DECISIONES
—¿Entonces?
—Entonces he llegado a la conclusión de que vivo en una telenovela venezolana y de que pronto alguno de vosotros va a sufrir un accidente tras el cual padecerá una tremenda pérdida de memoria.
Lola se echó a reír y sus carcajadas me llegaron amortiguadas por la distancia a través del teléfono.
—Sí, no te voy a negar que parece probable que pasen ese tipo de cosas después de todo lo que estás viviendo. Pero me refería más bien a qué vas a hacer con tu lujuriosa y ajetreada vida sentimental.
—Bruno y yo hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es darnos un tiempo. La pelota está en mi tejado.
—Eh… —balbuceó—. Suena todo un poco vago, ¿no?
—Bueno, es que necesito alejarme un poco de todo esto, al menos en el sentido figurado. Para hacerlo necesito unos días. Quizá un par de semanas.
—¿A qué conclusión crees que llegarás en este tiempo?
Me mordí las uñas.
—Creo sinceramente que lo más inteligente sería hacer las maletas y marcharme con él, Lola.
—¿Y eso por qué? —Su tono había dejado de parecer amigable.
—Porque si estoy aquí, Víctor y yo no nos podemos evitar.
—¿Y por qué narices querríais evitaros?
—¡Porque no puede ser!
—¿Por qué no?
—Lola…, a ver… —Crucé las piernas, decidida a que lo entendiera—. Una vez me explicaste por qué no pudo ser entre vosotros dos.
—¡No es lo mismo! —me interrumpió.
—Déjame acabar. Me dijiste que Víctor es un tren de mercancías y tú otro. Lo único que ibais a provocar sería un choque.
—Pero…
—Yo no soy un tren de mercancías, ni siquiera uno de viajeros. Yo soy como un carrito. —Me reí, resignada—. Y él me atropella, me destroza y cuando me quiero dar cuenta vamos en la misma dirección pero de mí no queda nada. Víctor es incapaz de hacer las cosas de una manera diferente a la suya. Y lo sabes.
—Todo el mundo cambia.
—Eso no es verdad, Lola. Nadie cambia. El mito de que se puede cambiar a un hombre no es cierto. Ni ellos pueden cambiarnos a nosotras. La única posibilidad de hacerlo es cambiarse uno mismo.
Me mantuve muy ocupada durante los días siguientes. Hice limpieza en casa, sobre todo de armarios, me senté a trabajar en mi nuevo proyecto y le mandé un extracto a Jose ahora que empezaba a tomar forma. Escribí el artículo para la revista sobre las despedidas de soltera y los motivos que ahora empujan a una chica a pasar por el altar. Llevé a mi sobrina al parque, a la ludoteca y a merendar porque, aunque era muy pequeñita, ya estaba encantada de tomarse un vasito de leche y una magdalena en alguna cafetería mona. Había salido a su tía, qué le vamos a hacer.
Una mañana, como ya tenía buena mano con la niña para sacarla de casa, mi hermana me llamó y me pidió que la entretuviera mientras ella iba a hacerse las mechas a la peluquería. Decía que la niña se asustaba con tanto papel de plata, secador y trasiego y que terminaba siendo un infierno para los tres: para ella, para la nena y para el peluquero.
Así que me la llevé a dar una vuelta cogida de la manita. ¿Adónde? Pues a la calle Serrano, a ver escaparates. Sí, lo sé. Pero es que a la niña le encantaban, lo juro.
Pues allí estábamos, mirando las dos ilusionadas los bolsos de colores que proponía Loewe para aquella temporada, cuando una señora guapa, elegante y muy bien vestida salió de la tienda cargada con una bolsa y se me quedó mirando.
—¿Valeria?
Me giré y sonreí instintivamente porque a Aurora le pasa lo mismo que a su hijo: nos hace sonreír aunque no queramos.
—Pero ¡¿quién es esta niña tan requeteguapa?!
