. Satisfacer la vanidad más infantil fue el único motivo de los grandes propietarios. Los comerciantes y artífices, mucho menos ridículos, actuaron simplemente con vistas a su propio interés, siguiendo sus principios de mercachifles, de sacar un penique allí donde pudiera sacarse. Ninguno de ellos tenía conocimiento ni visión anticipada de la gran revolución que la estupidez de unos y la industria de los otros estaba provocando gradualmente. Y es así como, en gran parte de Europa, el comercio y el desarrollo de las ciudades fueron la causa y ocasión, y no el efecto, del progreso y mejora del país[61].
La Revolución francesa, preparada largo tiempo por el proceso homogeneizante de la imprenta, como nos demostrará Tocqueville, siguió el modelo de los razonamientos ramistas, que, como hace destacar Ong, «aun cuando rara vez se anunciaron como servidores del propósito de debate, manifestaron frecuentemente una exclusiva preocupación por la simplificación»:
Hooykaas atribuye menos importancia a lo que dice Ramus acerca de la «inducción» que a su entusiasmo por el usus, esto es, la práctica y ejercicio en las clases, en el establecimiento de la relación con la cultura burguesa de los objetivos y procedimientos educativos de Ramus. El rompimiento con los métodos antiguos, tanto por parte de los burgueses en general como entre los ramistas en particular, consistió más en un interés por la actividad del alumno que en nada que podamos reconocer hoy como experimentación o «inducción». Estos puntos que Hooykaas señala, son válidos y siguen las nuevas líneas de pensamiento al discernir una cierta fertilidad intelectual en el encuentro de la mentalidad artesana y la académica durante los siglos XVI y XVII[62].
Ong señala aquí un hecho básico en relación con la cultura de la imprenta. Los libros impresos, primeros artículos en el mundo uniformes, repetibles y producidos en masa, aportaron para el XVI y los siglos siguientes innumerables paradigmas de una cultura de artículos uniformes, de intereses industriales. Shakespeare juega frecuentemente con este hecho, como en King John (II, I):
Ese caballero de rostro plácido, el halagador Interés, desviador del mundo —el mundo, que está bien equilibrado por sí mismo, si se le hace rodar llanamente por terreno llano, hasta que esa ventaja, esa vil tendencia disuasiva, ese alterador del movimiento, ese Interés, le hace apartarse de toda imparcialidad, de toda dirección, propósito, curso, designio— . Y esta misma tendencia, este Interés, este alcahuete, este fullero, este vocablo que cambia todas las cosas, pasó súbitamente ante los ojos del versátil rey de Francia, lo ha llevado a retirar la ayuda que había determinado dar, de una guerra resuelta y honorable, a la paz más infame y vilmente concertada. Y ¿por qué murmuro contra este Interés? Solo porque todavía no me ha cortejado. No es que yo tenga el poder de cerrar la mano cuando sus hermosos ángeles saluden mi palma; pero mi mano, todavía no tentada, como un pobre mendigo, despotrica contra el rico.
Bien, mientras sea un mendigo murmuraré y diré que no hay pecado sino en ser rico; y cuando sea rico estará mi virtud en decir que no hay vicio sino en la pobreza. Puesto que los reyes rompen sus juramentos ante el Interés.
¡Ganancia, sé mi diosa, pues quiero rendirte culto! .
