52

EL SÍ DE LAS NIÑAS

Víctor pasó un par de días muy malos. Eso no puede esconderlo. Lo sabe todo el que lo conozca. Tomar aquella decisión debió hasta de dolerle físicamente. Pero…

Seis días después de que su madre se presentara en casa con aquel maldito recordatorio, Víctor decidió que si había llegado a la conclusión de que su madre estaba en lo cierto, lo lógico era actuar en consecuencia. Así que salió del trabajo a las cinco, pasó por casa, metió una cosa en el bolsillo interior de su americana y se volvió a marchar.

Ni siquiera comió.

Cuando llegó, aparcó el coche, se puso la americana a pesar del calor y llamó al timbre, mientras se decía a sí mismo que no tenía ningún sentido pasar miedo. Le abrió una chica morena que llevaba puesto un ligero vestido de verano de color rojo. Nosotras habríamos dicho que era color coral, pero para él era rojo, de toda la vida. Es consabido que los hombres solo distinguen cuatro o cinco colores. La saludó educadamente y, señalando con la cabeza hacia la chica que había al fondo, le susurró:

—Vengo a verla a ella, gracias.

Como Víctor no tiene ojos en el cogote, se perdió la soberbia mirada de lascivia que aquella chica le regaló. Él estaba a otras cosas. Cosas que requerían toda su atención y concentración.

Una chica rubia y soberanamente guapa apartó el auricular del teléfono por el que hablaba y se levantó de su escritorio para recibirlo. Estaba visiblemente nerviosa, así que le tendió la mano, en lugar de saludarlo con dos besos. Él se echó a reír mientras se la estrechaba.

—¿Qué haces aquí, Víctor? Quiero decir…, no es que me moleste, pero…, bueno, ya sabes. Yo, es que… —La chica apartó su melena hacia un lado, cogió el auricular y dijo—: Espera un segundo, estoy contigo enseguida.

Víctor respiró hondo, metió la mano en el bolsillo interior y sacó la cajita que su madre le había dejado encima de la mesa de la cocina hacía casi una semana. Con dedos ágiles, la abrió y la posó abierta de cara a su interlocutora.

—Tienes que ayudarme.

Nerea estaba diseñando la decoración de una boda en la terraza de un hotel cuando sonó el teléfono de su escritorio.

—Eventos monograma, ¿dígame?

—Ga y me —contestó Lola—. ¿Qué haces?

—Trabajo. ¿Sabes lo que es?

—Más que tú, zorra teñida.

—¡Soy rubia natural! —la reprendió. Carolina levantó la cabeza desde su mesa y le lanzó una mirada de incomprensión—. Es Lola —le aclaró—. Siempre está diciéndome que soy rubia de bote y que guardo cochinadas en un cajón.

—Es que todo el mundo sabe que tienes un consolador enorme y negro escondido en tu dormitorio. Igual cuando no lo usas sirve de pata para la cama —contestó resuelta Lola.

—¿Qué quieres, Lola?

—¡Eres más rancia! Iba a preguntarte qué tal te va con el chorbo ese que te calzas y contarte cosas absurdas de esas de chicas, del tipo: ¿sabes que me he comprado un pintalabios nuevo?

Nerea puso los ojos en blanco aunque Lola no pudiera verla.

—Bueno, Jorge y yo tuvimos una cita muy guay. —Sonrió.

—¿Acabó en sexo descontrolado y violento?

—No. Terminó en beso en el portal.

—Si yo fuera él no te volvería a llamar, puta estrecha de los cojones. ¿Sabes? Son las mujeres como tú las que dan mal nombre a nuestro género.

—Pues me da la impresión de que a él no le pareció tan mal, porque ayer cenamos aquí en el bajo y mañana tenemos una mesa reservada en el restaurante del hotel ME.

—¿Con habitación para después? —consultó Lola.

—Eh…, no —mintió Nerea—. ¿Sabes algo de Val?

—Desde que hablé con ella la semana pasada no.

—¿Cuando te dijo que seguramente se marcharía con Bruno? —consultó Nerea para asegurarse de que no se había perdido nada.