—¡Hola, Aurora! Mira, Mar, mira lo que te dicen. Dile hola a Aurora.
Me dio dos sonoros besos en las mejillas, me limpió amorosamente la marca de su pintalabios y después se agachó a hacerle arrumacos a la pequeña.
—¡Huy! ¡Cómo se te parece esta niña! —exclamó—. ¡O tienes una hermana gemela o me vas a dar el disgusto de mi vida!
Me eché a reír.
—Es mi sobrina. La hija de mi hermana, que no es gemela pero se me parece.
—Hola —dijo súbitamente Mar.
Las dos nos reímos, la aupé y dejé que Aurora se dedicara a hacerle monadas y a decirle cosas bonitas sobre su ropa y su carita.
—Cómo me alegro de verte —me dijo finalmente dirigiéndose a mí—. De verdad, no es un decir.
—Yo también me alegro de verte —confesé. No me gustaba haberla conocido y haber desaparecido del mapa después. Me parecía alguien muy agradable que, además, siempre me trató estupendamente.
—Dime… —miró su reloj—, ¿adónde vas ahora?
Consulté mi reloj también.
—Pues a dejar a la niña en la peluquería donde está mi hermana, que ya habrá terminado. Y después…
—Después a comer conmigo —dijo muy resuelta—. ¿Conoces el Ten Con Ten?
—Sí. Claro. —Sonreí—. Pero no tendrán mesa, Aurora.
—Tú déjame a mí. Tengo muchos buenos pacientes.
Rebeca se sorprendió muchísimo al verme acompañada de una mujer desconocida cuando fui a dejarle a la niña. Todo le pareció un poco más claro cuando las presenté.
—Rebeca, esta es Aurora, la madre de Víctor.
—Su ex casi suegra. —Se rio Aurora.
Ay, Dios…
El Ten Con Ten estaba abarrotado. No tuve duda alguna de que nos echarían de allí con un escueto «no hay mesa», pero para mi sorpresa nos invitaron a una copa de vino en la barra y tras veinte minutos de charla sobre mis artículos, nos sentaron en una pequeña mesita junto a una ventana. Yo no dejaba de preguntarme qué narices hacía allí comiendo con ella. Era agradable, lo sé, pero era la madre de Víctor.
Hablamos sobre las ventas de mi libro, sobre mi saneada economía desde que escribía para una revista, de mi piso, de mis amigas, de su trabajo y de sus hijos. Y claro…
—Víctor me explicó un día… lo vuestro. —Cogí la copa y le di un buen trago a mi vino. Me pregunté hasta dónde habría llegado Víctor explicando. Ella me lo aclaró muy pronto—. Me dijo que lo habéis intentado de muchas maneras pero que nunca os sale bien, por más empeño que le pongáis.
—No sabía que Víctor y yo pudiéramos estar tan de acuerdo en algo. —Sonreí—. Tiene razón.
—Me contó que tú sales con alguien…
—Bueno… —Suspiré—. Es complicado. —La miré. ¿Por qué no ser sincera con ella? No me salía hacerlo de otra manera. Así que reanudé mi discurso—: Intenté rehacer mi vida con un chico, pero la relación que mantengo con tu hijo no me ha permitido que esto termine de funcionar.
—¿Ya no estáis juntos…?
—Sí lo estamos. O no. No lo sé. Estaba a punto de mudarme con él cuando… no lo vi claro. Él vive en Asturias y tiene una hija allí.
—Vaya. Eso lo complica todo.
—No sabes cuánto.
—¿Y Víctor? ¿Cómo lo complica Víctor?
Sonreí.
—Víctor lo complica mucho más. Sinceramente, él es el único problema. O al menos la génesis de todos nuestros problemas.
—Es decir, que tú…
—Que yo no puedo hacer mi vida si él está ahí.
—Porque estás enamorada de él, deduzco. —Y sonrió.
—Mucho. Bueno, mucho no. Demasiado.
Aurora tamborileó en la mesa con sus uñas.
