LA PLAYA
Pensaba que terminaríamos en su casa o en la mía follando como dos locos. Y estaba muerta de ganas. La camiseta le quedaba como si la hubieran cosido a mano solamente para él. Creía que lo más parecido a la playa que tendríamos aquella noche sería una ducha tirando a fría después del polvo.
De modo que no pude sino sorprenderme cuando enfiló en dirección contraria al centro. No. No paramos ni en su casa ni en la mía. No llevábamos ni una muda de ropa ni trajes de baño. Nada. Y en mi cartera de mano no cabían más que mis llaves, el paquete de tabaco y un monedero con unos billetes arrugados, unas monedas, la tarjeta de crédito y el DNI.
Al principio pensé que estaba de broma, que pararíamos en cualquier sitio y terminaríamos la velada con un polvo majestuoso en el coche. Pero cuando el brillante coche de Víctor se lanzó a la carrera por la A3 me di cuenta de que no hay que bromear con él. ¿No debería haberlo aprendido ya de nuestros dos años de historia?
—Estás loco, ¿lo sabes? —le dije—. Si íbamos a hacerlo de verdad, deberíamos haber cogido unas cuantas cosas.
—¿Como qué? —me preguntó poniendo el intermitente y adelantando a un coche al límite de velocidad.
—Como un biquini para mí. Un bañador para ti. ¡Una toalla!
—Yo soy un hippy. Esas cosas no me hacen falta.
Hippy dice. Un hippy conduciendo un Audi. Me ha quedado claro.
Víctor esbozó una sonrisa perfecta en sus labios de bizcocho y aceleró.
Quise buscar un disco en su guantera, pero encontré de todo menos CD. Los papeles del coche, condones (muchos condones), lubricante con sabor a fresa, su perfume, unas gafas de sol, otras graduadas y piruletas. Un montón de piruletas.
—No quiero saber por qué llevas ahí todo eso —dije mientras cerraba la puertecita.
—¿Para qué abres sin preguntar? —Se rio—. ¿Qué buscas?
—Discos. Pero por si luego tengo hambre, ya sé que tienes ahí el lubricante con sabor a fresa.
—Si tienes hambre paramos. Y si quieres probar el lubricante, también paramos.
Víctor alargó la mano y la coló entre mis piernas; yo contuve la respiración, esperando que me metiera mano de la manera más sucia posible, pero, lejos de eso, palpó debajo de mi asiento y alcanzó un estuche con CD. Después lo dejó caer en mi regazo y siguió concentrado en la carretera en obras. La noche se cerraba detrás de nosotros.
Elegí uno al azar. Lo primero que sonó fue Bobby Womack, versionando California Dreamin’. La voz y la guitarra, el ritmo del bajo y el paisaje engulléndonos nos hicieron enmudecer. Víctor bajó un poco las ventanillas y dejó que el aire caliente nos removiera el pelo. Después subió el volumen hasta que apenas pude escuchar mis propios pensamientos. Solo el olor de comienzos de verano y su perfume, envolviéndome entera.
Así, abstraída y acomodada en mi asiento, pensé en si aquella no sería otra de nuestras piruetas mortales, colmo del sadomasoquismo emocional al que nos sometíamos. ¿Sería como el final de aquella noche, tras la exposición de Adrián? ¿Volvería yo a mi casa al día siguiente pensando otra vez que Víctor ocupaba demasiado espacio en mi vida como para ser sano? Bueno, por eso me iba. Por eso me alejaba de él. ¿Y si aquella era nuestra despedida?
—¿En qué piensas?
—En la exposición de Adrián. —Hice una pausa—. Esta canción me encanta.
Víctor me lanzó una mirada de reojo.
—¿En qué parte de la exposición de Adrián en concreto?
—En el final. En tu casa.
Víctor asintió.
—Y, dime…, ¿pensabas en ello de manera reprobatoria o con añoranza?
—Una mezcla —contesté resuelta.
—Hicimos muchas cosas mal, pero de aquello no me arrepiento.