—Exacto. Oye, ¿tú qué opinas?

—Pues… que Víctor es un partidazo —contestó muy a lo Nerea la fría—. Pero Bruno tiene pinta de ser más fiable.

—No tienes corazón.

—Lo que me sorprende es que tú sí lo tengas.

Las dos se rieron.

—Oye, si Valeria no quiere a Víctor igual te lo puedes calzar. Que ya vimos todas que ascos no le harías. ¿Cómo fue aquello? —Y poniendo voz de pito siguió—: Oh, Víctor, no puedo entender cómo una mujer podría no sentirse atraída por ti… Grrrr. Machoteeee.

—¡Eres tonta! —se quejó—. ¡Fue un comentario inocente! ¡Pretendía ser una broma! ¡Nunca me acostaría con Víctor, joder!

Entonces Nerea levantó la mirada hacia la calle y por poco no se murió del susto.

—Pero… ¿qué?

Carolina, su ayudante, se levantó y abrió la puerta de la tienda al chico que esperaba de pie tras ella.

—Hola, ¿puedo ayudarte?

—Vengo a verla a ella, gracias.

El chico anduvo resuelto hacia la mesa trás la que Nerea estaba sentada, mientras Carolina, desvergonzada, se mordía el labio con lascivia.

—No te lo vas a creer —susurró.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —contestó Lola desde la otra parte del hilo telefónico.

—Dame un segundo.

Nerea dejó el auricular sobre la mesa y se levantó. Después de unos segundos de incertidumbre decidió que lo mejor era saludarlo con un apretón de manos. Cuando Víctor le sujetó la mano con firmeza para dejarla caer suavemente más tarde, Nerea se puso más nerviosa aún.

—¿Qué haces aquí, Víctor? Quiero decir…, no es que me moleste, pero…, bueno, ya sabes. Yo, es que… —Como siempre que se ponía nerviosa, Nerea apartó su melena hacia un lado. Después cogió el auricular y le dijo a Lola—: Espera un segundo, estoy contigo enseguida.

Nerea siguió el recorrido de la mano derecha de Víctor hasta el bolsillo interior de su americana. Cuando sacó una cajita roja ribeteada en dorado, ella sofocó un grito. Él la abrió, la posó abierta frente a su cara y dijo:

—Tienes que ayudarme.

—¡Me cago en la puta! —vociferó Nerea saltándose todo el protocolo. Cogió el teléfono—. No te muevas de casa. Vamos de camino.

—¿Vamos? ¿Quiénes?

Lola estaba aburrida como una mona. Había salido un poco antes del trabajo porque no aguantaba ni un segundo más en la oficina y allí estaba, harta de los orgasmos mecánicos que su amiguito a pilas le daba. Con los exámenes finales de Rai de por medio, los polvos maratonianos tendrían que esperar.

Me llamó pero yo no cogí el teléfono. Ella no lo sabía, pero en ese momento me encontraba enfrascada en uno de los capítulos más importantes del proyecto que tenía entre manos y estaba demasiado concentrada entre la documentación que había recabado y mi ordenador como para escuchar ni siquiera el tono del teléfono, que había dejado sobre el mármol del baño.

Pensó en llamar a Carmen, pero en el último momento se preguntó cómo seguiría la truculenta historia que Nerea llevaba con su amante bandido, así que se decidió por llamarla a ella. Tras dos tonos, Nerea contestó con el típico saludo.

—Eventos monograma, ¿dígame?

—Ga y me —contestó ella resuelta—. ¿Qué haces?

—Trabajo. ¿Sabes lo que es?

—Más que tú, zorra teñida.

—¡Soy rubia natural! —la reprendió. Después la escuchó justificar su exclamación—. Es Lola. Siempre está diciéndome que soy rubia de bote y que guardo cochinadas en un cajón.

Lola se mondó de risa en silencio. Le encantaba fastidiarla con aquella historia, así que no pudo evitar la tentación:

—Es que todo el mundo sabe que tienes un consolador enorme y negro escondido en tu dormitorio. Igual cuando no lo usas sirve de pata para la cama.

