¿QUERER?
Me desperté sola en la cama. Una luz gris llenaba la habitación, como humo. Palpé a mi lado, pero las sábanas ya estaban frías. Bruno debía de llevar ya un buen rato despierto. Y todavía no eran las nueve.
Iba a salir de la habitación con camisón, pero lo pensé mejor y me puse unos pantalones vaqueros, unas bailarinas y un jersey de lana de Bruno. En un principio pensé en ir a buscarlo a la cocina, pero el sonido de las teclas de su ordenador, arriba en la buhardilla, me dio la pista de dónde sería más fructuosa mi búsqueda.
Lo encontré con las gafas puestas y tan entregado a lo que estaba escribiendo que ni siquiera me vio ni me oyó entrar.
—Cielo… —susurré.
—Oh —contestó.
—¿Qué haces?
—Un segundo —dijo.
Siguió tecleando con rapidez y pasados al menos dos minutos, levantó la mirada hacia mí y se quitó las gafas.
—¿Se ha despertado ya? —me preguntó.
—No.
—Pues debe de estar al caer.
—¿Llevas muchas horas levantado?
—Desde las siete. Tuve un sueño raro. Me desperté, me puse a darle vueltas y… —Señaló el ordenador—. Llevo siete páginas que creo que después de una revisión serán buenas.
—Me alegro. ¿Quieres café?
—No. Ya me tomé dos tazas seguidas. Pero… ¿puedo pedirte un favor?
—Claro. —Anduve hasta él y me senté en sus rodillas.
—Quiero aprovechar el tirón… ¿Podrías entretener a Aitana mientras tanto?
Lo miré como si me hubiera pedido que me la comiera.
—¡No me jodas, Bruno!
—Serán solo un par de horas. Como mucho hasta antes de comer. Jugad fuera, no sé, al escondite.
—Está lloviendo —dije de mala gana.
—Por favor, Valeria, no te lo pediría si no pensase que es… bueno. —Volvió a señalar la pantalla—. Ya sabes cómo son estas cosas. Cuando se van…, se van. No lo haría si no fuera así. Adoro a Aitana y todo el tiempo que estoy con ella, pero…
—Vale, vale.
A ver, cielo, no dudo que lo que estás escribiendo sea bueno, pero… ¿no será que quieres que estrechemos lazos sin que estés tú delante? Eso es chantaje emocional.
Cuando bajé dispuesta a darme una buena ducha, me encontré a la enana en la escalera, mirándome y en pijama.
—Hola. —Sonreí—. Buenos días.
—Buenos días —contestó—. ¿Y papá?
—Está trabajando arriba. Va a estar ocupado un rato. Mira tú qué bien, nos deja que tengamos una mañana de chicas. —Y ni siquiera me creí yo misma.
—¿Mañana de chicas?
—Claro. Para que hagamos lo que más nos apetezca.
—¿Sí? —Levantó las cejitas, emocionada.
—Sí, ¿qué te apetece?
—Desayunar chocolate con galletas y después hacer bizcochos.
Hacer bizcochos, qué bien. Todo el mundo sabe lo bien que se me da a mí la cocina. La noche anterior yo había sido la encargada de hacer la cena y lo único que supe cocinar fue una tortilla de queso de lonchas. Por el amor de Dios…
Pero sonreí, claro.
—Espera un segundito, ¿vale?
—Vale. Haré mi cama.
Subí corriendo arriba y Bruno me miró a través de sus gafas.
—¿Qué pasa?
—Se ha despertado. Quiere desayunar chocolate y galletas y después hacer bizcochos.
—Vale, pero dile que solo hoy. Está todo en la alacena, en la cocina. Y no dejes que se coma la masa del bizcocho cruda. Después le duele la barriga y se pone a vomitar como en El exorcista. En aspersor.
Sí, todo mejoraba por momentos.
Cuando me asomé a su habitación la camita ya estaba hecha (con sus más y sus menos) y ella se estaba atando los cordones de sus zapatillas.
—Pijama y zapatillas, ¿eh? —le dije.
—Sí. Así puedo correr y no me caigo.
—Yo también tengo que hacer la cama.
—Te acompaño. ¿Puedo?
—Claro.
Entré corriendo en la habitación para comprobar si el preservativo de la noche anterior seguía en la mesita de noche, pero Bruno debía de haber tirado ya los rastros del coitus interruptus.
Aitana se quedó mirando mi camisón, que estaba sobre la colcha, y después lo cogió.
—¿Es tuyo?
—Sí. —Claro, no iba a ser de su padre.
