LA BODA
En mi piso había expectación y lo entiendo. Era el día de mi boda. El día de una boda decidida, a ojos de mis padres, de una manera probablemente más irreflexiva que la primera. Me costó convencerlos de que se trataba de algo que se había cocido a fuego lento durante los últimos dos años de mi vida. Al final no pude sino ser sincera y decirles que desde que conocía a Víctor nada más tenía cabida. Al principio ni siquiera él, lo sé, pero habíamos crecido.
Y una vez llegados a este punto, en lugar de estar radiante de ilusión y de felicidad, de sentirme victoriosa y fuerte, me encontraba asustada. Como una ardilla frente a los faros de un coche. Asustada no por convertirme en su mujer. Asustada no por ir a celebrar nuestro compromiso delante de toda nuestra familia y amigos. No, asustada por si él lo estaba.
Cuando volví de la peluquería le pedí a mi madre que hiciera café. Tuvo el acierto de prepararlo descafeinado. Gracias, mamá, mi salud cardiaca te lo agradece. Pero después del café, seguí sintiéndome inquieta. Así que cogí el teléfono y llamé a Lola.
—Ve a su casa —le pedí—. Cerciórate de que quiere hacerlo, de que está tranquilo y, sobre todo, de que no va a echarse atrás. Ante la mínima duda, por favor, dímelo.
—¿Qué dices, loca? —contestó ella en un grito.
—Haz lo que te he dicho, por favor. Y hazlo rápido, porque no me pondré el vestido hasta que vengas.
Después colgué. Los nervios me convierten en alguien sumamente diligente.
Una hora después, aún no sabíamos nada de Lola y yo seguía sin querer ponerme el vestido, a pesar de la insistencia de mi madre, que no entendía nada.
—Vas a llegar tarde, por favor, vístete ya.
—No, mamá. Espera. Espera, por favor, que venga Lola.
—Pero…
Mi hermana se sentó junto a mí, en la cama, me cogió la mano y, mirándome, intentó hacerme entrar en razón.
—¿De qué tienes miedo, Valeria?
—De que él tenga miedo —contesté.
Entonces mi padre entró acompañado por Lola, vestida, peinada, maquillada y preciosa, con su vestido morado de escote vertiginoso y falda vaporosa.
—Lola… —dije levantándome del borde de la cama.
Ella esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Eres una auténtica imbécil. Por tu culpa ahora cree que he intentado seducirlo para que no se case.
Las dos nos reímos.
—¿Está seguro de verdad?
Mi padre carraspeó y todas miramos hacia la puerta, donde Víctor me miraba con una sonrisa.
—Esto da muy mala suerte… —susurró mi madre.
—Salid —pedí.
—¿Puedo quedarme? —preguntó Lola dejándose caer sobre la cama.
—Sal. Ya —ordené.
Cuando todos estuvieron fuera, Víctor se acercó. En su gesto había una mueca burlona que me tranquilizó. No, no estaba allí para decirme que se había arrepentido de todo lo que juró y prometió aquella noche de rodillas.
—Nena. —Se reía—. ¿Qué te pasa?
—Yo… —Cerré los ojos y dejé que él me apoyara en su pecho, sobre la camiseta gris que llevaba puesta—. Solo necesitaba que me dijeran que estás seguro.
Me besó en el pelo.
—Nunca, jamás, encontrarás a nadie más seguro de querer pasar la vida a tu lado. ¿Es la boda lo que te asusta? —preguntó.
—Es la segunda…, no lo sé. No…
—Dime una cosa, Val. ¿Quieres hacerlo? Porque si no quieres, no pasa nada. —Me levantó la cara y sonrió para infundirme tranquilidad—. Lo dejamos estar. Cogemos las maletas, nos vamos de viaje y a la vuelta ya daremos explicaciones. ¿Qué más da?
—No. No es eso. Tengo miedo de que te arrepientas.
Víctor se inclinó y me besó en los labios. Primero fue un beso tierno e inocente, de los que no te molesta que tengan público. Pero… es Víctor. Poco duró esa ingenuidad en su boca. Cuando sus labios se abrieron y su lengua entró en la mía, hasta el aire cambió dentro de la habitación. Tuvimos que parar aquel beso porque sabíamos dónde terminaban ese tipo de cosas entre nosotros. Con los dos desnudos, por si alguien se lo preguntaba.
—Dímelo… —le pedí.
