LA INFLUENCIA DE AMÉRICA
Las diferentes formas de pensamiento político que surgieron en Francia, y que chocaron entre sí en el curso de la Revolución, no fueron directamente responsables de que ésta estallara. Las doctrinas se cernían como una nube sobre las cumbres, y en un momento crítico en el reinado de Luis XV los hombres sintieron la inminencia de una catástrofe. Ésta se abatió cuando menos motivos había para ello, bajo su sucesor. Y la chispa que trocó el pensamiento en acción la proporcionó la Declaración de Independencia americana. Ésta representaba el sistema de una concepción whig internacional, extraterritorial y universal, que trascendía ampliamente el modelo inglés por su sencillez y rigor. Superó en fuerza a toda la especulación de París y Ginebra, pues había pasado la prueba de la experiencia, y su triunfo fue el hecho más memorable que jamás hubieran presenciado los hombres.
El presentimiento de que las colonias americanas se separarían era antiguo. Un siglo antes, Harrington había escrito: «Son todavía niños que no pueden vivir sin mamar de los pechos de sus ciudades-madres; pero se equivocaría quien pensara que cuando crezcan no se destetarán; lo que me sorprende es que queden aún príncipes que se empecinen en creer lo contrario». Cuando, en 1759, Mirabeau el viejo anunció la conquista de Canadá, aludió a que ésta significaría la pérdida de América, ya que las colonias permanecerían unidas a Inglaterra sólo mientras sintieran la amenaza de Francia, y no más. Se acercó mucho a la verdad, pues la guerra en Canadá dio la señal. Las colonias inglesas habían meditado la anexión de las francesas, y se irritaron por el hecho de que el gobierno del rey hubiera emprendido la expedición y les hubiera privado de la oportunidad de una acción conjunta.
Cinco años más tarde, el presidente Adams dijo que el modo en que los oficiales ingleses habían tratado a los americanos le había hecho hervir la sangre.
La agitación comenzó en 1761, y por las ideas innovadoras que difundió es tan importante como la propia Declaración o el gran debate constitucional. Las colonias iban por delante de Gran Bretaña en la vía de las instituciones libres, y su propio nacimiento se había debido al deseo de huir de los vicios de la madre patria. No había en ellas restos de feudalismo que conservar o a los que oponerse. Tenían constituciones escritas, algunas de ellas de notable originalidad, con profundas raíces para un inmenso desarrollo. A Jorge III le parecía extraño ser el soberano de una democracia como Rhode Island, en la que el poder revertía anualmente al pueblo y las autoridades tenían que ser elegidas también anualmente. Connecticut había recibido de los Estuardo una carta tan liberal, y construyó un autogobierno local tan refinado, que sirvió de base a la constitución federal. Los Cuáqueros tenían un programa basado en la igualdad del poder, del que estaban ausentes la opresión, los privilegios, la intolerancia y la esclavitud. Declaraban que sólo merecería la pena intentar su sagrado experimento en caso de que ofreciera alguna ventaja real respecto a Inglaterra. Fue el deseo de disfrutar de la libertad política, de la libertad de conciencia y del derecho a imponerse por sí mismos los propios tributos lo que les llevó al desierto. En algunos aspectos, estos hombres anticiparon la doctrina de una democracia menos regulada, ya que fundaron su gobierno no sobre convenciones, sino sobre el derecho divino, y declaraban ser infalibles. Un predicador de Connecticut había dicho en 1638: «La elección de magistrados públicos pertenece al pueblo por concesión directa de Dios. Quienes tienen el poder de elegir a los funcionarios y a los magistrados, tienen también el poder de fijar los límites y vínculos del poder y de la tarea que se les encomienda». En las obras de Franklin aparecen, escritas en 1736, las siguientes palabras: «El juicio de todo un pueblo, especialmente de un pueblo libre, se considera infalible. Y esto es universalmente cierto, mientras se mantenga en su propia esfera, no sesgado por el espíritu sectario, y esté dispuesto a no dejarse engañar por los trucos de los elegidos. No es pensable que un cuerpo popular con tales características falle en su juicio sobre los puntos esenciales, pues si decide en su propio favor —lo cual es sumamente natural—, su decisión es justa, en la medida en que todo lo que contribuye a su propio beneficio es al mismo tiempo un beneficio general, y hace progresar el verdadero bien público». Un comentarista añade que esta idea de la percepción infalible que el pueblo tiene de sus verdaderos intereses, y de su propia e infalible capacidad para perseguirlos, era muy superior en las provincias, y durante algún tiempo en todos los estados tras la proclamación de la independencia americana.
