CAMBIO DE VIDA
Lola se había tomado muy en serio eso de año nuevo, vida nueva. Había decidido que era una soberana tontería seguir en un trabajo que no le gustaba con un supervisor (su ex, para más señas) que le gustaba menos aún, así que, de un día para otro, nos anunció que cambiaba de trabajo.
—Estoy harta de ver la cara de almorrana de Sergio.
Bueno, cara de almorrana no era una definición demasiado fidedigna del chaval. Él seguía siendo guapo a morir, pero a Lola ya no le interesaba. Quedaba fuera de su escáner.
El caso es que aquel cambio no era un cambio cualquiera, porque para Lola los éxitos profesionales eran solo eso: cosas que le pasaban en esa vida paralela, sosa y gris, con la que ganaba dinero. No tenían la misma categoría que sus conquistas sexuales en el ranking de importancia.
La cuestión es que a finales de diciembre, antes de las vacaciones de Navidad, se presentó en el despacho de su jefe supremo diciendo que había encontrado otro trabajo mejor remunerado y con un horario más flexible, por lo que causaría una baja en la empresa en breve. Lola puede ser una escapista laboral, pero la verdad es que es la mejor en lo suyo. No conozco a muchas personas que hablen perfectamente alemán, francés, italiano, inglés, español y chapurreen chino, la verdad. Su jefe tampoco debía de conocer a nadie, porque prácticamente al momento le ofreció un nuevo puesto como supervisora del copy de todas las traducciones internacionales de la publicidad para el resto de los países donde su empresa operaba.
A efectos prácticos, y aunque Lola ha intentado explicármelo al menos una docena de veces, aún no sé muy bien qué supuso para ella ese cambio tan rimbombante. Sé que su tarea consistía en coordinar el lanzamiento internacional de los productos de su editorial para que toda la publicidad comunicara exactamente lo mismo. Lola dice que la elección de una palabra frente a otra de su mismo significado puede resultar fatal para la campaña, pero yo creo que lo dice para darse importancia.
El hecho es que allí estaba ella, trasladándose cinco plantas por encima de la de Sergio, lo que ya le daba bastante placer carnal, a una mesa amplia, junto a una ventana, en un pool de supervisores. Y, además, con libertad para gestionar su horario laboral y la posibilidad de trabajar desde casa de darse el caso. Menudas resacas más buenas iba a pasar en la cama Lola, sobre todo ahora que su chico estaba en edad de botellón.
Una vez instaladas todas sus cosas (sus lápices y bolis, sus carpetas, su ordenador portátil, su teléfono, su calendario de mesa de los bomberos de Madrid, su marco con fotos, una de sus padres y su hermano y otra nuestra), le preguntó a uno de sus nuevos compañeros dónde estaba el despacho del jefe. Le habían dicho que debía pasar por allí para presentarse.
Por lo que había oído, Enrique Jara, el jefe, era ofensivamente joven para su puesto. Eso quería decir que o bien era un lameculos de primera y/o hijo de alguien con la suficiente maña para calzarlo allí o que era brutalmente bueno. Y, no sabía por qué, sospechaba que o estaba bueno a morir o era un adefesio de primera. Como en aquella planta no había demasiadas mujeres, y con las que había no tenía suficiente confianza, no había podido preguntar si era una cosa o la otra en los dos supuestos anteriores.
Llamó con los nudillos a la puerta de madera clara y después se alisó el pichi ceñidito para que no hiciera arrugas. Escuchó un «adelante» y entró con una sonrisa educada en sus labios, por supuesto pintados de rojo. La recibió un hombre que estaba sentado en una silla de oficina de cuero, agachado y con la cabeza por debajo de la mesa, murmurando maldiciones.
—Buenos días, señor Jara, soy…
Entonces el señor Jara encontró lo que parecía estar buscando y se incorporó. Lola se olvidó de quién narices era y qué hacía allí, en el despacho de madera noble de aquel pedazo de jamelgo, que parecía recién sacado de sus sueños más húmedos. Y mira que los sueños húmedos de Lola deben de ser perversos…
Tenía los ojos azules, el pelo castaño claro y los labios gruesos y masculinos. ¿Qué era, el nuevo Superman? El traje le sentaba lo suficientemente bien como para poder imaginar que sin él también estaría fabuloso.
—Buenos días. —Le sonrió él, tirante, levantándose.
Y, además, muy alto, como le gustaban a Lola.
Caminó decidida hasta allí y le dio la mano con un apretón firme. Los ojos de él cambiaron, conforme iba recorriéndola, de la mirada de cordialidad fría a un interés bastante ardiente.
—Soy el señor Jara, sí, pero ¿y usted?
—Soy la señorita —y recalcó que era señorita y no señora— Castaño. Pero puede llamarme Lola.
—Entonces usted puede llamarme Enrique.
Agitaron las manos agarradas unos segundos más de lo necesario y al fin él, soltándola, le ofreció asiento.
—¿Qué la trae por aquí?
Y Lola se imaginó que aquel era el comienzo de uno de esos diálogos absurdos de las películas porno que terminan con sexo oral sobre la mesa. Eso estaría bien. Pero sonrió y contestó con formalidad:
—Me acabo de incorporar al departamento y he venido para presentarme. Seré la encargada de coordinar toda la publicidad internacional y…
—Ah, sí —asintió él interrumpiéndola—. Tiene usted unas magníficas referencias.
Y los ojos de él se fueron a las magníficas referencias que tenía Lola un poco más abajo de su cuello. Exactamente dos referencias redondas, turgentes y de copa C.
—Muchas gracias. Su fama también lo precede, señor Jara. —Le dio un toque condescendiente a la respuesta para crear un efecto sensual.
Enrique levantó la vista hasta sus ojos y sonrió de una manera pérfida que por poco no quemó las bragas de Lola.
—Puedes tutearme, Lola —le dijo con un tono de voz como el caramelo caliente.
—Será un placer tener muchas más ocasiones para hacerlo, Enrique.
Se levantó, le tendió la mano y con una de las sonrisas made in Lola, casi provocación sexual, se despidió.
—Lola —la llamó él cuando estaba a punto de abrir la puerta del despacho.
—¿Sí?
—Los jueves solemos salir a tomar una copa después del trabajo. Me encantaría que nos acompañaras.
—Claro. Contad conmigo.
Contoneándose, superemocionada, llegó de nuevo a su mesa. Rebuscó en su bolso en busca del móvil. Quería contárnoslo con todo lujo de detalles, al menos todos los que cupieran en un mensaje, pero al localizarlo se encontró con algo que la devolvió a la realidad.
«¡Buena suerte en tu primer día como supervisora sexi! Te espero en casa esta noche y lo celebramos. ¡He comprado vino del que no va en brick! Te quiero. Rai».
No, Lola…, ya no eres esa Lola…