—Es bonito —dijo poniéndoselo por encima.
A mí apenas me tapaba las vergüenzas y a ella le venía casi hasta los tobillos.
—¿Te gusta?
—Sí. Nunca había visto ninguno igual. ¿No pasas frío?
Negué con la cabeza y me callé que el objetivo de tan poca ropa era que otro te hiciera entrar en calor. Ya lo averiguaría ella con el tiempo. Me lo tendió y le sonreí.
Lo doblé, lo metí en el cajón de la mesita de noche e hice la cama. Ella quiso ayudar y tensó las sábanas desde el otro lado. La verdad es que era muy mona y educada. ¿Podría hacerme con ella?
Las dos desayunamos chocolate (del instantáneo, gracias a Dios) y galletas y después nos dispusimos a hacer un bizcocho, pero a Aitana se le ocurrió que sería más divertido hacer magdalenas. Así que busqué los moldes por todas partes hasta que los localicé al fondo de la alacena. Encontramos harina, levadura, huevos, leche y mantequilla a la primera, pero las pepitas de chocolate se nos resistían. Y eso que ella juraba y perjuraba que su papá las había comprado hacía poco especialmente para hacer magdalenas con ella y que tenían que estar en alguna parte. Hicimos un concurso: la que las encontrara antes podría comerse unos cuantos trocitos de chocolate. Fue ella, cómo no, la que las encontró en la nevera. Después le di su premio, pero tuvo a bien compartirlo conmigo.
Y entonces fue como si en la cocina hubiera explotado una bomba de protones. A decir verdad, fue como si algo hubiera explotado dentro de la harina, porque de pronto todo estaba manchado de blanco. Había utensilios, boles y demás por todas partes y eso que, según me han dicho, lo de hacer magdalenas es un trabajo que implica unos quince míseros minutos y cuya dificultad es nula. Bien. A nosotras nos llevó hasta las once y media.
Cuando estuvieron hechas obligué a Aitana a que me ayudara a limpiar todo aquel desaguisado, aunque antes tuve que convencerla de que así se enfriarían un poco y podríamos subirle una a su padre. Luego me di cuenta de que la niña era más minuciosa que yo con eso de la limpieza. Qué vergüenza. Bueno, al menos había aprendido a hacer magdalenas. Qué útil es tener Internet en el móvil para esos casos. Google, receta magdalenas con pepitas de chocolate, buscar. Pero para ella yo seguiría siendo muy sabia.
Aitana subió orgullosa con una magdalena como tributo a su padre y yo subí con otro café, esta vez descafeinado, para él y para mí. Él nos recibió con todos los honores, se comió la magdalena y, aunque al parecer se encontró un trozo de cáscara de huevo dentro, nos dijo que estaban exquisitas y que si no las escondíamos se las comería todas. Después cogió la taza de café, me dio un beso en la frente y me dijo que acabaría en unas horas. Unas horas. Buen día para que te visiten las musas, querido.
Mantener ocupada, y sobre todo entretenida, a una niña de seis años es muy difícil. Al menos es una labor exigente. Así que cuando, después de comer, Bruno me pidió que estuviera con ella mientras él dejaba solucionados unos flecos, se me cayó el alma a los pies. Empezaba a estar segura de que, como él decía, la inspiración le había llegado de repente, caída del cielo, como el maná, pero también le había venido estupendamente examinar mi capacidad de adaptación a su hija. No me quedaban ideas y hasta ella se había aburrido ya de jugar al escondite, a la gallinita ciega, al pilla pilla… Así que hice lo único que se me ocurrió.
A las cinco de la tarde Bruno bajó llamándonos y diciendo que se le había ocurrido que podíamos ver una película y comer palomitas. Nos encontró a las dos en su dormitorio, con el contenido de mi bolsa de aseo totalmente desperdigado sobre la colcha y a Aitana más pintada que una puerta, con pintalabios rojo incluido. Por poco no se meó de la risa cuando se dio cuenta de que nos habíamos entretenido pintándonos la una a la otra y que yo parecía el payaso de Micolor.
—¡Mira, papá! ¿A que está guapa?
Y la mirada de aprobación de Bruno por haberme dejado hacer semejante aberración fue suficiente premio para mí. Y por primera vez… había algo tierno en el ambiente. ¿Era amor?
Por la noche caí rendida. Mi cuello apenas tocó la almohada y ya estaba dormida. Profundamente dormida. Ni siquiera noté cómo Bruno se metía entre las sábanas a mi lado. Solo sé que soñé que Aitana me había pintado con las pinturas equivocadas que al final habían resultado ser rotuladores indelebles y ya no me podía quitar ese maquillaje ni frotando.
