53

HACERLO BIEN

Cuando Víctor me llamó sentí la tentación de decirle que no podía hablar con él y colgarle, pero parecía preocupado. Las primeras frases que cruzamos me sonaron confusas. Él comentaba algo de una oferta de su casa y de que no sabía qué hacer, pero yo no entendía nada.

—Disculpa, Víctor, pero no he entendido ni una palabra de lo que has dicho.

—Es solo que… tengo un amigo encaprichado de mi piso desde que lo estrené. No ha dejado de decirme que quiere que se lo venda. Siempre lo he tomado por loco, porque me gustaba mi casa, pero…

—¿Y tu amigo tiene dinero para comprártela?

—Sí, sí. Eso no me preocupa. Es hijo del consejero delegado de una entidad bancaria y…, en fin, no quiero aburrirte. Me la pagaría al contado. Ya tiene un par de casas.

—¿Y para qué quiere la tuya?

—Como picadero. —Rio—. Me temo que ese es el fin que quiere darle a mi casa.

—Deduzco por tu tono que eso no te gusta.

—No demasiado, pero…, verás, es que he visto una casa…

Volví a perderme.

—¿Qué casa?

—Bueno, me lo comentó mi padre hace tiempo. Fui a verla el otro día y no me la quito de la cabeza. Es… especial. Está para hacer un par de cambios pero me parece perfecta. Es grande, está en un buen barrio y está tirada de precio. El dueño parece tener prisa por venderla.

—¿Y para qué quieres tú una casa grande, Víctor?

—Me preguntaba si podrías acompañarme a verla de nuevo —insistió—. Tú podrías abrirme los ojos sobre cosas que no he pensado.

—¿Como que quizá es demasiado grande para ti solo?

—Quizá. Sí, esas cosas. Pero in situ. ¿Qué me dices?

Miré alrededor. Pero… ¿qué estaba pasando?

—Pues no sé, Víctor. La verdad es que pretendía no verte en una temporada y…

—Solo acompáñame. Después tú decides. No te molestaré más.

A pesar de que todo aquello me sonó tremendamente extraño, no pude evitar aceptar su invitación. Tenía mucha curiosidad sobre por qué Víctor necesitaba mi ayuda en aquello y no la de su padre, su madre o, yo qué sé, Lola. Quedamos aquella misma tarde, a las ocho y media.

—¿No es muy tarde?

—Es la única hora que les viene bien a los actuales propietarios.

Después de colgar recibí otra llamada, más inquietante aún. Era Nerea.

—Nena, tenía hora en My Little Momo para hacerme la manicura y no puedo ir. ¿Quieres ir tú?

—Eh…, no, paso. Estoy tratando de ahorrar en ese tipo de cosas.

—¡Ahí está la cuestión! Está pagado. Me lo regaló mi hermana Miren. Y si no voy hoy, me caduca el vale.

No sería yo quien dijera «no» a una manicura gratis en uno de los locales más monos de Madrid.

—¿A qué hora?

—A las siete y cuarto. El tratamiento dura una hora. Si me dices que sí, paso corriendo y te dejo el vale en el buzón.

—Oh…, he quedado con Víctor a las ocho y media.

—Dile que pase a recogerte allí. Seguro que no le importa.

Y no. No le importó lo más mínimo, a pesar de que el local estaba en un barrio muy transitado donde aparcar era bastante parecido a uno de los círculos del infierno de Dante.

Como siempre que salía con Víctor en los últimos tiempos, ni me arreglé ni dejé de hacerlo. Elegí mi vestido blanco. Era sencillo y con bastante escote, por lo que decidí ponerme encima un cárdigan corto de color coral, de media manga, que me vino genial para poder combinarle unas sandalias y una cartera de mano del mismo color.

Cuando salí de My Little Momo, Víctor me esperaba dentro del coche, mirando su BlackBerry. Al sentarme junto a él, en el asiento del copiloto, me di cuenta de lo guapo que estaba. Y no era por su camisa blanca y sus pantalones negros… Es que irradiaba algún tipo de… paz. Como un hombre que ha aceptado el rumbo de su vida. O puede que fuera una inmensa paranoia mía, que siempre lo encontraba increíblemente guapo.

