EPÍLOGO
Cuando oigo la puerta de casa son las doce y media pasadas. Apago la tele y salgo del dormitorio echándome una bata corta de satén negro por encima del camisón.
Víctor está echando el cerrojo.
—No enciendas la luz del pasillo —me dice en un susurro.
Enciendo la de la cocina y lo miro. Está cansado del viaje. Me habría gustado ir a por él al aeropuerto, pero era demasiado tarde para las niñas, aun siendo fin de semana.
Me acerco y le beso en los labios como saludo.
—¿Te preparo algo de comer?
Víctor sonríe y asiente. Carga su pequeña maleta hasta la habitación y susurra un «gracias, cariño» conforme se pierde en la oscuridad.
Abro el microondas y le caliento las sobras de la cena. Rollitos vietnamitas caseros y con mi propia receta. Vamos, que les llamo rollitos vietnamitas por ponerles un nombre. Ser madre me ha obligado a saber defenderme delante de los fogones, pero no soy de esas mamás que podrían escribir un blog de cocina.
Víctor viene frotándose la cara por el pasillo. Lleva un jersey negro de cuello vuelto y unos vaqueros oscuros. Está guapísimo.
—¿Cansado?
—Dormí un poco en el avión —confiesa mientras se sienta en una banqueta—. Lo justo para quedarme más hecho polvo que antes.
Y a pesar de que sé que no exagera y que está realmente cansado, Víctor está contento. En los tiempos que corren, tener que viajar por trabajo y por proyectos importantes es un orgullo. El contrato con una cadena de pequeños hoteles urbanos de diseño nos ha salvado de pasarlo mal durante la fastidiosa crisis. Ahora, cuando parece que la economía remonta, ese trabajo ha atraído a otros muchos.
—Fue bien, ¿verdad? —digo al tiempo que le saco cubiertos de un cajón.
—Sí, sí. Fue genial, la verdad. Mañana te lo cuento con detalle. Hoy estoy tan cansado que a ratos no sé ni cómo me llamo.
Él mismo se acerca al microondas y saca el plato humeante.
—¿Quieres una cerveza?
—No. Agua —me pide.
Le paso un vaso con agua y antes de sentarme me sirvo una taza de café. Víctor me lanza una mirada seria con sus ojos verdes.
—Después no dormirás —murmura antes de dar el primer bocado.
Mi adicción al café y las posteriores noches en vela le ponen los nervios a flor de piel. Si yo no dejo de dar vueltas en la cama, él se desvela y así pasamos la noche. Y las niñas no perdonan una mañana para que tú puedas descansar. Ellas son implacables y a las ocho ya demandan atención.
Pero esta vez es descafeinado, para su tranquilidad.
Mientras Víctor come me abstraigo, mirándolo. Han pasado seis años desde que nos casamos y Víctor ya ha cumplido los cuarenta. Gloriosos cuarenta los de Víctor, hay que admitirlo. A veces creo que está mejor ahora que cuando lo conocí. Sí que es verdad que unas canas locas brillan en sus sienes y han cubierto parte de su barba, pero eso lo hace aún más interesante.
Su cuerpo sigue siendo el mismo. Alto, delgado, duro, con unas piernas eternas, unos ojos verdes de pasmo y unos labios jugosos… Debe de ser la adoración con la que lo miro, pero creo que es perfecto. Perfecto no solo por su vientre plano y por su pecho marcado. Es perfecto para representar el papel que ocupa en mi vida.
Se pasa la servilleta por los labios, bebe un poco de agua y me mira. Al encontrarse con mis ojos, sonríe canalla.
—¿Qué miras, nena?
—A ti. ¿No puedo?
—Claro que sí. Soy de tu propiedad —bromea—. ¿Vamos a la cama?
Y esa pregunta me parece sumamente provocadora, a pesar de haber sido dicha de manera informal.
Caminamos juntos por el pasillo, a oscuras. Enciendo la luz de nuestro dormitorio y lo veo asomarse a la habitación de la pequeña, Victoria. Sonríe inconscientemente cuando la encuentra dormida entre las sábanas revueltas. Sale y entorna la puerta. Repite la operación con Daniela.
—Como dos troncos —susurra.
—No hables muy alto o las tendremos en la habitación en menos que canta un gallo.
Víctor se mete en nuestro dormitorio y yo cierro la puerta. Se quita el jersey y lo deja sobre el diván que hay a los pies. Después se desprende de las zapatillas Converse y los vaqueros. Cuando se encamina hacia el baño solo lleva unos bóxers apretaditos de color negro que casi me hacen bizquear. Tengo que repetirme mentalmente varias veces que está cansado para poder sofocar la tentación de meterme en el baño con él y desnudarme.
Cuando sale, yo ya estoy metida en la cama otra vez. No se pone ninguna pieza de ropa. Solo se desliza a mi lado y me agarra. El modo en el que sus manos se han cogido a mi cintura me dice que por muy cansado que esté…, este huevo pide sal.
Y a quién quiero engañar… Yo también.
—Te he echado de menos —me susurra al oído.
—Solo has estado fuera dos días.
—Una eternidad —ronronea.
Me giro hacia él en la cama y nos besamos. Los besos de Víctor no han dejado de ser escandalosos a pesar de los años que llevamos juntos ya. Sigue sacándole los colores a cualquiera que los presencie. Y me encanta que crea que hay que besar siempre como si fuese el último beso que pudieras dar.
Cuando nuestras lenguas se encuentran prenden la mecha de algo que, de por sí, ya es muy inflamable.