Me desperté en mitad de la noche, creí en un primer momento que porque sí. Estaba muy oscuro. Solo entraba por la ventana el resplandor blanquecino de la luz del patio trasero y no se oía más que el sonido de la lluvia al repicar sobre las hojas y el tejadillo de la casa. Me revolví hacia el otro lado de la cama buscando a Bruno y me di cuenta de que estaba acostado de lado, despierto y mirándome.
—¿Qué hora es? —susurré.
No contestó. Solo me besó en los labios, suave pero contundente, y se tumbó sobre mí. Respondí al beso quizá con menos premura que de costumbre, lo que dio a la situación un cariz más… calmado. Abrí las piernas, dejándole hueco entre ellas, y nos abrazamos mientras nos besábamos. Bruno se sostuvo con los dos brazos sobre mí y, mirándome a los ojos, susurró:
—Te quiero, lo sabes, ¿verdad?
No supe qué contestar. El corazón, el estómago y un montón más de vísceras se me agolparon en la garganta. Cerré los ojos, dejándome llevar por sus caricias por debajo de mi camisón, y con la cabeza aún embotada pensé que podría quererlo. Condicional. Podría.
Cogí su cara entre mis manos y lo besé otra vez, dejándolas resbalar después por su espalda, que acaricié cuando se recostó sobre mí.
Nos desnudamos despacio y cuando lo recibí dentro mi cuerpo ni siquiera estaba tan excitado como de costumbre. Por primera vez no se trataba de una cuestión sexual. No era el instinto lo que nos estaba empujando al sexo. Por primera vez no. Bruno fue cuidadoso, extrañamente cuidadoso, preocupado por mí, por besar mis párpados, mis mejillas, mi cuello, mi barbilla, mientras el vaivén de sus penetraciones lo hacía subir y bajar sobre mi cuerpo.
Ni una frase subida de tono, ni una blasfemia. Nada. Ni una palabra. Solo unos jadeos secos en su garganta, con la boca cerrada y a veces hasta con los ojos cerrados, aspirando mi olor, apretándome contra él, como si pudiera en un momento dado meterme dentro de su cuerpo, devorarme, hacerme parte de él y ya nunca más tuviéramos que despedirnos en el aeropuerto.
Cuando Bruno adivinó que se corría se contuvo, esperando ver todas aquellas pistas que mi cuerpo dejaba en el camino cuando estaba a punto de deshacerme en un orgasmo. Sentí que toda la atención estaba puesta en mí, pero, aunque estaba pareciéndome placentero, no iba a correrme. Al menos no en aquel momento. Podía decirle que esperara; entonces Bruno bajaría, me besaría por todas partes y terminaría con la lengua hundida entre mis piernas, para acabar penetrándome cuando yo estuviera a punto. Pero todo me pareció muy cuesta arriba. Entreabrí los labios, apreté las yemas de los dedos en su espalda y lo abracé con las piernas. Gemí y lo busqué con la cadera hasta que él se tensó y un gruñido bajo salió de su garganta.
Mi primer orgasmo fingido.
Hasta me dio pena despedirme de Aitana el lunes por la mañana. Habíamos terminado haciendo buenas migas. Como prueba de ello me había hecho una pulsera con unos hilos de colores que yo acepté, claro, con el juramento de que no me la quitaría hasta que se rompiera ella solita. Y a pesar de que le había cogido cariño, no podía evitar desear no volver a tener que verme en esa situación jamás. Aquello iba en serio. Y en serio con Bruno era en serio de verdad. No tenía nada que ver con Víctor. Víctor no podía comprometerse con nada que no fuera él mismo, ¿no? Víctor no iba a poder darme estabilidad jamás, ¿verdad?
¿Veis? Era mucho mejor para todos seguir con la rutina sexual que me unía a Bruno y esperar un poco para desarrollar lazos afectivos complejos.
A partir de ese momento, además, para terminar de complicarlo todo, Bruno no dejó de tratar de aclarar cómo íbamos a asentar aquella relación con todos aquellos kilómetros de distancia entre su casa y la mía. Él no se movería de allí, porque tenía una hija a la que no perdería de vista por nada del mundo, y sabía que yo jamás lo dejaría todo por irme detrás de un hombre, por muy en serio que fuera lo nuestro.