Se inclinó hacia mí y me dio un beso bastante inseguro en la mejilla. Era Víctor, olía como Víctor, tenía los mismos ojos que Víctor, pero… no parecía Víctor.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí. Claro que sí. —Fingió una sonrisa.

—¿De verdad?

Asintió. Me cogió la mano, la llevó hasta su boca y la besó.

—Vamos.

El centro estaba a rebosar de coches y pasamos un buen rato parados en la Castellana. Víctor martilleaba sus dedos contra el volante sin parar y movía las piernas continuamente. Y yo estaba empezando a contagiarme de su nerviosismo.

Cuando llegamos me encontraba como cuando me pasaba con el café: cardiaca. Y él seguía de ese modo tan…, tan contenido. Tan poco Víctor. Si algo fue siempre evidente en él, fue el exceso. Todo en él tendía al exceso, lo bueno y lo malo. Pero, como decía Lola, él era así, una bestia parda que no necesitaba ser domada. Creo que la parafraseo bien.

Nunca entendí qué quería decir Lola exactamente cuando exigía que dejáramos a Víctor pulular por el mundo en su estado de bestialismo natural, pero lo hice entonces, viéndolo contenerse a sí mismo. Y es que, me gustara o no, aquel no era mi Víctor.

Después de tres o cuatro vueltas a la manzana, Víctor suspiró desesperado y bajó al aparcamiento de un hotel de lujo cercano, donde dio las llaves de su Audi y me pidió que lo acompañara, no sin antes coger una carpeta de dimensiones considerables.

—Lo siento, nena. Tendremos que caminar un par de manzanas.

—No te preocupes. Este tacón es muy cómodo —mentí.

Subimos una de las calles más amplias del centro y giramos a la izquierda, cruzando por un larguísimo paso de peatones.

—¿Estás seguro de querer comprar una casa en este barrio? —le pregunté.

—¿Por qué lo dices?

—Me sorprende que me lo preguntes. Yo ni siquiera puedo permitirme cenar en los restaurantes que hay por aquí. No quiero ni imaginar el precio de las casas.

—Ah, ya. —Sonrió—. Bueno, ya te he dicho que el dueño tiene mucha prisa por venderla. Me dio a entender que me rebajaría el precio actual, que ya es bastante más bajo de lo que debería ser en este barrio. Ya sabes…, la cochina crisis.

La milla de oro, en pleno corazón de Madrid. Creo que incluso te cobran por mirar los balcones desde la calle.

—¿Puedo preguntarte el precio?

—¿Puedo decírtelo después de que la veas? —Y volvió a sonreír como mi Víctor.

Me eché a reír.

—No, dímelo ya.

—Bueno, no es que no quiera decírtelo, nena. Es que el precio tiene condicionantes que no puedo explicarte ahora. Tendrás que esperar.

Alargó su mano, mostrándome la palma, y esperó hasta que le di la mía para seguir andando.

Tras caminar un poco más en zigzag, llegamos al portal de un edificio antiguo precioso. La fachada era blanca y gris y tenía unos balcones acristalados muy bonitos. Miré hacia arriba.

—¿Estás seguro de que te lo puedes permitir?

—¡Qué ceniza eres! —Se rio—. Deja de preocuparte tanto.

Víctor sacó unas llaves del bolsillo de su pantalón y me sorprendí cuando abrió el portal. De camino al antiguo pero amplio ascensor, me explicó que los dueños finalmente no habían podido asistir a la cita, pero que habían tenido la deferencia de pasar por su estudio a dejarle las llaves.

—No entiendo por qué la gente se fía tanto de ti —bromeé—. Yo nunca te dejaría las llaves de mi casa.

—Cierto, nunca lo hiciste —dijo mientras pulsaba el botón del último piso—. Pero eso solo significa que tú eres tremendamente desconfiada.