El camisón me dura puesto apenas un par de minutos. Antes de darme cuenta, solo llevo las braguitas y él está encima de mí buscando mis pechos con la boca. En cuanto localiza el derecho, pellizca el pezón entre sus labios y juguetea, tironeando suavemente, mordiendo, lamiendo y soplando. Yo me arqueo y gimo bajito. Siempre me ha gustado demasiado esa manera que tiene de dedicarle atención a mi pecho. Me recuerda a la primera vez que nos acostamos. Fue brutal y especial, a pesar de que cuando terminamos no sabía qué sería de nosotros.
La boca de Víctor baja por mi estómago y él me abre las piernas con decisión. Pasea la nariz sobre mis braguitas, rozando y provocándome suspiros. Me retuerzo cuando noto su lengua sobre la tela y sus dedos, crispándose, rompen mi ropa interior.
—¡Víctor! —me quejo.
No me da más motivos de queja. Su lengua se despliega sobre mí y se desliza con maestría. Una vibración sale de su garganta. Es un ronroneo de placer que me recorre entera y que me excita.
Me levanta de las caderas, dejándome expuesta, y me devora. Noto cómo me recorre entera, cada pliegue, cada rincón, cada punto sensible. Me humedece. Su mano derecha me abre más delante de su boca y uno de sus dedos acaricia mi clítoris hinchado.
Me agarro los pechos, que vibran, y los aprieto entre mis manos. La luz de su mesita de noche sigue encendida, de modo que puedo ver cómo me mira mientras ladea la cabeza y despliega la lengua. Me llevo la mano derecha hasta el sexo y me acaricio, encontrándome con su lengua en algunos movimientos. Él se desplaza un poco hacia abajo y cuando siento la contundencia de sus lametazos no puedo evitar gemir. Y lo hago un poco más alto de lo que querría.
—Shhh… —me pide con una sonrisa sádica—. Vas a despertarlas.
—Para… —suplico.
Víctor se muerde el labio inferior, brillante de mis fluidos, y niega con la cabeza.
—No puedo. Y no quiero.
Miro al techo y me dejo hacer. Me acaricia, me lame, muerde con suavidad, sopla… y yo meto los dedos entre los mechones cortos de su pelo negro.
Víctor se incorpora de pronto y pasa su antebrazo sobre sus húmedos labios. Como estaba en mitad de un viaje astral, no me he dado cuenta de que se quitaba la única prenda de ropa que le quedaba, así que cuando se tumba sobre mí, me sorprende notar su erección pugnando por entrar en mí. Se lo pongo fácil, yo también lo busco. Cuando nos juntamos y chocamos, aprieto las sábanas por no gritar de satisfacción. Me llena, me completa. Cuando Víctor me penetra estoy absolutamente a su merced.
La cama hace un poco de ruido e intentamos aminorar el ritmo, o la intensidad. Ya no estamos solos en casa. No son los vecinos lo que nos preocupa.
—Echo de menos escucharte gritar… —me susurra al oído.
Inevitablemente me vienen a la cabeza los gritos apasionados, los gemidos y los jadeos descontrolados… y su voz pidiéndome más.
Giramos en la cama, me coloco sobre él y me remuevo. Dibujo un círculo imaginario con mi cadera y Víctor sonríe entre jadeos. Le aprieto mientras le hago entrar y salir. Cuando pienso en él yéndose dentro de mí, pierdo el control.
—Más fuerte…, más… —jadeo bajito.
Nos aceleramos los dos. Él hacia arriba. Yo hacia abajo. Cuando chocamos, un escalofrío de placer me recorre entera, concentrándose en mi sexo. Es electricidad. Podría prenderme si él quisiera.
Mete la mano entre los dos y me presiona suavemente el clítoris. Me muerdo el labio inferior por no aullar. Las yemas de mis dedos se deslizan sobre el vello de su pecho y aprieto su piel. Me excita todo de él. Es perfecto.
Con fuerza vuelve a darnos la vuelta en la cama, dejándome atrapada entre él y el colchón. La cadencia de los movimientos ha cambiado. Ahora sus acometidas son más fuertes pero más espaciadas. Nos sonreímos. Tiene el pelo revuelto y está espectacular.
Me coge las manos y trenza sus dedos con los míos. Quiere que no me toque. Quiere que me vaya solo sintiendo cómo entra y sale de mí. Y estoy a punto. Acerco mis caderas, buscándolo, y la fricción entre los dos empieza a convertirse en un placer delirante.
Me voy yo primero. Él espera a ver cómo me deshago entre sus brazos, mirándome fijamente, antes de dejarse ir también. Cuando empiezo a reponerme del orgasmo, suelta mi mano derecha y se hunde en mi cuello.
—Tócate, nena, tócate. Quiero ver cómo te corres otra vez.
Me encanta que me pida eso y, claro, obedezco. Mis dedos resbalan en mi humedad y empiezo a gemir bajito de nuevo. Víctor se contiene.
—No pares…, no pares, cariño —le pido.
No puede más y ha frenado el ritmo. Teme correrse y dejarme a medias del segundo orgasmo. Acelero mi caricia mientras él gime, pegado a mi cuello, con la frente apoyada en la almohada.
Gimo, gime. Jadeo, jadea. Me corro y él explota dentro de mí. Es una sensación brutal. Víctor se tensa entero, palpita en mi interior y, por fin, me llena.
A Víctor se le escapa un gemido de satisfacción más alto de lo previsto antes de estampar su boca sobre la mía y besarme. Nos besamos profundamente…, como si no quedase tiempo.
Aún está dentro de mí cuando escuchamos algo en el pasillo. Víctor se retira y me humedece los muslos. Cuando todavía no le ha dado tiempo a apagar la luz de la mesita de noche ni a bajar del todo de encima de mí, se abre un poco la puerta.
