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DECIDIENDO SER VALIENTE

Lola pensó largo y tendido sobre lo que Rai le había dicho. Intentó llamarlo en un par de ocasiones, pero en todas él colgó sin contestar. Y lo único que recibió de su parte fue un escueto mensaje en el que decía: «Lo dije en serio, Lola».

Durante aquel fin de semana, pasó por distintas fases que no entendía. Y es que creo que Lola estaba haciendo las paces con su parte femenina en aquel momento y estaba viviendo cosas con las que las demás ya nos encontramos familiarizadas. Sí, ya se sabe:

—Primera fase: tristeza infinita. (Con lo que yo te quiero, por qué me haces esto).

—Segunda fase: odio supremo. (Ojalá te metan un puño por el culo y no te guste).

—Tercera fase: indignación. (¡No va y me dice que no lo llame!).

—Cuarta fase: análisis minucioso de la situación. (A ver, yo dije «ah», entonces él contestó «buf» y después parpadeó dos veces seguidas).

—Quinta fase: deducciones de sospechosa fiabilidad. (Todo esto es porque soy demasiada mujer para él).

—Fase final: despecho. (Pues ahora te vas a cagar).

Esas somos nosotras, admitámoslo.

Y la fase final en manos de Lola… suena peligrosa.

Lo primero que hizo fue mandar un mensaje a Rai. No querría hablar con ella pero… ¿quién se resiste a borrar un mensaje sin haberlo leído? Y fue escueta, como él. Solo puso: «Lo has conseguido, voy a hacerte caso».

Oh, oh.

Al principio planeó que esperaría a que Quique volviera a abordarla. Seguro que no tardaba demasiado. Ese huevo pedía sal. Sal a montones.

Le asustó darse cuenta de pronto de que aquello era lo mejor que podría hacer. Estaba lo suficientemente convencida, además, como para considerar que no tenía que consultarlo con nadie, porque era lo que quería hacer. Quizá aquello apartaría las tentaciones y fortalecería su relación con Rai. Y ella jamás volvería a pensar en Quique, porque, total, una vez lo hubiera cabalgado un rato, lo olvidaría.

Y en esas estaba el lunes cuando lo vio pasar hacia su despacho con una carpeta bajo el brazo y el teléfono en la oreja. Se levantó sin pararse a pensarlo y, sin pedir permiso, se metió en el despacho detrás de él y cerró la puerta.

Quique se giró sorprendido y ella le sonrió.

—Le diré a mi secretaria que busque un hueco en mi agenda y le devolveré la llamada. Sería interesante poder sentarnos a charlar tranquilamente sobre esto —siguió diciendo Quique. Lola se sentó en uno de los sillones y él dejó las cosas sobre la mesa y se despidió de su interlocutor—. Por norma general —empezó a decirle a Lola— odio las visitas sorpresa en mi despacho. Pero creo que eso no te incluye, aunque vengas a reñirme, seguro.

—¿Por qué iba a reñirte?

—Por presentarme en la exposición de ese yogurín con el que sales.

Lola apartó una sensación rancia de la boca de su estómago y siguió con su plan.

—Me he hartado. Nadie me conoce por mi infinita paciencia, ¿sabes?

—Nadie lo diría —contestó con sarcasmo.

—Oh, sí, ahora ríete de mí. —Sonrió ella—. Ya te reirás menos cuando tengas que meter la chorra en hielo.

—¿Qué quieres decir?

—Planéalo tú. No quiero saber los detalles. Solo una dirección y la hora. Ya te lo explicaré allí entonces.

Lola salió triunfal del despacho y cerró suavemente la puerta. Al llegar a su mesa, tuvo que respirar muy hondo. Un email de Quique la relajó: una dirección y una hora.

Parecía que había quien aún tenía más ganas que ella.

A mediodía declinó la invitación de comer con el resto de sus compañeros para celebrar lo cerca que estaba la jornada intensiva y se marchó a hacer unos recados. Recados sexis, pensó ella con una carcajada interna.

Correteó por todo El Corte Inglés de Castellana en busca de lo que necesitaba y después volvió a la oficina y se encerró en el baño, a sabiendas de que nadie la molestaría a esas horas. Lo colocó todo y se desvistió entera. Se untó espuma de afeitar, se pasó la cuchilla «de emergencia» por todo el cuerpo y se dejó sin un pelo de tonta. Después se puso ropa interior nueva, pasando por alto no haber podido lavar primero las braguitas, y volvió a su sitio.

A la hora de la salida pasó por el baño otra vez para retocarse el maquillaje, respirar hondo y decirse a sí misma que después de follar con Quique al menos en tres posturas imposibles se sentiría mejor. Iba a darse a sí misma una lección también. ¿Qué esperaba? Ella era Lola. No podía tener una relación monógama. No podía pretender ser una novia normal. Esa era la realidad.