La pesada puerta de madera se abrió en completo silencio. Nos recibió un interior un poco oscuro, iluminado a tientas por unos rayos de luz azul.

—No es muy luminoso —apunté.

—Es casi de noche.

Palpó la pared y encendió las luces del recibidor. Me quedé sin palabras a pesar de que el único mueble fuera un espejo de cuerpo entero. Precioso. Era amplio, con un suelo de madera oscura impecablemente conservado y molduras en unos techos infinitamente altos.

—Yo creo que estas casas antiguas casi no tienen que vestirse. Tienen que ser funcionales y dejar que hable lo que las distingue de las nuevas —susurró cerrando la puerta—. ¿Qué te parece?

—Amplio, grande y bonito.

—Habría que alisar las paredes. Este gotelé… —Hizo una mueca.

—Me encanta el suelo.

Avanzamos pasando de largo una habitación que había a la derecha y que Víctor dijo que era mejor dejar para el final. La cocina era muy grande y parecía haber sido renovada a finales de los noventa. Una gran nevera de dos puertas de color acero inoxidable, suelo de baldosines pequeños haciendo un dibujo y un gran ventanal.

—Mira, ven.

Fui hacia la puerta cerrada de la habitación por la que habíamos pasado sin entrar. Víctor me esperaba y me envolvió la cintura con uno de sus brazos.

—Mírala ahora.

Entonces desplegó ante mí un papel en el que había un dibujo realizado exactamente desde la misma perspectiva desde la que estábamos mirando. Era como si, de pronto, pudiera ver en blanco y negro y a lápiz las ideas que Víctor tenía para hacer de aquella casa su casa, dibujadas por su propia mano.

Al frente, la cocina completa, haciendo una ele y partiendo la estancia en dos. Delante de los fogones, pero con la suficiente distancia para moverse cómodamente, una barra alta, ancha, con varios taburetes. A la izquierda de la estancia, junto al ventanal, una mesa sencilla, con seis sillas.

—¡Qué bonito! —exclamé sin poder controlarme.

—¿Te gusta?

—¡Sí! Es precioso. —Me giré entre sus brazos y nos miramos con una sonrisa—. Pero sigo pensando que esta casa es demasiado grande para ti.

—Claro…, eso es porque no te he explicado algo…

—¿Qué algo?

—Esta casa… —susurró mirándome a los ojos con una sonrisa tierna—. Es una promesa.

—¿Una promesa? ¿Cómo que una promesa?

—Ven, te lo enseñaré.

Caminamos por el pasillo y abrió una de las puertas. Frente a mí, una habitación vacía, de buen tamaño. Víctor desplegó de nuevo un papel delante de mis ojos. Una gran librería, plagada de libros, y un sillón donde leer. Una mesa bajo la ventana, con una silla cómoda. Una alfombra, una lámpara de pie…

—Esta casa te promete un lugar donde sentarte a escribir. Y leer. Y escuchar un disco tras otro.

—Víctor…

—No, déjame terminar.

Guardó el papel y me llevó hasta la siguiente puerta. Al abrir, otro amplio dormitorio, con un gran ventanal. Todo vacío. En su dibujo había una cama de matrimonio con cabecero y mesitas de noche sencillas. A los pies, una suerte de diván acolchado. Y bajo las dos cosas, una esponjosa alfombra. Frente a la cama, un mueble con una televisión, un equipo de música y algunos libros. El cabecero de la cama estaba apoyado en una pared tras la cual se abría un vestidor.

—Esta casa nos promete una cama para los dos. Solo para nosotros dos. Y es una cama en la que no cabrán dudas. —Se acercó mucho a mí y con sus labios sobre mi oreja susurró—: En la que haremos el amor por todas las noches que quisimos hacerlo y no nos tuvimos. —Cerré los ojos notando cómo la piel de los brazos iba poniéndose de gallina—. Pero hay más —dijo decidido.

Prácticamente me arrastró hasta la siguiente puerta, mientras yo me debatía en un discurso de autoconvencimiento. Me decía a mí misma que aquello no era real, que se quedaría en lo que veía, en un boceto en un papel y en unas palabras susurradas.