A pesar de su espíritu democrático, estas comunidades permitieron que su comercio estuviera regulado y limitado en propio detrimento y en beneficio de los comerciantes ingleses. Es cierto que protestaron por ello, pero acabaron aceptándolo. Ahora bien, Adam Smith dice que impedir a un gran pueblo hacer todo lo que quiera con los bienes que produce, o utilizar sus propios recursos y su propia actividad del modo que considere más ventajoso para sí mismo, es una violación manifiesta de los más sagrados derechos de la humanidad. Había una latente sensación de injusticia que estalló cuando, además de la interferencia en la libertad de comercio, Inglaterra ejerció sus derechos fiscales. Con posterioridad, un americano escribió: «La verdadera razón del descontento que condujo a la Revolución fue el intento de Gran Bretaña, a partir de 1750, de impedir la diversidad de empleo, de bloquear la expansión de las manufacturas y de las artes mecánicas; y la causa decisiva, más que el intento de imponer unas tasas sin representación, fue el empeño en aplicar las leyes sobre navegación». Cuando Inglaterra sostenía que las dificultades provocadas por la regulación podían ser mayores que las provocadas por los impuestos, y que quien se sometía a la primera también se sometía, en principio, a los segundos, Franklin replicaba que los americanos no lo pensaban así, sino que, si se les hubiera permitido elegir, habrían preferido rechazar tanto la regulación como los impuestos. Sabía, sin embargo, que el terreno en que se movían sus compatriotas era demasiado angosto. Escribió al economista francés Morellet: «Nada podría expresarse mejor de como lo hacen sus sentimientos sobre este punto: preferís la libertad de comercio, de cultivo, de industria, etc., incluso a la libertad civil, porque ésta raramente entra en juego, mientras que aquellas lo hacen a diario».
Estos primitivos autores de la independencia americana eran por lo general entusiastas de la Constitución inglesa, y se adelantaron a Burke en la tendencia a canonizarla y a magnificarla como modelo ideal para las naciones. John Adams decía en 1766: «Aquí radica la diferencia entre la Constitución británica y las demás formas de gobierno: en que la libertad es su fin, su utilidad, su destino, su dirección y su objetivo, lo mismo que la molienda del trigo encierra la utilidad de un molino». Otro célebre bostoniano identificaba la constitución con el derecho natural, como Montesquieu llamaba al derecho civil ‘razón escrita’. Decía: «Es un honor del príncipe inglés y una suerte para todos sus súbditos que su constitución tenga su fundamento en las inmutables leyes de la naturaleza; y puesto que el supremo poder legislativo, al igual que el ejecutivo, deriva su autoridad de esta constitución, lo lógico es que no pueda aprobarse o aplicarse ninguna ley que repugne a la ley esencial de la naturaleza». El autor de estas palabras, James Otis, es el fundador de la doctrina revolucionaria. Describiendo uno de sus panfletos, el segundo Presidente decía: «Considerad la Declaración de derechos y agravios aprobada por el Congreso en 1774; considerad la Declaración de Independencia de 1776; considerad los escritos del Dr. Price y los del Dr. Priestley; considerad todas las constituciones políticas francesas; y, para colmo, considerad el Common sense, Crisis y Los derechos del hombre de Thomas Paine: ¿qué podéis encontrar que no esté ya contenido sustancialmente en esta Reivindicación de la Cámara de Representantes?». Cuando estos hombres se percataron de que la apelación a la ley y a la constitución no les servía para nada, que el rey, corrompiendo a los representantes del pueblo con el dinero del pueblo, podía hacer valer su propia voluntad, buscaron un tribunal más alto, y pasaron de las leyes de Inglaterra a la ley de la naturaleza, y del rey de Inglaterra al Rey de Reyes. En 1762, 1764 y 1765 decía Otis: «La mayor parte de los gobiernos son, en realidad, arbitrarios, y por lo tanto representan la maldición y el escándalo de la naturaleza humana; sin embargo, en derecho ninguno de ellos es arbitrario. Según las leyes de Dios y de la naturaleza, el gobierno no puede gravar con impuestos la propiedad del pueblo sin el consentimiento del pueblo o de sus diputados. No puede haber una prescripción lo bastante antigua que derogue la ley de la naturaleza y la garantía del Dios todopoderoso, que ha concedido a todos los hombres el derecho a ser libres. Un hombre puede no tener más que una pequeña propiedad que proteger y defender; en todo caso, su vida y su libertad representan algo importante». Más o menos por entonces, escribía Gadsden: «Una confirmación de los derechos esenciales y comunes que nos pertenecen como ingleses pueden proporcionárnosla con bastante claridad las Cartas; pero toda ulterior dependencia de ellas puede ser fatal. Debemos permanecer en el amplio terreno común de aquellos derechos naturales que todos sentimos y conocemos como hombres y como descendientes de ingleses».