Quizá no debía volver a llamar a Rai después de aquello, se dijo mientras salía haciendo resonar los tacones sobre el mármol del suelo. Quizá aquello no era más que alargar algo que tenía fecha de caducidad. ¿Cómo iba a ser aquella una relación duradera y madura? Él tenía veintiún años, por Dios santo. Él era el primero que tenía edad de meterse entre las piernas de un millón de chicas antes de decidir sentar la cabeza con alguien.

Paró un taxi, dio la dirección al conductor y trató de relajarse. Se alisó con la mano la melena color chocolate, se retocó el pintalabios y revisó los correos en su BlackBerry. Después miró de reojo el móvil, esperando descubrir una llamada de Rai en la que tratara de impedírselo.

No había nada y ella… se entristeció y enfureció al mismo tiempo.

Enrique Jara tenía un piso increíble en pleno paseo de la Castellana. En palabras de Lola, «cojonudo y de la hostia», lo que quiere decir que era una de esas casas de techos altos, enormes, que encima había sido reformada hacía muy poco tiempo. Ella aún no lo había visto, pero estaba muy cerca de hacerlo.

El portero la acompañó hasta el ascensor y pulsó por ella el número del sexto piso. Las puertas se cerraron cuando a Lola ya le había empezado a dar la risa nerviosa. Se giró y se miró a conciencia en el espejo. Repasó que no tuviera pintalabios sobre los dientes, se pasó los dedos por debajo de los ojos para borrar el posible exceso de sombra de ojos y después respiró hondo, convenciéndose de que no había por qué estar nerviosa.

—Follas un rato y te piras a casa a dormir. ¡Ya está! —se dijo en voz baja.

Enrique la esperaba apoyado en el marco de la puerta de su casa. Dos casas por planta. Para morirse. Y él… también estaba para morirse.

Había salido antes del trabajo directamente desde una reunión fuera de la oficina. Le había dado tiempo a quitarse el traje, y allí lo tenía, con un pantalón beis y un jersey granate. Era tan elegante… Pensó que no le gustaban ni el jersey ni el pantalón y mucho menos las dos cosas juntas, pero sobre él hasta la ropa cambiaba de significado.

—Buenas tardes, señorita —le dijo con una sonrisa descarada.

Ella se acercó y él la cogió de la cintura. En un segundo la metió en la casa, dejándola apoyada en la pared, cerrando la puerta y apretándose contra su cuerpo. Todo a la vez. Pero ¡qué tipo más hábil, joder!

Cuando se acercó a la boca de Lola ella notó un nudo en la garganta que hacía mucho tiempo que no sentía. ¿Qué era eso?

—¿No puedes esperar ni a tomar una copa? —le preguntó, fingiendo dominar la situación.

—¿Una copa? Bien…, empecemos por una copa.

Quique la cogió de la mano y la llevó hasta un espléndido salón decorado de manera sobria. Tenía una televisión enorme, un pequeño mueble debajo de color negro, un sofá inmenso de color gris, una mesa baja de cristal negro y una esponjosa alfombra. Poco más.

—¿Vino?

—Eh…, si tienes ginebra prefiero un gin fizz.

Quique se echó a reír y se fue a lo que Lola supuso que era la cocina.

—Estás muy guapa —le dijo desde allí—. ¿Te has cambiado?

—No. En realidad no. —Lola pensó que no se había cambiado nada que él pudiera ver—. Me retoqué el maquillaje. Quizá es eso.

—Quizá. Me alegro de que no te hayas cambiado. Para lo que te va a durar puesta la ropa…

—Ah… —Se rio, al tiempo que se acercaba hacia un enorme cuadro que decoraba la pared frente a la que quedaban los grandes ventanales de la estancia—. Conque esas tenemos, ¿eh? Pues espero que tengas dedos hábiles, porque estas braguitas se resisten a veces a bajar.

—No te preocupes… —La voz de él fue aproximándose—. Siempre puedo rompértelas o… apartarlas de mi camino.

Lola se giró para encontrárselo ofreciéndole una copa de Martini.

—Tengo entendido que estos cócteles se sirven en vasos de refresco, pero no tengo ninguno. Creo que esta es la solución más elegante.

Tras levantar su copa de vino brindó con ella, dio un trago largo y esperó a que ella hiciera lo mismo.

—Gracias, barman. Está en su punto.

Quique se humedeció los labios, le arrebató la copa y la dejó junto a la suya sobre la mesa de centro. Alargó la mano, cogió a Lola por la nuca y la acercó hasta que sus bocas se juntaron. Lola… gimió.