—Desde un punto de vista objetivo, creo que fue cobarde —confesé—. Como lo que hacemos ahora.
—¿Cobarde? —Me miró de soslayo y después de un silencio sostenido siguió hablando—. ¿Sabes quién es Silvio Rodríguez?
—¿El cantautor cubano?
—Sí. Pues Silvio Rodríguez tiene una canción muy triste que se llama Óleo de mujer con sombrero. Dice en ella que «los amores cobardes no llegan ni amores ni a historias, se quedan ahí. Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar».
Me quedé mirándolo, sorprendida. ¿Víctor citando a Silvio Rodríguez? Aquello rozaba lo bizarro.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No sé tú, pero yo recuerdo aquello, lo que nos pasó, todos los días. Hemos hablado de ello demasiadas veces. Se repite demasiadas veces. No puede no ser una historia. No puede ser cobarde. —Abrí los ojos y él dibujó una sonrisa avergonzada que curvó sus labios—. Si le cuentas a Lola alguna vez que he dicho eso te mataré.
—Precioso. ¡Artista! —Me reí.
Llegamos a Valencia a las dos de la mañana. Entramos por la amplia avenida del Cid y bajamos del todo las ventanillas. Incluso allí, aún lejos de la playa, el aire olía a mar. Me emocioné.
Recorrimos Valencia bajo las luces anaranjadas de sus farolas. Víctor, que parecía conocer la ciudad, decidió que era mejor acercarse a las playas de un pueblecito cercano.
—Son más bonitas —dijo con la mirada perdida en la calzada—. Y tranquilas. Te gustarán.
Cuando llegamos a El Puig, aparcamos muy cerca de la playa. Me quité los zapatos, los dejé en el coche, junto al bolso, y salí corriendo como una niña, contenta, ilusionada y embelesada por el olor y el sonido del mar. No podía creerme que estuviéramos allí. Él me siguió, andando despacio.
Nos sentamos en el borde de un espigón de piedra, de cara al mar y a la luna. Todo aquello me recordó a mi escapada a Gandía, cuando quise aclarar mis ideas tras la decisión de separarme. Pensé en lo mucho que añoré a Víctor aquellos días, en lo mucho que deseé tenerlo allí, y después lo miré.
—¿Qué? —me dijo.
—Gracias por traerme. Es perfecto.
Se acercó, me rodeó con un brazo y yo me arrullé en su camiseta blanca de algodón, en su olor. Subí la pierna izquierda sobre su muslo derecho y así, entrelazados, Víctor me besó el pelo.
—Ahora es perfecto.
—Sí…, lo es. —Cerré los ojos.
Y durante unos minutos, ninguno dijo nada. Solo miramos las esquirlas plateadas que la luna, rechoncha y blanca, dejaba sobre el mar. Y fue perfecto.
—¿Qué habría pasado con nosotros si hubiéramos hecho esto aquella noche? ¿Qué sería de lo nuestro? —dijo Víctor en un susurro.
—¿Qué noche?
—La de la exposición de Adrián. O el día que rompimos, o…
—No habría cambiado. Todo habría seguido siendo como fue…
—¿Y cómo fue?
—Breve y sórdido.
—Vaya…, no te he dejado buenos recuerdos —murmuró.
Le acaricié la mano, que caía por encima de mi hombro.
—No digas eso. Tengo recuerdos preciosos tuyos, Víctor. Simplemente nos fue mal.
—Hablas en pasado… —Esbozó una sonrisa irónica.
—Lo que estamos haciendo no viene sino a confirmar lo que estoy diciendo.
—¿Por qué?
—Porque esas cosas no bastaron nunca. No nos convenimos.
—Él te conviene. ¿Es eso? —Levanté la mirada y él se inclinó hasta besar la punta de la nariz—. Lo siento. No quiero que hablemos de él —se rebatió a sí mismo.
—No te preocupes. Los dos somos conscientes de lo que nos espera al volver.