Los padres fundadores de los Estados Unidos comenzaron prefiriendo un principio moral abstracto a la letra de la ley y al espíritu de la Constitución. Pero fueron más lejos. No sólo era difícil sostener sus quejas de acuerdo con la ley, sino que éstas eran de escasa importancia. Las pretensiones inglesas eran difíciles de rechazar, y aunque eran injustas, la injusticia no era en la práctica tan difícil de soportar. El sufrimiento que habría de provocar la sumisión era infinitamente menor que el que seguramente provocaría la resistencia, y era mucho más incierto y remoto. El argumento utilitario hablaba claramente en favor de la obediencia y la lealtad. Pero si el interés estaba de un lado, de otro estaba un principio evidente: un principio tan sagrado y tan claro que exigía imperativamente el sacrificio de la vida de los hombres, de su familia y de su fortuna. Decidieron abandonarlo todo, no para evitar una opresión presente, sino para celebrar el precepto de una ley no escrita. Tal fue el descubrimiento ultramarino en la teoría del deber político, la luz que vino del otro lado del mar. Representaba la libertad no como una relativa liberación de la tiranía, sino como algo tan divino que hace que la existencia de la sociedad deba construirse de tal modo que se evite aun la más implícita infracción de su derecho soberano. «Un pueblo libre —decía Dickinson— jamás puede ser demasiado rápido en advertir ni demasiado inflexible en oponerse a los comienzos de toda alteración tanto formal como sustancial en relación con las instituciones ingeniadas para su seguridad». La primera forma de alteración conduce a la última. Puesto que las violaciones de los derechos de los gobernados suelen ser no sólo especiosas, sino mínimas al principio, se extienden de tal modo entre la multitud que sólo rozan ligeramente a los individuos. Todo estado libre debería vigilar sin descanso y tocar inmediatamente la alarma ante todo nuevo añadido que se haga al poder que sobre él se ejerce. ¿Qué pueblo es libre? No aquel sobre el que el gobierno se ejerce de manera razonable y equitativa, sino aquel que vive bajo un gobierno tan frenado y controlado por la constitución que se prevean medidas adecuadas contra la posibilidad de que se ejerza de otro modo. El rechazo era evidentemente un rechazo de principio, y como tal fue tratado por ambas partes. «El montante de los impuestos a recaudar —decía Marshall, el mayor de los juristas constitucionales— era demasiado insignificante para interesar al pueblo de ambos países». Añadiré las palabras de Daniel Webster, el gran intérprete de la Constitución y también el más elocuente de los autores americanos, y que en cuestiones políticas está a la altura de Burke: «El Parlamento de Gran Bretaña reclamó el derecho a establecer cualquier tipo de impuestos en las colonias; y éste fue precisamente el motivo que provocó el estallido de la Revolución. El montante de los impuestos era insignificante, pero la pretensión en sí misma era incompatible con la libertad, y esto era suficiente a los ojos de las colonias. Tomaron las armas contra la noticia de una ley aprobada por el parlamento, no contra los sufrimientos derivados de su aplicación. Fueron a la guerra contra un preámbulo. Combatieron durante siete años contra una declaración. Vieron en la reclamación del parlamento británico un principio generador de desastres, el germen de un poder injusto».
El objetivo de estos hombres era la libertad, no la independencia. Sus sentimientos los expresó muy bien Jay en su llamamiento al pueblo de Gran Bretaña: «Permitidnos ser libres como lo sois vosotros, y consideraremos siempre la unión con vosotros como nuestra mayor gloria y nuestra mayor felicidad». Antes de 1775 jamás se planteó la cuestión de la separación. Durante todo el tiempo de la Revolución Adams declaró que habría dado cualquier cosa por volver a la situación precedente, siempre que quedara garantizada la seguridad; y tanto Jefferson como Madison admitieron, en presencia del ministro británico, que algunos escaños en ambas cámaras lo habrían arreglado todo.
En su apelación a una ley superior, los americanos profesaban el más puro whiggismo, desde el momento en que sostenían que su oposición a la Cámara de los Comunes y a la jurisprudencia de Westminster no hacía sino replantear el eterno conflicto entre whigs y tories. Mediante un riguroso análisis y la suficiente intrepidez para aceptar las correspondientes consecuencias, transformaron la doctrina y cambiaron el partido. El whig desarraigado, apartado de sus pergaminos y sus precedentes, de sus familias dominantes y de sus condiciones históricas, reveló nuevas cualidades, y la era del compromiso dejó el campo a la era de los principios. Mientras la diplomacia francesa hacía el juego a la oposición inglesa en los tumultos del té en Boston, Chatham y Camdem recibían la influencia de Dickinson y Otis, sin advertir la diferencia, como se desprende claramente de un pasaje de un discurso pronunciado por Chatham en 1775: «Esta general oposición a vuestro arbitrario sistema fiscal era perfectamente previsible, como lógica consecuencia de la naturaleza de las cosas y de la naturaleza del hombre, y sobre todo de sus consolidados hábitos mentales y del espíritu whigista que reina en América. El espíritu que ahora se extiende por América es el mismo que en el pasado combatió contra los préstamos a interés, las concesiones y el dinero barato en este país, el mismo espíritu que levantó en lucha a toda Inglaterra con motivo de la Revolución, y el que en época remota estableció vuestras libertades sobre la base de aquella gran máxima fundamental de la constitución según la cual a ningún súbdito de Inglaterra se le podrán imponer tributos sin su consentimiento. La defensa de este principio constituye la causa común de los whigs en la otra orilla del Atlántico, lo mismo que en ésta. Es la alianza entre Dios y la naturaleza, inmutable, eterna, fija como el firmamento. La resistencia a vuestros actos fue necesaria porque era justa; y vuestras vanas declaraciones de omnipotencia del parlamento, vuestras imperiosas doctrinas sobre la necesidad de la sumisión, resultarán igualmente incapaces tanto para convencer como para reducir a esclavitud a vuestros compatriotas en América».
