QUINCE

Villanueva está en su habitación del hotel. Tiene la mesa llena de papeles. Las paredes están prácticamente tapadas con mapas y fotos de las víctimas. Tiene las mangas remangadas. Llaman a la puerta. Villanueva se levanta, abre y ve a Jiménez. Trae un reproductor de vinilos y encima una especie de cartucho.

—A los buenos días, fiera, aquí le traigo el tocadiscos que me pidió. Yo pensé que estas cosas ya no se vendían, pero hay muchísimos, este tiene USB y es el segundo más barato, las cosas no están en la Jefatura como para presentarles un facturón, que luego se piensan cosas raras; ya se mosquearon una vez por los tickets de los taxis… ¿Bueno, para qué lo quiere, para ambientarse investigando o qué? ¿Cómo van esas pesquisas?

—Bueno, pues la verdad es que no hay mucho. Hay un patrón, desde luego: todas las víctimas podrían catalogarse dentro un mismo grupo, gente joven, innovadora en cualquier ámbito que, de alguna manera, amenazaron a la parte más rancia de la ciudad.

—Modernas, vamos.

—Sí. Todas además aparecieron en lugares de evidente tradición de la ciudad, mire.

Villanueva señala con el índice varios puntos marcados con rojo en un mapa inmenso que hay colgado de la pared.

—De momento los tres puntos no parecen describir ningún dibujo, me he matado a proponer líneas esperando ver algo que me diera alguna pista, pero no encuentro nada. Lo dramático es que tendríamos que esperar a que vuelva a matar para añadir otro punto y ver si reconocemos algo. Y eso no puede ser.

—Lo bueno de que las víctimas sean modernitos es que no hay tantos en esta ciudad.

—Ya, Jiménez, pero no podemos ponerle protección a todo el que lleve unas gafas de pasta, unas Gazelle o escuche Radio 3.

—¿Unas Gazelle qué son?

—Unas zapatillas, Jiménez.

—Madre mía, con lo bonitos que son unos buenos botos de Valverde… ¡Y cómodos!

Jiménez se señala abajo con la mirada y se levanta el bajo del pantalón mostrándole las botas a Villanueva.

—¿Quiere decir que ese calzado es cómodo?

—¿Está de broma? Con estas botas he ido yo a ver a la Blanca Paloma cuatro Rocíos ya. He pasado el Quema y no se me mojaron los calcetines ni un poquito.

—¿Goretex?

—Con todos mis respetos, Villanueva… el coño de su prima Goretex. Son de piel de becerro flor, color Arabia, engrasada con forro de piel de ciervo.

—Usted va mucho al Rocío, ¿no? Un día debería llevarme. Aunque sea otra ciudad tiene mucha relación con esa parte de la ciudad que nos interesa, ¿verdad?

—¿Con las modernas?

—No, con las modernas no, con la otra parte de la ciudad que nos interesa: la clásica.

—Ah, sí, sí, pero vamos, ahora hay poco que ver allí. Yo le llevo pero para eso lo bonito es ir en la época. Es el acontecimiento religioso más multitudinario del mundo, más de un millón de personas se juntan en esa aldea, ¿sabe? Es impresionante.

—Bueno, de momento, seguimos con lo nuestro. He estado investigando sitios de esa mitad rancia de la ciudad…

—Rancia no, clásica, decente, normal, vamos.

—Perfecto, Jiménez, la normal, y me gustaría que nos pasáramos por algunos de estos lugares.

—A ver, ¿qué sitios son esos?

Villanueva pasa las hojas de su cuaderno y finalmente encuentra una hoja.

—Un bar que se llama Garlochí, la tienda de artesanía Pasión del Mundo Cofrade, y la redacción de la revista El Zaguán de Sevilla.

—Droga dura, incluso para mí, Villanueva.

—Me alegra que diga eso, tengo la sensación de que mientras más rancio sea el sitio en el que investiguemos, más cerca estaremos de nuestro asesino. Por cierto, ¿qué era ese cartucho que traía encima del tocadiscos? Lo ha dejado todo manchado de aceite.

—¡Hostia, es verdad! ¡Los chicharrones! ¿Quiere?

—No, déjelo, me gustaría vivir más allá de los 40 sin gota.

—¿Gota? Yo tengo ya un chorrito.

Villanueva y Jiménez entran en el bar Garlochí. Significa, más o menos, corazón en caló. Es imposible describir la cara de Villanueva. La de Jiménez sí es más sencilla: es de orgullo. No hay diez centímetros de pared libre en todo el local. Todo está repleto de esculturas de vírgenes, ángeles y cristos. Hay varios lienzos recubiertos con visillos que retratan a varias de las caras más conocidas de la alta sociedad sevillana. Llama sobre todo la atención un lienzo de la duquesa de Alba que tiene clavados dos pendientes de pedrería real. Hay clientes que rápidamente se pueden identificar como habituales, y grupos de jóvenes que beben ajenos a toda la barroca decoración. Villanueva y Jiménez se acercan a la barra. Atienden dos personas, un joven marroquí de veintipocos y un hombre mayor, de sonrisa usada y camisa impecable. Él es quien se acerca.