—Esta noche me recuerda a aquella, ¿no te pasa? Me recuerda a la primera vez que dormí contigo y al primer beso que te di.
—A mí también. —Me reí al pensar en lo poco que sabía yo entonces.
Nos abrazamos un poco más en ese momento y Víctor se inclinó sobre mí para besarme. Aquel beso fue fantástico. Uno de los mejores de mi vida. Y si no digo nada más sobre él es porque soy una egoísta y quiero quedarme con ese recuerdo íntegro solo para mí.
Después Víctor susurró con los ojos cerrados:
—Dices que es mejor estar separados. Dices que es mejor para los dos, pero la verdad es que yo solo puedo pensar en estar contigo y en enmendar todas las cosas que hice mal.
Sé que lo normal habría sido deshacerme por dentro, derretirme, entender que para una persona como Víctor encontrar el valor suficiente como para confesar aquello había supuesto un esfuerzo, pero yo… Yo creía que sabía la verdad sobre lo nuestro. Aun así le besé el pecho sobre la camiseta.
—No hay nada que arreglar. Las cosas que fueron, fueron. No podemos quedarnos con aquello…
Víctor se incorporó y se levantó. Después me levanté yo.
—Vamos a hacer eso por lo que hemos venido, ¿no? —Me sonrió—. ¿Nos damos un baño?
Se quitó la camiseta y se desabrochó el cinturón y los vaqueros. Lo dejó todo doblado sobre el espigón y acomodó las pequeñas perneras de su ropa interior negra ceñida. Yo lo imité y dejé todas mis cosas sobre las suyas.
Cuando me acercaba a los escalones que llevaban hacia la suave arena, Víctor me rodeó con sus brazos. Y yo… sonreí.
—Eres lo más bonito que veré en mi vida.
Nos dimos la mano y entramos juntos en el agua, que nos recibió tranquila, caliente y oscura. Nos abrazamos, le rodeé con mis piernas y nos acomodamos, así, mientras las olas nos mecían.
Mi Carmen interior me dijo que lo besara. Mi Lola interior susurró que lo mejor era quitarse las bragas y follar con él. Mi Nerea interior tarareaba mentalmente canciones románticas.
Y así, abrazados, pegados y callados, pasamos la siguiente hora, besándonos lánguidamente de vez en cuando.
Cuando volvimos al coche eran más de las cuatro de la mañana y los dos estábamos cansados. Tan cansados que ni siquiera habíamos hecho nada más que besarnos. Aunque sopesamos la posibilidad de volver a Madrid en aquel mismo momento, Víctor consideró que lo mejor era buscar un hotel y dormir unas horas. Después veríamos. A mí también me pareció lo más conveniente.
Cerca de la Ciudad de las Artes y las Ciencias encontramos uno que nos pareció con buena pinta. Metimos el coche en el aparcamiento y nos acercamos a recepción. Llevábamos la ropa húmeda y manchada de salitre, el pelo revuelto y una sonrisa tontorrona en la cara.
—Estoy tan cansada… —le dije a Víctor.
—Y yo.
—¿Hay que llegar a Madrid mañana a alguna hora?
—No. —Negó con la cabeza mientras se rascaba la creciente barba de su mejilla—. Voy a mandarle a mi padre un mensaje para decirle que no me espere mañana en el estudio.
—¿Te reñirá? —le pregunté con una sonrisita.
—Qué va. Estará encantado. Dice que necesito desconectar.
—Creí que ya desconectabas en mi casa después de trabajar —comenté en un murmullo provocador.
—No. Recuerda que me saco un sobresueldo siendo tu escort. —Los dos nos echamos a reír y él suspiró—. ¿Sabes qué sería genial? —añadió.
—¿Qué?
—Pasar aquí el fin de semana.
Lo miré como si estuviera loco.
—Claro. Con una única muda para tres días.
—Salimos mañana a comprarnos algo de ropa y vemos la ciudad. —Me reí—. ¿No me tomas en serio? —preguntó rodeándome con su brazo.
