HACERSE MAYOR
El jueves Carmen se despertó con un molesto dolor intermitente en la zona lumbar, lo que solemos denominar dolor de riñones. Borja se fue a trabajar a las ocho de la mañana y ella se quedó sentada en la cocina notando cómo, poco a poco, una especie de rampas le azotaban la parte baja del vientre. Vale, estaba de parto, estaba claro.
Pasó de la ilusión al pánico unas doscientas veces hasta que decidió que era mejor callarse por el momento, hasta que los síntomas avanzaran un poco más. No quería ir al hospital y pasarse en dilatación día y medio, como su cuñada. Fue a su habitación, revisó que en la maleta que tenía preparada lo llevaba todo y después la dejó junto a la puerta respirando hondo. No. No estaba preparada.
A las cuatro de la tarde los dolores empezaron a ser más y más fuertes hasta que una contracción la dobló en dos. Cogió el teléfono y llamó a Borja.
—Dime, cariño —contestó Borja con el sonido inconfundible de las teclas del ordenador de fondo.
—Borja, estoy de parto.
—¿Ya? —dijo, exaltado de pronto.
—Sí.
—¿Han empezado ahora los dolores?
—No. Los tengo desde esta mañana. Creo que ya está muy avanzado.
Borja ni le contestó. Colgó el teléfono, se puso en pie y, mientras cogía la chaqueta, les dijo a sus compañeros:
—Me voy. Tengo que ser padre.
Unos aplausos lo acompañaron hasta la salida, donde se encontró con Dani, su jefe y exnovio de Nerea.
—¿Adónde vas tan deprisa?
—A por Carmen. Parece que Gonzalo está empujando para salir.
—¡Enhorabuena! —dijo palmeándole la espalda—. Anda que no habéis corrido vosotros ni nada. Ale, ale.
Borja bajó a la calle y se encendió un cigarrillo. Le dio dos caladas y lo tiró a la vez que se subía en el primer taxi libre que vio.
Cuando llegaron al hospital, a las cinco menos cuarto, Carmen ya había dilatado solita la friolera de siete centímetros. Ella, que es muy apañada, llevaba hecho de casa la mayor parte del trabajo. La metieron en la sala de dilatación y antes de que pudiera acostarse, rompió aguas.
El parto fue natural y limpio, muy corto. A las seis y media Carmen ya estaba dando los empujones finales, cogida de la mano de Borja, que estaba callado, mirándola resoplar, sudorosa y roja. Gonzalo tomó su primera bocanada de aire a las seis y treinta y dos minutos, estallando en un llanto histérico. Cuando lo dejaron algo más limpio sobre el pecho de Carmen ella se quedó mirándolo, sorprendida, anonadada. Gonzalo ya no lloraba. Solo abría y cerraba los deditos de sus minúsculas manos, mirando con esos ojos ciegos de los bebés. Borja se mordió el labio inferior, emocionado, y Carmen no pudo más que susurrar:
—Hola, cariño…, soy mamá.
De pronto, daba igual que tuviera miedo y que hasta pensase que habían cometido una locura teniendo un hijo tan pronto. Daba igual que no estuviera preparada porque, de repente, era madre.
Después de que Borja me llamara para decirme que ya eran padres, lo primero que hice fue marcar el número de Bruno, que me sorprendió al anunciarme que vendría esa misma semana. En un primer momento de ingenuidad pensé que venía solamente porque para mí era importante que ambos conociéramos al primer bebé de la pandilla. Pero en realidad, como más tarde me aclaró él, tenía que acudir a una reunión. Lo habían llamado porque parecía que la idea de hacer de su primera novela una serie de televisión había mutado hasta convertirse en el proyecto de una película. Y por fin llegaba a buen puerto. Además, querían que supervisara las labores de guion.
—Es genial. Enhorabuena —le dije muy emocionada por él.
—Gracias, preciosa.
—Me encantaría que pudieras venir conmigo a conocer a Gonzalo.
—Bueno, cielo, es tu amiga Carmen. En realidad no pasa nada porque vayas sola.
Me quedé mirando al infinito sin comprender por qué siempre tenía que dar contestaciones tan pragmáticas. Carraspeé y le expliqué lo que había querido decir:
—En realidad pensaba que me haría ilusión que me acompañaras. Y me haría ilusión verte sostener un bebé.
—Se me da bien, claro. —Se rio—. Ya tengo experiencia.
Y en lugar de pensar en lo que él me estaba contando sobre ser padre, me acordé de Víctor sosteniendo en brazos a mi sobrina Mar cuando era muy pequeñita. La había agarrado con intuición y suavidad y colocado sobre su brazo, sujetando su pequeña cabeza firmemente. Y después me miró y le dijo a mi hermana: «Es preciosa»…
¿Y si nosotros hubiéramos decidido seguir? ¿Habríamos tenido hijos?
Sé que terminé algo abruptamente la conversación con Bruno, pero no supe hacerlo de otra manera. Solo le dije que tenía que hablar con las chicas para ir a ver a Carmen y que tendríamos que comprar algo antes.
Marqué el teléfono apresurada y llamé a Lola, que me recibió como siempre:
—¿¡¡Ya ha parido!!? —Ni hola, ni nada.
