PRÓLOGO

Julio

Hacía un mes que no veíamos a Carmen. Un mes es mucho tiempo para el tipo de amigas que somos nosotras. No es que la hubiéramos perdido después de su boda, como tantas chicas que cambian de chip y de vida olvidando a sus amigas solteras. No. Es que la tía se había pegado un viaje y unas vacaciones de kilo, así, en lenguaje coloquial.

Dos días después de la boda se fue y ni siquiera pudimos despedirnos porque su noche de bodas duró cuarenta y ocho horas, según dicen las malas lenguas. Bueno, estoy siendo demasiado malévola. En realidad la parejita quiso quedarse en su nueva casa para ponerlo todo en perfecto orden antes de irse de viaje. Claro, con el follón de la boda no habían tenido aún tiempo de disfrutar de esas rutinas del nidito de amor.

Después la luna de miel… de dieciocho días. Nueve a Japón. Nueve a Bali. Así, poquita cosa. Como quien se va un fin de semana a Benidorm.

Perdón. No soy yo la que escribe, es mi envidia cochina.

Y tras esos dieciocho días de viaje (ya llevábamos veinte sin verla) trató de deshacerse del jet lag en su casa durante dos días, aludiendo a unos tremendos mareos que no se había podido quitar, seguramente por el cambio de horario y la falta de sueño. Cuentan las malas lenguas, sin embargo, que estuvo entregada al… amor.

Vale, vuelvo a ser mala.

En fin, después se marchó unos días al pueblo con sus padres y a la vuelta tuvo que estar dos días cumpliendo con compromisos de su familia política, tales como dar las gracias por los regalos de la boda.

Y allí estábamos, un mes después de su boda, preparando cócteles y cuencos con chuches en mi casa, esperando que nos lo contara todo (todo es todo, estimado Borja) y nos enseñara las fotos del viaje, que es algo que suele hacer mucha ilusión a las recién casadas.

Cuando sonó el timbre, Lola, que no podía esconder su emoción, se levantó del cojín sobre el que estaba sentada y se fue a abrir. Yo andaba en ese momento en la cocina y Nerea estaba sentadita en el sillón, con las piernas encogidas.

Oí a Carmen saludar efusivamente y a Lola lanzar una exclamación, tras la cual se escuchó un silencio denso. Luego solo un carraspeo de Nerea. Salí a ver si es que se le había ocurrido la peregrina idea de venir acompañada de Borja, pero lo que me encontré fue a una sonrojada Carmen con un par de kilos de más. Bueno, eso es un eufemismo. A decir verdad, de un tetazo nos habría podido matar a las tres… a la vez. Llevaba una camiseta blanca desbocada que destacaba su moreno… y su barriga, que no pude evitar quedarme mirando durante unos segundos.

Después, tomando las riendas de la situación, me abalancé sobre ella para abrazarla y cubrirla de besos.

—Pasa, pasa. ¿Qué tal? Pero ¡cuéntanoslo todo! ¿Qué te pongo?

Ella pasó, mirando a Lola, a Nerea y a su propia barriga alternativamente.

—Os he traído unas tonterías —dijo enseñándonos una bolsa de la que salían unos paquetes—. Son unos kimonos japoneses. Podéis usarlos de bata para estar por casa, así en plan erótico glamuroso.

Y el tono de su voz era… tenso. No sé si porque estaba ofendida porque la hubiéramos mirado como lo habíamos hecho (y Lola seguía haciéndolo) o por otra cosa.

Nerea se levantó del sillón para darle dos besos, un abrazo y cederle el asiento, que ella no rechazó. Antes de que Carmen nos diera nuestro regalo y ante la conmocionada mirada de Nerea y mía, Lola le dijo:

—Oye, Carmenchu, ¿te has tragado un melón?

Muy bien, Lola. Tú sí que sabes tratar a una mujer.

Eso es lo que comúnmente se conoce como tener el mismo tacto que un guante de crin. Creí que Carmen, con razón, se levantaría y se iría o no sé, le tiraría la mesa de centro a la cabeza, pero no hizo nada más que resoplar. Después nos miró con sus enormes ojos algo asustados y abrió la boca.

—Bueno, chicas, veréis… ¿Os acordáis de que la semana pasada tenía jet lag y…?

—¿Y te la pasaste comiendo donuts porque te dijeron que quitaban el mareo? —la interrumpió Lola.

Esta vez me pilló lo suficientemente cerca como para que pudiera arrearle una colleja.

—Eres muy graciosa, Lola —Carmen sonrió—, pero lo que pasa es que estoy casi de catorce semanas.

—¿Catorce semanas de qué? —dijo Lola sin despeinarse.

Nerea se dejó caer en el cojín y yo me tapé la boca abierta de par en par con las dos manos mientras cogía aire exageradamente.

—Catorce semanas de embarazo, Lolita, cielo. —Carmen sonrió y se acarició el vientre—. Ya se me empieza a notar, claro. Son tres meses y medio.

—No entiendo —contestó una estupefacta Lola.

—Pues que… voy a ser mamá. Y por extensión, tú vas a ser tía.

Agosto

Lola y yo salíamos de casa de Carmen. Eran las nueve de la noche y decidimos que sería genial terminar la noche en uno de esos restaurantes indios con terraza de Lavapiés. Lola iba enumerando todo lo que íbamos a pedir cuando sonó su móvil.