—Déjame hacerte una pregunta absurda. ¿Cómo es que, estando tú demasiado enamorada y él perdidamente enamorado, no estáis juntos sino que, por el contrario, tú estás con otra persona?
—A veces no sé ni con quién estoy —contesté.
—¿Y con quién quieres estar?
Ahora venía lo difícil.
—Aurora, tú conoces a tu hijo. Tú sabes cómo es, cómo ha sido toda su vida. Él me quiere, no lo dudo, pero no puede darme lo que necesito y yo no puedo dárselo a él. No solo quiero saber que seré la única en su cama. Necesito saber que soy la única en su vida y que jamás necesitará nada más. Y… Víctor siempre necesita más cosas que a mí. Independencia, otras chicas, un ritmo de vida determinado…
Ella asintió.
—Tienes razón en que, ahora mismo, tal y como están las cosas, él no puede dártelo. Pero no creo que sea porque no es capaz, sino porque aún no ha encontrado la manera de hacerlo.
—Es que lo que dudo seriamente es que él quiera hacerlo.
—Me resisto a pensar que mi hijo sea tan rematadamente imbécil.
Las dos nos echamos a reír. Yo me reía por lo absurdo de la situación.
—Es una lástima, Aurora, porque lo quiero. Y porque me habría encantado tener a alguien como tú como familia política.
—Como familia —remarcó—. Mira, mi niña, nos tienes a todos locos desde que te trajo a aquella fiesta. Nosotros sí estaríamos encantados de tenerte a ti.
Me sorprendí.
—¿Por qué? —me interesé.
Aurora llamó al camarero y pidió un café solo con hielo para ella.
—¿Y tú, cielo?
—Lo mismo —pedí, pensando que me había pasado preguntándole aquello.
—Pues mientras nos los traen voy a contarte por qué nos gustaste tanto. —Cambió de postura, acomodándose en la silla y siguió. Yo también me acomodé—. Sé que no eres madre, pero creo que podrás entenderme cuando te digo que a los hijos se les quiere con sus más y con sus menos. Víctor es muchas cosas buenas. Es cariñoso, detallista, divertido, ocurrente y tierno, además de un hermano excelente y un hijo maravilloso, aunque tenga un genio terrible. Además es perseverante, talentoso e inteligente, tres cosas que ha demostrado en el tiempo que lleva trabajando con su padre. También me consta que es muchas más cosas que a las chicas os llaman la atención: es guapo, tiene buena genética, le gusta el deporte y tiene una labia demoniaca que os derrite. —Y yo, para mí, pensé que por favor dejara de nombrar todas esas cosas que lo hacían irresistible—. Sin embargo, sé otras muchas cosas de él. Y no todas son de las que una madre gusta de saber de su hijo, por más que sea sexóloga. —Sonrió—. Y Víctor ha pasado buena parte de la vida pensando con algo que está demasiado al sur de su cuerpo. ¡Desde siempre! A los quince mis vecinos lo sacaron de la habitación de su hija de dieciocho bastante ligerito de ropa. A los dieciséis las chicas eran como comer pipas. A los diecinueve tuvo un rollo con una profesora de la universidad. A los veinte dejó embarazada a una chiquilla de diecisiete…
Abrí los ojos como platos.
—¿Cómo?
