El hotel Incosol está a unos 6 kilómetros del centro de Marbella pero parece que está en medio de la nada. Desde la autovía de la Costa del Sol, el coche de Jiménez y Villanueva coge el desvío de Torre Real. La carretera, una especie de calle con chalets lujosos a los lados va subiendo. Hay un badén cada diez o quince metros.
—Aquí la gente tiene buenos coches y le da igual los badenes, pero menudo coñazo —apostilla Jiménez.
Finalmente llegan a una rotonda con un cartel en el que se lee Incosol. El coche atraviesa un arco y llega a un hotel inmenso en lo alto de una colina. Nada se ha tocado desde los 70.
—¿Le gusta a usted Sabina, jefe?
—Pues mira, sí.
—A ver si recuerda está canción: Cris, Cris, Cristina, dirige una oficina sentada en la piscina de Incosol.
—No me diga.
—Efectivamente. Incosol era el sitio al que durante los 70 y 80 venía la gente de mucha pasta. Jefes de Estado, los mejores artistas, todos venían aquí desde cualquier parte del mundo atraídos por su confidencialidad y por sus tratamientos de salud a partir del agua. Dicen que tiene incluso quirófanos. Uno llega aquí, se hospeda durante un mes en el que no sale de ese arco que acabamos de cruzar y cuando vuelve a su casa pesa 20 kilos menos, tiene las orejas abrochadas y tetas de goma.
—¿Y qué pinta aquí Álvaro Burguillos? ¿No me ha dicho que es uno de los periodistas más tradicionales de Sevilla? No lo veo poniéndose más pecho.
—Bueno, creo que también hacen tratamientos que son curas, sin necesidad de operarse de nada. «Renacimiento» le llaman. Estás aquí todo el día de piscina en piscina, comiendo bien, durmiendo diez horas al día, sin quitarte el albornoz y vuelves casi más nuevo que operándote.
En el hall de entrada hay una inmensa recepción y un sillón circular lleno de africanos. Todo parece de los 70: el gotelé de las paredes, las barandillas doradas de la escalera, la moqueta, incluso la ropa que visten los africanos parece de alguien que se preocupara por su aspecto, pero, efectivamente, en los 70. Jiménez y Villanueva llegan a la recepción.
—Hola, somos el inspector Villanueva y el agente Jiménez, hemos quedado con el periodista Álvaro Burguillos.
—Bienvenidos a Incosol. Ya nos ha avisado. Está en la piscina tropical. Si salen por esta puerta de cristales se la encontrarán de frente. Intenten no pasar a la siguiente piscina porque la ha reservado un cliente para él solo.
—¿Quién? —preguntó Jiménez.
La recepcionista hizo un gesto hacia los africanos del sofá.
—Un jefe de Estado africano, estos son algunos de su seguridad. Allí Incosol tiene mucho cartel.
Villanueva y Jiménez avanzan por el hall y salen a los jardines. No pueden disimular que son policías por la manera de andar y las gafas Aviator. Atraviesan unas fuentes en las que hay ranas. Todos los clientes del hotel van vestidos con albornoces. Reconocen varias caras: cantantes, empresarios, exfutbolistas.
—Todo tiene un poco aire a secta —apunta Jiménez susurrando.
Llegan a la piscina tropical y ven al periodista. Tiene barba y gafas y está tumbado en una especie de cama de hidromasaje que está debajo de agua. Habla con alguien al lado que está también dentro de la piscina y que mira. Es un famoso actor de la época del cine de destape español que cuchichea.
—Esos son maderos, Álvaro. Ya empezamos, como me hagan bromas de Pepito Piscinas verás…
El periodista los ve y les saluda con la mano. Los agentes llegan a la piscina.
—Buenos días, señor Burguillos, soy el inspector Villanueva y este es mi compañero, el agente Jiménez.
De momento el actor los mira y se acomoda.
—Buenos días, seguramente conocerán a mi amigo, los viejos rockeros también necesitan de vez en cuando de cuidados, no le hagan bromas de su película de piscinas que no lo lleva demasiado bien, ¿verdad amigo?
—Sí, sí, sí, bueno, bueno, yo os dejo tranquilos, te veo en el wellness, para tomarnos una cervecita, encan… encantado señores.
El actor se aleja del grupo. Se queda a unos 15 metros. Toma el sol sentado en el bordillo de la piscina. Deja los pies dentro del agua.
—Ustedes dirán a qué debo esta visita.
—¿Vive usted aquí? —pregunta Jiménez.
—Bueno, no exactamente, me siento como en casa, pero no vivo siempre aquí, está relativamente cerca y lo alterno con Sevilla. Gracias a Dios, escribir una columna de opinión puede hacerse desde cualquier sitio, se podría decir que desde hace un par de años estoy siete u ocho meses aquí y el resto en mi Sevilla.
—Ahá.
—Sé lo que están pensando, que esto debe de salir por un dineral, ¿no? Bueno, a los dueños les gusta mantener a caras conocidas por aquí y a algunos como a mi compañero, el del destape o a mí nos hace precio, ¿verdad? —dice levantando la voz. A 10 metros, el actor responde:
—Sí, sí, sí, desde luego, sí.
—Discúlpenme la postura del recibimiento, pero tengo problemas en la espalda y no puedo faltar a mi tratamiento. Ya está acabado, vamos a aquella mesa, estaremos más tranquilos.
