SEIS

Villanueva sobrepasa como puede a los vecinos que se arremolinan alrededor de la freiduría. El cordón policial le cuesta menos que los curiosos. Lo supera enseñando la placa.

—Buenas, Jiménez, siento no haber podido llegar antes. Me ha cogido una especie de paso de Semana Santa con sacos de arena en vez de Virgen y el taxi ha tenido que dar una vuelta.

—Sería San Gonzalo.

—¿Cómo dice?

—Por la hora y la zona, digo, serían los costaleros de la hermandad de San Gonzalo.

—Perfecto. San Gonzalo. Muy bien. ¿Qué tenemos aquí?

—Oriol Fernández, joven chef de uno de los restaurantes de cocina de vanguardia de Sevilla, el Ratantal. Me han contado que hacen chochadas del tipo de catas de aceites, pero no me pida muchos datos porque yo soy más de serranito y montadito de palometa con roque… Y además, hay dos malas noticias.

—¿Cuáles?

—La primera es que el arma asesina ha vuelto a ser una cuña de regañá, por lo que parece que tenemos caso. Y la segunda, que nuestro hombre tiene bastante paciencia y sangre fría. En este caso no lo apuñaló, lo ató y tuvo la frialdad de cortarle las venas de las muñecas pasándole una y otra vez la regañá, una vez asfixiado a golpe de choco, claro.

—¿Nadie oyó nada?

—Sorprendentemente, nada de nada.

Los curiosos se agolpan en la puerta. Gente joven en su mayoría. Villanueva hace como el que habla con Jiménez, pero parece estar pendiente de las caras que observan. No sabe qué busca. Es un gran fisonomista y aunque nunca le ha pasado, no olvida que hay serial killers que vuelven a la escena del crimen ocultos en el disfraz de cotilla. Intenta retener todas las caras posibles y compararlas con la escena del próximo crimen, porque algo le dice que esta no será la última muerte.

—¿Este sitio está cerca del restaurante de la víctima?

—No, lo tuvo que traer hasta aquí por alguna razón. Esta calle, Amor de Dios, está dentro de la zona de la Alameda; es, digamos, la parte modernita de la ciudad…

—¿Qué quiere decir, Jiménez?

—Pues que me da a mí que nuestro amigo tiene algo contra todo lo que huela a moderno en la ciudad. A mí tampoco me vuelven loco muchas de las chufladas que se hacen pero, hombre, no es para ponerse así; mira cómo han dejado a este pobre, harto puntillitas.

—No está mal, Jiménez, no está mal. Ahora volvamos a la Jefatura, quizá el cartero nos traiga noticias.

Planta séptima de la Jefatura. Siete u ocho personas están alrededor de una mesa. Todas miran algo que hay en el centro cuando llegan Villanueva y Jiménez. Jiménez se aventura.

—No digáis nada, ha llegado Correos.

El comisario les abre hueco para que puedan ver la carta.

—Efectivamente, mismo formato, mismo papel, misma manera de recortar las letras y distinto mensaje: «GAZPACHO DE FRESA… ¿DE QUÉ Y DE CUÁNDO COJONES?».

Silencio.

—No entiendo nada. Pero apostaría a que el Gazpacho de Fresa es uno de los platos del restaurante de la víctima. Jiménez, ¿sabe dónde está?

El restaurante Ratantal tiene la puerta cerrada, sin embargo hay gente dentro: todo el personal del local y algunos amigos que tienen caras desencajadas. Villanueva llama con los nudillos.

—Está cerrado, lo siento —dice un joven amanerado con un piercing en el septum y dilataciones en las orejas.

—Somos de la policía, abra, por favor.

Cinco minutos después están sentados en una mesa apartada Villanueva, Jiménez, Rubén Mata, el encargado, y Ruth Soler, segunda de cocina. Ruth es la que habla.

—Somos todos catalanes como Oriol. Honestamente, desde Adriá, ser catalán es una ventaja muy buena para ser cocinero, pero en Cataluña y Madrid ya da el cante un poco si no eres de verdad excepcional. Así que decidimos abrir un poco las miras. Buscamos una ciudad menor, pero que no fuera un pueblo. Es una mera cuestión de target, ya sabe cómo somos los catalanes: muy de estudio de mercado.

