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LA REALIDAD

Cuando me desperté, los dedos de Víctor se deslizaban entre los mechones de mi pelo suavemente. Me resistí durante unos segundos, negándome a despertar. Teníamos que irnos, volver a Madrid, a la realidad. Al absurdo mundo de Valeria en el que querer a alguien como yo quería a Víctor me abocaba a un final desastroso sin duda. Y allí, en Madrid, todo sería como siempre. No habría más baños de noche en el mar ni noches abrazados. No compartiríamos nuestro tiempo ni veríamos ponerse el sol con las manos cogidas. Lo único que habría sería una mudanza.

Finalmente me incorporé; él hizo lo mismo. Sin decirnos mucho nos concentramos en preparar nuestras cosas para salir después de desayunar.

Cuando Víctor se metió en el cuarto de baño para darse una ducha, yo estaba sentada en el suelo, doblando ropa y metiéndola como podía en una única bolsa de cartón. En cuanto escuché el agua caer, no pude pensar en otra cosa.

Cerré los ojos y me acordé de la sensación de compartir una ducha con él. La piel de los dos resbalando mientras nos abrazábamos, el vello de su pecho, sus manos fuertes repasándome entera.

No sé decir si me equivoqué o no tomando aquella decisión, como con otras muchas. Lo único que sí puedo afirmar con certeza es que no me arrepiento…

No había mucho vaho en el baño; yo ya sabía que el agua no estaría precisamente caliente. A Víctor le gustaban las duchas frías. Y allí, tras la mampara, estaba él, con los antebrazos apoyados en la pared y la frente sobre ellos, cabizbajo.

Me desnudé sin pensarlo y cuando entré me abracé a su cintura y apoyé la cara en su espalda. En un rato no nos movimos. Cuando lo hicimos, solo fue para abrazarnos.

—No es justo —dijo.

Y fueron las únicas palabras que se dijeron allí dentro.

Hubo muchas cosas en el interior de aquella ducha, pero ninguna fue sexo. Hubo besos. Hubo abrazos y algún sollozo. Pero no convertimos aquel recuerdo en algo sórdido que termina en un orgasmo.

Creo que los dos estábamos despidiéndonos; Víctor, por si todo terminaba malográndose. Yo, porque me iba, pensando que nunca podría volver a confiar en él, a pesar de lo mucho que necesitaba hacerlo.

Hicimos el viaje de vuelta casi en silencio. Probablemente no cruzamos más de cuatro frases. Yo me dormí y Víctor condujo sin ni siquiera escuchar la radio. Cuando pasamos de largo Arganda del Rey, me desperté. Había soñado con cosas tristes.

Víctor no encontró sitio para aparcar en mi calle, así que paró en doble fila, detrás de unos coches estacionados en batería. Yo no hice amago de salir del coche y él tampoco. Cuando por fin dejé de esperar algo por su parte y fui a abrir la puerta, Víctor tiró de mí, me envolvió en sus brazos y me besó.

Fue el beso más bonito que nunca, jamás, nadie podrá darme. Era un beso desesperado al que intentamos aferrarnos los dos durante unos segundos.

—Ya está —le dije apartándome de mala gana—. Dejémoslo ya. Esto nos destroza, Víctor.

No contestó.

Cuando llegué a mi casa y cerré la puerta, no pude evitar echarme a llorar. Me convencí a mí misma de que era la última vez que lo hacía; al menos por Víctor.

Sentada en el único sillón de la casa, fumándome un cigarrillo con la mirada perdida a través de la ventana, me di cuenta de lo enorme que era la mentira que quería hacerme creer.

Esperé y pensé. Como muchas otras veces, pensé en qué harían cada una de mis chicas de verse en aquella situación. Nerea lo daría todo por perdido y su pragmática mente estaría enfocada en otras cosas. Lola iría hasta casa de Víctor y muy probablemente el asunto terminaría con las sábanas muy revueltas. Carmen…, a Carmen ya me costaba ponerla en una situación tan alejada de su matrimonio y la maternidad. Lo jodido era que a mí misma también me costaba ponerme en esas.

Creo que a lo largo de los años me he preocupado por conocerme bien. Mis puntos fuertes. Mis puntos flacos. Sé cuáles son mis debilidades, de la misma manera que sé qué me hace bien y qué me hace mal. Eso no consigue evitar que me equivoque, pero al menos significa que, casi siempre, lo hago conscientemente y a sabiendas de las consecuencias.

Por eso sabía qué era lo que pasaría de ahí en adelante si llamaba a Bruno y le decía que no podía irme con él. Sabía que Víctor y yo volveríamos a estar juntos y todo sería de color de rosa… hasta que dejara de serlo. No confiaba en Víctor y me daba rabia pensar en lo mucho que él se esforzaba por susurrar cosas que no se sentía cómodo diciendo. Pero me hacía falta… algo. Llamémoslo X. Algo. Un gran gesto. Un puñetazo en la mesa que me demostrara, de una vez por todas, que aquel no era el Víctor que había conocido hacía dos años, enfrascado en las rutinas de una chica por semana.

Y sabía muy bien cómo acabaría la historia si yo me callaba, recogía el resto de mis cosas y volaba a Asturias junto a Bruno. Podría centrarme en mi nueva situación durante un tiempo y apartar a Víctor. Construiría una vida alrededor de él y me aferraría con uñas y dientes a aquello. Pero el día menos pensado, algo haría saltar el pistón y… pasaría el resto de mi vida preguntándome cómo habría sido si me hubiera quedado junto a Víctor.

Eran las diez y media pasadas cuando descolgué el teléfono y marqué con dedos seguros. La habitación estaba completamente a oscuras y solo entraba la tamizada luz azul de las noches de verano. Escuché tres tonos. Al cuarto, la voz de Bruno contestó:

—¿Sí, dígame?

—Bruno… —dije con voz trémula.

—Hola, cielo.

—Hay muchas cosas que te he ocultado. Muchas. La mayoría de ellas haría que no volvieras a mirarme a la cara.

Hubo un silencio.

—¿Qué quieres decir con eso? —contestó muy serio.

—Quiero decir que te he engañado muchas veces, Bruno. Y creo que en el fondo lo sabes. No sé si quiero ir a vivir contigo y no sé si tú realmente quieres que lo haga. Al menos, no sé si querrías si supieras quién soy de verdad.

Cerré los ojos y me froté la frente nerviosamente.

—Valeria… —susurró—, no suelo tomar decisiones importantes a la ligera. Sé lo suficiente. Sé que me ocultas cosas y sé que todo eso terminará en el momento en que te instales aquí. Para mí es suficiente.

—Deberías odiarme —confesé.

—No puedo odiarte, pero estoy enfadado.

—Yo…

—¿Qué quieres?

—No puedo marcharme aún. Tengo que…

—Cambia el billete —contestó en un tono de voz que no admitía discusión—. Piensa bien lo que vas a hacer. Las cosas a medias… no me valen.