El ejemplo más significativo de la influencia de América sobre Europa es Edmund Burke. Nosotros le consideramos como un hombre que en sus comienzos rechazaba todo lo que oliera a principios generales y abstractos, y que luego se convertiría en el más convencido y resuelto de los conservadores. Pero hay un intervalo en el que, mientras se ventilaba el caso de las colonias, Burke fue tan revolucionario como Washington. La incoherencia no es tan flagrante como pudiera parecer. Burke procedía del partido de la pequeña propiedad, de la moderación obligada, del compromiso y la doctrina difuminada, que reivindicaba el derecho a establecer impuestos, pero que se resistía a utilizar ese derecho. Cuando destacaba las diferencias existentes en toda situación y en todo problema, y negaba el denominador común y el principio subyacente, no hacía sino alinearse con sus compañeros de partido. Como irlandés, casado con una irlandesa de familia católica, no era aconsejable que defendiera respecto a América unas teorías que podían llevar a Irlanda a la rebelión. Había aprendido a defender el gobierno de partidos casi como un dogma sagrado, y el partido condenaba la rebelión como una violación de las reglas del juego. Sus escrúpulos y protestas, su rechazo de la teoría, representaban la línea de conducta prudente de un hombre consciente de sus limitaciones y de que no era totalmente libre en el ejercicio de unas cualidades que le elevaban muy por encima de la vulgaridad que le rodeaba. A medida que la lucha se iba haciendo más dura y los americanos iban ganando terreno, Burke se vio arrastrado por las circunstancias a desarrollar unas teorías que luego jamás abandonaría del todo, pero que difícilmente podían conciliarse con gran parte de lo que escribiría cuando la Revolución se propagaba en Francia.
En su llamamiento a los colonos, dice: «No entendemos cómo se puede calificar con palabras odiosas e inmerecidas a millones de paisanos nuestros que luchan como un solo hombre para ser admitidos a disfrutar de los privilegios que nosotros hemos considerado siempre como nuestra felicidad y nuestro honor. Nosotros, en cambio, tenemos el mayor respeto por los principios que guían vuestra acción. Preferimos con mucho veros totalmente independientes de esta corona y de este reino que ligados al mismo por una unión tan innatural como la de la libertad y la esclavitud. Nosotros consideramos que el establecimiento de las colonias inglesas debe hacerse sobre principios de libertad, que es lo que hará digno de respeto a este reino ante las generaciones futuras. Sobre esta base, valoramos toda victoria y conquista de nuestros belicosos antepasados o de nuestros contemporáneos como empresas bárbaras, hazañas vulgares, en las que muchos pueblos hacia los que nosotros sentimos escaso respeto y estima nos han igualado, si no ya superado. Quienes se han mantenido y se mantienen firmes en este común fundamento de libertad, en ambas orillas del Océano, son para nosotros los únicos auténticos ingleses. Quienes se alejan de él, tanto aquí como allí, están envenenados, tienen la sangre corrompida, y han perdido completamente su rango y valor originarios. Ellos son los verdaderos rebeldes contra la bella constitución y la justa supremacía de Inglaterra. Una larga guerra contra la administración de este país puede no ser sino un preludio a una larga serie de guerras y conflictos entre vosotros mismos, para acabar al fin (como a menudo han acabado tales situaciones) en una especie de humillante quietud, que nada, fuera de las calamidades que la han precedido, haría grata a los pocos desilusionados que fueron capaces de sobrevivirlas. Por nuestra parte, admitimos que incluso merece la pena afrontar este riesgo por parte de hombres honorables cuando está en juego la libertad racional, como ocurre en el presente caso, que nosotros reconocemos y lamentamos».
En otra ocasión se expresó en los siguientes términos: «Sólo una convulsión que sacuda al globo hasta su centro podrá restituir a los pueblos europeos aquella libertad por la que en otro tiempo fueron tan celebrados. El mundo occidental fue patria de la libertad hasta que otro mundo más occidental fue descubierto, y será probablemente su refugio cuando se vea arrojada de cualquier otra parte. Es una suerte que en estos tiempos calamitosos siga habiendo un refugio para la humanidad. Si los irlandeses opusieron resistencia al rey Guillermo, lo hicieron inspirados por el mismo principio que movió a los ingleses y escoceses a oponer resistencia al rey Jacobo. Los católicos irlandeses habrían sido realmente los peores y más pervertidos de los rebeldes si no hubieran apoyado a un príncipe al que habían visto atacado no por causa de planes hostiles a su religión o a sus libertades, sino por su extrema parcialidad a favor de la secta a la que pertenecía. Príncipes meritorios en otros aspectos han violado las libertades del pueblo, siendo depuestos legalmente a causa de estas violaciones. No conozco ningún ser humano que esté exento del respeto a la ley. Considero que el parlamento es el juez competente para juzgar a los reyes, y que a él deben estar éstos sometidos. No es posible gobernar a todo el cuerpo del pueblo contra su voluntad. Cuando el pueblo advierte algo, generalmente está en lo cierto. Cristo se mostraba cercano a los más humildes, y de este modo estableció el principio firme y dominante de que el bienestar de éstos es la finalidad de todo gobierno.