—Mami…, ¿papi ya está aquí? —dice una vocecita infantil.
—No, soy el butanero —murmura divertido Víctor.
Me echo a reír y le reprendo a la vez que contesto a Daniela.
—Sí, cariño. Ya ha llegado.
—¿Puedo entrar?
Gracias a Dios estas niñas han aprendido muy pronto que una puerta cerrada quiere decir intimidad. No me gustaría que entrara corriendo y se abalanzara sobre la cama ahora mismo. El dormitorio huele a sexo. Nosotros olemos a sexo. Aún estamos jadeantes, desnudos y sudorosos. Ahora no lo entiende, pero llegará el momento en el que lo recuerde y las piezas encajen en su lugar.
—Espera un segundo, cielo —dice Víctor.
Se levanta de la cama desnudo y se mete en el cuarto de baño. Yo me coloco el camisón, abro un poco la ventana y salgo al pasillo, donde Daniela, totalmente despeinada, nos espera.
—¿Por qué tardáis? —demanda con el ceño fruncido.
Me echo a reír. Lleva todo su bonito pelo largo y negro bastante enmarañado y se frota con vehemencia los ojos, tan verdes como los de su padre. Víctor sale en ese momento del dormitorio con un pantalón de pijama liviano. Huele a jabón y a su perfume. Sin rastro en su piel de olor a sexo, la coge en brazos, aunque ya empieza a ser mayor para ese gesto, y le llena la cara de besos. La niña se ríe y se rasca, porque la barba de su padre le pica.
—¿Qué hace usted levantada a estas horas, señorita?
La puerta de la otra habitación se abre y aparece Victoria. No sé ni cómo puede bajarse de la cama, con lo pequeña que es. Al verla, Víctor esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—Ahora sí que sí. Todas mis mujeres…
Víctor vuelve a la habitación después de haber acostado a las niñas de nuevo. Cierra la ventana que yo dejé abierta y se mete entre las sábanas otra vez. Está sonriente pero meditabundo. Lo achaco al cansancio y me acomodo sobre su pecho dispuesta a dormir por fin bien después de dos días encontrándome sola.
Sus dedos pasean por mi espalda y, cuando ya estoy a punto de dormirme, él llama mi atención.
—Me ha pasado algo este viaje que me ha hecho pensar…
—Pensar… ¿en qué?
—En nosotros.
—¿Qué…? —empiezo a decir, asustada.
—Cuando llegué al hotel… me acordé de mi casa. De mi piso de soltero. Y me sentí bien. Reconfortado. Había silencio. Pude escuchar música, leer, trabajar… Os echaba de menos pero me sentía… aliviado.
—¿Aliviado? —pregunto totalmente alarmada.
—Sí. Silencio. Tranquilidad. De repente podía concentrarme en lo que pensaba sin tener que interrumpirme por las dos mil cosas por minuto que pasan aquí. No había niñas corriendo. No había Valerias regañando. Yo no tenía la obligación de dejar las cosas que estaba haciendo para ayudarte.
—¿Quiere eso decir que…?
—Venía asustado. No me podía quitar de la cabeza que quizá tú, que siempre has sido mucho más lista que yo, tuviste razón al pensar que esto no es para lo que estoy hecho…, pero… ha sido entrar y… adiós.
—¿Adiós qué? —Me siento estúpida por no saber hacer nada más que preguntar con voz temblorosa.
—Adiós a las dudas. Primero tú…, tan bonita. —Me estrecha con fuerza entre sus brazos—. Hasta que no te he visto no me he dado cuenta de lo muchísimo que te he echado de menos. Tú te has convertido en el motor. —Lo miro, retorciéndome para poder hacerlo y sonríe—. Te hago el amor, te huelo y… después las niñas. Es todo lo que necesito.
—¿Seguro?
Suspira.
—No encontrarás a nadie en el mundo más seguro de nada.
Hoy, la mañana siguiente a su vuelta, es el cumpleaños de Gonzalo, el hijo mayor de Carmen, y vamos a celebrarlo con una barbacoa en casa de Lola y Rai. Cada vez que pienso que Lola y Rai viven juntos en una casa en un pueblo a sesenta kilómetros de Madrid tengo la tentación de pellizcarme para asegurarme de que no estoy soñando. Lola, la persona más urbanita del mundo, cogió un día la maleta y se mudó aquí, donde Rai dispone de espacio para poder pintar y ella tiene un huerto. ¡Lola tiene un huerto! Bueno, eso y un dormitorio en el que abrir un cajón supone encontrar algo perverso, oscuro y supersexual que ella no tiene problemas en explicar cómo funciona.
Hace un frío que pela, pero Rai y Lola tienen esas estufas de pie que se han puesto de moda en las terrazas de los restaurantes en invierno. Bajo una de ellas estamos Carmen y yo, con el regazo cubierto por una manta a cuadros.
—¡Borja, por el amor de Dios! ¡Se te va a caer a la piscina! —grita Carmen de pronto, fuera de sí, al ver cómo Borja juega con Eva, su hija más pequeña, que tiene dos añitos.
—Me vas a matar de un infarto… —murmuro.
—¡Carmen, relájate! ¡La piscina está cubierta por una puñetera lona! —la reprende Borja.
—¡Puñetera! —repite Eva con voz estridente.
—Ay, Dios… —resopla ella, fingiendo que no le presta atención.
—Tomad, pequeñas frígidas —dice de pronto Lola, que aparece cargada con una bandeja.