—Una chiquilla de Valencia. Se les rompió la gomita, lo dejaron estar y dos meses después Víctor apareció por casa blanco como un muerto diciendo que tenía un problema. Se llevó más palos que cuando el marido de la profesora los pilló en faena. La pobre tuvo un embarazo horrible y terminó perdiéndolo. —Me revolví el pelo. Joder…—. El caso es que todo lo que hemos visto en él es un sinfín de relaciones relámpago, inmaduras y meramente sexuales, que se sucedían. Un día su padre y yo lo encontramos en un restaurante comiéndose a besos a una chica… —Puso cara de espanto y después resopló—. Y a la única que nos presentó fue a una tal Raquel que era aún más terrible. Era una niña bien, caprichosa, maleducada y manipuladora, que lo tenía cogido de las pelotas, seguramente porque lo sorprendió con unas depuradas técnicas amatorias. —Sonreí y Aurora siguió—: Entonces un día llega Aina y nos dice que su hermano se ha colgado de una casada. A su padre y a mí nos dieron ganas de matarlo. Pero la cosa no era como parecía, claro. —Jugueteó con su servilleta y la apartó de la mesa cuando el camarero dejó los cafés—. Yo tardé muy poco en ir a leerle la cartilla y lo que me encontré fue con un Víctor hecho polvo que, a regañadientes, me contó que se había enamorado de alguien con la que, sabía, las cosas no iban a ser fáciles. Me dijo que le habías contado que te ibas a separar y que él reaccionó como un cobarde. Y, con angustia, me decía que no sabía nada de ti. Después te trajo con aquella cara de… «no quiero que me haga ilusión tenerla aquí». Y mírate. Eres una chica amable, bonita, simpática, familiar, seria, que lo quiere y que lo dejó todo por él ya una vez, lo que significa que está dispuesta a volver a hacerlo si la situación lo requiere. Eres inteligente y creativa. Y te hemos leído, Valeria. Hemos leído hasta por qué lo dejaste cuando él pensaba que empezaba a funcionar. No hay nadie que no te haya entendido y que no sepa que eres buena para él.
La miré con agradecimiento.
—Gracias. Es importante para mí saber esto.
—Sé que no soy nadie para hacerlo, pero… ¿puedo darte un consejo?
—Claro —asentí.
—No pienses demasiado. Limítate a sentir, que a veces ya supone un trabajo a jornada completa.
Aurora y yo nos despedimos poco después con un abrazo, en la puerta del restaurante. Y el abrazo que le di fue sincero y bien fuerte. Creía que sería el último que le daría.
Yo me fui a mi casa y ella a la suya.
Pero…
A media tarde Aurora apareció en casa de Víctor. Cuando este le abrió, ella vigiló que no hubiera agua en el pasillo y que todas las puertas de su casa estuvieran abiertas, para asegurarse de no haberlo pillado con las manos en la masa, como alguna que otra vez. Ejem, ejem. Pero no había moros en la costa.
—Joder, mamá —se quejó él poniendo los ojos en blanco.
—¿Te pillo ocupado?
—¡No! Pero ¿es que no sabes llamar para avisar? —Él se fue hacia la cocina vestido con un pantalón corto y una camiseta blanca de manga corta—. ¿Quieres un café?
—Si tienes descafeinado sí, pero con hielo y sacarina. Si no, ponme algo fresquito.
Víctor la miró con gesto reprobatorio.
—¿Te horneo también unas pastitas?
—¡Anda ya! ¡Sieso, que eres un sieso!
—¿Pasa algo? —le preguntó él mientras se concentraba en hacer café.
—He comido con Valeria. —Aurora vio a su hijo apoyarse en la encimera de la cocina y coger aire—. Hemos estado hablando.
—Dime que no has…
—No he hecho ni dicho nada comprometido. —Cruzó los deditos a su espalda.
—¿Entonces? —contestó Víctor seco.
—He venido a traerte esto.
Él se volvió y se quedó mirando algo que su madre acababa de dejar sobre la mesa alta. Víctor lo reconoció y se revolvió nerviosamente el pelo. Abrió la boca para contestar pero su madre alzó la mano, parándolo:
—No vengo a hablar de ello y no tengo intención de pasarme la tarde convenciéndote de nada. Yo solo lo dejaré aquí, donde puedas verlo y pensar. Es tuyo. Lo sabes. Y sí, sé que dijiste que no lo querías. —Víctor miró lo que su madre había dejado allí para él—. A veces, en la vida, conseguir lo que más queremos pasa por tomar la única decisión que tememos, Víctor. Sé un hombre.
Y él no pudo discutírselo, porque supo que era verdad.