»En todas las formas de gobierno el pueblo es el auténtico legislador. La causa remota y eficiente es el consenso del pueblo, ya sea efectivo o implícito, y este consenso es absolutamente esencial para su validez. El whiggismo no consiste precisamente en apoyar el poder del parlamento o cualquier otro poder, sino los derechos del pueblo. Si el parlamento se convirtiera en instrumento para violar esos derechos, no sería mejor desde ningún punto de vista, sino más bien mucho peor, en algunos aspectos, que cualquier otro instrumento de poder arbitrario. Quienes apelan a ti para que pertenezcas enteramente al pueblo son los que desean que pertenezcas a tu auténtica patria, a la esfera de tu deber, al lugar de tu honor. Que los Comunes reunidos en parlamento sean la misma cosa que los Comunes en general. No conozco otro modo de preservar en los representantes un nivel decente de atención al interés público que permitir la actuación del cuerpo mismo del pueblo, siempre que —como podrá apreciarse por algún acto flagrante y notorio, o por alguna innovación decisiva— estos representantes no se salten las vallas de la ley e introduzcan un poder arbitrario. Esta actuación es ciertamente un remedio bastante desagradable; pero si es un remedio legal, es lógico que tenga que emplearse en alguna ocasión, aunque sea sólo cuando resulte evidente que ninguno otro puede mantener la constitución anclada en sus auténticos principios. El remedio a los desórdenes parlamentarios no puede ponerse en práctica únicamente en el parlamento; en realidad, este remedio difícilmente puede comenzar aquí. Por lo tanto, un origen popular no puede ser la nota característica de un órgano representativo popular: pertenece igualmente a todas las partes del gobierno, y en todas las formas. La virtud, el espíritu y la esencia de una Cámara de los Comunes consisten en ser la imagen directa de los sentimientos de la nación. Esa Cámara no se creó para ejercer un poder sobre el pueblo: fue ideada como un control que el pueblo ejerce. La prerrogativa de la corona y la prerrogativa del parlamento son tales sólo mientras se ejercen en beneficio del pueblo. Es la voz del pueblo la que debe escucharse, no los votos y las decisiones de la Cámara de los Comunes. Ésta defiende denodadamente todo privilegio del pueblo, porque es un privilegio conocido y escrito en la ley del país, y lo defiende no sólo contra la corona y el partido aristocrático, sino también contra los propios representantes del pueblo. No se trata de un gobierno de equilibrios. Sería extraño que doscientos pares pudieran con su negativa echar por tierra lo que establece el pueblo de Inglaterra. He tomado parte en las organizaciones y controversias políticas con el propósito de fomentar la justicia e impulsar el triunfo de la razón, y espero que nunca preferiré los medios, o cualquier sentimiento derivado del uso de los medios, al grande y sustancial fin en sí mismo. Los legisladores hacen algo que los juristas no pueden hacer, pues no tienen otras normas que los aten que los grandes principios de la razón y de la equidad y el sentido humanitario general. Todas las leyes humanas son, propiamente hablando, declarativas; pueden modificar las formas y la aplicación de la justicia originaria, pero no pueden cambiar su sustancia. La defensa y el tranquilo disfrute de nuestros derechos naturales es el grande y último objetivo de la sociedad civil.
»La gran brecha por la que se introdujo en el mundo la excusa para la opresión es la pretensión de un hombre de decidir sobre la felicidad de otro. Creo que la sociedad debe conceder plena protección —en la que incluiría la seguridad frente a toda perturbación del culto religioso público y la posibilidad de enseñar tanto en las escuelas como en los templos— a los judíos, a los musulmanes e incluso a los paganos. La propia religión cristiana nació sin tener una sanción oficial ni disfrutar de la tolerancia, a pesar de lo cual sus principios se impusieron y vencieron a todas las potencias de las tinieblas y del mundo. En el momento en que empezó a alejarse de estos principios, convirtió la sanción oficial en tiranía y subvirtió sus propios fundamentos. El gobierno puede evitar muchos males. Pero en esto, y tal vez en cualquier otra cosa, puede hacer muy poco de positivo. Lo cual se aplica no sólo al Estado y al hombre de Estado, sino a todas las clases y especies de ricos, quienes en realidad son pensionistas de los pobres que, debido a su gran número, son los que les mantienen. Se encuentran en una absoluta, hereditaria e irrevocable dependencia respecto a quienes trabajan, a quienes impropiamente llamamos los ‘pobres’. Aquella clase de pensionistas dependientes llamada ‘ricos’ es tan infinitamente pequeña que si a todos se les cortara el cuello y se distribuyera lo que consumen en un año, ello no aportaría ni siquiera un trozo de pan y de queso a la cena de los que trabajan y que son los que, en realidad, dan de comer tanto a los pensionistas como a sí mismos. No es quebrantando las leyes del comercio, que son leyes de la naturaleza, como podemos esperar suavizar la cólera divina. Es la ley de la naturaleza, que es la ley de Dios».