Nos pasa unas copas de balón y yo miro el reloj.
—Es la una del mediodía. ¿Crees que es buena idea tomarse un gin tonic?
—El gin tonic no es cuestión de horas, cielo. Es como un orgasmo. Siempre es bien recibido.
Cojo el mío y le doy un sorbo. Está fuerte y yo ya he perdido la costumbre de beber los combinados que prepara Lola, así que, notando cómo se me pone la piel de gallina, las miro y murmuro:
—Hola, estoy borracha.
Carmen se ríe y se pone a beber del suyo.
—Tú no bebas mucho, coneja, no vaya a ser que te pongas cachondota y dentro de nueve meses tengamos que volver a verte sostener una larva humana. Creo que con tres a los treinta y seis ya vas bien servida.
Ella pone los ojos en blanco y decide no contestar. Cruza las piernas, echa un vistazo a los niños, que corren detrás de un balón, y a su pequeña, que quiere jugar con los mayores a pesar de que no levanta dos palmos del suelo.
Lola me ofrece un cigarrillo, pero declino la invitación con una sonrisa. Ella me mira raro.
—¿No estarás preñada otra vez? —me pregunta con voz aguda.
—Estoy bebiendo, Lola, por Dios. ¿No te dice eso nada?
Gruñe, se sienta a nuestro lado tirando de la manta para taparse también y mira hacia el jardín, donde aparece Víctor corriendo como un poseso, con el balón en la mano y una horda de críos detrás gritando.
—La madre que lo parió. —Se ríe Lola—. Ojalá pudiera hacerle una foto y viajar en el tiempo, como la del anuncio de la lejía, ¿os acordáis? Entraría de noche en su habitación y después de darle un susto de muerte le diría: «Vengo del futuro para mostrarte pruebas de que en unos años serás un meacamas de impresión».
—Es padre, no un meacamas —la reprendo, riéndome por sus ocurrencias.
—Con lo que Víctor ha sido… —bromea.
—Y sigue siendo, te lo aseguro.
Las dos me miran de soslayo y yo me río enigmáticamente.
—¿Sigue empotrándote contra el frigorífico?
—No es que tengamos muchas ocasiones para hacerlo en la cocina sin público, ¿sabes?
—No sé cómo podéis vivir con esas restricciones —dice Lola dándole una calada al cigarrillo.
—No son restricciones, cariño. Son prioridades.
La contestación de Carmen podría parecer airada, pero no lo ha sido. Está tratando de explicarle que a pesar de que nuestra vida y la suya son muy diferentes, ninguna es mejor que otra.
Rai aparece con unas cervezas. A Carmen y a mí se nos van irremediablemente los ojos tras él. El Rai de veintiocho años empieza a ser bastante espectacular. Alto, con el pelo casi rubio y fuerte. Lleva un poco de barba, el pelo revuelto y va vestido con unos vaqueros, un jersey deshilachado y unas zapatillas maltrechas. Tiene ese aire de artista que tanto nos atrae a las mujeres.
—Ay, Lolita, qué buen ojo tuviste —suspiro.
—Y que lo digas.
Y la voz de Lola suena ahora tan cándida, tan enamorada y tan sincera que Carmen y yo no podemos evitar la tentación de mirarla.
Hace unos años, después de una bronca brutal, Rai y ella decidieron que lo mejor era dejarlo estar y hacer su vida por separado. Rai tenía veintitrés años y ella treinta y dos. La crisis del capicúa, la llamó Lola. Ellos no la superaron. Se separaron. Él salió con sus amigos, conoció a otras chicas y ella hizo lo propio, sacando su chorbo-agenda y volviendo a reavivar algunos fuegos que creía más que extinguidos. Ninguno de los dos quiso hundirse en una ruptura que a ambos los dejó tocados.
Solo pudieron mantenerse alejados el uno del otro un año. El mismo día que se cumplían trescientos sesenta y cinco días desde que rompieran, Rai apareció en casa de Lola y le juró que si no volvía con él, enloquecería.
Y eso nos alivió a todos, porque Lola nunca había estado tan enamorada, jamás.
Rai y Lola tienen, como todas las parejas, sus propias normas. Una de ellas es que no tendrán hijos. Los dos están de acuerdo. Dicen que son demasiado egoístas como para compartirse y dejar, además, un ritmo de vida que les llena. Son, a pesar de todo y de esos nueve años de diferencia, el uno para el otro.
Estoy pensando en ello cuando Eva y Victoria se acercan a nosotras. Tienen la misma edad y las dos son chiquitillas. Sus padres nos las mandan cuando ven que Gonzalo, Anita y Daniela se ponen a jugar al balón prisionero.
Miro a Víctor, que comparte unas cervezas con los demás y me sonríe. No puedo evitar un calor que me recorre todo el cuerpo y que se concentra en mis mejillas al recordar que al asalto de anoche le ha seguido uno esta mañana, muy digno de nuestros comienzos como pareja.
—¿Y esa miradita? —Se ríe entre susurros Carmenchu, que saca un par de muñecas para que las niñas se entretengan a nuestros pies.
—Huy, huy, huy… —Se ríe a su vez Lola—. Yo sé de una que va a ser rellenada como un pavo.
Le echo una mirada de desaprobación. Las niñas son como esponjas a esta edad. No quiero que se pase el resto del día repitiendo frases de su tía Lola.
Me agacho para quitarle el pelo de la cara a Victoria y al levantarme, Víctor sigue mirándome con una sonrisa de lo más sugerente.
—¿No mata el matrimonio todas esas miraditas?
—Pero las reavivan algunas cosas, ya verás.