El domingo por la noche, después de cenar un par de copas de vino y poco más, nos tumbamos sobre la alfombra del salón con el fuego encendido en la chimenea. Aquello nos traía gratos recuerdos a los dos. Y después de rememorar nuestro primer polvo con otro multipostural con final apoteósico lleno de palabras malsonantes, blasfemias y expresiones que harían enrojecer a guionistas de la industria pornográfica mundial, nos quedamos absortos, mirando el fuego.
—Tienes una constelación de lunares en la espalda —me dijo, recorriendo la distancia entre unos lunares y otros con la yema del dedo. Me reí—. ¿Qué? —preguntó.
—No sabes las veces que me has dicho esa misma frase. —Me giré hacia él y después dejé que se apoyara sobre mi vientre.
—Es que nunca recuerdo si te lo he llegado a decir o solo lo he pensado.
—No pasa nada.
—No tengo poca memoria. Es solo que tengo memoria selectiva.
—¿Y cómo es eso?
—Mi cerebro hace limpieza continuamente. Al final me quedo solo con los momentos que importan, pero los recuerdo con mucho más detalle que vosotros, los que no olvidáis nada. —Se rio.
—¿Y cuáles son esos momentos que importan, si puede saberse?
—Recuerdo perfectamente la noche que Amaia y yo concebimos a Aitana.
—Vaya —dije entre dientes.
—Yo no quería tener niños, ¿sabes?
—¿Por qué?
—Lo nuestro empezaba a dar señales de que algo no andaba bien y en esa situación yo quería… esperar. Pero ella no.
—¿Y cómo se pudo quedar embarazada si tú no querías tener niños aún?
—He ahí la cuestión. Dejó de tomar la píldora a escondidas. El principio del fin. Aitana es lo mejor que me ha pasado, pero no soporto que me mientan. No puedo soportarlo y jamás se lo perdonaré.
Tragué con dificultad. Yo también le había mentido una vez. Con Víctor. Y le había mentido en la cama. Y mentía con verdades a medias continuamente.
—¿Qué más recuerdas? —pregunté. Quería cambiar de tema.
—El día que te conocí llevabas un pantalón vaquero, unos zapatos negros de tacón altísimo, una camiseta de Los Ramones y una americana negra. Los labios pintados de un color… entre rojo y naranja. Jugosos. Me hizo gracia tu nariz y esa forma de contonearte al andar, como si en realidad no quisieras hacerlo. Víctor llegó tarde a tu conferencia y tú casi te quedaste en blanco cuando lo viste entre la gente. Aquella misma noche soñé contigo. Contigo empapada en sangre, follándome como si no hubiera mañana. Mezclé lo mucho que me habías gustado y el punto en el que había dejado mi novela. Y gracias a ti escribí sesenta páginas casi del tirón durante los días siguientes.
—Así que soy tu musa, ¿eh?
—Sí. Y con eso tuve para fantasear durante semanas. Una paja detrás de otra.
—Bruno, por Dios… —me quejé.
—Sabía que terminarías sin ni siquiera plantearte qué haces con un tipo tan feo como yo.
—Eres tonto, pero no feo.
—La primera noche que follamos, quise que durara horas y horas. Casi no podía creérmelo. Estuve a punto de correrme como doscientas veces. Solo de acordarme se me vuelve a poner dura.
—Solo tú puedes decir algo bonito utilizando las palabras follar, correrme y la expresión «ponerse dura».
—¿Sabes? Creo que siempre supe que…, que eras la mujer de mi vida. Creo que siempre tuve claro que me harías besar el suelo que pisas; por eso te dije que eres una de esas mujeres nacidas para ver a los hombres postrarse a sus pies. Porque en el fondo siempre supe que me harías tragar con lo que te diera la gana. —Me incorporé y me quedé mirándolo—. ¿Qué? —preguntó él, sosteniéndome la mirada.
—¿Soy la mujer de tu vida?
—Creo que podré quererte hasta que me muera —dijo sin un ápice de sonrisa—. Y no porque yo lo haya elegido. Uno nunca quiere enamorarse así.
—¿Por qué?
—Porque no te hace dueño de ti mismo. —Sonrió—. Pero sin dramas. No te emociones.
—Eres imbécil. —Sonreí.
—Soy imbécil y estoy enamorado. La conjunción perfecta. Solo queda plantearnos… ¿cómo lo haremos, Valeria?
¿Que cómo íbamos a hacerlo? No tenía la más remota idea, pero si de algo estaba segura era de que iba a buscar la forma de que fuera posible porque quería con todas mis fuerzas que esa relación saliera bien. Esa relación podía salvarme.