De estos párrafos no puedo menos de deducir que Burke, después de 1770, recibió otras influencias distintas de las recibidas de quienes son considerados sus maestros, los whigs de 1688. Y si encontramos una vena de pensamiento tan insólito en un hombre que posteriormente celebraría el viejo orden y vacilaría en cuestiones tales como la tolerancia y el comercio de esclavos, con mayor razón podemos suponer que lo mismo ocurría en Francia.
Cuando se dieron a conocer en Europa las Cartas de un campesino de Pensilvania, Diderot dijo que era una locura permitir que los franceses leyeran semejantes cosas, pues no podían menos de contagiarse y convertirse en otros hombres. Pero lo que impresionaba a Francia eran los acontecimientos, mucho más que la literatura que los acompañaba. América había conquistado su independencia debido a una provocación menor de la que habría bastado para provocar una rebelión, y el gobierno francés había reconocido que la causa por la que luchaba era legítima, y había entrado en guerra para apoyarla. Si el rey estaba en lo justo en Inglaterra, entonces no lo estaba en modo alguno en Francia, y si los americanos actuaban con justicia, los motivos eran más válidos y la causa cien veces más justa en la propia Francia. Todo cuanto justificaba la independencia de los americanos constituía una condena al gobierno de sus aliados franceses. Si se aceptaba el principio de que los impuestos sin representación constituyen un robo, entonces no había autoridad más ilegítima que la de Luis XVI. La fuerza de esta argumentación era irresistible, y produjo su efecto cuando falló el ejemplo inglés. La doctrina inglesa fue rechazada en los comienzos de la Revolución, adoptándose en cambio la americana. Lo que los franceses tomaron de los americanos fue su teoría de la revolución, no su teoría del gobierno —su corte, no su costura—.
Muchos nobles franceses combatieron en la guerra, y regresaron a casa con ideas republicanas e incluso democráticas. Fue América la que convirtió a la aristocracia a la política reformista y proporcionó líderes a la Revolución. «La Revolución americana —decía Washington—, o la peculiar luz de la época, parece haber abierto los ojos a casi todos los pueblos de Europa, y un espíritu de libertad muy semejante parece ganar terreno rápidamente por doquier». Cuando los oficiales franceses estaban a punto de regresar, Cooper, de Boston, se dirigió a ellos en un tono de advertencia: «No permitáis que vuestras esperanzas se inflamen por nuestros triunfos en esta tierra virgen. Llevad con vosotros nuestros sentimientos; pero si intentáis implantarlos en un país que ha sido corrompido durante siglos, encontraréis obstáculos más invencibles que los que nosotros hemos encontrado. Nuestra libertad ha sido conquistada con sangre; pero vosotros tendréis que derramarla a raudales para que la libertad pueda echar raíces en el viejo mundo». Adams, después de haber sido Presidente de los Estados Unidos, lamentó amargamente la Revolución que les había hecho independientes, porque en ella se había inspirado la francesa, si bien pensaba que ambas no tenían ningún principio en común.
Lo cierto, en cambio, es que los principios americanos influyeron profundamente en Francia y determinaron el desenvolvimiento de su Revolución. De América tomó Lafayette la idea —que en su época produjo cierta confusión— de que la resistencia es el más sagrado de los deberes. Estaba también la teoría según la cual el poder político procede de aquellos sobre los cuales se ejerce, a cuya voluntad está subordinado; de que toda autoridad que no esté constituida conforme a este principio es ilegítima y precaria; de que el pasado representa más una advertencia que un ejemplo; de que la tierra pertenece a quienes están sobre ella, no a los que están debajo. Son características comunes a ambas revoluciones.
Al mismo tiempo, los franceses adoptaron y aclamaron la idea americana de que la finalidad del gobierno es la libertad, no la felicidad, o la propiedad, o el poder, o la conservación de una herencia histórica, o la adaptación del derecho nacional al carácter nacional, o el progreso de la ilustración y la promoción de la virtud; de que el individuo privado no debe sentir la presión de la autoridad pública, y tiene que orientar su vida según sus motivaciones internas, no presionado por influencias externas.
Los americanos transmitieron también otra doctrina a los franceses. En los viejos tiempos coloniales el poder ejecutivo y el poder judicial derivaban de una fuente externa, y su fin común era disminuir la fuerza de ese poder. Las asambleas eran populares por su origen y por su carácter, y todo lo que aumentaba su poder parecía conferir mayor seguridad a los derechos. James Wilson, uno de los autores y comentaristas de la constitución, nos informa de que «en la época de la Revolución existían y dominaban la misma afectuosa predilección y la misma celosa antipatía. Los poderes ejecutivo y judicial, al igual que el legislativo, eran ahora ciertamente hijos del pueblo, pero con los dos primeros el pueblo se comportaban más bien como una madrastra. Se discriminaba todavía al legislativo con excesiva parcialidad». Esta preferencia, histórica aunque irracional, conducía naturalmente a la adopción de una sola Cámara. El pueblo de América y sus delegados en el Congreso opinaban que una única Asamblea era desde todo punto de vista adecuada para tratar los asuntos federales. Y cuando se inventó el Senado, Franklin hizo fuertes objeciones. «En lo que respecta a las dos Cámaras —escribía—, coincido con Vd. en que una sola sería mejor; pero, mi querido amigo, nada es perfecto en los asuntos y en los proyectos humanos, y tal vez éste sea el caso de nuestras opiniones».