—¿Qué quieres, Lola? —contestó Nerea muy fría.

—¡Eres más rancia! Iba a preguntarte qué tal te va con el chorbo ese que te calzas y contarte cosas absurdas de esas de chicas, del tipo: ¿sabes que me he comprado un pintalabios nuevo?

—Bueno, Jorge y yo tuvimos una cita muy guay. —Sonrió.

—¿Acabó en sexo descontrolado y violento?

—No. Terminó en beso en el portal.

—Si yo fuera él no te volvería a llamar, puta estrecha de los cojones. ¿Sabes? Son las mujeres como tú las que dan mala fama a nuestro género.

—Pues me da la impresión de que a él no le pareció tan mal, porque ayer cenamos aquí en el bajo y mañana tenemos una mesa reservada en el restaurante del hotel ME.

—¿Con habitación para después? —consultó Lola.

—Eh…, no —mintió Nerea—. ¿Sabes algo de Val?

—Desde que hablé con ella la semana pasada no —contestó, mirando el estado de su manicura en color burdeos.

—¿Cuando te dijo que seguramente se marcharía con Bruno? —consultó Nerea para asegurarse de que no se había perdido nada.

—Exacto. Oye, ¿tú qué opinas?

—Pues… que Víctor es un partidazo. Pero Bruno tiene pinta de ser más fiable.

—No tienes corazón. —Lola se rio a carcajadas al ver volver de entre los muertos a Nerea la fría.

—Lo que me sorprende es que tú sí lo tengas.

—Oye, si Valeria no quiere a Víctor igual te lo puedes calzar. Que ya vimos todas que ascos no le harías. ¿Cómo fue aquello? —Y poniendo voz de pito siguió—: Oh, Víctor, no puedo entender cómo una mujer podría no sentirse atraída por ti… Grrrr. Machoteeee.

—¡Eres tonta! —se quejó Nerea—. ¡Fue un comentario inocente! ¡Pretendía ser una broma! ¡Nunca me acostaría con Víctor, joder!

Cuando Lola estaba dispuesta a contestar una cochinada mayúscula, Nerea la interrumpió diciendo:

—Pero… ¿qué?

Hubo un silencio tan largo que Lola empezó a ponerse nerviosa.

—No te lo vas a creer —susurró Nerea.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —contestó Lola levantándose del borde de su cama.

—Dame un segundo.

Escuchó cómo dejaban el auricular encima de la mesa y después la voz de Nerea, trémula y nerviosa, decir:

—¿Qué haces aquí, Víctor? Quiero decir…, no es que me moleste, pero…, bueno, ya sabes. Yo, es que…

Lola arqueó una ceja y después, empezó a berrear.

—¡¡¡¡Ah!!!! ¿Qué hace ahí? ¿¡Qué hace ahí ese hijo del mal!?

Y siguió gritando hasta que Nerea cogió el auricular y le dijo:

—Espera un segundo, estoy contigo enseguida.

Lola empezó a imaginar cosas raras mientras esperaba, aguzando el oído con la esperanza de escuchar algo de lo que estaba pasando. Pero todo era silencio. Fueron unos segundos que se le hicieron eternos.

—Tienes que ayudarme —oyó al fin que decía Víctor con su voz sensual.

Cuando ya estaba a punto de volver a gritar para que alguien le hiciera caso y poder preguntar, se encontró con algo que no esperaba: Nerea aullando cual loca palabras malsonantes:

—¡Me cago en la puta!

—Pero… ¿¡qué pasa!? ¿¡Qué pasaaaa!? ¡¡Nereaaaaa!!

—No te muevas de casa. Vamos de camino —le contestó Nerea.

—¿Vamos? ¿¡Quiénes!?

—Llama a Carmen.

—¡Carmen está preñada y tiene un niño! —vociferó Lola.

—He dicho que la llames, es importante.

—Nos vemos mejor en su casa, voy a avisarla.

Lola colgó y marcó el teléfono de Carmen. Se dio cuenta de que le temblaban los deditos. ¿Qué sería tan importante? ¿Qué habría hecho gritar a Nerea de aquella manera? ¿Por qué Víctor quería hablar con ellas?