Lola se echa a reír. Se hace la dura, pero en unos meses tenemos planeado un viaje muy especial. Ocho personas volaremos al oeste de Estados Unidos para presenciar cómo Elvis casa a Lola y a Rai.
—¿Oral, convencional o por la puerta de atrás? —pregunta Lola.
—Un poco de todo —contesto muerta de la risa.
En ese momento, cuando Lola está preparándose para seguir haciendo preguntas, suena el timbre.
—Hombre, por fin.
Tras unos minutos vemos entrar a Nerea, sonriente y tan guapa que ciega. Las niñas siempre la miran con los ojos como platos. Una vez Daniela me preguntó si la tía Nerea era en realidad Barbie. Aún me estoy riendo internamente del asunto.
Nos levantamos para darle dos besos y descubrimos que, cogido a su mano, entra tímido un chico muy, muy, muy guapo. Creo que todas las mujeres que ocupamos el jardín contenemos la respiración, incluidas las que aún no han cumplido ni los diez años.
Es alto, delgado y castaño. Tiene un pelazo espectacular que lleva peinado hacia arriba. Sonríe tímido y enseña una dentadura blanca y perfecta que impresiona. Es modelo, no puede disimularlo. Es el nuevo novio de Nerea, italiano de nacimiento, español de adopción. Francesco, aunque todos lo conocemos como Fra; de oídas, claro. Hoy es su presentación en sociedad.
Da la mano a nuestros respectivos y después se dirige a nosotras con una sonrisa encantadora.
—Hola, chicas. Encantado de conoceros por fin —dice con un acento italiano que echa de espaldas.
—Nosotras sí que estamos encantadas —murmura Carmen.
Después nos reímos todas a coro, como si fuéramos tontitas. Nos da dos besos y se queda paradito al lado de su chica, que lo mira con orgullo.
Lo de Jorge y Nerea, evidentemente, no terminó de cuajar. Duró, sin embargo, cuatro años en los que ella cambió por completo muchas de las facetas de su vida, convirtiéndose en una Nerea muy diferente a la que estábamos acostumbradas. El matrimonio dejó de importarle. Casarse carece de importancia si no lo haces con verdadero convencimiento con la persona a la que quieres. Y hay que querer con locura. Eso también lo aprendió.
A pesar de haber roto, Jorge y Nerea suelen hablar de vez en cuando. No terminaron mal. Solamente se acostumbraron a estar el uno con el otro y su relación dejó de motivarlos. Un día Nerea se levantó por la mañana, recogió sus cosas del piso que compartían y le pidió por favor que, por el bien de los dos, aceptara la invitación de un amigo suyo y se marchara a Los Ángeles. A día de hoy, Jorge sigue sin aparecer en los créditos de ninguna película, pero Nerea dice que es feliz. Y ella también lo es.
Su negocio le trae muchos quebraderos de cabeza y probablemente ha llenado un espacio de su vida que hasta el momento ocupaba la idea de ser madre. Pero está demasiado entregada a su trabajo como para frenar y planteárselo. Quizá un día adopte, dice cuando nos ve con nuestros hijos. Por ahora, el tiempo libre que tiene, que es poco, lo reparte entre nosotras y ese novio bombón que tanto ha tardado en presentarnos.
—Oye, Fra —escuchamos decir a Lola—. Nerea nos ha contado que eres modelo, pero… nosotras somos un poco como san Pablo, que si no vemos, no creemos.
—Era santo Tomás. —Se ríe Borja.
—San Pablo, santo Tomás… —Se encoge de hombros y, mirando de nuevo a Fra, termina la frase—. Quítate la camiseta y alegra la mañana a tres pobres viejas.
El chico mira a Nerea y ella, Nerea la templada, solo se ríe y coge en brazos a Eva, que anda revoloteando a sus pies.
Fra se levanta el jersey que lleva y la camiseta de debajo y nuestros tres hombres carraspean cuando se nos empieza a escurrir la baba por la comisura de los labios.
—Creo que te vas a resfriar —le digo yo, apartando la mirada.
—Mi papá también tiene eso en la barriga —se escucha decir a Daniela con desparpajo.
—¿Qué dices, cariño? —le pincha Lola—. ¿Qué tiene papá?
—Mira, papá, enséñales.
—Gracias, Daniela, cariño. Yo también te quiero. —Víctor le lanza un beso a su hija, que se echa a reír, contenta.
Después le pregunta a Fra, que ya se ha tapado, si le apetece una cerveza.
—Gracias —contesta él, que parece estar pasando un mal trago.
—¡Papá! —se queja Daniela.
—Cariño, no le hagas a tu padre hacer el ridículo —le contesta Víctor con una carcajada.
—Eso, mi niña, que tu papá ya no es lo que era —apunta Lola.
Víctor se yergue ofendido y frunce el ceño.
—¿Cómo que no? Mi mujer puede atestiguar que…
—Víctor, las niñas… —Me río.
Él tapa los ojos de Daniela y después le enseña el dedo corazón a Lola. Cuando ya va hacia la cocina a por más cerveza, se gira, silba y, delante de todas, se levanta el jersey para enseñarnos ese vientre plano tan sexi, cruzado por una línea de vello oscuro que se pierde hacia abajo, que conserva las formas que tenía cuando lo conocí.
Los chicos, entre risas, se trasladan hacia la barbacoa, donde se les une Víctor pronto con más bebida. Los niños juegan, ellos se ríen y nosotras, sentadas, bebemos en silencio. Yo me pongo a pensar. Hace casi diez años que comenzó esta historia y la tengo que acabar, por mucha pena que me dé cerrar este capítulo de mi vida.