—Te quiero y el resto de mi vida quiero pelearla contigo.
Mi madre se asomó y, tras disculparse por la interrupción, nos dijo que se hacía tarde.
—Ponte ese vestido ya —dijo Víctor, mientras se separaba con una sonrisa en la boca y se marchaba hacia la puerta—. Te veo en el altar.
Víctor y Lola se cruzaron en el umbral y él se agachó a besarla amorosamente en la mejilla, estrujándola un poco.
—Estás preciosa, piojo —le dijo.
Cuando nos quedamos solos, Lola vino hasta mí, me besó en la mejilla y susurró:
—Si no fuera porque sé que es imposible, juraría que te quiere más que yo.
El trayecto en coche hasta la finca en la que celebrábamos la boda se me hizo eterno. Mi padre y yo prácticamente ni nos dirigimos la palabra. Estábamos muy nerviosos. Aquella era mi primera boda de verdad.
Cuando llegamos, mi padre me ayudó a bajar del coche. Mi vestido blanco de seda natural volvió a su sitio cayendo pesado por mi cuerpo. Era sencillo, de corte griego, con escote en uve y tirantes finísimos.
Suspiré con fuerza cuando mi padre me ofreció su brazo para apoyarme.
—¿Estás segura? —me dijo en un susurro.
Asentí. No creí que fuera a salir voz de mi garganta, así que me ahorré el intento.
Carmen, Nerea y Lola se encontraban de pie junto a la entrada del jardín, frente a un arco de ladrillo, y me esperaban sonrientes y emocionadas. Carmen se echó a llorar en cuanto cruzamos una mirada. Llevaba un vestido precioso color verde que no se molestaba en disimular su avanzado embarazo. La niña nacería el mes siguiente y se llamaría Ana.
Cuando subí los dos escalones de piedra las besé en las mejillas, pero casi por inercia. No sabía lo que me hacía. Nerea me abrazó. Yo volví a coger a mi padre del brazo y vi detrás de ellas a todos los invitados sentados en sus sillas, a ambas partes de un pasillo hecho de flores blancas. Respiré. Aún no habían reparado en mí. Apreté el brazo de mi padre. Ni siquiera vi cómo las chicas se alejaban.
La música empezó a sonar suave y nosotros caminamos por el pasillo. Los invitados se giraron hacia mí. Todo era verde, blanco y perfecto.
Cogí aire y sentí la tela del vestido presionarme el estómago.
—¿Estás segura? —volvió a preguntar mi padre a media voz.
Mis ojos viajaron de la alfombra de flores blancas al frente. Vi a Aurora morderse el labio, sofocando el llanto. Sonrió al encontrarme mirándola y le devolví el gesto. Su marido hizo lo mismo, inclinando antes la cabeza a modo de reverencia. Escuché a la gente murmurar a mi paso.
Y entonces lo vi. Se hallaba de pie, frente a la persona que nos convertiría en marido y mujer; y estaba mirándome como si hubiera pasado la vida entera buscándome. Los dos esbozamos una sonrisa temblorosa y se pasó la mano derecha sobre los labios, nervioso. Llevaba un traje negro, perfecto, con una camisa blanca y una corbata de un verde precioso. Dios. Estaba tan guapo que se podía soportar a duras penas.
—Cariño… —dijo mi padre.
—Nunca he estado más segura —conseguí contestarle.
Cuando me dejó junto a Víctor, mi padre posó mi mano sobre la de él y le pidió algo. Algo que solo escuchamos nosotros tres.
—Cuídala de por vida.
—Lo haré —contestó Víctor con un hilo de voz.
Y sentí que había nacido para tomar la decisión de envejecer a su lado. Y dejé de tener miedo.
Las ceremonias civiles siempre son sencillas. No es como en una iglesia. Se habla de leyes, no de sagradas escrituras. No hay nadie que alabe al Señor, no hay rezos. No hay cánticos. En aquella ceremonia solo se escuchó soul de los años sesenta, bajo, casi sin volumen. Garnet Mimms & The Enchanters, Otis Redding, The Platters, The Righteous Brothers…, palabras de amor anticuadas.
Durante la ceremonia habló su madre. Dijo cosas preciosas, como que gracias a mí su hijo nunca estaría solo y había conocido el amor. Dijo que algo dentro de ella sabía que lo nuestro sería para siempre desde la primera vez que me vio. No pude evitar recordar aquella fiesta. Hacía ¿cuánto? ¿Dos años? Parecía una eternidad. Y yo, insegura, había entrado en el jardín de su casa cogida de la mano de Víctor, esperando que significara algo estar allí.