Víctor abrió otra puerta y desplegó frente a mis ojos otro pliego. Esta vez la habitación vacía se convertía en una habitación infantil espaciosa, donde un niño jugaba de espaldas a la puerta sobre otra mullida alfombra. Quise llorar.

—¿Por qué me haces esto? —pregunté con un hilo de voz.

—Porque quiero que me creas y porque quiero dártelo todo.

—No.

Víctor me giró hacia él.

—Hay otra habitación grande. Por si decidiéramos tener más niños.

—¿Por qué no te das cuenta de que no es lo que quieres?

—¿Por qué no iba a serlo?

—Te ahogarías —dije.

—No pienses en eso ahora. Dime, solo dime, si lo harías conmigo.

Pensé. Del estómago me nacía la necesidad de asentir con la cabeza, pero había algo que me impedía hacerlo sin más explicación.

—Lo haría, Víctor, porque, como ya he demostrado en los últimos dos años, soy una kamikaze que cuando se trata de ti no mira las consecuencias. Pero… ¿sabes qué pasaría? Que en un año, quizá dos, tú te aburrirías, conocerías a una chica y terminarías deseando irte a casa con su sujetador en el bolsillo. Estarías insatisfecho y yo sería infeliz, deseando que me quisieras como creo que no estás preparado para hacerlo.

Víctor me miró frunciendo el ceño, pero no porque le doliera lo que acababa de decirle, sino porque seguía nervioso. Sabía cómo disimularlo, fingiendo sostener las riendas de la situación, pero lo cierto es que aquel disfraz se le escurría.

Al fin, me soltó, palpó su bolsillo derecho y dijo:

—Quiero que veas algo más.

Me cogió la mano y fue hacia la entrada, donde abrimos la puerta que quedaba frente a la cocina y que había decidido dejar para el final.

Era un salón grande, también vacío. Bonito, sí, pero sin nada especial. No entendí por qué resultaba tan importante hasta que entramos y fuimos directamente a una de sus paredes, de la que colgaba una especie de lona. Víctor la apartó y abrió otra puerta, que daba a una terraza.

La terraza no era enorme. Tampoco estaba amueblada, pero además de encontrarse llena de plantas preciosas y enredaderas, alguien se había tomado la molestia de iluminarla con pequeñas bombillitas blancas salpicadas sobre la vegetación.

La brisa me movió el pelo y trajo olor de principios de verano. Recordé sensaciones vagas ligadas al verano. Olía así cuando, después de hacer el amor por primera vez, Víctor abrió la ventana y los dos volvimos a meternos en la cama.

—Víctor… —dije.

—No. Déjame hablar a mí. Deja de creer que sabes qué quiero, qué siento y qué necesito porque estás equivocada. Sé muy bien lo que quiero y sé también que he hecho mil cosas mal desde que nos conocimos. No creas que no soy consciente. Pero es que nunca me has dado la oportunidad de redimirme por ello. Dices que esto no es sano, que es una relación que nos enloquece y que está destinada al fracaso, pero no eres justa. Fui ese Víctor, lo que no significa que no pueda ser otro. Sé que quedamos en alejarnos y que de pronto te traigo a esta casa y te digo que quiero comprarla para que vivamos los dos en ella. Pero no estoy loco, Valeria. No lo estoy. —Víctor se frotó la cara, nervioso, y yo callé, esperando que aclarara algo. Todo me parecía un sinsentido—. Val…, esto es amor —dijo por fin—. Y no es algo de lo que podamos huir o que podamos cambiar. Cuando quieres a alguien y no funciona, se olvida. Cuando quieres a alguien y jamás encuentras la manera de hacer que funcione, no tiras la toalla: buscas el modo. Y es lo que estoy haciendo. Si me miras y me dices: «Víctor, no te quiero», lo dejaré estar. Pero no puedes hacerlo.

—Sabes que no —añadí.

Víctor sonrió y volvió a palpar nervioso su bolsillo.