—Ya —dice Villanueva y mira a Jiménez que se encoge de hombros.

—El caso es que nadie podría imaginarse una cosa así, ¿sabe? El restaurante tuvo lo que es una gran acogida desde el principio. Con los precios tan altos que tenemos, porque vaya precios, era complicado encontrar mesa muchas veces. La gente salía contenta con la comida y, sobre todo, con el tipo de cliente que se encontraba en la mesa de al lado. Verá, está feo que yo lo diga, pero no eras nadie si no cenabas de vez en cuando aquí. No le hablo de este rollo de futbolistas y cosas de estas así ordinarias, todo lo contrario: músicos, diseñadores, actores, periodistas, toreros, pero más del lado de José Tomás que del de Fran Rivera, espero explicarme. La verdad, le digo que no sé qué ha podido pasar, no había problemas con competencia, ni nadie le había amenazado, es todo demasiado raro.

En este momento, Rubén, el encargado, ejerce de protector.

—Agente, entienda que es un momento complicado, podemos contarle poco más, la verdad. Si nos disculpa…

—Lo entiendo perfectamente, perdonen la insistencia pero ¿cómo era la víctima?

Ruth no tiene problemas en seguir contando.

—Él era un chico maravilloso. Una excelente persona, renunció a muchas cosas, ¿eh?, a su catalanismo, a su familia, a su masía… Verá, él era homosexual y eso en Barcelona no es un problema, ya sabe que somos muy europeos, pero en determinadas zonas fuera de la capital sí lo es, ya lo creo que sí. Su familia tenía mucho dinero, tenían buenas industrias textiles, pero poco respeto por otras opciones sexuales. No quiero mirar a nadie, pero lo primero que pensé fue en alguien de su familia.

Rubén vuelve a interrumpir.

—Son solo conjeturas, agente, le repito que estamos muy tocados y ahora igual decimos cosas que no pensamos del todo. Le rogaríamos un poco de descanso, igual puede volver otro día…

—No hará falta, ya tengo suficiente y lo entiendo, pero cualquier detalle nos ayuda. Ya nos vamos. Solo una última pregunta… ¿Tienen gazpacho de fresa en la carta?

En ese momento la cocinera y el encargado se miran con la cara desencajada. A Villanueva le sorprende.

—¿Pasa algo?

—Eh, bueno, la verdad es que no sabemos si tendrá algo que ver, pero hace unos meses llegaron unos clientes a tomar la cena. Era la típica cena de negocios. Ninguno parecía mucho el tipo de clientes al que estamos acostumbrados. Venían enchaquetados. Recuerdo que uno venía muy engominado y hablaba mucho de Jerez, como con amargura. Se molestaron porque no les dejamos fumar puros cuando se quedó el restaurante vacío. Se traían algún chanchullo entre manos con acciones, como si uno vendiera y otro comprara, la discreción me impidió atender más. El caso es que una de las cosas que pidieron fue gazpacho de fresa. Cuando llegó la cuenta les pareció muy caro y aunque el del pelo engominado intentaba calmarle, uno de los comensales se puso hecho un energúmeno. Hizo llamar a Oriol y lo puso de vuelta y media, oye. Nos llamó la atención, aparte de por el numerito, por las barbaridades que decía: «seguro que vas destrozando matrimonios por ahí, sinvergüenza», «tomen buena nota, 21 euros por un gazpacho, hombre, por Dios, ¿es que el gazpacho este tiene intermediarios?», «es que he visto la cuenta y se me ha caído el alma a los pies», «aquí para pedir un plato de jamón hay que venir con avalista, tomen buena nota». Y eso que él no bebió, en toda la comida solo tomó zumo de naranja, natural.

Villanueva se sorprende.

—Y ahora me dirán que no saben cómo se llama ese cliente.

Ruth y Rubén se miran. Ruth no duda en contestar: «Sí. Aquel hombre era Manuel Ver de Faruso».