Después habló mi hermana, que, con la voz trémula, le dijo a Víctor que nos merecíamos ser felices y cumplir nuestros sueños; que habernos conocido había sido cuestión del destino. Y… cuando ya pensábamos que la ceremonia estaba a punto de acabar, Lola se levantó.
Creo que nadie se lo esperaba y que al verla coger el micrófono todos tuvieron la misma reacción que Víctor y yo: contener la respiración.
Si me lo hubieran preguntado, jamás habría permitido que ella hablara en público el día de mi boda. Temía que su discurso acabara siendo, como pasaba a menudo con Lola, una perorata apocalíptica incitando al desenfreno y la orgía. Un «follad, que se acaba el mundo». Hasta Víctor le lanzó una mirada de aviso, que ella obvió.
—Hola a todos —dijo Lola con voz suave acercando sus labios al micrófono—. Sé que no soy la típica persona a la que se le encarga preparar un discurso para una ceremonia como esta. Creo que por eso nadie me lo pidió.
Se escuchó una risa general. Víctor y yo sonreímos, mirando al suelo.
Lola suspiró y enseñó un papel.
—Lo he traído escrito de casa, porque la improvisación es peligrosa para mí. Así que… —Sonrió, carraspeó aclarándose la voz y empezó—: Víctor y Valeria se encontraron una noche de principios de verano hace ya dos años. Yo los presenté. Desde entonces han pasado buena parte de su tiempo ciegos a todas las cosas que los unían, demasiado concentrados en las cosas que los separaban. Sin embargo, como Víctor me dijo una noche frente a dos copas de vino, hay un momento en la vida en el que uno se cansa de buscar razones que justifiquen el miedo a ser feliz. Él dice que Valeria lo completa, que sin ella es una cáscara vacía. Ella dice que Víctor la hace tangible, que sin él va a tientas. Yo, Lola, digo que han nacido para dar nombre a los orgasmos del otro. —La gente soltó una carcajada y ella nos miró con gesto dulce, como una niña que nunca ha roto un plato. Después, retomó el discurso—: Yo también he dudado de esta historia muchas veces. Cuando los he visto sufrir y llorar por lo complicado que resulta a veces el amor, me he sentido tentada de decirles que se olvidaran. Gracias a lo que sea que rige el cosmos, no lo hice. Víctor se arrodilló delante de Valeria con el anillo de compromiso de su abuela, pero antes nos pidió permiso. No fue convencional. No fue a ver a los padres de Valeria para pedirles su mano. No. Se sentó con nosotras, con sus mejores amigas, para pedirnos la oportunidad de explicarnos todo lo que sentía. Y nos enseñó el anillo. Lloramos mucho…, las tres. Carmen porque está embarazada otra vez y ya se sabe, las hormonas y esas cosas… Y Nerea, bueno, todo el mundo sabe que Nerea es un poco moñas, sobre todo si le enseñas un anillo vintage de Cartier. —Los invitados al completo se echaron a reír otra vez, pero Lola siguió leyendo—. Hacerme llorar a mí tiene su mérito. Lo único que pudimos hacer después de aquello fue ayudarlo para que todo fuera perfecto, tal y como los dos merecen. Me gustaría aprovechar el momento para darles las gracias. Las gracias ¿por qué?, se preguntarán algunos. Pues porque ellos me han demostrado que el amor existe. De verdad. Por ellos dos, yo creo.
Cuando dobló el papel y bajó del atrio se escuchaba un silencio inmenso. Pocos segundos después de que volviera a sentarse junto a Rai todos los invitados irrumpieron en un sonoro aplauso y, para sorpresa de todos, Lola estalló en lágrimas y se abrazó a su novio.
No quisimos hacernos las típicas fotos de recién casados. En cuanto firmamos y fue oficial quisimos estar con todas las personas a las que habíamos invitado a compartirlo con nosotros, que no eran muchas. Solo la familia más cercana y los amigos más allegados. En total, cuarenta y cinco personas.
Tomamos una copa de vino frío, charlamos con todos, nos hicimos las fotos de rigor con los amigos y con algún familiar y disfrutamos del cóctel como todos los demás. Cuando terminó, contentos como niños con zapatos nuevos, nos sentamos a cenar.