Cuando publiqué Oda, leí una reseña sobre la novela en la que una periodista me nombraba la nueva autora «sin finales felices». En ese momento me enorgullecí de aquello, pero ahora, esta vez, me alegro de no cumplir esa norma.
Pero diré algo más; algo que probablemente la vida ya nos ha enseñado a todas. Y es que el colorín colorado en el que todos comen perdices, siendo felices y todo es perfecto… no existe.
Para muestra, un botón.
Sé que Carmen ha dejado muchos sueños por el camino. Ya no será directora en ninguna gran agencia de publicidad. Es triste, pero cierto. Para las mujeres la cruel realidad es que hay que elegir entre la carrera profesional o la vida personal. La conciliación, a día de hoy, es una cosa que suena a cuento. Carmen necesita tiempo para atender a sus hijos, lo que implica horas que no dedica a su trabajo. Así es la vida. Una decisión, decir sí a algo, siempre supone decir no a otra cosa.
Lo mismo le ha pasado a Nerea. A todas nos encantaría que todo fuera como en las películas románticas o en esas novelas que siempre terminan bien. Y sí, esta termina bien, pero no todo es perfecto. Creo que eso es lo que hace que apreciemos más las cosas.
Yo, sí, sigo ganándome la vida con lo que más me gusta. Desde que empecé a publicar, cinco novelas mías han visto la luz. Dentro de poco, nacerá la sexta. Y sí, sigo con Víctor a pesar de todo lo que sufrimos intentando hacer de nuestra relación algo real. Pero…
Siempre hay un pero, chicas.
Mi matrimonio con Víctor a ratos ha sido muy duro. Nadie cree ya en esos príncipes azules, colmados de perfección, que viven para parar el mundo a tus pies. Víctor no es una excepción. Es un hombre y no lo puede todo. Pero es el hombre que yo elegí.
Por poner un ejemplo, y aun a sabiendas de que cuando lo lea le dolerá un poco, la paternidad se le resistió al principio. Aunque fue él quien más insistió en que debíamos ser padres pronto, el nacimiento de Daniela lo pilló en pañales. Los primeros seis meses fueron mucho más duros de lo que nadie puede imaginarse y Víctor tardó mucho en entender la mayor parte de las cosas que nos pasaban entonces. No había dramas ni grandes discusiones, pero éramos una pareja cansada que, de pronto, ya no tenía ganas de pasar la noche en vela destrozando los muelles del colchón.
Pero como una pareja adulta, fuimos superándolo y convirtiéndonos juntos en dos personas, quizá diferentes, no sé.
Nerea rompe el silencio preguntándonos cómo se puede hacer desaparecer un chupetón y, tras un estallido de carcajadas, Lola se pone a enumerar todos los remedios naturales que ha probado para ello.
Y yo sigo pensando en nosotras, en las vueltas que ha dado nuestra vida y en todas las decisiones que tomé para llegar hasta donde ahora estoy.
Hace poco me encontré, azares del destino, con Adrián. Hacía seis años que no sabía absolutamente nada de él y casi siete que no lo veía. El tiempo no ha pasado por él…, qué cabrón.
Yo no iba lo que se dice impecable. Daniela me había puesto perdida de ganchitos y Victoria estaba berreando metida en el cochecito. A decir verdad, creo que llevaba veinticuatro horas dando gritos, gimoteando y amenazando con encanarse, por lo que tampoco había pasado muy buena noche, de ahí las ojeras a lo oso panda.
Cuando Adrián se incorporó delante de mí y dibujó una sonrisa estupefacta, pensé que era el broche final para un día de mierda. Él, mi exmarido, hecho un auténtico pincel y mucho más guapo que cuando lo vi por última vez. Yo, hecha un auténtico asco.
—¿Valeria? —preguntó para cerciorarse.
Asentí y, cauteloso, se acercó y me abrazó ante la atenta mirada de mis dos hijas. Me sentí extraña e incómoda. Olía como la mayor parte de mis recuerdos, y eran recuerdos preciosos. Con el tiempo, lo malo tiende a esfumarse hasta dejar solo una sensación rara.
—¿Son tus hijas?
—¿Y tú quién eres? —interrumpió Daniela con mucho descaro.
Adrián se puso en cuclillas delante de ella y con una sonrisa le contestó:
—Yo soy Adrián. —Le tendió la mano—. ¿Y usted, señorita?
—Daniela. —Y se la estrechó con su manita llena de pegotes de ganchitos y esa elegancia que debe de haber heredado de su padre.
—Tienes un nombre precioso.
—Jo…petas, te ha manchado —intervine yo.
Ignorando los berridos de Victoria, que se retorcía en el cochecito como una maga escapista, cogí una toallita húmeda y lo ayudé a limpiarse la mano. Estaba, sin saber por qué, muy nerviosa de repente.
—No te preocupes, Val —me dijo con voz cálida.
Suspiré y dejé caer los brazos.
—Daniela, haz el favor y límpiate las manos. Pero en mí no.
Adrián se quedó mirando a Daniela mientras ella se frotaba las manitas y después, levantando la mirada hasta mí, susurró:
—No pueden negar de quién son hijas.
—¿Lo dices por mí?
—Lo digo por él. Me alegro de que finalmente saliera bien.
Hubo un silencio tenso durante unos segundos. Haría muchos años, pero habíamos estado casados y nuestra separación no había sido lo que se dice… amable.
—¿Qué tal te va todo? —le pregunté.
—Muy bien.
—¿Tú no tienes niños?
—No. —Se rio—. No va mucho conmigo eso de la paternidad.