La imprenta, por decirlo así, transformó el diálogo o discurso compartido en información empaquetada, o artículo transportable. Introdujo un cambio o desviación en el lenguaje y en la percepción humana, que Shakespeare considera aquí como «Interés». ¿Cómo podía ser de otro modo? Creó el sistema de precios. Porque el precio de un artículo, hasta que es uniforme y repetible, está sujeto a regateo y ajuste. La uniformidad y repetibilidad del libro no solo creó los mercados modernos y el sistema de precios, inseparable de la alfabetización y la industria. Lewis Mumford escribe en Sticks and Stones (págs 41-42):
Víctor Hugo dijo en Notre Dame que la imprenta destruyó la arquitectura, que hasta entonces había sido la memoria en piedra de la humanidad. El verdadero delito de la imprenta no fue, sin embargo, que quitara los valores literarios a la arquitectura, sino que fue causa de que la arquitectura derivara sus valores de la literatura. Con el Renacimiento, la gran distinción moderna entre culto e inculto se extiende incluso a la construcción; el maestro albañil que conocía sus piedras, sus obreros y sus herramientas, así como la tradición de su arte, dio paso al arquitecto, que conocía su Palladio, su Vignola y su Vitruvio. La arquitectura, en lugar de esforzarse por dejar la impronta de un espíritu feliz sobre las superficies de un edificio, se convirtió en una mera cuestión de corrección gramatical y prosódica; y los arquitectos del siglo XVII que se rebelaron contra este régimen y crearon el barroco, solo se encontraban a sus anchas en los jardines de recreo y en los teatros de los príncipes…
Mumford, que en su juventud estudió al biólogo escocés Patrick Geddes, nos ha dado siempre un culto ejemplo de lo inconclusivas e insatisfactorias que son las sendas del especialista, que no ve nada en relación con ninguna otra cosa: «Fue el libro lo que hizo que la arquitectura del siglo XVIII, desde San Petersburgo a Filadelfia, pareciese concebida por una sola mente» (pág 43).
Lo impreso fue en sí un producto, un recurso natural que nos mostró también cómo explotar otra clase de recursos, incluso a nosotros mismos. Los medios de comunicación, considerados como materia prima o recurso natural, constituyen el tema de la última obra de Harold Innis. Su trabajo anterior trata de los productos naturales en sentido corriente. En su madurez, hizo el descubrimiento de que los medios tecnológicos, como la escritura, el papiro, la radio, el fotograbado y otros tales constituyen en sí mismos riqueza[63].
Sin una tecnología que tienda a elaborar la experiencia de un modo homogéneo, una sociedad no puede avanzar en el dominio de las fuerzas naturales ni aun en la organización del esfuerzo humano. Este fue el irónico argumento de El Puente sobre el río Kwai. El coronel japonés y budista no conoce la tecnología necesaria para resolver el problema. El coronel inglés lo diseña y analiza todo en un instante. Por supuesto, lo que le falta es el propósito esencial. Su tecnología es su forma de vida. Vive según el libro del Tratado de Ginebra. Para un francés oral, todo esto es hilarante. Los públicos ingleses y americanos encontraron la película profunda, sutil, evasiva.
En su Two-Edged Sword, John L. McKenzie muestra (pág 13) cómo los estudios bíblicos del siglo XX han abandonado el concepto de la estructura lineal, homogénea, de la narración de las Escrituras.
El dominio y uso modernos de las fuerzas naturales fueron desconocidos para los hebreos, ni su más atrevida fantasía soñó en algo semejante… Los antiguos hebreos fueron pre-filosóficos; los modelos más corrientes del pensamiento moderno les fueron desconocidos. Ignoraron la lógica, como forma de disciplina mental. Su lengua es el habla del hombre sencillo que ve el movimiento y la acción, más bien que la realidad estática; realidad estática en cuanto concreta, no como abstracta.
En nuestro mundo legal, las palabras han sido cuidadosamente reducidas a entidades homogéneas, de modo que puedan ser aplicadas. Si se les concediera algo de su natural gracia o vida, no servirían para su función práctica, aplicada.
Os he demostrado que la teoría que os ofrezco está basada en la virtud natural de las palabras mismas. Permitidme exponer esta teoría de interpretación dogmáticamente antes que vuelva la moneda para mostraros que está de acuerdo con las verdaderas prácticas del delineante.