—¿Sí? —contestó la vocecita vital de Carmen.

—Mench… —le respondió Lola—. ¿Estás en casa?

—¿Lola?

—Sí.

—Sí, estoy en casa. ¿Pasa algo?

—No, no te asustes. Pero no te muevas, ¿vale? Espéranos allí.

—¿Quiénes venís?

—Nerea, Víctor y yo.

Carmen estaba jugando con Gonzalo en una mantita de actividades cuando empezó a sonar el teléfono. Había quedado con Borja en que él iría a hacer la compra después del trabajo, así que estaba segura de que la persona que llamaba sería él para aclarar algo de la lista que ella misma le había hecho. Hombres…, incapaces de seguir las indicaciones más precisas dentro de un supermercado.

—¿Sí? —contestó esbozando una sonrisa.

—Mench… —La voz de Lola sonaba tan agitada que Carmen se asustó—. ¿Estás en casa?

—¿Lola? —dijo ella queriendo asegurarse.

—Sí.

—Sí, estoy en casa. —Le echó un vistazo a Gonzalo, que tiraba de un arito cosido a la manta en la que estaba acostado—. ¿Pasa algo?

—No, no te asustes. Pero no te muevas, ¿vale? Espéranos allí.

¿Espéranos? Oh, Dios, no. ¿En qué tipo de sinrazón estaba a punto de meterla Lola? ¿Se iba a presentar allí con dos representantes de la Cienciología para convencerla de que el fin estaba cerca y debían mudarse a su edificio y vivir en comunidad?

Mejor preguntar primero.

—¿Quiénes venís?

—Nerea, Víctor y yo.

Lola colgó y ella miró el auricular alucinada. ¿Cómo que Nerea, Víctor y ella? Pero… ¿qué tipo de cónclave era aquel?

Cogió a Gonzalo del suelo y pensó que pronto no podría hacerlo por culpa del tamaño de su vientre. Pronto no podría ni siquiera atarse los zapatos. Pero esta vez no lo pensó con rabia, sino con una tierna impaciencia. Quería que pasara todo el proceso pronto.

Fue a la cocina, metió unos cuantos refrescos en el congelador por si acaso y limpió un par de cosas para que la inesperada visita no la pillara con la casa desastrada.

Después escuchó el timbre. Era Lola. Seguro que había cogido un taxi para llegar lo antes posible. Y… antes de que Lola pudiera acomodarse en el sofá sonó otra vez el telefonillo. Víctor y Nerea.

Nerea adelantó a Víctor en la puerta y se sentó al lado de Lola.

—Carmen, ven —le pidió palmeando el sitio que quedaba junto a ella en el sofá.

Carmen dejó a Gonzalo otra vez en la mantita, le dio un beso en la mejilla a Víctor, que estaba lívido, y se sentó.

Víctor se tapó la cara con ambas manos y se la frotó.

—Dios… —murmuró.

—¿Qué pasa? —preguntó Carmen cada vez más nerviosa.

—No pasa nada —dijo Nerea acariciándole la rodilla, tranquilizándola—. Víctor solo quiere pedirnos una cosa.

Él metió la mano dentro de su americana de nuevo y dejó la cajita en la mesa de centro que tenían delante. Era de un rojo oscuro y se notaba desgastada. Debía de tener muchos años y el ribete dorado que la rodeaba había perdido brillo. Cuando la abrió todas contuvieron la respiración, incluso Nerea que ya conocía su contenido. Y Víctor, agachado frente a ellas, las miró a todas antes de decir:

—Tenéis que ayudarme.

El 24 de abril de 1929 Elena cumplía dieciocho años. Por la mañana su madre le pidió que la acompañara a comprar unas pastas a la confitería del barrio. Ella se arregló y perfumó e, ilusionada, corrió a ponerse su vestido nuevo de color amarillo pálido, regalo de sus padres.