Los labios de ella estaban fríos y los de él calientes. Las lenguas, a diferentes temperaturas también, se enredaron en un abrazo sucio y sexual que empezó a ponerlos a tono.

Quique la cargó sobre sus brazos y la dejó caer en el sofá, acomodándose encima de ella después. La boca de él demandaba una intensidad que apabullaba a Lola. Estaba acostumbrada a llevar la batuta y aquella sensación la excitaba. Podía dejarse llevar sin preocuparse de más. Y así lo hizo.

Las dos manazas de Quique agarraron con ganas sus pechos y los manosearon mientras ella se derretía. Aquella furia… Dios, aquella furia la estaba poniendo a mil.

Quique le pidió que fueran a la cama y ella lo siguió hasta el dormitorio. Empezaron a desnudarse a zarpazos el uno al otro mientras se lamían la boca y poco importó la provocativa ropa interior nueva de Lola. El sujetador cayó al lado de la cama a la vez que la boca de Quique se concentraba en el lugar donde antes había estado colocado.

Lola se dejó caer en el colchón y él tiró de la cinturilla de sus braguitas hasta sacarlas por los tobillos, metiéndose entre sus piernas de inmediato.

—Vas a gritar tanto que igual incluso me corro antes de follarte —le dijo con voz malévola.

La lengua de Quique entró con violencia entre, los pliegues de su sexo y Lola gimió…, gimió…, y abriendo los ojos, de pronto muy sorprendida, se dio cuenta de que gemía por inercia y que no estaba sintiendo nada.

Esa sensación que la excitaba, ese «sentirse dominada» había desaparecido.

—Para… —le pidió.

—¿Cómo? —dijo Quique a la vez que levantaba la cabeza.

—Que pares, que no me está gustando.

Ole mi Lola. Ese señor nunca había lidiado con comentarios como aquel, así que se quedó parado y sin saber qué contestar.

—¿Me… —balbuceó— me pongo un condón?

—Pues es que si te pones un condón y pretendes follarme ahora, va a rascar como el esparto, hijo, porque lo que es húmeda solo tengo la lengua.

Quique levantó las cejas y la tocó, como para comprobarlo.

—Tengo lubricante si quieres —le ofreció.

—Es que no es cuestión de lubricante o aceite Johnson’s Baby, es que no estoy cachonda.

Él se incorporó del todo, confuso.

—¿Sueles tener este tipo de problemas a menudo?

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Perdona? ¿Problemas yo? Creo que soy la mujer con menos problemas sexuales sobre la faz de la tierra, cariño.

—¿Entonces?

Lola lo meditó una décima de segundo, lo que para ella ya es un logro enorme, porque tiene una escopeta en la garganta que dispara sin parar lo primero que le pasa por la cabeza. Esto pudo pararlo, pero no le dio la gana.

—Entonces, mi vida, va a ser mejor que lo dejemos estar antes de que esto empiece a ser más lamentable de lo que está siendo.

Cuando Quique se levantó, Lola se dio cuenta de que ella podía no estar cachonda, pero él llevaba el mástil bien tieso. Le entró la risa.

—¿Te vas?

—Hombre, pues a hacerte la cena no me voy a quedar. —Se levantó, recuperó con dignidad la ropa interior y se puso los zapatos antes de encontrar su vestido hecho un gurruño en un rincón de la habitación—. No te preocupes, nene —dijo con placer—. No es que lo hagas mal. Es que llegados a este punto, creo que no me pones. A veces pasa, ¿sabes? Se crean tantas expectativas sobre algo que luego… nos decepciona.

—Pero… —balbuceó él.

—Mejor seamos amigos, ¿vale?

Lola se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y pidió unas falsas disculpas que le supieron a gloria.

Después recogió el bolso del salón y salió por donde había entrado.

Rai abrió la puerta con una cara que hablaba por sí sola. No lo estaba pasando bien, esa era la verdad. Cuando Lola le sonrió con energía, él solo se apoyó en el quicio, como cansado, y le preguntó «qué tal» con desgana. La sonrisa de Lola se fue escurriendo de su cara.

Con la emoción de darse cuenta de que no necesitaba a nadie más que a Rai se le olvidó que le había mandado un mensaje dejándole entender que iba a hacer uso de ese régimen abierto que él había propuesto. Además…, ¿quién le decía que él no había aprovechado para hacer lo mismo?

El corazón se le desató dentro del pecho. Era un chico de veintiún años que, probablemente, solo necesitaba reafirmar que ella no quería nada más que lo que tenía con él. Un chico inseguro, como todos, que necesitaba que ella se presentara en su casa y le dijera que todo era una tontería y que solamente lo quería a él.

Y ella había estado a punto de follar como un animal con otro.