La mesa se halla a unos 10 metros de donde están. Por tanto, a unos 20 del actor. Villanueva camina pensativo y mide la distancia. Jiménez camina mirando a una clienta extranjera que hace top-less.
—Mucho mejor aquí. ¿Qué necesitan? Y, por cierto, denle recuerdos a Miguelón, hombre, que hace mucho que no lo veo, díganle que nos toca cena en Robles, y que esta vez pago yo, se ponga como se ponga.
—¿Miguelón?
—Sí, Miguel Rodríguez, el comisario. Es un gran amigo mío, ¿saben?
Villanueva parece captar el énfasis de la entonación del «¿saben?».
—No lo veo mucho, yo voy un poco por libre, la verdad. Pero cuente con ello si lo vemos. Mejor llámelo usted y así se asegura. En cualquier caso, supongo que estará al tanto de todo lo relativo al «asesino de la regañá».
—Ya, ya sé por qué vienen, ese niño pijo no ha aguantado y les ha dicho que yo escribí la Reina de Tarssis aquella, ¿verdad?
—Así es.
—Entiendo su preocupación, pero hablamos de un género periodístico antiquísimo: la ironía. No sean tan básicos como el locaje.
—¿Locaje?
—Bueno, la plebe, los civiles, la gente que no es nada. Es un término que me pegaron mis compañeros periodistas deportivos, se refieren así a la afición. «Hay que tener cuidado con lo que se escribe que el locaje después…». Me hizo gracia desde el principio, viene de loco, claro. Me fascina que el lenguaje sea algo tan vivo y evolucione. En fin, etimologías aparte, que quede clarísimo: yo no tengo nada que ver con esas muertes. Ni sé quién es ese hombre, ni me parece bien que alguien vaya por ahí ajusticiando a gente porque sí, independientemente de lo que hayan hecho. Para rectificar conductas incorrectas está el buen gusto y, en última instancia, profesionales en la policía como Miguelón o ustedes, que hacen tan bien su trabajo.
—¿Entonces por qué escribió lo que escribió?
—Bueno, fue en parte idea del director de la revista, ese chaval quería algo contundente sobre un tema complejo para conseguir difusión. Yo entré al trapo a cambio del anonimato y de unas cuantas comidas en los mejores restaurantes de la ciudad, que son los que se anuncian en su revista.
—¿Cómo?
—El Zaguán de Sevilla aspira a ser un grupo de presión y eso vale dinero, no lo da. Es una revista gratuita, con buenas firmas, que no cobra dinero por ninguno de sus anuncios, simplemente, como él lo llama, recibe «intercambios».
—¿No se cobran los anuncios?
—No en dinero. Créanme que, en Sevilla, invitar a alguien a cenar en uno de los restaurantes más caros de Andalucía como el Robles, o el Oriza y que al ir a pagar no le dejen a uno porque invita la casa es casi mejor que el dinero. Se consigue una imagen que después da lugar a muchos otros favores. Eso es lo que queremos todos los que colaboramos en esa revista. La familia de ese chico tiene muchísimos posibles, por un lado le pone un chiringuito a su hijo para que esté entretenido y por otro se labran un nombre en la ciudad.
—Me parece siniestro. ¿Le puedo preguntar qué pretende como último objetivo ese chaval?
—A usted le parecerá una tontería seguramente, pero está trabajando, poco a poco, para ser el próximo Hermano Mayor de la Macarena. Créame que eso es ser más que alcalde en Sevilla.
En ese preciso momento el periodista se levanta de la silla y sin que nadie entienda nada comienza a gritar.
—¡YA LES HE DICHO QUE NO SÉ NADA! ¡QUIÉNES SE CREEN USTEDES PARA VENIR A MI CASA A INCORDIARME CON SEMEJANTES ESTUPIDECES! NO-SÉ-NA-DA. ¿Les queda claro?
Toda la piscina mira de repente hacia la mesa en la que están. El actor también. Burguillos vuelve a sentarse. Villanueva y Jiménez no entienden nada. Jiménez incluso se ha asustado con el ruido.
—Lo siento, pero creo que ya está bien. Necesito descanso y no que me molesten con charlotadas. Les rogaría que se marcharan.
Se levanta y les ofrece la mano en alto en señal de despedida. Tres vigilantes de seguridad aparecen del hotel y miran la escena desde lejos. Valoran si deben entrar o no. Villanueva le da la mano y el periodista escritor hace una mueca extraña que solo ve el inspector.
—Muchas gracias por atendernos. Siento las molestias.
—No se preocupe. Todo está bien. Ahora márchense, por favor.
Villanueva y Jiménez salen del recinto de la piscina. Turistas, clientes, todos los miran marcharse con curiosidad. Todos menos el actor que hace como que no los ve. Villanueva lo mira al pasar a su lado.
—Adiós, espero que descanse.
Y se marchan. De camino, Jiménez califica el último gesto de su jefe al actor.
—Guantá sin manos, jefe.
Ya están fuera. Los dos caminan en silencio por el parking del hotel hacia el coche. Hay aparcados un Bentley, un Jaguar, un par de Aston Martins, todo son cochazos en ese parking. Los dos andan en silencio. Jiménez mira los coches y finalmente se atreve a decir.
—Cómo se ha puesto el abuelo, ¿no?
—Cállese y ande Jiménez. Nos están vigilando.
—¿Vigilando?
—Ese hombre tiene miedo: cuando me ha dado la mano me ha pasado una nota.