Cuando andaba agarrada del brazo de su madre, cruzando la calle, ambas se encontraron con un caballero alto, moreno y elegante, que se paró a saludarlas. Ella no lo recordaba, pero era el hijo mayor de un amigo de sus padres que ahora vivía en Francia, haciendo negocio con relojes.

Este caballero, Alfonso de nombre, se encontró con su mirada y le sonrió. Elena se ruborizó y apretó el brazo de su madre instintivamente. Nunca nadie la había mirado de aquella manera. ¿Qué había en sus ojos? Quizá aquello de lo que su tata le había advertido. Los hombres y sus deseos. Sonaba oscuro.

De pronto escuchó cómo su madre invitaba a aquel hombre a acompañarlos en la merienda en honor a los dieciocho años de su hija.

—Madre… —dijo Elena cuando se despidieron de él—. ¿Por qué lo has invitado a mi fiesta?

—A papá le alegrará verlo. Y además trabaja en Cartier, Elena.

—¿Qué es Cartier?

—Es una de las joyerías más importantes del mundo. Está en París.

Elena entendió que aquello podría ser bueno para los negocios de su padre y calló. Decidió no pensar más en la manera en que aquel hombre la había mirado.

Pero Elena recordaría de por vida las sensaciones de aquella primera vez que se vieron. No. No pudo olvidarlo. Ni quiso.

Apenas un año después de conocerse, Alfonso y Elena marcharon juntos a París como marido y mujer. Su luna de miel la pasaron en una pensión de camino a Barcelona. Elena estaba asustada. Había recibido unas referencias muy vagas sobre lo que pasaría aquella noche. Poco más que consejos de criadas sobre contentar al esposo y dejarlo usar el cuerpo de una a pesar del dolor.

Cuando, temblando, se desnudó dispuesta a «dejarse usar», se sorprendió al encontrar en su esposo a un hombre cariñoso y atento que nada tenía que ver con esa voracidad que ella imaginaba.

—Elenita —le susurró él al oído—. Esto es para los dos, mi vida.

Cuando llegaron a París, Alfonso, ciego de amor por su joven esposa, compró un precioso anillo de oro blanco y brillantes que, para la época, era una novedad. Casi una extravagancia. Y Elena, loca de amor por su marido, juró entre lágrimas no quitárselo jamás.

—Que me entierren con él si muero —le dijo melodramáticamente.

Poco tiempo después, cambió de parecer. Fue al ver por primera vez a su primogénito. Decidió que cuando ella muriera alguien de su familia debía dárselo a la mujer de la que se enamorara; a su marido le pareció bien.

—Solo espero que esté muy enamorado y que esa mujer valga la pena —sentenció—. Es el anillo que le compré al amor de mi vida. No quiero que se lo quite por cualquiera.

El matrimonio entre Alfonso y Elena duró sesenta años. Alfonso murió durmiendo a su lado a los noventa y un años, sonriendo. Fue algo que quedaría en la familia para siempre. El abuelo Alfonso había muerto sonriendo. Una lección para todos, desde luego.

Cuando ella enfermó y empezó a perder memoria a los ochenta y seis, se obsesionó con algo. Se quitó el anillo, lo guardó en su caja original y se lo dio a su hija pequeña, la única que había tenido hijos varones. Le hizo jurar que aquel anillo lo heredaría el pequeño de sus nietos.

—Quiero que algún día haga tan feliz a una chica como Alfonso me hizo a mí. Dáselo a Víctor.

Y así, el anillo pasó años encerrado en una caja fuerte, en el fondo de un armario. Pero ahora esa caja roja con ribetes dorados había vuelto a abrirse.

—Sé lo que sois para ella. No lo haré sin que vosotras digáis que sí.

—Víctor…, no es lo que ella está buscando —dijo Carmen convencida.

—¡Mira la coneja, qué lista es! ¡Déjalo hablar! —contestó Lola.

Carmen asesinó a Lola con la mirada antes de volver a prestarle atención a Víctor.

—Sé que ella no me está pidiendo esto, pero creo que no me creerá hasta que lo hagamos.

—¿Por qué? —preguntó Carmen de nuevo.