—Déjame que te cuente una historia. —Lo miré alucinada y él se humedeció los labios antes de seguir—. Y perdóname si lo hago mal, pero estoy muy nervioso. —Carraspeó y, mirándome, empezó—: Mi abuela tenía diecinueve años cuando se casó. Casi no conocía a mi abuelo más que de las visitas en las que él la rondaba y los comentarios que escuchaba a su padre. Era doce años mayor que ella; ella era una niña y él un hombre hecho y derecho. Pero se enamoraron como dos locos. —Suspiró—. Vivieron en París hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Mi abuelo trabajó en Cartier durante años, y estaba tan locamente enamorado que gastó casi todos sus ahorros en comprarle a mi abuela uno de sus anillos. Es una lástima que ella muriera casi sin recordar nada, porque adoraba esa joya. Dos años antes de morir se obsesionó con algo: se lo dio a mi madre y le hizo jurar que sería para mí, el más pequeño de sus nietos varones. Y cada vez que me veía, me contaba la historia de esa joya como si fuese la primera vez. Le dije a mi madre que se lo quedara, que se lo diera a mis hermanas, que lo donara…, pero ella siempre lo guardó. El tema me ponía loco de nervios porque yo no lo quería. Yo no quería que nadie mereciera llevarlo otra vez. —La pausa que hizo entonces me pareció eterna pero, finalmente, Víctor siguió hablando—: Mi abuela hablaba muchas veces del amor y de todas las cosas que aprendió de mi abuelo. Y siempre decía que hay que estar loco para querer tanto como se querían ellos. Y tenía razón, ¿sabes? Hay que estar loco de amor para poder darse cuenta de que conseguir lo que más queremos pasa por tomar la única decisión que tememos. —Víctor respiró despacio. Casi me robó hasta el oxígeno. Después metió la mano en su bolsillo, la sacó de nuevo y se arrodilló delante de mí con una caja de Cartier envejecida—. Yo no creía en nada hasta que te conocí. Sin ti solo tendría media vida. Mi vida entera quiero pelearla contigo.

—¿Qué…? —conseguí decir.

—Cásate conmigo. Quiero morirme a tu lado.

Víctor abrió la caja. Era precioso, grande y tan magnífico que es difícil imaginarlo. Pero lo realmente admirable era la promesa que significaba. Como la casa. Prometía una vida completamente diferente a la que tenía y a la que había tenido. Era decir que sí a algo que no podía desear más. Era una declaración de principios. Lo que Víctor quería era un para siempre.

Allí estaba, el gran gesto que iba a activar el interruptor y solucionar todo lo que no cuadraba entre nosotros. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Solucionaba de verdad todos nuestros problemas?

Y entonces recordé a Aurora, pidiéndome que no pensara demasiado, que sintiera, porque a veces sentir se convierte en un trabajo a jornada completa.

Por unos segundos no dije nada, al menos en voz alta. Por dentro me recriminaba estar a punto de tomar la decisión más importante de mi vida empujada por un anillo. Esa vocecilla impertinente me preguntaba por Bruno. Pero, lo siento, Bruno no era Víctor y Víctor era lo único que yo quería. Si él era capaz de dar carpetazo a toda su vida por completo, ¿no iba a ser capaz yo de creer?

Víctor cerró los ojos, suspiró y susurró:

—Di que sí, nena, por favor…

—¿Qué otra cosa puedo decir?

Víctor me miró sorprendido, como si en realidad se hubiera preparado concienzudamente para encontrar una respuesta negativa. Sus ojos verdes se abrieron al escucharme hablar y la mecha de una sonrisa preciosa prendió en la comisura de sus labios.

El anillo se deslizó por el dedo anular de mi mano izquierda con facilidad. Lo pusimos entre los dos, con los dedos enredados. A los dos nos temblaban las manos. Después me envolvió en sus brazos y me besó. Y cuando lo hizo me di cuenta de que ese beso significaba más que un anillo vintage de Cartier. No habría jamás dinero en el mundo para pagar algo como lo que sentíamos. Nunca.