FIN
El sábado Víctor pidió a la recepcionista del hotel que nos recomendara un restaurante en una zona conocida como El Palmar. Arroz, claro. Estábamos en Valencia, ¿qué si no?
La amable chica del hotel nos reservó mesa para dos en el que, según nos dijo, era el mejor restaurante de la zona.
—Espero que lo disfruten —dijo cuando nos despedíamos—. La zona de La Albufera es muy bonita cuando atardece, por si les apetece asomarse a disfrutar de las vistas.
Dejamos el coche en el aparcamiento del restaurante. Tenía una fachada muy cuidada y todo parecía reformado recientemente. Nos sentaron en una mesa junto a las vistas de La Albufera y los dos nos perdimos en silencio con los ojos puestos en el agua.
—Es precioso —le dije por fin.
Víctor asintió.
—No me apetece volver mañana a casa —comentó sin mirarme.
—Madrid es gris y no tiene mar, pero también tiene su encanto.
—Sí —dijo mirándome fugazmente—, pero no es por Madrid. Me gusta vivir allí.
—¿Entonces?
—Mi casa. No…, no me apetece volver a mi casa.
Me quedé mirándole los dedos mientras él jugueteaba con los cubiertos.
—¿Qué le pasa a tu casa?
Víctor tardó en contestar. Estaba, desde que nos habíamos despertado otra vez juntos y abrazados en la misma cama, bastante callado. Muy serio. Ni rastro de esa sonrisa descarnada y sexi. Al fin suspiró y, con una mueca menos sensual pero resignada, confesó:
—Lo que le pasa a mi casa es que no estás. Y te sigo echando de menos —no dije nada. Sentí un nudo en el estómago que no me dejó contestar y que le dio la oportunidad a él de seguir hablando—: Yo no he podido hacer mi vida, ni olvidarte, ni superarlo, ni nada que se le parezca. Lo intento, te lo juro, pero es que no puedo. Y ahora te vas… ¿Cómo voy a sentirme?
—No puede ser, Víctor. Esto…, lo nuestro… no puede ser.
—¿Por qué? —preguntó muy resuelto—. ¿Por qué no puede ser? Si pudo ser antes, ¿por qué no ahora, cuando los dos estamos ya más preparados?
—Bruno y yo vamos a irnos a vivir juntos.
—Dime algo que no se pueda solucionar, no una mierda de excusa —dijo contundentemente.
—Tú no quieres lo mismo que yo de la vida.
—¿Qué se supone que quiero yo, Valeria?
—Tú no quieres tener una única mujer.
—Es que ya la tengo —contestó molesto—. Pero es que haga lo que haga para que lo veas no significa nada para ti. No sé qué hacer para que me creas.
Pues no. No lo creía. Volveríamos, estaríamos enamoradísimos, ¿cuántos? ¿Seis meses más? Y después me dejaría porque era demasiada atadura para alguien como él. Víctor… Lo imaginaba a los cuarenta largos con una jovencita de veinticinco sentada en sus rodillas. No.
—No queremos lo mismo —insistí.
—Te quiero a ti.
Pero antes de que pudiera contestar, un amable camarero se acercó para tomarnos nota.
—Pide lo que quieras —dije cerrando la carta—. Me fío de ti.
—Ojalá.
Disfrutamos callados de un vino blanco valenciano que nos sirvieron muy frío y después de un tipo de arroz muy típico que se llamaba arròç del senyoret cocinado con pescado pero sin nada que te obligue a utilizar las manos. Y menos mal, porque soy una auténtica kamikaze pelando gambas. Víctor, por su parte, esperó a verme probándolo para volver a sonreír cuando cerré los ojos con placer.
—¿Te gusta? —preguntó. Asentí con la boca llena—. Te gusta, claro —siguió—. Como muchas otras cosas que no miras por miedo a ver.
Conseguimos reconducir la conversación hacia temas más amables. Hablamos de su sobrino y de mi sobrina.