Fue precioso. Las mesas eran pequeñas y redondas y estaban colocadas sobre la hierba. Malo para las chicas con tacones, pero precioso al fin y al cabo. Sobre nuestras cabezas había un sinfín de ristras de luces blancas pequeñas que le daban a la escena una apariencia onírica. Nerea lo había hecho muy bien; había entendido lo que nosotros queríamos.
Nos levantamos mil veces, nos sentamos en otras mesas, volvimos a la nuestra y todo entre la algarabía de una cena casi entre amigos. Mi ramo de novia se lo regalé a Carmen; bueno, a la tripa de Carmen, donde estaba mi ahijada. Después las cuatro repartimos a todas las mujeres unos paquetitos preciosos con unas galletitas y macaroons hechos por Alma, una naciente estrella repostera que, un año más tarde, ganaría el premio nacional a la mejor bloguera cocinera.
Víctor desapareció antes de nuestro baile y cuando ya me temía que se hubiera fugado, lo vi volver con la cara color ceniza y olor a humo de puro.
—Me han obligado a fumarme un habano y después me han manteado. Creo que voy a terminar el día de mi boda vomitando —se quejó, lanzando miradas locuaces a sus amigos, que no podían parar de reírse.
Pero se le pasó. Así que como dos recién casados cualesquiera, abrimos el baile, en una terraza adyacente con suelo de madera y también rodeada de luces. Nos cogimos con formalidad y después nos apretamos, deslizándonos suavemente al ritmo de At Last, de Etta James. Casi olvidamos que cincuenta personas nos miraban. Nos olvidamos del mundo. Solo él y yo y aquella canción…, y la letra no nos pudo venir más como anillo al dedo. Como el anillo que ahora los dos llevábamos en la mano derecha.
Después, en algo que teníamos muy coreografiado y mientras sonaba Wonderful World de Sam Cooke, los dos sacamos a bailar a nuestros respectivos padrinos. Y, vaya, cómo se movía Aurora a pesar de sus zapatos de tacón alto; como una niña de quince años en su primer guateque.
Seguimos con música de los sesenta, de los setenta, de los ochenta y algo de los noventa que causó mucho revuelo. Y, entre risas, los mayores fueron retirándose hacia las sillas en los márgenes de la pista, dándonos paso a los jóvenes.
Lola se hizo dueña y señora de la pista de baile, siempre cargada con una copa, arrimándose a Rai, que no sabía dónde meterse cuando ella se le enroscaba vehementemente, sobre todo de cintura para abajo.
Y Víctor y yo… lo dimos todo, como si estuviéramos en la noche en la que nos conocimos. Bailamos con todo el mundo, bebimos unas copas, nos reímos a carcajadas hasta que todos decidieron que era el momento perfecto para que hiciéramos un poco el ridículo.
Lola (¿quién si no?) cogió el micro del DJ y, con la media lengua con la que hablan los borrachos, nos informó a todos de su última idea, que lamentablemente fue secundada por el resto.
—He pensado que sería taaaan boniiiitooo que Valeria y Víctor bailaran para nosotros la primera canción que bailaron…, ¿a que sí? Pero ¡¡dándolo todo, ¿eh?!! Como aquella noche.
—Cabrona —dijo Víctor entre dientes.
Y todo el mundo aplaudió, nos colocó en medio de la pista e hizo un cerco alrededor de nosotros. Bueno, en toda boda hay un momento en el que los novios se ven obligados a pasar vergüenza, ¿no?
La primera canción que bailamos Víctor y yo era uno de esos temas calientes del verano, con lo que implicaba, por supuesto, que nos rozáramos. Que nos rozáramos mucho más de lo que yo estaba dispuesta a que mis padres vieran. Miré a Víctor durante las primeras notas de la canción y lo vi tan decidido, quitándose la chaqueta, que me dio miedo.
—Ni de coña. Están mis padres —le dije riéndome.
—Pues diles a tus padres que soy tu marido y que esta noche pienso hacerte cosas bastante peores.
—Pero ¡sin público!
Me tendió la mano, me dio una dramática vuelta y rozó descaradamente su entrepierna por mi trasero. Todo el mundo se puso a aplaudir. Si es que… nunca os fieis de un hombre que sabe cómo moverse.
Y, cómo no…, me llevó con él.