—Valeria dice que no quiero lo mismo que ella. Dice que no puedo darle el compromiso que necesita. No conozco mayor compromiso que este, porque es de por vida.

—Existe el divorcio —contestó Carmen otra vez.

—Carmen… —susurró Víctor—. Cuando te casaste con Borja ¿también pensaste eso?

—No.

—Entonces ¿por qué tengo que pensarlo yo? —Todas enmudecieron—. Me he dicho muchas veces que puedo pasar página. Sé que hay historias demasiado complicadas que, al final, es mejor dejar tal y como están. Sé que podría estar con otra chica y tratar de no pensar en Valeria jamás. Sé que podría seguir con mi vida tal y como era antes de conocerla. Pero… ¿cómo acabaría esa historia? Lo más probable es que termináramos encontrándonos en cualquier esquina. La vida es caprichosa. Ya nos ha pasado en más de una ocasión. Pero ¿sabéis?, podría pasar dentro de seis, siete, diez años. Ella podría estar empujando el cochecito de su bebé, caminando de la mano de su marido. Yo podría estar con la sustituta de turno que no me dejara tiempo para pensar. Y nos veríamos y me daría cuenta de que dejé pasar la única oportunidad de tener una vida completa. —Nerea se encogió y, para la sorpresa de las otras dos, sollozó, tapándose los ojos. Víctor no paró—: Yo no quiero hacerla sufrir. Quiero regalarle los años que me queden. Enteros. Para ella todo lo que soy, lo que tengo, lo que siento. —Cerró los ojos—. Sé que suena estúpido, joder, pero es que no puedo sacármela de dentro y terminará por matarme. Solo la quiero a ella.

Carmen resopló y el aire le salió a trompicones, tratando de sofocar las lágrimas. Al final se tapó los ojos y entre el ambiente, el llanto de Nerea y lo sensible que estaba, se dejó llevar por unas lágrimas silenciosas.

—Y os juro que me muero sin ella. Me acuerdo de todas las veces que he podido hacerla feliz y he terminado haciendo todo lo contrario…, como cuando dejó a Adrián. Lo más fácil habría sido decirle que no tuviera miedo, que yo estaría allí, esperándola. Sin más. O cuando me dejó… ¿Por qué no seguí llamándola todos los días? Sabía que si lo hacía terminaría dándose cuenta de que era una tontería dejarlo solo porque existía la posibilidad de que algún día terminara. Pero no lo hice. Ni la abracé cuando volvimos, ni me contenté con sentirme solo suyo, ni me resigné a estar enamorado. Desde que la conocí he estado dándole vueltas a lo mismo, buscando razones que me permitieran creer que yo era el mismo y que no pasaba nada, sin darme cuenta de la cantidad de señales que me decían que ni siquiera yo quería ser la misma persona. Joder, Lola, tú me conoces…, tú sabes que no haría esto de no ser lo que quiero y lo que necesito. Sé que es completamente necesario. Y si ella dice que no, me quedaré destrozado, pero no podré recriminarme jamás que no lo intenté.

—¿Qué necesitas de nosotras? —preguntó Lola, mucho más seria de lo habitual.

—El último empujón. El beneplácito. Si vosotras creéis que puede funcionar…, funcionará.

—Pero, Víctor… —insistió Lola.

—Lola. Es ella. Ella es… más.

Lola no necesitó escuchar qué significaba «más» para él. No quería más explicaciones sobre cuáles eran las referencias que para Víctor existían alrededor de esa palabra. Y mientras todas las palabras de amor grandilocuentes que hacían llorar a Carmen y a Nerea solo conseguían revolverle el estómago, esa única palabra la conmovió.

Más. Y Víctor, el Víctor que ella conocía tan bien, había cambiado su sonrisa descarada y sexual por la boca de un hombre que ni siquiera podía tragar.

—¿Es de verdad? —le preguntó.

—Es la única verdad que conozco —contestó Víctor resuelto.

Y fue entonces cuando Lola se desmoronó.

—Yo te ayudaré —dijo Nerea al fin—. Ese anillo se merece que lo hagas bien.