—Me hace mucha gracia cuando tiene esas conversaciones consigo misma tan largas. Parece que tenga ochenta años. —Me reí.
—Marcos —que es como se llama el hijo de su hermana Carolina— repite mi nombre sin parar cuando me ve, pero no hay manera de hacerle entender que hay una «c» en medio. Es «tío Vítor» sin parar. Tío Vítor, el avión. Tío Vítor, los camiones. Tío Vítor…
Le sonreí.
—¿Sabes? No pareces un hombre al que le gusten los niños.
—Me gustan mucho. ¿A ti no?
—Sí, pero los de otros. —Me reí—. Los que se van a dormir a su casa y despiertan a su madres y no a mí en mitad de la noche.
—No. —Negó con la cabeza—. No te hagas la dura. ¿Tictac, tictac? ¿El reloj biológico?
—¡Oye! ¡Que soy joven! —Los dos nos echamos a reír—. Vaya. Eso me recuerda que…
Escarbé en mi bolso nuevo y saqué un blíster de pastillas. Lo giré, miré los días, cogí la pastilla que correspondía y la deslicé por mi garganta con un trago de vino.
—¿Puedes tomarla con alcohol?
—No debería, pero, total, se van a mezclar en el estómago, ¿no?
Víctor se sumió en el silencio unos segundos que parecieron muy largos, acompañados de aquella expresión tan sombría.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué sigues tomándola si a él no le dejas que se corra dentro de ti?
Miré la copa que acababa de dejar sobre el mantel blanco. Me encogí de hombros. No lo sabía.
—No quiero quedarme embarazada. Y voy a vivir con él. Es el momento de empezar a hacer concesiones.
—¿Más?
—No sé a qué te refieres —dije muy seria.
—Te vas a vivir a Asturias por él. ¿No es esa una gigantesca concesión?
—Supongo.
—Y a mí ni siquiera me concedes el beneficio de la duda. Yo no merezco ni que me creas…
—Joder, Víctor… —Solté la servilleta sobre la mesa.
—Si estuvieras conmigo te pediría que no las tomaras.
Lo miré arqueando una ceja. Eso sí que era nuevo.
—A ti puede que te gusten los niños, Víctor, pero no quieres hijos.
—Crees que sabes muy bien las cosas que quiero de la vida, ¿no? —A pesar de que la pregunta era tensa, la formuló con una sonrisa en los labios que relajó el ambiente.
—Sí, creo que sí.
—¿Y qué quiero?
—Tu pisito de soltero en silencio, tus discos, tu coche brillante, una niña guapa diferente cada fin de semana…
Víctor alzó las cejas sorprendido.
—Y sigo teniendo que escuchar cómo dices todas esas cosas sin poder replicar.
—¿Qué vas a replicar, Víctor?
—Que esto no es sexo, que es amor. Y que te quiero más que a mi vida.
Bajé la mirada hacia mis manos. No. Era una pataleta. Era un «quiero lo que no puedo tener». Pero, entonces, ¿qué hacía yo allí?
Nos lo tomamos con calma. Con mucha calma. Y silencio. Tomamos postre. Tomamos café. Tomamos mistela, un licor valenciano muy dulce, y cuando el restaurante empezó a vaciarse y casi quedamos a solas con los camareros, pedimos la cuenta. Invité yo, porque sabía de sobra que Víctor no querría compartir los gastos de gasolina ni dejarme pagar a mí el hotel.
Después de que Víctor les dejara una buena propina encima de la mesa, se acercó a nuestro camarero para preguntarle si podíamos quedarnos un rato en el jardín del restaurante, que daba a La Albufera. Con su beneplácito, nos sentamos en el césped, él en vaqueros y yo con mi vestido largo.
El sol empezó a caer frente a nosotros después de un rato, acercándose al agua, pero escondiéndose finalmente tras unas montañas bastante lejanas. El agua de La Albufera se ondeaba muy de poco en poco, quizá con el paso de algún pez por debajo. Y pronto el paisaje se tiñó de naranjas, amarillos, negros y morados. Fue precioso. Víctor me cogió la mano y nos besamos.
