DIECISIETE

Villanueva y Jiménez llegan al portal del barrio de Los Remedios en el que según la página web está la redacción de la revista El Zaguán de Sevilla. Villanueva tiene un ejemplar en las manos. Es una revista gratuita. Lo tiene más que ojeado: entrevista a Olivia de Borbón Von Hardenbert, desfile flamenco llamado «Gitanería» en el Real Club de Labradores, baile de máscaras en los Reales Alcázares o cómo presenta su último disco José Manuel Poto. El portero electrónico responde.

—¿Quién es?

Jiménez se adelanta.

—¡Policía, abra por favor!

Dicho esto, se dirige a Villanueva.

—Lo siento, siempre he querido pronunciar esa frase.

Abren y suben. La redacción es amplia. Muy amplia. Hay unas diez o doce mesas, cada una con un ordenador y alguien escribiendo. Les recibe una chica rubia de unos treinta años. A Jiménez le gusta. Tiene la piel muy morena y una sonrisa rara. Según un pequeño cartel que tiene en la mesa se llama Mara.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles?

—Buenos días, no hay ningún problema, señorita, simplemente es una ronda de preguntas rutinaria. Nos gustaría hablar con el director o el editor, o la persona que esté al mando.

—Santiago, Santiago Ezequiel Bruma. En un momento le llamo, siéntense si son tan amables.

Dos minutos de espera. En el despacho de Santiago Ezequiel Bruma hay una foto dedicada de Carmen Lomana y portadas de la revista enmarcadas: la duquesa de Alba, Francisco Rivera Ordóñez o Pitita Ridruejo. Es bastante alto, bien parecido y grande, muy grande. Lleva patillas de hacha y viste traje de chaqueta de dos piezas: la chaqueta verde y camisa de estampado rojo, ambos de lana. Lo corona todo con una pajarita azul. Podría tener el mismo estilista que Jaime de Marichalar y una buena cuenta de cliente en la tienda El Ganso. Si llega a los 30 años es por poco a pesar de su estilismo. Les recibe desde la mesa. Está llena de papeles y tiene dos ordenadores. Villanueva no puede verle las manos. Es grande. Muy grande.

—Buenas, encantado de conocerles, siéntense y díganme en qué les podemos ayudar.

Parece bastante nervioso. Villanueva decide no andarse con rodeos.

—Me gustaría ver sus manos si no tiene inconveniente.

La cara del joven palidece. Se pasa las palmas por los muslos de su pantalón de lana en un gesto con el que intenta secarse el sudor debajo de la mesa. Las levanta y las ofrece, palmas hacia arriba. Villanueva las mira. Jiménez las mira. Los dos las contemplan unos segundos. Villanueva las coge y las toca como si fuera a leer el futuro en ellas, aunque lo que le gustaría de verdad es leer el pasado.

—Está bien. Muchas gracias. Tiene usted unas manos muy suaves y bastante pequeñas, por cierto.

—Vaya, ¿y eso es bueno o malo?

—Créame que para usted, bueno… para mí, quizá, peor. Quería preguntarle qué sabe del asesino de la regañá.

—Así que es por eso… Verá, fue un malentendido de mi colaborador, no fue con mala fe, se malinterpretó y ya en el número de esta semana hemos pedido disculpas a los familiares de las víctimas, sean lo tiesos que sean.

—¿De qué habla?

—Supongo que estarán aquí por el artículo que publicamos en el número anterior. Tenemos una sección que se llama «Buenos días, reina de Tarssis» en la que grandes nombres de la vida de esta ciudad escriben sin ninguna censura sobre lo que quieran. Lo suelen hacer con sobrenombres. Nuestros lectores, gente bien relacionada, suelen saber de quién se trata, es una especie de secreto de comunidad. Aun así, hacerlo bajo un seudónimo es clave para que se expresen como de verdad sienten las grandes firmas de esta ciudad, sin responsabilidades. Ya le digo que nos hemos retractado, pero también le digo que como estrategia de comunicación nos ha venido muy bien porque ha tenido mucha difusión. Nos pasó lo mismo hace tiempo, porque la revista tiene ya cinco años, con un artículo sobre los frikis que escribió una colaboradora, Mara, la han conocido en la puerta.

—Muy guapa, por cierto —interrumpe Jiménez.

—Una verdadera yegua, y con cabeza, agente, con cabeza.

—¿Puedo ver ese texto? —corta Villanueva.

El joven director busca algo en su iPad. Tarda poco. Finalmente lo localiza y se lo entrega a Villanueva. En la pantalla, los ojos del inspector leen esto:

Buenos días, reina de Tarssis. Buenos días, Sevilla. Sé que estás preocupada por estos tiempos extraños de furia, pero cree a este hijo tuyo enamorado de que no tienes por qué.

«Eso lo dirás tú», me dirás con esa sonrisa de plata que retrató el poeta y esa dulzura que tintinea en las fuentes de los Alcázares. «Ya, ya sé», te respondería yo mirándote a tus ojos de luz, «ya sé que hay poco trabajo, que muchos de tus hijos lo pasan mal y que ahora, además, anda suelto un hombre peligroso, pero no te preocupes, no tienes que temer. ¿Acaso San Fernando no mató también por ti?».

Esto fue lo que yo le conté a la bella doncella que es nuestra ciudad y me escuchó. Estuvimos toda la noche hablando, al olor de una dama de noche y un jazmín y cuando ya rayaba el alba por Guillena me dijo: «Cuánta razón tienes, pero qué dolorosos son los medios de un fin sano. Me vuelvo a quedar tranquila».

¿Qué es lo que le dije? Pues escúchenme y ya verán que razón no me falta. Le puse el doloroso ejemplo de que a alguien le matan a una hija. Doloroso trance, sin duda, y uno, aunque a veces tenga ganas, no puede pedir pena de muerte, no, pero ¿acaso alguien pensaría mal de un padre que sin poder soportar el dolor, acabara con la vida de quien lo más preciado le quitó?

No una respuesta institucional, no delegar en que alguien nos arregle lo nuestro, mirar a la rabia a la cara e ir decidido hacia aquello que nos ataca y que, si no acabamos con él, acabará con lo que queremos.

Sevilla, nuestra enamorada, lleva siendo mucho tiempo atacada. Unas veces gritándolo en nuestra cara como con ese absurdo proyecto de las Setas, y otras más en silencio. ¿Por qué no había de comenzar a defenderse ya? Y, sobre todo, ¿por qué temer a quien viene a salvaguardar lo que queremos que perdure? Yo no tendría valor de hacer lo que hacen otros, pero sí lo tengo para quitarme la careta y decir «¡Ole!». Y encima con una regañá.

Siempre tuyo, el Almirante.

Villanueva acaba de leer el texto y mira al joven periodista.

—¿Me puede decir quién escribió esto?

—El Almirante Topete.

—¿Perdone?

—Como le he explicado, las firmas que escriben en «Buenos días, reina de Tarssis» lo hacen desde el más respetado anonimato. Para la revista es interesante contar con firmas que serían inaccesibles por nuestros recursos y la única condición que ponen es que nunca sea desvelado quién escribe qué. Lo siento, no puedo decírselo.

Villanueva se levanta y se apoya en la mesa. Se acerca a la cara del editor amenazante y lo agarra por las solapas.

—Mira, pijo blandito, o me dices quién ha escrito eso o vuelvo con una orden de un juez para matricularte a la fuerza en una escuela taller de carpintería en el barrio más chungo que haya en Sevilla.

—¡Vade Retro! ¡No hace falta ponerse así! ¡Lo escribió el periodista Álvaro Burguillos!