TREINTA Y UNO

La habitación del hotel de Villanueva está repleta de papeles. Jueves Santo por la tarde.

Villanueva tiene la maleta hecha. Hay un billete de AVE encima de la mesilla de noche para mañana. Está en el escritorio. Mira una y otra vez las fotos de las víctimas. Lee y relee el libro Muerte en Sevilla. Comienza a ordenar sus ideas en voz alta.

—Maldita sea, vamos a ver, el libro habla de la muerte de un pintor extranjero, pero aparte del título, no hay ninguna otra similitud. Por mucho que mire en los detalles como dijo aquel periodista en aquel bar. «Dale una vuelta, dale una vuelta», me decía.

Villanueva se asoma al gran ventanal del hotel. Hay lanchas de la armada patrullando el Guadalquivir. Puede ver a integrantes de la UME, la Unidad Militar de Emergencias, revisando una y otra vez los bajos de cada uno de los puentes. Varios helicópteros iluminan con haces de luz la ciudad. Desde su ventana puede ver destellos de sirenas que van y vienen y que no dejan de sonar. Villanueva corre la cortina de un golpe. Es tarde, pero sigue pensando.

Pasan las horas. Suena el móvil. Es un mensaje de texto de Jiménez.

No sé si le importará mucho ahora, pero ha sido un placer trabajar con usted. Mucha suerte a partir de ahora. Quédese con el tocadiscos de recuerdo, ya me inventaré yo algo en la Comisaría para justificar la pérdida.

A Villanueva le cambia la cara. Se le ilumina. Tira el teléfono a la cama. Va corriendo hacia una montaña de papeles. Los aparta de un manotazo. Todo cae al suelo. Debajo de todos está el tocadiscos. Busca en otro rincón de la habitación. Encuentra el disco de José Manuel Poto.

Lo abre y lo mira. La primera canción se llama Cuando vuelvas a casa. Comienza con el cantante diciendo «Ole esa gente, lo primero que voy a decir es Viva Sevilla, vivan los amigotes». Villanueva comienza a leer todas las letras mientras escucha. Copia en un cuaderno. Tacha vocales. Une palabras con frenesí pero no encuentra nada. Pasan las horas. Se echa las manos a la cara. Es casi la una de la mañana. Está fuera de sí. Comienza a hablar para él mismo en voz alta.

—Tiene que estar aquí. Tiene que estar aquí, lo sé, coño, tiene que estar aquí.

Sus gritos se solapan con los versos del disco: «Y cuando vuelva / y a casa en primavera / volveré a los pocos años / recorriendo sus plazuelas / y volveré al calor de un cotarro / y a vivir un Jueves Santo». Villanueva salta sobre el vinilo. Sigue hablando en voz alta.

—«Dale una vuelta…». «Dale una vuelta…».

Gira el disco para escuchar esa parte otra vez. Al girar el disco al contrario, oye algo, un pareado extraño. En ese momento Villanueva se ilumina y reproduce el disco al contrario, como si fuera uno de Led Zeppelin y buscara la voz del demonio. Lo que encuentra es la voz del cantante, pero en una rima siniestra que se oye con increíble nitidez.

—Morirán inocentes, el jueves más que ayer, pero no será culpa nuestra, será de Jürgen Mayer.

Repite la operación. Y otra vez. Parece que quiere estar seguro. Lo apunta en su cuaderno. Villanueva parece seguro pero lo comprueba en su iPad.

Sí, está en lo cierto: Jürgen Mayer es el arquitecto de las Setas de la plaza de la Encarnación.