—Que no se me olvide pedir cheese naan. Me vuelve loca. Un mordisco y me pone los pezones para tallar diamantes. —Hizo una pausa, en la que se apartó el pelo hacia un lado y se colocó el teléfono en la oreja—. ¿Dónde andas, que estoy loca por mi tigre?

Me paré en la calle para encenderme un cigarro y Lola me lo robó de entre los labios para fumárselo ella. Repetí la maniobra.

—No sabes cuánto me alegro de que te llovieran chuzos de punta. Te tendrían que haber llovido ranas, maldito mamón desalmado. —Lola reanudó el paso y se echó a reír a carcajadas—. No, no estoy con Rai. Si vienes puedes hasta tocarme las tetitas, que sé que tienes ganas. —La miré de soslayo. ¿Con quién narices estaría hablando?—. Espera. —Lola dejó caer el brazo con el teléfono y susurrando me dijo—. ¿Te importa si viene? Hace como un trillón de años que no lo veo.

—¿Quién es? —le pregunté.

—Es Víctor.

La sangre me bajó de la cabeza a una velocidad pasmosa y me mareé. Lola me miró alucinada.

—Yo… Yo me voy. ¿Vale?

—Pero Val…

—Me voy. Te quiero, ¿vale?

Sin pensarlo ni un segundo di media vuelta y me marché andando todo lo rápido que mis sandalias de tacón me permitieron. Cuando llegué a la boca del metro me costó horrores introducir el billete por la rendija. Me temblaban tanto las manos que apenas podía controlarlas.

Recibí varias llamadas aquella noche. Una no me la esperaba.

Lola decidió que no iba a quedarse con todas las cosas que opinaba sobre mi huida y en una perorata de veinte minutos me puso a caldo. Casi no me dejó ni hablar, pero tampoco es que yo tuviera mucho que decir al respecto. No tenía sentido salir corriendo despavorida por el simple hecho de que ella nombrara a mi ex. Un ex que, además, era algo así como su mejor amigo. Y no, no me parecía adulto.

Si Lola hubiera sabido cómo terminó la noche de su fiesta de cumpleaños y yo me hubiera esforzado por explicarle qué me había empujado a decidir que Bruno era la única opción viable, me habría entendido, aunque solo fuera en parte. Pero es que carecía de toda esa información y a mí no me apetecía en absoluto darla.

Así que… chitón. Me callé, agaché la cabeza y acepté la bronca como un niño que sabe que le han pillado con la mano dentro del tarro de las galletas.

Cuando nos despedimos y colgué el teléfono creí que habría solventado todas las crisis por el momento, pero es que no me esperaba la siguiente llamada.

—¿Sí? —contesté muy extrañada al recibir una llamada a aquellas horas.

—Espero no haberte despertado, pero tenemos que hablar. —La voz de Víctor, seria, serena y decidida, por poco me provocó una angina de pecho. Me llevé la mano hasta la frente y me senté delante de la ventana abierta—. No podemos permitir que lo de hoy se repita, Valeria, entre otras cosas, por Lola. Pero ella no es la única razón por la que deberíamos comportarnos como dos personas adultas y dejar a un lado esta historia.

—No —susurré.

Víctor parecía tener muy claro lo que debía decir porque no titubeaba, no dudaba. Todas las palabras salían de su boca con una contundencia sumamente educada. Como quien resuelve un problema de trabajo que no quiere arrastrar por más tiempo.

—Las cosas fueron mal. Nos hemos equivocado muchas veces, pero no es justo para ninguno de los dos. Esta noche me has hecho sentir francamente mal.

—Yo… —balbuceé—. No tenía esa intención.

—Lo imagino. Pero los dos tomamos nuestras propias decisiones después de aquella noche, Valeria. Yo decidí sincerarme. Tú seguir con Bruno. No suframos más de la cuenta.

—Tienes razón. Al menos hasta cierto punto.

—Tengamos inteligencia emocional. Si cargamos toda la vida con las cosas malas que quedaron terminaremos por destrozar las que de verdad merecen la pena.

—Lo mejor sería tener una relación cordial —dije sin llegar a creérmelo.

—Que conste que entiendo que no te apetezca sentarte a cenar conmigo y con Lola, pero de ahí a que salgas huyendo hay un abismo.

—Pensé que era lo mejor, que vosotros teníais ganas de veros y que yo no pintaba nada.

Víctor suspiró y cuando lo hizo cerré los ojos. Sus labios de bizcocho vinieron a mi mente y lo imaginé en su casa, sentado en la cocina, con una mano sujetando el teléfono y la otra perdida en su espeso cabello negro. Nos mantuvimos en silencio.

—No volverá a suceder —le dije resuelta.

—A partir de hoy seremos dos personas con una relación cordial, ¿vale?

—Sí. Vale.

Volvimos a quedarnos en silencio. Sentí que me dolía algo muy por debajo de la piel. No era la primera vez que lo sentía. Me dejaba sin aire.

—No creas que no me duele —gimió con un hilo de voz—. No creas que se me olvidan todas las cosas que te dije y que te he jurado. Yo sigo teniéndolo claro, Valeria, pero tú…

—Hagámoslo fácil, Víctor —contesté resuelta—. Dos personas con una relación cordial.