—¿Qué pasa, Pedro? ¿Cómo estás?

El hombre se echa sobre la barra y sobre sus ochenta años y saluda con dos besos a Jiménez.

—¿Qué tal, Santiago? Vengo de trabajo, te presento al inspector Villanueva, así que no me pongas nada, que estoy de servicio.

—Encantado, inspector, pero bueno, por muy de servicio que estén, una cervecita les podré poner, ¿no? ¿O prefieren una jarra de sangre?

Villanueva se revuelve.

—¿Cómo dice?

—Tranquilo, inspector, no es nada raro, es sangre… pero de Cristo. Simplemente es una bebida que preparamos aquí. ¿No la conoce? Eso no puede seguir así, le preparo una jarra, se hace con vodka, ron, granadina, champán, nata y algunas cosas que si le contara le tendría que mandar al asesino de la regañá para que no saliera de aquí ese cóctel.

Todos en el bar se ríen.

Ya con la jarra preparada, la barra es atendida ahora solo por el camarero árabe. En una mesa aparte, presidida por un azulejo que dice «El rincón de Luz», están los tres sentados.

—¿Por qué el «Rincón de Luz», Santiago?

—Bueno, como usted entenderá, alma mía, nuestro bar es bastante singular, eso hace que venga mucha gente y muy distinta. Muchos son artistas de categoría, y una de las clientes a las que más cariño le tenemos es Luz Parsifal, la cantante. Es del norte y vive en Madrid pero viene mucho por aquí, dice que esta es su casa, y por eso tiene su mesa. Joselete, un cantante muy conocido de copla aquí en Sevilla, pluma gitana le dicen a su estilo, es otro de los habituales, no es raro cuando cerramos que se quede aquí y tengamos cante privado y sangre, hasta altas horas de la noche. Sangre de Cristo, se entiende.

—La mesa de Joselete no sé, pero la silla estará reforzada, ¿no, Santiago? —interrumpió Jiménez.

La gente vuelve a reírse casi al unísono. Villanueva mira. Todo el mundo parece disimular que está pendiente de lo que se cuece en esa mesa.

—Seré claro, ¿por qué me ha gastado la broma del asesino de la regañá? Precisamente veníamos aquí a preguntarle por eso.

—Bueno, no sé el tiempo que lleva en esta ciudad, inspector, pero aquí se hace una broma de todo. Es lo que se conoce como guasa.

—¿Guasa?

—Sí, no sé de dónde viene, la respuesta estará en la historia, como dice el programa ese… El caso es que, desde luego, que es grave lo del malaje este, pero eso no quita que podamos hacer bromas sobre eso. Antes de que llegaran ustedes, un cliente me ha dicho que quitara una canción de Miguel Bosé, que como se enterara el de «la regañá», iba a venir a pegarle fuego al bar.

—¿Qué cliente fue?

—Entiendo su interés, inspector, pero ese cliente se puede decir que es mayor que su madre, tiene 87 años, lleva toda la vida viniendo y apenas puede sostenerse en pie. No es su hombre. No creo que tenga energía ni para partir un trozo de regañá.

—Ya…

—No puedo ayudarle mucho, me temo, pero de todas formas le diré que no es alguien temido ni mucho menos, ese tipo de la regañá.

—¿Qué quiere decir?

Santiago mira hacia su copa. Parece arrepentirse de lo que ha dicho. Mete la cañita de su cóctel en la boca y se decide.

—Pues que hay mucha gente que de alguna manera está de acuerdo con lo que hace.

—¿Qué está usted diciendo?

—Antonio Gala dijo una vez: «Lo peor no es que los sevillanos piensen que tienen la ciudad más bonita del mundo, lo peor es que puede que tengan hasta razón». Eso es así, inspector, no lo digo yo, y para muchos, vivimos en un momento en el que se destroza todo eso que nos ha distinguido como lugar único. Hay muchas ciudades en las que comer foie y croquetas de boletus, ¿aquí también, coño? No. Aquí se come carrillada, serranito, pavía, espinacas con garbanzos y croquetas del Ovidio, y lo demás, perdóneme porque no le conozco y no sé de qué pie cojea, inspector, son mariconadas. Desde luego que no hay que desear la muerte a nadie, pero aquí en la barra del bar uno escucha muchas opiniones y para muchos no había otra salida. Se estaban cargando la ciudad. Para muchos, no para mí desde luego, que quede claro, ese asesino tiene dos huevos.