Las palabras de los documentos legales —no estoy hablando de otra cosa— son simplemente delegaciones de autoridad a otras, para aplicarlas a cosas u ocasiones particulares. El único significado de la palabra significado, como yo la estoy usando, es una aplicación a lo particular. Y cuanto más imprecisas son las palabras, mayor es la delegación, simplemente porque pueden ser aplicadas o no a más casos particulares. Este es el único aspecto importante de las palabras en la delineación o interpretación legal.
Significan, por tanto, no lo que su autor intentó que significaran, ni siquiera tienen el significado que él intentó o esperó, razonablemente o no, que los demás les dieran. Significan, en primera instancia, lo que la persona a quien van dirigidas les hace significar. Su significado es cualquier ocasión o cosa a las que ella pueda aplicarlas o aquello a que en algunos casos pueda solamente proponer que sean aplicadas. El significado de las palabras en los documentos legales ha de ser buscado no en su autor o autores, las partes de un contrato, el testador, o la legislación, sino en los actos y conducta con que la persona a quien van dirigidas se proponga adecuarse a ellas. Este es el comienzo de su significado.
En segundo lugar, pero solo en segundo lugar, un documento legal está dirigido también a los Tribunales. Esta es una nueva delegación, y una delegación de una autoridad diferente, para decidir, no lo que la palabra significa, sino si el inmediato destinatario tenía autoridad para hacerla significar lo que hizo que significara, o lo que se propone hacerla significar.
En otras palabras, la cuestión ante los Tribunales no es si dio a las palabras la significación correcta, sino si las palabras autorizaban o no que se les diera el significado que él les dio[64].
Lo que Curtís discierne tan correctamente en la naturaleza de la terminología aplicada afecta igualmente a la vida civil y militar. A menos que se le diera un tratamiento uniforme, sería completamente imposible llegar a la delegación de funciones o servicios, y así no podría haber agrupaciones nacionales centralizadas tales como las que vinieron a existir después de la imprenta. Sin un tratamiento uniforme similar por medio de la alfabetización, no podría haber sistemas de mercados o de precios, factor que compele a los países «subdesarrollados» a ser «comunistas», o tribales. No se conoce el medio de tener un sistema de precios y distribución como el nuestro sin una larga y extensa experiencia de alfabetización. Pero nos estamos dando cuenta de estas cosas rápidamente, a medida que entramos en la era electrónica.
Porque el telégrafo, la radio y la televisión no tienden en sus efectos hacia lo homogéneo de la cultura de la imprenta, y nos predisponen a una más fácil vigilancia sobre las culturas no tipográficas.
Del mismo modo que el padre Ong nos ha procurado, en su obra sobre Ramus, los necesarios atisbos sobre la extraña similitud) de forma y motivo entre los lógicos medievales y los comerciantes del Renacimiento, nos señala John U. Nef la relación entre la ciencia y el comercio renacentistas. Su obra Cultural Foundations of Industrial Civilization es un estudio de la cuantificación, especialmente cuando se introduce en el mundo comercial.
Como hemos visto, el espíritu de separación rigurosa y de traspaso de funciones, por predominio de la cantidad visual, había dominado los últimos siglos escolásticos y había contribuido a la mecanización del oficio de copista. La prosecución de dicotomías y divisiones condujo del escolasticismo a las matemáticas y la ciencia, como indica Nef (págs. 4-5):
La separación entre la ciencia y la fe, la ética y el arte, tan característica de nuestros tiempos, está en las raíces del mundo industrializado en que vivimos. En una carta dirigida a Fermat y que envió al padre Mersenne en 1637, Descartes señalaba que el gran matemático de Toulouse parecía suponer «que al afirmar que una cosa es fácil de creer quiero decir solamente que es probable. Esto queda muy lejos de mi opinión: yo considero todo lo que es solamente probable como casi falso…».