—Perdóname… —susurró.
—Perdóname también a mí —supliqué.
Cenamos cerca del hotel, en un restaurante informal que no nos gustó demasiado y en el que entre plato y plato nos hicieron esperar veinte minutos. Para pasar el rato, y aprovechando que no habíamos cogido el coche, bebimos vino. Bastante. Y nos besamos. De vuelta al hotel pasamos por delante de un bar de copas y nos animamos a tomarnos una. Una que fueron dos. Dos que se convirtieron en un montón de carcajadas.
Y allí, sentada en un sofá mullido e iluminado con las luces moradas del local, miré a Víctor con los ojos abiertos, tratando de que nada me pasara desapercibido. Se acababa nuestro fin de semana y en seis días tendría que coger un avión hacia mi nueva casa. Creo que todo el que me lea entenderá las ganas que tenía yo de creerlo. Quería creerlo, claro que sí. Pero es que mi experiencia chocaba vehementemente con sus palabras. ¿Víctor con niños? ¿Víctor conmigo de verdad y para siempre?
Paseando después, Víctor me rodeó con un brazo. Y así íbamos caminando cuando vimos a una pareja comiéndose a besos en un portal. Y no era una pareja de adolescentes que se besuqueaba, no. Eran un hombre y una mujer en el momento previo a decidir que era mejor seguir arriba. Se escuchaban los suspiros y los jadeos desde donde estábamos e iban aumentando de intensidad conforme caminábamos.
—Ale, a dieta —susurró Víctor con una sonrisa.
—Déjalos.
La mano de Víctor bajó de mis hombros a mi cintura.
—En un portal…, qué poca vergüenza —siguió picándome.
—En un portal, ¿como Lola y tú?
Víctor se echó a reír sonoramente.
—O como tú y yo.
—Tú y yo jamás nos hemos enrollado en un portal —aseguré.
—¿No?
—No.
—¿En el tuyo quizá?
Me apoyé un poco en él y me concentré en recordar.
—Ah, ya. Es verdad. Justo antes de que me dijeras que «no querías nada serio». Pero no fue culpa mía. Fue tuya. Me cogiste, me estampaste contra ti y me violaste la boca.
—Esperé a que se fueran tus amigas una jodida hora. —Se rio—. Una hora entera metido en el coche, imaginándome qué haríamos cuando subiera. Planeando cómo te cogería, cómo te besaría, cómo te desnudaría…
—No sigas. —Me reí. Su mano bajó un poco más hasta la cadera—. Ese es nuestro problema. —Suspiré—. Que nos encendemos y nos cegamos.
—Yo no me ciego. Yo te veo.
—¿Qué quieres decir?
—Que en el centro de todas las cosas que me gustan de ti estás tú. Y tú no eres tus pechos o… —Se revolvió el pelo y se detuvo—. O la piel suave de tus muslos, ni la forma en la que me lo haces o te mueves. No es eso.
—¿Y qué es?
—Es… más.
Trenzamos los dedos de las dos manos, uno frente al otro, y me acarició los nudillos con su pulgar.
—Esa pareja… —dijo señalando con la cabeza en dirección al portal que ya habíamos dejado atrás—. Ellos no están sintiendo lo mismo que tú y que yo cuando nos acostamos.
—Follamos como animales en celo —le dije arqueando las cejas.
—No. Follamos como animales hartos de no tenernos.
Víctor se inclinó hacia mí y me besó. Me besó y sentí un alivio terrible cuando sus labios se pegaron a los míos. Le solté las manos y le rodeé el cuello con los brazos. Él me envolvió las caderas. Nos besamos profundamente, a la luz de la luna de Valencia.