Dimos vueltas uno en torno al otro, apoyé la espalda en su pecho y moví las caderas, más roja que un tomate, pero fingiendo que lo estaba disfrutando. Los dos cantamos, nos rozamos y avergonzamos a nuestros familiares con el baile más erótico de nuestro repertorio. Bueno, a todos menos a Aurora, su madre, que se puso en primera fila a dar palmas al ritmo de la música y a moverse, como esperando que alguien la sacara a bailar.
Víctor me levantó, enganché una de mis piernas a su cadera y, lanzándome hacia atrás, hicimos que mi madre emitiera un gritito y se tapara la cara. Lola estaba a punto de tener un sonoro orgasmo de maldad.
—Teresaaaaa —le gritaba a mi madre—. ¡Esto no es nada! ¡Los tendrías que haber visto la primera vez! ¡¡Casi follaban!!
Por esas cosas mi madre nunca dio su total beneplácito a mi relación con Lola, claro.
Cuando terminamos de bailar y les pedimos que no volvieran a hacernos nada parecido, nos retiramos a recuperar el aliento en uno de los rincones. Un camarero nos llevó un refresco y lo compartimos apoyados en una pared, mientras veíamos cómo Lola volvía a captar toda la atención, rivalizando con Nerea que, aunque es mucho más discreta, esa noche estaba espectacular vestida de negro.
—Pero qué amigas más guapas tengo —dije dándole un trago a la limonada.
—Lola ha estado genial —confesó Víctor—. Menos en lo del baile.
—No, en eso no. Pero era de esperar.
Me rodeó la cintura.
—Ese vestido es precioso.
—Y tú estás guapísimo. —Le palmeé el pecho.
—¿Qué llevas debajo? —preguntó arqueando malignamente las cejas—. ¿Cosas perversas de novia?
—No. —Negué con la cabeza—. No seas guarro.
—Espero muchos pequeños corchetes… —Se acercó—. De esos que se ponen peleones cuando intentas desabrocharlos. Espero tener que arrancártelo a lo bestia.
—Pues yo espero que no lo hagas. Es un regalo de tu madre. —Me toqué disimuladamente bajo el pecho—. Es precioso y muy caro. —Miró su reloj e hizo una mueca—. ¿Qué pasa?
—Espero que lleguemos a casa antes de esa hora en la que dejo de ser un caballero. Por el bien de tu ropa interior.
—¡Nadie lo hace el día de su boda! —Me reí.
Víctor abrió mucho los ojos:
—¿Qué dices?
—Estaremos tan cansados… —susurré de soslayo.
—Vámonos ya —susurró también.
—No nos dejarán.
Borja y Carmen se acercaron a nosotros arrastrando un carrito de bebé donde Gonzalo estaba plácidamente dormido, a pesar del ruido de la fiesta.
—Pero ¡cosita! —Me incliné hacia el carrito—. ¿Cómo ha podido dormirse con la guerra que hemos dado?
—Es como su padre. Se dormiría de pie —bromeó Carmen—. Nos perdonáis, ¿verdad?
Le acaricié su prominente vientre.
—Claro. Has aguantado mucho.
—No he bailado mucho por miedo a dar a luz aquí mismo. Eso empañaría cualquier boda, aunque fuera tan bonita como esta. —Sonrió.
—Oye, Borja… —dijo Víctor cogiéndolo por encima de los hombros—. ¿Tú quieres echarle una mano a un recién casado desesperado?
Borja se echó a reír.
—Cabéis atrás, junto a la sillita de Gonzalo.
—A mí me vale.
No pude evitar despedirme de mi hermana. Le lancé un beso, le pedí en un gesto que no se lo dijera a nadie y después me cogí a Víctor, que me ayudó a salir de allí sigilosamente sin quedarme clavada en el césped.
Pensé que me daría pena abandonar mi propia boda, pero sentí alivio.
Víctor acababa de vender su casa y habíamos firmado los papeles de la nueva apenas dos semanas antes, pero estábamos enfrascados en las reformas de la cocina y los baños y en la pintura de todas las habitaciones. Aunque nosotros teníamos pensado dormir en mi casa aquella noche, mis suegros nos regalaron una noche de hotel en el centro, quizá con la idea de que nuestra primera noche como casados fuera algo más especial.