Tal postura ha conducido a la admisión como cierto de aquello solamente que es verificable en términos tangibles y, cada vez más, en términos mensurables, es decir en términos de demostrabilidad matemática que parte de proposiciones artificialmente divorciadas de la verdadera experiencia de la vida. Ya que es imposible, como Pascal parece haber sido el primero en reconocer, ofrecer la misma clase de prueba tangible y conseguir el mismo género de asentimiento en materia de fe, moral o belleza, las verdades de la religión, filosofía moral y arte han venido a ser tratadas como cuestiones de opinión particular, más bien que como cuestiones de conocimiento general. Sus contribuciones al mundo contemporáneo son indirectas, pero no necesariamente inferiores por tal razón a las de la ciencia.
La separación artificial de los modos mentales en interés de la homogeneidad dio un sentimiento de certeza a Descartes y su tiempo. Un siglo de movimiento cada vez más rápido de la información por medio de la imprenta ha desarrollado nuevas sensibilidades. Con palabras de Nef (pág 8):
Durante los cien años que siguieron a la muerte de Rabelais en 1553, se dieron muchos indicios de que la exactitud en el tiempo, en la cantidad, en las distancias, iba a tener un interés creciente para hombres y mujeres en relación con su vida pública y privada. Uno de los ejemplos más impresionantes de la nueva preocupación por la precisión fue la decisión que tomó la Iglesia de Roma para facilitar un calendario más exacto. A lo largo de la Edad Media, las formas en que los pueblos cristianos midieron el paso del tiempo estuvieron basadas en cálculos hechos antes de la caída del Imperio romano. El calendario Juliano del año 325 todavía estaba en uso en la época de Rabelais.
La aparición de la estadística permitió aislar la economía de la estructura social general del siglo XVI:
Durante los ochenta años, más o menos, que siguieron, los europeos se esforzaron por alcanzar un grado más elevado de precisión en muchos dominios. Algunos de ellos atribuyeron nueva importancia a la acumulación de estadísticas, y, es digno de atención, de estadísticas relacionadas con los porcentajes de crecimiento, como guías de la política económica, precisamente en el mismo período en que, con Bodin, Malynes, Laffemas, Montchretien y Mun, la economía surgía por primera vez como objeto separado ante la investigación especulativa del hombre, independiente tanto de la administración del hogar, preocupación de cada uno de nosotros en su vida diaria activa, como de la filosofía moral, preocupación de todos nosotros como guía de nuestra vida interior (pág 10).
Europa había llegado ya tan lejos en dirección hacia la medida y la cuantificación visuales de la vida, que «vino a ocupar por primera vez un lugar aparte del próximo y lejano Oriente». En otras palabras, bajo las condiciones de la época del manuscrito, Europa no fue tan acusadamente distinta del Oriente, donde también prevalecería una cultura del manuscrito.
Dejemos por un momento a Nef y volvamos a Ong en busca de confirmación de la nueva pasión por la cantidad y la medida, y hallamos que el método ramista fue primariamente un aliciente para el deseo de orden, no un deseo de experimentación… Ramus adopta lo que podría llamarse un sistema particularizador de estudio del discurso»[65].
La prueba de que las nuevas clases comerciantes adoptaron este sistema puede documentarse con citas de muy varia procedencia. Su novedad y rareza hizo de él un recurso hilarante en la escena de la época isabelina. El Político Presunto de Ben Jonson en Volpone es un presunto Maquiavelo, y Jonson asocia naturalmente el nuevo arte de gobernar con las nuevas técnicas de observación y organización visual de la acción:
Me gusta
anotar y observar: aunque vivo fuera,
libre del activo torrente, he registrado sin embargo
la corriente y el paso de las cosas,
para mi uso particular; y conozco los reflujos
y mareas del estado.
En Venecia, el Político Presunto, inquiere del Peregrino:
¿Cómo? ¿Habéis salido de viaje
ayuno de reglas?
Peregrino —En verdad, conocía
algunas comunes, sacadas de aquella gramática vulgar
que me enseñó el que me gritó en italiano. (II, I)
Más adelante, en el acto IV el Político hace una enumeración detallada para el Peregrino:
P. —No, señor; comprendedme. Eso me costará en cebollas unas treinta libras.
Per. —Lo que equivale a una libra esterlina.