—¡Sí! —contesté emocionada—. ¿Vamos mañana a verla?
—¡Claro! Saldré antes del trabajo. ¿Es un orco o ha salido mono?
—Seguro que es monísimo. ¿Vamos a comprarle algo? Paso por tu curro y te recojo.
Lola miró a su alrededor con los ojos bien abiertos, esperando encontrar una excusa suficientemente convincente.
—No puedo, Valeria —me dijo muy decidida por fin—. Cosas del nuevo curro. Llama a Nerea. Pero mañana salgo antes y vamos a verla al hospital.
—¡Vale!
—¡Oye! —exclamó malévolamente—. No compréis ñoñeces, que os conozco. Compradle algo a ella. Algo bonito que le haga olvidar momentáneamente que le ha salido una cabeza humana del chichi.
Dios… Hay cosas que no cambian nunca.
Cuando colgamos Lola fue al baño a retocarse y después volvió a su mesa a fingir que trabajaba a destajo. En unos minutos su jefe, el portentoso Enrique Jara, se asomó para preguntarle si estaba lista.
Bajó con todos en el ascensor, presentándose, siendo supersimpática y con pinta de supersupervisora con superpoderes laborales. Tardó poco en darse cuenta de que era la única persona de su categoría en el grupo. Todos los demás tenían cargos de mayor responsabilidad. Se sintió tremendamente bien por ser aceptada en aquella pandilla.
Caminaron un poco hasta llegar a una coctelería. Lola agradeció que el paseo fuera corto porque se había puesto los Christian Louboutin que le regalamos por su cumpleaños y no estaba acostumbrada a largas caminatas subida a quince centímetros de tacón. Pero… ¿y lo sexis que quedaban sus piernas allí arriba?
Pidió una copa de vino mientras los demás iban directamente a los combinados. Pero ella necesitaba tener la cabeza despejada para no olvidar que tenía novio, que enrollarse con Enrique Jara no era buena idea y engañar a Rai pasaba por destrozar su pobre, tierno y joven corazoncito de artista bohemio mal vestido.
Mientras pensaba en esas cosas sintió una mirada punzante sobre ella. Evidentemente eran los ojos azules y despiadados de Enrique, que se la comían. Y no pudo evitar corresponderle con una sonrisa coqueta.
Se enteró de muchas cosas allí. Le vino bien laboralmente. Networking, le llaman. Conoció a gente que podría hacerle la vida más fácil, se echó unas risas, las mujeres admiraron su estilo y algunos hombres le tiraron los tejos. Casi se vio obligada a decir que tenía pareja, pero en el último momento decidió que a nadie le interesaba su vida privada…, y mucho menos a Enrique, con el que no le apetecía dejar de coquetear aún.
Después de la tercera copa de vino hizo un elegante mutis por el foro. Dejó un billete sobre la mesa y, disculpándose, dijo que se iba a casa. Además, los pies no le respondían. Necesitaba meterse en un taxi y desaparecer donde la mirada de su nuevo jefe no pudiera desabrocharle los botones de la blusa.
Caminó hacia la avenida principal con paso decidido, olvidando el dolor de pies, y cuando estaba a punto de dar el alto a un taxi con la luz verde, una voz, grave y vibrante, la llamó a sus espaldas. Cerró los ojos.
—Joder, Lolita…, ¿por qué narices serás tan irresistible? —se dijo a sí misma en voz baja. Se giró y sonrió—. ¡Señor Jara! —dijo exagerando el tono cortés—. ¿Qué hace usted por aquí? Creía que estaría vaciando botellas de ginebra de importación.
Él sonrió de lado, casi sin mover ni un músculo.
—¿Quieres que te acerque a casa?
—¿Tienes el coche por aquí?
—A una manzana.
¿Era capaz de andar una manzana? ¿Debía andarla?
—Verás, voy a serte completamente sincera… —Pero esa sinceridad no pasaba por confesar que tenía un jovencísimo novio en casa esperándola para que lo ayudara a repasar para sus exámenes parciales—. Estos zapatos me están matando. Necesito llegar a casa ya si no quiero que esta historia acabe en amputación.
—¿Y si voy a por mi coche y tú me esperas fumándote un cigarrillo? Antes de que se consuma del todo estaré aquí. —La sonrisa se le agrandó—. Me encantaría hablar contigo sobre tu primera semana en el departamento.
«Estimados dioses: ¿por qué a mí, Lola, con el historial que tengo? ¿Por qué tratáis de probarme sabiendo, como sabéis, que soy de voluntad débil?».
Pero no. ¡No, Lola, no! Cogió aire y negó suavemente, a la vez que alargaba la mano, haciendo una seña a alguno de los taxis que pasaban.
—No, Enrique, pero muchas gracias. Tú tendrás cosas mejores que hacer y a mí me esperan en casa.
—Llámame Quique.
—Buenas noches, Quique. —Le guiñó un ojo sin poder evitarlo.
Dio media vuelta y entró en el taxi, donde se quitó los zapatos mientras lanzaba un alarido.
—Señor taxista, no sabe usted lo complicado que es ser una mujer moderna hoy en día. Constantemente quieren mutilarle a una los pies y pasársela por la piedra.
Y después recitó la dirección de su casa y se relajó.