En el mostrador una chica hacía el turno de noche hojeando un libro. Víctor me pidió el DNI y le sonrió. Mientras ella nos saludaba, le pasamos nuestra documentación y Víctor pidió una habitación. Ella tecleó diligentemente y nos preguntó qué tipo de habitación queríamos.
—Ahora mismo tenemos disponibles varias junior suite y…
—Con que tengan cama será suficiente —dijo Víctor apoyándose en el mostrador y frotándose los ojos—. Venimos de Madrid y estamos agotados.
—¿Cuántas noches estarán con nosotros? —preguntó ella mientras cogía nuestras identificaciones.
—Pues de momento hasta mañana. Ya veremos si la convenzo para quedarse dos noches más. —Sonrió él.
La chica me miró como si estuviera viendo a la especie animal más extraña del mundo. Supongo que no entendía por qué razón era necesario convencerme para pasar tres días allí con semejante hombre.
Cuando abrimos la habitación, Víctor dejó nuestras cosas sobre una pequeña mesita junto al ventanal que daba a la pequeña terraza y yo entré en el cuarto de baño. Cuando salí nos dimos el relevo y unos minutos después Víctor salió con las gafas graduadas puestas. Nos encontramos frente a la cama.
—Humm, qué guapo. ¿Te importa que duerma en la parte más cerca de la ventana? —le pregunté.
—En absoluto. ¿Quieres mi camiseta? —dijo mientras se la quitaba.
—No, gracias. Hace calor.
Se desprendió de ella en un ademán irresistible y la dejó extendida en el respaldo de una silla.
—Aún llevo la ropa interior húmeda —dije distraída.
Al levantar la mirada hacia él vi que se estaba riendo. Le tiré el sujetador a la cabeza después de meterme en la cama.
—Eres un cerdo.
—Has sido tú la que lo ha dicho. Yo solo me he reído.
Se quitó los zapatos, los calcetines, de los que cayó arena, y después los pantalones, que dejó sobre la camiseta. Yo apagué la luz. Sentí su peso mientras él abría las sábanas para acomodarse a mi lado. Respiró profundamente junto a mi cuello y me abrazó.
No parecíamos, ni de lejos, los típicos y sórdidos amantes.
—¿Le escribiste el mensaje a tu padre? —le pregunté.
—Sí —murmuró.
—¿Qué excusa le pusiste?
—Que tengo que tratar de volver a convencer a la mujer de mi vida de que soy bueno para ella.
Y sin saber si hablaba en broma o en serio, me acurruqué sobre su pecho y me dormí.
Cuando me desperté la habitación estaba completamente iluminada por esa luz tan brillante que baña casi todos los días Valencia. Tuve que parpadear muchas veces seguidas para acostumbrar mis ojos a la claridad. Me moví, tratando de estirarme entre las suaves sábanas, pero Víctor me pegó más a él en un gruñido. Solía hacerlo a menudo cuando salíamos juntos. Si en mitad de la noche yo me despertaba y trataba de salir de la cama, él, dormido, me agarraba con fuerza. Y eso hacía que me sintiera bien. Siempre bien. Daba igual con qué sensación me hubiera despertado, porque de pronto estaba… segura.
Pero en esa ocasión me sentí incómoda, sobre todo por cuestiones mucho más prosaicas, como la imponente erección que me estaba presionando el trasero.
—Víctor…, necesito ir al baño —susurré, esperando que me soltara.
—Humm… —ronroneó, apretándome más a él.
—Víctor, suéltame.
—No —dijo con una nota de placer en la voz.
En un movimiento de cadera, literalmente se restregó contra mi trasero.
—Déjame ir al baño, por Dios te lo pido…
—¿De lo contrario…?
—Te mataré —bromeé.
—Ya me matas. Lentamente. Todos los días.
Víctor me giró hacia él y, sonriendo, me dio los buenos días con un beso. Salté de la cama y corrí en braguitas hasta el baño, donde me cerré con pestillo. Mucho más descansada, salí de nuevo y me metí entre las sábanas.