Me extrañó. Adrián siempre quiso tener hijos. Cuando nos casamos me prometió un millón de veces que en cuanto pudiéramos traeríamos al mundo a un montón de críos. Pero, bueno, no sería aquella la única promesa que rompió.
Una chica se acercó a nosotros, tímidamente.
—Adri, cariño… —le dijo.
Era morena, con el pelo larguísimo, unas pocas pecas sobre los pómulos y unos ojos preciosos de color azul.
—Cielo. —La besó—. Te presento a Valeria, mi exmujer. Y estas son sus hijas.
Victoria berreó más alto aún y ella se agachó a hacerle carantoñas, calmándola enseguida. La muy perra. Llevaba dándole guerra a su madre todo el día pero ante la primera desconocida se echaba a reír.
Una mano se posó al final de mi espalda y, de pronto, la tensión de mis hombros se aflojó. Unos labios cálidos se apoyaron en mi sien y sonreí.
—Hola, mi vida —me dijo Víctor—. Hola, Adrián.
—Hola.
Se dieron un apretón de manos bastante tenso y, visiblemente incómodo, Víctor me preguntó si podíamos irnos ya.
Me despedí de Adrián y de su chica con una sensación rancia en la boca del estómago. Iba pensando en nosotros. En lo que fuimos. En que una vez decidí dar aquel paso con alguien y se estropeó. Aquel encuentro había sido como chocarme por la calle con la mayor equivocación de mi vida. Y no me hizo feliz.
Cuando terminaba de abrochar la sillita de las niñas en el coche, Daniela me preguntó quién era ese señor que habíamos visto.
—Es un amigo de hace muchos años.
—Mamá estuvo casada con él antes que conmigo —aclaró Víctor, que es acérrimo defensor de no contar mentiras a las niñas, por pequeñas que sean.
Vi que Daniela se quedaba con una expresión extraña y cuando me subí en el asiento del copiloto, reprendí a Víctor con la mirada.
—¿Y tuviste hijos, mamá?
—No, cariño. Mamá solo os ha tenido a vosotras.
—Por el momento —murmuró malignamente Víctor con una sonrisa espléndida.
Hace un par de años, cuando Victoria acababa de nacer, me encontré en el dominical de un periódico con la fotografía de Bruno junto al titular: El escritor que conquistó al cine.
No le había perdido la pista (al fin y al cabo, los dos publicamos bajo la misma editorial), pero no sabía que había llegado a dar el paso a la gran pantalla como guionista de la adaptación de una de sus novelas. Me alegré tanto que, sin pensarlo, descolgué el teléfono y traté de localizarlo en alguno de los números que aún tenía memorizados en el móvil como suyos. Pero no. Uno no existía y en el otro nadie contestó.
Un par de días después, un hombre con la voz muy grave y profunda preguntó por mí a través del teléfono. Era Bruno.
—Me ha dicho un pajarito que la señora Valeria Ferriz ha intentado localizarme. —Y en su tono, a pesar de ser serio, se adivinaban unas notas divertidas. Mientras yo me reponía de la sorpresa, él siguió diciendo—: Y digo lo de señora con conocimiento de causa, porque según las malas lenguas, llevas un anillo de oro en el dedo anular de la mano derecha.
—Veo que sigues bien informado.
—¿Qué tal te va todo? —preguntó.
—Muy bien —le dije—. Pero no tan bien como a ti. Te llamé hace unos días para darte la enhorabuena.
Víctor entró en casa en ese momento y se quedó mirándome desde el marco de la puerta de la cocina. Yo llevaba el «uniforme de madre», que consiste en unas mallas negras y una camisetita holgada que se me descuelga por un hombro.
—Mamá sexi —dijo Víctor poniéndome morritos.
—¿Enhorabuena? —respondió Bruno.
—Sí, vi en el periódico que pronto se estrenará tu película y que la crítica la pone muy bien. —Me acerqué a Víctor, le di un beso y volví a sentarme en un taburete.
—Ah, ya. Muchas gracias. Pero me preocupa más lo que pensará el gran público.
Vi a Víctor dejar sus cosas en el armario de la entrada.
—Por eso no te preocupes. Seguro que habrá una horda de esos fans frikis que tienes, extorsionando a la gente a la salida de los cines.
—Habla bien de ella o te cocino, ¿no?
—Algo así. —Me reí.
Víctor encendió la cafetera y después desapareció por el pasillo, seguramente de camino a la habitación de las niñas.
Desde que le había llamado no había podido evitar pensar, aun de refilón, en lo que sería de mi vida si hubiera tomado la decisión de marcharme con él. Probablemente también habría sido madre y viviría en una casita en pleno prado asturiano. Me incomodaba pensar en esa Valeria, la que sí había cogido aquel avión, porque a pesar de que sabía que sería feliz…, solo disfrutaría de media vida.
—Oye, Bruno —dije de pronto—, me alegro muchísimo de que las cosas te vayan bien. Yo guardo muy buenos recuerdos tuyos.
—Lo mismo digo.
—Lo nuestro no salió porque nos esperaban otras vidas.
Bruno se echó a reír.
—No hace falta que digas todas esas cosas, Valeria. Hace mucho tiempo que te perdoné por no quererme tanto como yo te quise a ti.
Víctor entró en la cocina otra vez con Victoria en brazos y cara de culpabilidad. Seguramente la había cogido de su cuna mientras dormía, sin poder resistir la tentación.
—Estaba medio despierta —se excusó.
—Dale recuerdos a Aitana —le dije a Bruno.
—¿Fuiste madre?
—Sí. —Y sonreí.