Llegamos al hotel cogidos de la mano. Una parte de mí me gritaba, desgañitándose, que no desaprovechara el momento del sexo porque podría ser el último. Y seguro que habría sexo. Acabábamos de besarnos de ese modo tan… brutal y Víctor no suele disparar sin munición.
En la habitación, Víctor dejó todas las cosas que llevaba en los bolsillos encima de la mesa y me preguntó si sabía dónde había dejado la cajita de sus lentillas.
—Creo que está en el cuarto de baño.
—Gracias, nena. —Ese «nena» me acarició directamente debajo de la ropa.
Fue hacia allí y yo lo seguí. Él se quitó las lentillas, se lavó la cara y se puso las gafas al tiempo que yo me desmaquillaba. Y yo estaba nerviosa y aparentaba estar nerviosa. Nerviosa, qué tonta. Pero ¡si llevaba una eternidad acostándome con él de una manera gorrina y descontrolada!
Víctor estaba tranquilo. Tranquilo e impresionante con aquellas gafas de pasta, que había renovado hacía poco y que aún le quedaban mejor que las anteriores.
Cuando me dejó sola en el baño me recosté sobre el lavabo para pensar. Pensar en qué haría después de deshacerme en un orgasmo como los que Víctor sabía darme. Sí, esos orgasmos que eran… más. Y lo pensé porque lo más probable era que fuese el último. Después de aquel fin de semana yo retomaría mi vida y él la suya.
Los orgasmos, los besos, los abrazos, las caricias, los «nena», los «te quiero, mi amor»…, todo sería para otra. Los ojos se me llenaron de lágrimas y la saliva casi no pasó por mi garganta. Yo haría mi vida, sí. Pero Víctor regalaría todas aquellas cosas preciosas a otra chica, que sería feliz. Yo podría serlo también si quisiera… ¿Lo sería con Bruno? Y Víctor me daría una última noche perfecta para que después pudiéramos superarlo los dos. Él y yo. Yo me mudaría con Bruno, quizá hasta decidiéramos tener hijos. Víctor encontraría una chica bonita, de la que se enamoraría. Quizá yo desaparecería de su vida y de su cabeza por completo. Y puede que se casara y que Lola me llamase para contarme que iba a ser padre. Lo imaginé tan vívidamente que reconstruí en mi cabeza hasta los diálogos.
—Está muy ilusionado. No hace más que besarla y contarle a todo el mundo que va a ser padre. Es una chica muy maja.
Yo le daría recuerdos, quizá esperando despertar algo dentro de él…, y después lloraría. Lloraría como estaba a punto de hacer.
Salí corriendo y me lancé sobre él. Me abracé a su cintura, hecha un mar de lágrimas, y sollocé sobre su pecho desnudo, humedeciéndole la piel.
—Nena… —susurró.
—Sé que es lo mejor. Sé que es lo único bueno que podemos hacer por el otro, pero no quiero…, no puedo… —Sollocé de nuevo y la mano izquierda de Víctor se hundió entre mi pelo.
—¿Tú lo quieres, Valeria?
—Lo quiero, pero…
—¿Qué vas a hacer, mi vida? ¿Elegirlo a él porque yo te hice daño? ¿Vivir con él porque un día me lo hiciste tú a mí?
—Solo nos hacemos sufrir.
—Yo no comparto esos recuerdos. Quizá ese es el problema.
—Míranos, Víctor. —Levanté la vista hacia él, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué estamos haciendo?
—Yo solo hago lo que tú me pides, cariño, porque no puedo hacer más.
Me volví a hundir en su pecho y lloré. Víctor trataba de calmarme acariciándome la espalda y susurrando suave, pero yo sentía mucha pena. Pena de mí misma. La autocompasión es una de las peores cosas que podemos hacer por nosotros mismos.
—No llores —me pidió—. O lloraré contigo también.
—Yo nunca lloro —le dije.
—Ni yo. Pero a todos nos llega.
Víctor me levantó la barbilla y me besó. Después me besó mis mejillas, por donde corrían las lágrimas, y las secó.