—Paso de levantarme —dije juguetona—. Quiero quedarme todo el día en la cama.
—¿Durmiendo?
—O lo que se te ocurra —añadí con saña.
—Pues tendrá que ser sola, porque yo voy a levantarme. —Se rio.
—Hace un momento estabas restregándote contra mi culo. ¡No te hagas el estrecho!
Me giré e intenté toquetearlo, pero él se incorporó y se levantó de la cama. Su bóxer negro dejaba bastante poco a la imaginación. Allí estaba «ella» saludando en posición de firmes.
—Por Dios, Víctor. Te estás recreando. —Me reí, tapándome la cara con la almohada.
—Voy a darme una ducha.
—No tienes ropa interior limpia —le recordé.
—¿Quién te ha dicho que me voy a poner ropa interior?
—¿Puedo ir?
—Prueba a ver si puedes…
Y sí…, sí que pude.
Encontramos un centro comercial muy cerca del hotel. Decidimos invertir un par de horas en hacernos con todo lo necesario para pasar el fin de semana allí. Pero por separado. Sincronizamos nuestros relojes y quedamos en vernos en la puerta de un local para tomar un bocado rápido y después pasar por el hotel a dejar las compras.
Entré en la primera franquicia que vi y cuando llegué al probador ya cargaba con un vaquero acampanado, unos shorts, varias camisetas, una chaqueta vaquera y dos vestidos. Me lo llevé todo.
Recorrí la mayor parte de las tiendas y me crucé con Víctor en uno de los pasillos del centro comercial. Él también llevaba varias bolsas, pero, a diferencia de mí, ya había terminado. Cogió mis trastos y me dijo que me esperaría dentro del restaurante, en la barra, tomando algo.
Mientras me encaminaba hacia el resto de las tiendas por las que necesitaba pasar, aproveché para llamar a Lola, que tardó una eternidad en cogerme el teléfono.
—Dime —dijo escuetamente cuando por fin descolgó.
—¿Qué pasa? —pregunté sorprendida por su tirantez.
—Nada. Anoche tuve la reina de las broncas con Rai. Pero no te preocupes. Ya te contaré.
—¡No! ¡Cuéntame! ¿Estás bien?
—Sí, son cosas de críos.
—¿Tus cosas de críos o sus cosas de críos?
—Fifty-fifty. ¿Tienes plan para esta tarde? Podríamos emborracharnos con cazalla. O con Anís del Mono. ¡No, no, no! ¡¡Absenta!!
—Por muy tentadora que sea la idea, no puedo, reina.
—¿Y eso?
—Me he escapado unos días. A la playa y eso —dije, sabedora de que si le decía que estaba en casa, se presentaría allí en menos de media hora.
—¿Cómo? —La imaginé haciendo aquella pregunta con una de sus perfiladas cejas arqueadas.
—Que me he escapado… a ver el mar. Ya sabes.
—¿Sola?
—Sí.
—Vaya… ¿Te fuiste con tu coche, no?
Me di cuenta con horror de que mi coartada dejaba bastante que desear. Yo no tenía coche. Ni moto.
—Madrugué y me cogí un autobús —dije resuelta.
—Lo de callarte cosas, mira, puedo entenderlo, por eso de justificarte, claro. Pero lo de llamarme para mentir descaradamente empieza a clamar al cielo…
Suspiré. Bien, hora de confesar.
—Anoche Víctor y yo nos vinimos de puntazo a Valencia. A bañarnos en el mar.
—Ajá. Y a follar.
—Noooo —dije arrastrando la o—. Fue alucinante, ¿sabes? Y hace tan buen tiempo que hemos decidido quedarnos este fin de semana.
—Dios. Te la ha vuelto a meter muy fuerte y muy hondo.
—¡No! —mentí—. Nada de eso. No estamos en ese plan, Lola. Ya sabes cómo son las cosas entre Víctor y yo.
—Por eso te lo digo.