—Mi vida… —dijo con un hilo de voz.

—¿Ya lo has solucionado?

Le costó tragar. Rai estaba resignado, como si aquel fin de semana le hubiera servido para darse cuenta de que no podía esperar nada más de ella. Él, que siempre se esforzaba por ser más maduro, por ser mejor porque pensaba que de otro modo no daría la talla más que en la cama, estaba… decepcionado.

—Voy a ser todo lo sincera que pueda —dijo Lola escondiendo en los bolsillos de su vestido fifties las manos temblorosas—. He ido allí, a su casa, como la imbécil que soy, pensando que era una perra en celo que no tendría suficiente hasta que me lo tirara. Creo que necesitaba demostrarme a mí misma que esta relación no me ha cambiado. —Rai se frotó la cara—. Y casi lo hago —balbuceó Lola, con la voz temblándole también—. Porque tenía razón en que soy una perra, pero lo cierto es que nadie me hace sentir como me siento cuando estoy contigo, por mucho que me cueste admitirlo.

—No entiendo… —dijo él mirando al suelo.

—¡Tienes veintiún años, Rai!

—¿Y tengo yo la culpa de haber nacido cuando lo hice?

—No, pero yo sí tengo la culpa de que se me arrugue el ombligo de vez en cuando si pienso en lo difícil que va a ser esto en ocasiones.

Él se rascó los ojos con vehemencia y Lola no dijo nada más.

La Lola de hacía un par de años habría dado media vuelta y se habría marchado con la cabeza muy alta, repitiéndose a sí misma que no iba a arrastrarse por hacer que funcionara una relación. Pero, por más que le pesara, ella no era ya esa Lola.

Así que lo único que pudo hacer fue morderse el labio inferior, pintado de color frambuesa, para sofocar aquel sollozo que le llenó la garganta.

Rai levantó la mirada y la clavó en ella, viendo cómo se agitaba su pecho mientras contenía el llanto.

—¿Por qué lloras, Lola? —Bajó la mirada y no contestó—. ¿Por qué lloras, Lola? —repitió.

—Porque… —gimoteó— te quiero.

—Pero tienes unas necesidades que yo no puedo satisfacer —contestó él.

Rai la abrazó y ella se agarró a su ropa, llorando, sollozando y gimiendo de pena. Era atento con ella, el único hombre en diez años que la había tratado con respeto, con cariño. Que le había dicho «te quiero» de verdad. Que se desvivía por verla feliz. Era el único al que ella quería también.

Levantó la mirada hacia él y se dijo a sí misma que tenía que quemar el último cartucho, porque era una imbécil que la había cagado.

—Rai… —Trató de no llorar—. Yo no creía en esto. No creía que pudiera hacerlo funcionar siendo el tipo de persona que era. Pero es que esa persona ya no existe. Me resistía a creerlo porque me cuesta admitir que dependo de alguien como dependo de ti. Pero… solo quiero estar contigo. El resto de la humanidad ni siquiera me cae bien. Eres el único al que siempre haría un hueco. Nunca te diría que no. No me dejes, por favor.

Rai le cogió la cara entre sus manos, obligándola a que le mirara a la cara.

—No quiero palabras de amor, Lola. No son tus palabras.

—Joder, Rai —se quejó—. No quiero follar con nadie que no seas tú. Quiero pasarme toda la puta vida jodiendo contigo y morirme mientras te cabalgo.

Él sonrió y la besó. Vaya tela. Con lo que le había costado ser fina y delicada.

—No me vuelvas a hacer esto —le pidió él—. Nunca. Casi me muero de pena sin ti.

—Eres un maricón. Haberme cogido el teléfono.

—Estaba enfadado.

—Y yo.

Sin importarles que estaban en el rellano, se besaron apasionadamente. Solo con el tacto de la mano de Rai deslizándose hacia su trasero, sintió cómo se humedecía su ropa interior y se convenció de que no necesitaba sentirse dominada en la cama por alguien que se lo tuviera tan creído. Con la certeza de que por ese chico podría ser monógama le bastaba; no más nuevas sensaciones, por favor.

—¿Pasas? Estoy solo —dijo él con una sonrisa socarrona.

—Vale.

—No lo has hecho, ¿verdad?

—No. No he llegado. No me ponía en absoluto.

Él frunció el ceño.

—Paso de los detalles —dijo Rai.

—Ahora hago que se te olvide. —Y lo empujó hacia dentro del piso.

Vaya, vaya. Veintiún años, sí, pero era capaz de follársela contra la pared, de pie, durante veinte minutos, y después hacerle un cunnilingus de lo más intenso y satisfactorio. Pero, sobre todas esas cosas, era el único hombre que conseguía que se olvidara de todo con solo abrazarla.