Alexander Hamilton fue el más hábil y también el más conservador de los estadistas americanos. Habría preferido la monarquía, y deseaba establecer un gobierno nacional anulando los derechos de los estados. El espíritu americano, tal como penetró en Francia, no puede describirse mejor de como él lo hizo: «Considero que la libertad civil, entendida en un sentido genuino y no adulterado, es la mayor bendición sobre la tierra. Estoy convencido de que toda la especie humana tiene derecho a ella, y que no se la puede negar en una parte de la humanidad sin que ésta quede mancillada con la culpa más negra y grave. Los sagrados derechos de la humanidad no hay que ir a buscarlos entre los viejos pergaminos o los legajos enmohecidos. Están escritos, claros como la luz del sol, en el libro de la naturaleza humana, por la propia mano de la Divinidad, y jamás podrán ser borrados u oscurecidos por un poder mortal».
Pero cuando hablamos en general de la Revolución americana, solemos mezclar cosas distintas y discordantes. Desde las primeras agitaciones de 1761 a la Declaración de Independencia, y luego hasta el final de la guerra en 1782, los americanos fueron agresivos, violentos en su lenguaje, aficionados a las abstracciones, pródigos en doctrinas universalmente aplicables y universalmente destructivas. Fueron las ideas de estos primeros tiempos las que impresionaron a los franceses y las que fueron importadas por Lafayette, Noailles, Lameth y los jefes de la futura revolución que habían asistido al arriar de la bandera británica en Yorktown. La América de su experiencia era la América de James Otis, de Jefferson, de los Derechos del hombre.
Se produjo un cambio en 1787, cuando la Convención diseño la Constitución. Fue un periodo de construcción, en el que se hicieron todos los esfuerzos, se idearon todos los proyectos para poner coto a la inevitable democracia. Los miembros de aquella asamblea eran, en su totalidad, hombres muy sensatos y cautos. No eran ciertamente hombres de dotes extraordinarias, y el genio de Hamilton no consiguió en absoluto impresionarles. Algunas de sus medidas más memorables no fueron fruto de un auténtico proyecto, sino simplemente medias medidas y recíprocas concesiones. Seward señaló así la diferencia entre la época revolucionaria y la posterior época constituyente: «Los derechos reivindicados por nuestros antepasados no se referían exclusivamente a ellos, sino que eran derechos comunes a toda la humanidad. La base de la Constitución era mucho más amplia de lo que la superestructura que los prejuicios y los intereses en conflicto de la época habrían permitido erigir. La Constitución y las leyes del gobierno federal no extendieron en la práctica aquellos principios al nuevo régimen político; pero fueron claramente promulgados en la Declaración de Independencia».
Ahora bien, aunque Francia se viera profundamente implicada en la Revolución americana, no experimentó particularmente la influencia de su constitución. Sufrió la influencia desestabilizadora, no la conservadora.
La Constitución, elaborada durante el verano de 1787, entró en vigor en marzo de 1789, y nadie sabía cómo habría de funcionar cuando se produjo la crisis en Francia. Los debates, que ponen al descubierto las intenciones y los compromisos, permanecieron durante mucho tiempo ocultos al público. Además, la Constitución se convirtió en algo más que el originario papel escrito. Aparte de las enmiendas, ha sido interpretada por los tribunales, modificada por la opinión, desarrollada en varias direcciones, y tácitamente alterada en otras. Algunas de sus cláusulas consideradas más importantes se han conseguido de este modo, y no eran perceptibles cuando los franceses tenían una necesidad tan imperiosa de guiarse por la experiencia de otros hombres. Algunas de las limitaciones al poder gubernativo no se establecieron plenamente al principio.
La más importante de éstas es el papel que desempeña la Corte Suprema en la anulación de las leyes inconstitucionales. El duque de Wellington dijo a Bunsen que sólo por esta institución los Estados Unidos compensaban todos los defectos de su gobierno. A partir del juez jefe Marshall, el poder judicial fue adquiriendo sin duda alguna una gran autoridad, que Jefferson, y otros con él, consideraban inconstitucional, ya que la propia constitución no contempla un poder semejante. La idea se había desarrollado en los estados, especialmente, creo, en Virginia. En Richmond, en 1792, el juez White dijo: «La tiranía ha sido derrotada, los órganos del gobierno se han mantenido dentro de su ámbito, los ciudadanos se hallan protegidos, la libertad de todos ha quedado garantizada. Pero estos benéficos resultados alcanzan una perfección más alta cuando, al tiempo que quienes cuidan de la caja y quienes manejan la espada se distinguen respecto a sus respectivas competencias, los tribunales, que no tienen ninguno de estos poderes, son llamados a declarar imparcialmente la ley que los regula. Si todo el cuerpo legislativo —eventualidad que sería lamentable— intentase traspasar los límites que le han sido impuestos por el pueblo, yo, administrando la justicia del país, convocaré a los poderes conjuntamente ante este tribunal y, señalando la Constitución, les diré: “Aquí está el límite de vuestra autoridad; hasta aquí podéis llegar, pero no más allá”». La asamblea legislativa de Virginia accedió a ello y rechazó su ley.