—No, no va de ese rollo. Creo que necesitamos hacer las paces como personas, demostrarnos que podemos estar juntos sin que pase nada tortuoso, hablar de todo lo que llevamos a cuestas y dejarlo atrás por fin.
—Y por eso vais a pasar un fin de semana en Valencia juntos. Claro. Muy lógico todo —se burló.
—Lo digo en serio.
—No sé si lo dices en serio, siempre has sido muy buena autoconvenciéndote de cosas, así que, mira, me tienes más despistada que una puta por un arrozal.
Miré al infinito, pensando en aquel dicho inventado para el momento.
—Creo que eso que acabas de decir carece de ningún tipo de sentido.
—Déjate la píldora. ¡Hazme tía con ese hombre! Quiero sobrinos guapos que pasear orgullosa por el parque. Se liga mucho paseando niños.
—Tú no necesitas ligar; deja de decir tonterías.
—Y oye…, ¿qué hace él ahora? ¿No estáis juntos?
—Hemos venido a comprarnos ropa. Vinimos con lo puesto. Y aún me queda comprarme zapatos y un montón de cosas, así que te voy a ir dejando.
—Ojalá te preñe de quintillizos y acabe ya esta tortura. Sois angustiosos.
—Arregla las cosas con Rai, Lola. Es un niño muy dulce y está muy enamorado. Y sé que tu jefe ha tenido algo que ver en esa discusión. Te repito que tienes que concentrarte en lo que importa y dejar esas cosas de lado, porque no te ayudan en absoluto y no te dan nada.
—Folla mucho —contestó antes de colgar.
Después corrí por el centro comercial para hacerme con todo lo demás. Sandalias, un pañuelo, un bolso grande, tres conjuntos de ropa interior, un pijama, un biquini y un kit básico de maquillaje y aseo. Bueno…, y un camisón bastante breve.
Cuando entré en el restaurante, Víctor estaba muy concentrado en la pantalla de su BlackBerry y en una pequeña libreta que solía llevar con él. Me senté a su lado y él, despegando los ojos del esbozo que estaba haciendo, me sonrió.
—¿Has quemado la tarjeta?
—Pero tú tienes la culpa. —Le sonreí—. ¿Comemos? Tengo unas ganas horribles de cambiarme de ropa.
—Y ponerte ropa interior —aclaró Víctor.
—Y desnudarte. —Le guiñé un ojo.
Durante la comida hablamos sobre lo que podríamos hacer aquellos días. Víctor me habló del casco histórico, de las paredes llenas de grafiti junto a edificios clásicos, del cauce seco del río Turia convertido ahora en un parque precioso, de la luz reflejada en el agua de La Albufera y de la zona de Cánovas iluminada de noche.
—Conoces bien la ciudad —comenté cuando ya tomábamos el café—. ¿Traes aquí a todas las mujeres con las que mantienes una aventura?
Me enseñó el dedo corazón de su mano derecha antes de coger la taza de café.
—Salí con una chica valenciana. —Sonrió—. Durante un año vine casi todos los fines de semana.
—¿Sí? No tenía ni idea.
—Es que fue como hace un siglo. Yo tenía… veinte o veintiún años. No duró mucho.
—Al menos un año, ¿no?
—Sí, algo así. Pero ella era muy jovencita y no salió bien. —Arrugó el ceño—. Eso sí, me enseñó cosas preciosas.
Era la primera vez que veía a Víctor hablar de alguien de su vida pasada en aquel tono. No había frivolidad en aquello. Había sido de verdad.
—Cuéntame más —le pedí.
—¿Para qué? No tiene importancia.
—La tuvo. Venga, ¿cómo os conocisteis?
—Aquí. En San Juan. —Sonrió con melancolía y después se terminó el café de un trago—. Era una chiquilla. Aún no había cumplido los diecisiete. No sabía nada de chicos, la pobre.
—Y tú se lo enseñaste.
—Sí —asintió con una sonrisa—. Lo que pude. Me pregunto si no gastaría con ella todo lo bueno que tengo. Si no será demasiado tarde para volver a hacer sentir a alguien así.