El beso empezó siendo cariñoso y creció hasta convertirse en tantas cosas que es imposible nombrarlas todas. Pero había sexo allí.
—Abrázame —le pedí.
Nos abrazamos, apretados, y nos besamos. Víctor me dejó caer sobre la cama y se acomodó a mi lado, sin dejar de besarme. Sus labios pellizcaban los míos, primero el de arriba, después el de abajo, y su lengua irrumpía en mi boca con suavidad.
Bajé la mano a lo largo de su estómago, hasta la línea de vello que corría bajo su ombligo. Y después descendí un poco más. En el silencio de la habitación, el ronroneo que desprendió su garganta, grave y masculino, se escuchó a la perfección.
Víctor dejó su mano encima de la mía y apretó los dedos sobre los míos. Una erección empezó a despertar debajo de su ropa interior.
—No —dijo resuelto pero cariñoso.
—¿No?
—No quiero que pienses, ni sientas, que solo sirvo para esto.
Al principio me sentí humillada. Otro hombre que me rechazaba en la cama. ¿Qué estaba pasándome? Nunca pensé que él diría no. Nunca lo hacía. Siempre estaba dispuesto y, a juzgar por cómo reaccionaba su cuerpo bajo mi mano, le apetecía. ¿Entonces? ¿Sentía que lo utilizaba?
Suspiré, me apoyé en su pecho, sobre su corazón, y le pedí perdón.
—No tienes por qué pedirme perdón. Para mí también es difícil estar aquí y no hacerlo.
—No sé por qué no te creo, Víctor. Quiero hacerlo, pero no puedo.
Los dos nos apretamos en un abrazo.
—Te quiero —susurró.
—Y yo.
Nos miramos. Nos besamos. Despacio. Sus labios se abrieron sobre los míos y su lengua entró en mi boca, lentamente otra vez. Ladeamos la cabeza, encajamos nuestras bocas y seguimos besándonos con las piernas enredadas. Sonreí al recordar la cantidad de veces que habíamos estado en una situación parecida, conteniendo nuestras ganas, cuando aún estaba casada con Adrián.
—¿Por qué sonríes? —me preguntó dulce, besándome la mejilla, el cuello…
—Me estaba acordando de cuando… no podíamos.
—Yo también. —Se rio.
Seguimos besándonos un buen rato y Víctor se dejó caer sobre mí. Nos retorcimos y me subió el camisón, metiendo las dos manos debajo. Me lo quité y él hundió la nariz entre mis pechos.
—Hueles tan bien… —Besó mi piel—. Eres tan suave. Tan…
Sus manos me recorrieron el perfil del pecho y bajaron por mi cintura y mi cadera, como dibujando la forma de mi cuerpo. Enrosqué las piernas alrededor de sus caderas y seguimos besándonos, rozándonos hasta que empezamos a jadear.
—Para, para… —le pedí.
Víctor se incorporó y se quedó de rodillas sobre el colchón, revolviéndose el pelo y frotándose la cara.
—Bufff —rebufó mirándome desde allí.
Una de sus manos rozó su erección, como tratando de hacerla bajar, y yo hice lo mismo conmigo, pasando sin poder evitarlo una mano por el vértice de mis muslos a la vez que los apretaba. Un escalofrío me recorrió entera.
—¿Qué puedo hacer para que me creas? —preguntó.
—No lo sé.
—Dame tiempo… Sé que podré hacerlo.
—No puedo. Me voy, Víctor. Es lo mejor.
Se recostó nuevamente sobre mí y seguimos besándonos, pero la necesidad física no disminuyó, simplemente acabó convirtiéndose en algo que podíamos controlar, y entonces decidimos detenernos.
—Te quiero —me dijo acariciándome la cara—. El sexo contigo solo es el modo de decirte las cosas que normalmente callaba. No quiero que siga siendo así. No nos lo merecemos.
Víctor se dejó caer a mi lado y nos abrazamos.