Tras la redacción de la Constitución federal, Hamilton, en el número 78 del Federalista, sostuvo que el poder pertenecía al órgano judicial; pero no se reconoció constitucionalmente hasta 1801. «Esto —decía Madison— hace al poder judicial, de hecho, superior al legislativo, lo cual nunca se consideró ni puede ser justo. En una forma de gobierno cuyo principio vital es la responsabilidad, jamás podrá permitirse que los sectores legislativo y ejecutivo estén completamente subordinados al poder judicial, en el que no es fácil encontrar esa característica». Wilson, por otra parte, justificaba la práctica con el principio de la ley superior. «El parlamento puede, sin duda alguna, estar sometido a la ley natural y a la ley revelada, que proceden de la autoridad divina. ¿Acaso los tribunales de justicia podrán no estar sometidos a esa autoridad suprema? Cuando los tribunales de justicia obedecen a la autoridad suprema, no puede decirse, en rigor, que ejerzan el control sobre la autoridad inferior; se limitan a declarar, como es su deber, que la inferior está controlada por la otra, que es superior. No enmiendan una ley del parlamento, sino que simplemente la declaran nula en cuanto contraria a una ley de validez superior». Así pues, no es evidente que el poder judicial tenga la función de ser una barrera contra la democracia, tal como opinaba Tocqueville. Del mismo modo, la libertad religiosa, que tanto ha llegado a identificarse con los Estados Unidos, es algo que se desarrolló gradualmente, sin que esté prescrita en la letra de la ley.
El verdadero control natural de una democracia absoluta es el sistema federal, que limita al gobierno central mediante los poderes reservados a los estados, y al gobierno de los estados mediante los poderes que éstos han cedido al gobierno central. Tal es la inmortal contribución de América a la ciencia política, ya que los derechos de los estados son a la vez la realización y la salvaguardia de la democracia. Hasta el punto de que un oficial escribió, pocos meses antes de la batalla de Bull Run: «El pueblo del sur es evidentemente, en su inmensa mayoría, de la opinión de que la esclavitud está en peligro por el curso de los acontecimientos, y es inútil intentar cambiar esta opinión. Al estar nuestro gobierno basado en la voluntad del pueblo, cuando esta voluntad se ha manifestado, el gobierno carece de poder». Son palabras de Sherman, el hombre que, con su marcha a través de Georgia, partió en dos a la Confederación. El propio Lincoln escribía por las mismas fechas: «Declaro que el mantenimiento íntegro de los derechos de los estados, especialmente el derecho de cada uno de los estados a organizar y administrar sus propias instituciones locales, de acuerdo exclusivamente con su propio juicio, es esencial a aquel equilibrio de poderes del que dependen la perfección y la permanencia de nuestro edificio político». Tal era la fuerza que los derechos de los estados tenían sobre la mente de los abolicionistas en la época de la guerra que los abatiría.
Durante la Revolución muchos franceses veían en el federalismo la única forma de conciliar libertad y democracia, de establecer un gobierno basado en el contrato y de liberar al país de la aplastante influencia de París y de la plebe parisina. No me refiero a los girondinos, sino a hombres de opiniones distintas, y especialmente a Mirabeau. Éste quería salvar el trono apartando las provincias del frenesí de la capital, y declaró que el sistema federal es el único capaz de preservar la libertad en un gran imperio. La idea no se desarrolló bajo la influencia americana. En efecto, nadie era más contrario a ella que Lafayette, y el testigo americano de la Revolución, Morris, denunció el federalismo como un peligro para Francia.
Aparte de la Constitución, el pensamiento político americano influyó en los franceses junto al propio pensamiento francés. Y no todo era especulación, sino un sistema por el que los hombres daban su vida y que en la práctica había demostrado ser perfectamente operativo y suficientemente fuerte para vencer cualquier resistencia, con la aprobación y el apoyo de Europa. Dicho sistema proporcionaba a Francia un modelo completo de revolución, tanto en el pensamiento como en la acción, y demostraba que lo que en el viejo mundo parecía exagerado y subversivo, era compatible con un gobierno sensato y justo, con el respeto al orden social y la conservación del carácter y los usos nacionales. Las ideas que cautivaron y convulsionaron a los franceses estaban ya en su mayor parte listas para ellos, y mucho de lo que ahora os es familiar, mucho de lo que os he mostrado recurriendo a otras fuentes distintas de las francesas, volveremos a encontrarlo la semana próxima, bajo su antiguo semblante, cuando tratemos de los Estados Generales.