—¿Así?
—Bien. Segura. Dispuesta a creerme.
Me miró con intensidad y, después de una mueca, jugueteó con un azucarillo.
—¿Por qué terminó?
—Se hizo difícil. Fui imbécil. La historia de mi vida.
Los dos nos quedamos callados. El silencio zumbó en nuestros oídos hasta que yo lo rompí.
—¿Puedo preguntarte algo? Algo sobre nosotros.
—Claro —asintió.
—¿Por qué me dejaste?
Víctor se frotó la frente con un par de dedos y se dio unos segundos para rumiar la respuesta.
—Quería centrarme, averiguar qué era lo que quería. Lola me dijo que tendría que buscar una solución que no implicara arrastrarte a ti. Pensé que era lo mejor. Pensé que se me pasaría y que al final no tendría de qué asustarme. Y además… eres tan intensa…
¿Tan intensa…? ¿Yo? Fue entonces cuando me di cuenta de algo. Él pensaba que yo era demasiado intensa tal y como yo pensaba que lo era él. Pero no lo éramos ninguno de los dos, sino lo nuestro. Nuestros sentimientos eran tan fuertes…, tan violentos…, tan inmaduros aún. Pero allí estábamos, sentados tras comer en un restaurante, planeando pasar juntos aquel fin de semana y… sin dramas. ¿Habían madurado entonces todas aquellas sensaciones? ¿O aguardaban para asaltarnos a la vuelta de la esquina, cuando bajáramos la guardia?
Vi que Víctor esperaba algún tipo de respuesta por mi parte.
—Te perdoné —susurré.
Me pareció ver salir de entre los labios de Víctor un suspiro de alivio.
Volvimos al hotel y allí nos cambiamos de ropa, dejamos los trastos y planeamos qué haríamos. Sin intensidades, sin dramas y sin películas X.
Decidimos dejar el coche en el aparcamiento y, después de avisar de que nos quedaríamos dos noches más, salimos paseando tranquilamente de allí. Lo hicimos en paralelo al cauce del río durante un buen rato, hasta llegar a la calle Colón, y después nos internamos y callejeamos. Charlábamos de cosas sin importancia, nos reíamos; estábamos relajados. Él iba contándome cosas sobre los sitios que veíamos e historias de sus experiencias allí.
Pronto llegamos a un rincón de la ciudad que me gustó. Víctor me dijo que era la plaza de la Reina; nos tomamos un café en una de las terrazas y me explicó que aquello que se veía al fondo era parte de la catedral y al campanario se le conocía como la Torre del Miguelete. Le pedí que me hablara de lo que veía como arquitecto. Eso le hizo reír y, aunque tuve que insistir un poco, terminó haciéndolo.
—Es gótico levantino, al menos esto. Creo recordar que tardaron dos siglos en construirla, por lo que también tiene elementos renacentistas y barrocos. Se ven mejor desde otras caras. Luego la rodeamos y te los enseño.
Viendo cómo la luz de la tarde iba haciéndose azul hablamos después de sus recuerdos, de los míos. Hablamos de sus años de estudiante y de los míos. Hablamos de música y de cine. Fue… ingenuo. Sencillo. Especial.
Luego anduvimos hasta la plaza de la Virgen, bordeando la catedral, donde me enseñó la puerta de la catedral llamada de los Apóstoles.
—Me contó mi padre que todas las semanas, el mismo día a las doce de la mañana, se reúne frente a ella el Tribunal de las Aguas, donde solucionan los conflictos por el riego de las acequias. Me resulta muy curioso que se sigan respetando tradiciones de ese tipo. Y esta…, esta plaza es donde en Fallas termina la ofrenda. Sacan su virgen, la Cheperudeta, y le hacen un manto de flores. ¿Lo has visto alguna vez?
—Me suena.
Víctor me cogió la mano y trenzamos los dedos. Después, dando vueltas a la fuente que reina en el centro de la plaza, nos olvidamos de que íbamos cogidos de la mano.