Cuando colgué el teléfono tenía más que claro que, por dura que fuera a veces mi vida con Víctor, fue la única decisión correcta.
Lola me despierta de mis razonamientos con un codazo y unas excéntricas y sonoras carcajadas.
—¿A que sí?
—No tengo ni idea de lo que estás diciendo —le contesto.
Por la cara que está poniendo Nerea y la risa que le ha entrado a Carmen me imagino que debe de haber hecho algún comentario de lo más subido de tono sobre el chico de Nerea. No puedo evitar reírme.
Han pasado siete años desde que empezó esta historia y, aunque hemos cambiado y la vida nos ha dado y quitado, aquí seguimos. Somos perfectamente conscientes de que somos afortunadas por mantener lo que nos une, que nos ha convertido en familia. Pero es que lo hemos cuidado entre algodones y ninguna ha dejado de ser, en esencia, lo que las demás tanto adoran.
Lola sigue siendo incontrolable, explosiva y genial; es como un cuadro abstracto que solo hay que disfrutar, no intentar entender.
Nerea aún no se siente cómoda hablando de sexo y, por mucho que nos apene, las epopeyas de cama que su querido Fra debe de elaborar por las noches nos son totalmente desconocidas (al menos lo son en detalle, ejem, ejem). Y sigue siendo dulce y constante y lo suficientemente estirada para poner el contrapunto a las conversaciones de Lola.
Carmen ahora es publicista a media jornada y mamá a jornada completa, pero no habrá nada que le quite esa manera de ver la vida que tanto nos ha ayudado al resto. Es cabal, es fiel a sí misma, es a la que siempre acudo cuando quiero un consejo y no me importa que me duela la respuesta. Sin Carmen, sinceramente, no sé qué haría.
¿Y Valeria? ¿Qué ha pasado con ella? Porque primero le costó meterse en sus propios zapatos y más tarde no estuvo segura ni siquiera de lo que veía en el espejo cuando se miraba. Y por mucho que se empeñara en tratar de ver la vida en blanco y negro, Valeria sigue siendo la misma mujer a veces insegura, a veces demasiado firme, a veces tierna o vulnerable. Sé los defectos que tengo y, para ser sincera, dudo haber podido corregir alguno de ellos. Pero sé también que Víctor es la única pieza que completa totalmente mi vida. Ahora no me cuesta tanto dejar ver a la gente a la verdadera Valeria. Al desnudo.
Esa noche llegamos a casa agotados. Intentar seguir siendo un adulto sociable cuando se es padre implica mucha energía. Las niñas se han peleado en el coche de vuelta y Víctor se ha pasado buena parte del trayecto riñéndolas y explicándoles lo irritante que es escucharlas pelearse por una muñeca cuando… ¡tienen dos iguales! Pero son niñas. A veces se le olvida el hecho de que son eso…, niñas.
A él le toca baño y a mí cena. Daniela se ducha sola en nuestro cuarto de baño (sin repisas, escalones ni nada que me parezca potencialmente peligroso) y después avisa para que le sequemos el pelo. Víctor y Victoria canturrean en el otro baño y pronto la pequeña corretea por el pasillo en pijama, escapándose del secador, que la aburre soberanamente.
Sopa de pollo con fideos, tortilla de queso y una pequeña ensalada después, las niñas se arrastran cual conejito de Duracel sin pilas y su padre las acuesta mientras yo clamo por un segundo para mí, para desmaquillarme y ponerme crema hidratante.
Daniela pide un cuento y Victoria un chiste. Con la pequeña me meo. Si no fuera imposible, pensaría que es clavada a «su tía Lola».
Cuando Víctor entra en el dormitorio, viene riéndose.
—Me ha contado un chiste ella. Me ha dicho «Papá, para terminar el día déjame que te cuente el chiste del perro mis tetas». Prohibidísimo volver a dejarla ni un minuto sola con Lola.
Yo estoy sobre la cama, poniéndome crema en las piernas, y también me río.
—Igual tú de pequeño también eras así.
—Yo era un niño muy serio y taciturno —bromea—. Qué bien huele eso, ¿no?
Se tumba en la cama con un gemido de satisfacción y se me acerca. No enciende la tele. No propone ver una película. No trae consigo el iPod.
—Cariño… —le reprendo con una sonrisa.
—¿Qué?
Se recuesta sobre mí, deja el bote de crema sobre mi mesita de noche y me besa en la boca con toda la suya. Labios, saliva, lengua, incluso dientes. Gimo y, apartándolo de mí, le pido que ponga un disco.
Junto a la ventana tenemos un viejo tocadiscos, regalo de mi suegra, junto con unos vinilos de blues y de jazz. Música como la que sonó en nuestra boda o la que escuchábamos en su casa. Víctor se acerca al rincón, elige un disco al azar, lo coloca y, cuando ya suena a un volumen moderado, vuelve. Y yo, que soy muy observadora, he visto que bajo su pantalón liviano de pijama… hay vida.
No creo que lo de esta noche vaya a ser amor. No creo que vaya a ser un silencioso y mimoso ratito de sexo. Creo que Víctor tiene ganas de otra cosa. Así que cuando me aborda por todas partes con sus manos y su boca, trato de quitármelo de encima con risas.
—No te hagas la remolona —dice mientras se ríe.
—¡Víctor, por Dios! ¿Sinceramente crees que las parejas normales tienen sexo seis de los siete días de la semana?
—¿Y desde cuándo tú y yo somos una pareja normal? —Y al decirlo se acomoda entre mis piernas, arrancándome un gemido.
—¿Qué somos entonces?
—Nosotros somos más.
Y no creo que haya nada que añadir.