Cuando entramos en la habitación no pudimos más que echarnos a reír. No sabría decir si aquello había sido obra de Lola o de la madre de Víctor. Toda la cama estaba llena de serpentina de colores, habían colgado una pancarta donde se leía «Disfrutad de vuestra noche de bodas… al menos tres veces» y las mesitas de noche estaban llenas de cosas que prefería ni siquiera averiguar qué eran.
Pero como era de imaginar, Víctor encontró muy pronto la manera de cambiar la atmósfera hasta hacerla irrespirable. Irrespirable porque nos deseábamos tanto que el aire se hacía denso y nos mojaba.
Me levantó entre sus brazos mientras me besaba desesperadamente. Nuestras lenguas se enrollaron y, como siempre, todo mi cuerpo reaccionó, llamándolo. Quise tomar la iniciativa y llevé su mano hacia la cremallera del vestido. No hicieron falta demasiadas explicaciones…, pronto cayó al suelo y yo me quité las sandalias.
A mi vestido le siguió su traje de Hugo Boss. La chaqueta, despacio, deslizándola por sus hombros. La camisa, botón a botón, besando el pecho que iba dejando al descubierto. El pantalón, haciéndolo sufrir.
Lo tumbé completamente desnudo sobre la cama, apartando la serpentina, y después me subí sobre él a horcajadas. Víctor llevó la mano a mi cadera y subió hasta mi pecho por el corsé. Siempre pensé que nunca llevaría ese tipo de ropa interior el día de mi boda, pero… ¿quién puede decirle que no a un conjunto de seda de La Perla regalado? A Víctor pareció gustarle mi decisión.
Desabroché los corchetes delanteros de un tirón y lo abrí. Él se mordió el labio y posó sus manos sobre mis pechos, dejándome los pezones endurecidos en el centro de la palma.
—¿Sabes? Da exactamente igual lo que lleves. Eres tú la que me vuelve loco.
Me levanté, deslicé las braguitas por mis piernas y volví a subirme sobre él. Víctor me acarició la cara, apartando unos mechones de pelo que escapaban de mi semirrecogido.
—¿Dejaste de verdad las pastillas? —me preguntó.
—Sí —asentí.
Nos besamos y su boca resbaló por mi cuello y por mi escote, haciendo que me estremeciera con pequeños mordiscos.
Víctor estaba, como siempre, preparado, y yo volvía a sentir esa necesidad física de él que solo satisfacía sintiendo cómo se iba dentro de mí. Pero esta vez sería especial.
Cuando entró, los dos gemimos entregados. Después moví las caderas, arriba y abajo, sintiendo cómo entraba y salía de mí, ejerciendo presión, llenándome.
—A partir de ahora… solo estaré yo —dije, esperando que estuviera seguro de lo que habíamos hecho.
—¿Qué más necesito?
La mano derecha de Víctor fue hacia mi entrepierna y sus dedos hábiles se colaron entre mis pliegues hasta acariciar mi húmedo clítoris. Me mordí el labio con placer y me eché hacia atrás, para facilitarle el trabajo. Víctor se acomodó la almohada bajo la cabeza y sonrió de lado, macarra.
—No sabes las vistas que tengo desde aquí —dijo entre jadeos.
Me apoyé en la colcha y me impulsé arriba y abajo friccionando a la vez mi sexo contra los dedos de su mano. Cerré los ojos. A juzgar por los sonidos que emitía la garganta de Víctor, estaba muy cerca del final, aunque apenas hubiéramos empezado. Y lo sentía entrando en mí cada vez con más fuerza, más duro y húmedo.
—Oh, Dios… —jadeé.
—Sigue… No pares, nena. No pares…
Aceleré el ritmo de mis caderas y noté cómo la piel iba erizándoseme. Los pezones se endurecieron aún más, la respiración se me agitó y entreabrí los labios, dejando que los gemidos camparan a sus anchas por la habitación. Sus dedos no se apartaron de mí ni dejaron de tocar las teclas que me hacían sonar.
—Mírame —me pidió—. Mírame.
Abrí los ojos. Allí estaba Víctor, sudoroso, jadeante y mirándome con adoración. Por fin. Por fin había llegado el amor, como cantaba Etta James. Por fin era mío.
Lo siguiente fue una explosión y Víctor se corrió dentro de mí con fuerza, sujetándome a él para hundirse en mí lo máximo posible. Después, tras recuperar el aliento, me tocó el vientre con las dos manos y susurró:
—Mi Valeria…