P. —Además del dispositivo hidráulico; porque hago así, señor: primero meto el barco entre dos muros de ladrillo,
excepto los que el estado quiere arriesgar: sobre uno de ellos extiendo un lienzo alquitranado y en él
pongo las cebollas partidas por la mitad; el otro
está lleno de aberturas, por las que introduzco
los cañones de los fuelles;
y estos fuelles los mantengo, con el dispositivo hidráulico, en movimiento continuo,
lo que es la cuestión más fácil entre cien
Ahora, señor, la cebolla, que naturalmente
atrae la infección, los fuelles soplando
el aire sobre él, mostrarán instantáneamente
por el cambio de su color si hay contagio
o bien permanecerá tan limpia como al principio.
Entonces sabemos que no hay nada.
Per. —Cierto, señor.
P. —Quisiera tener la nota.
Per. —«Por mi fe, también yo lo quisiera»: pero habéis hecho bien por una vez, señor.
P. —Si mintiese,
o se me hiciese mentir, podría mostraros pruebas
de cómo podría vender ahora este estado al Turco,
a pesar de sus galeras, o sus… (Examinando sus papeles.) Per.— Por favor, Don Pol.
P. —No las traigo encima.
Per. —Eso temía:
están ahí, señor.
P. —No, es mi diario,
donde anoto todos mis actos durante el día.
Per. —Por favor, dejadme ver, señor. ¿Qué hay aquí? «Notandum». (Lee).
Una rata había roído mis polainas de montar; no obstante, me puse unas nuevas y continué; pero primero
lancé tres habichuelas sobre el umbral. Item,
fui y compré dos mondadientes, uno de los cuales
rompí inmediatamente en una conversación
con un comerciante holandés sobre «ragion del stato».
De él fui y pagué un «moccinigo»
por zurcir mis medias de seda; de paso
hice bajar de precio los arenques, y en San Marcos oriné.
¡Por mi fe, que son estas notas políticas!
P. —Señor, no omito
acto alguno de mi vida, sino que los anoto así.
Per. —¡Sabia cosa, creedme!
P. —No, señor, continuad leyendo.
No hay misterio alguno, entonces, en el hecho de que medio siglo después Sam Pepys llevara justamente esta clase de diario. Era una disciplina de observación y de precisión para el presunto comerciante maquiavélico. Para el público isabelino, la apología de lago en la primera escena de Otelo lo hubiese señalado como un redomado fatuo, de la calaña del Político Presunto:
¡Oh, señor! Estad tranquilo.
Lo sigo para tomar sobre él mi desquite.
Todos no podemos ser amos, ni todos los amos
pueden ser honestamente servidos. Observaréis
que más de uno de esos bribones obedientes y de rodillas
acentuando su obsequiosa esclavitud, flexibles,
gastan su tiempo, del mismo modo que el asno de su amo,
solamente por el forraje; y cuando envejecen quedan cesantes.
¡Azotadme a esos honestos lacayos! Hay otros
que, componiendo gestos y maneras de obediencia,
mantienen el corazón a su propio servicio.
Y no dando a sus señores sino la sombra de su servicio,
medran a su costa, y, cuando han forrado la carpa,
se rinden homenaje a sí mismos: estos mozos tienen alma,
y confieso ser uno de ellos. Porque, señor,
tan seguro como vos sois Rodrigo
que si yo fuese el Moro no querría ser Iago.
Siguiéndolo no sigo sino a mí;
el cielo me juzgue, no por amor ni por deber,
sino, aunque así parezca, para mis fines particulares;
porque cuando mi conducta externa demuestre
la nativa intención y forma de mi corazón
en la exteriorización de su cortesía, no pasará mucho tiempo sin que lo lleve sobre la manga
para que lo picoteen las cornejas. Yo no soy lo que soy.