NEREA Y EL SALTO AL VACÍO
Nerea ya no era Nerea la fría. Tanto era así que dudaba haberlo sido alguna vez. ¿Cómo era posible que no hubiera sentido nunca por nadie lo que ahora sentía por Jorge? Creía estar equivocada y se repetía constantemente que no podía ser, que siempre hay una primera vez y que la suya probablemente habría sido hacía años.
Repasó mentalmente todas sus historias. Triste. Sintió tristeza en cuanto lo hizo, porque la verdad era que lo único que la había empujado anteriormente a salir con alguien había sido llegar a un punto de equilibrio en una lista imaginaria de «cosas que me gustan» y «cosas que no me gustan». Y esas listas no se llenaban de cosas como «adoro cómo huele» o «sentirme segura siempre que me abraza». No. Esas listas estaban plagadas de cosas como: «Querrá casarse y tener hijos» o «Tiene un buen trabajo».
Después de haberse desahogado con nosotras durante la que ya habíamos bautizado como la noche de las confidencias, se sintió mucho más libre para pedirnos consejo. Y lo hizo. Yo le dije que no se dejara llevar por cosas superfluas, porque al final hay muy pocas personas en el mundo que nos hagan sentir especiales. No sé si hablaba para ella o para mí misma.
Entre todos los consejos que le habíamos dado escogió aquellos que más le gustaron y los metió en una batidora mental. El resultado fue la certeza de que tenía que hablar con Jorge y aclarar qué era lo que estaba pasando entre ellos. Porque a ella él le gustaba mucho, pero Jorge ni siquiera había hecho amago de ir a buscarla cuando se estuvo haciendo la dura.
Quería quitarse la incertidumbre de encima. Quería olvidar el «qué sentirá, qué pensará, qué opinará» y ahorrarse hacer castillos en el aire que después no soportaran el envite de la realidad.
Era sábado por la tarde. Nerea envió un SMS a Jorge en el que le preguntaba si tenía plan para aquella noche. Él contestó que no y que si le ofrecía alguno. Ella dijo: «Sí, una cena y una copa de vino. Quizá podamos hablar un rato». Y Jorge… aceptó.
Se vieron en la puerta del restaurante que ella había elegido, Maricastaña. Nerea se calló que estaba reciclando una reserva que tenía hecha para otro menester. Iba a cenar con una de sus hermanas para ponerse al día, pero le había dicho que no se sentía bien.
Jorge estaba apoyado en el muro junto a la puerta cuando se encontraron con la mirada. Nerea notó que, dentro de su estilo, se había esforzado por arreglarse. Llevaba un pantalón pitillo, unas Converse de piel oscuras y una camiseta negra lisa. Estaba muy guapo. Nerea se había esforzado también, pero en no parecer tan estirada, con unos vaqueros estrechos negros, unas bailarinas negras con cristales de Swarowski de Pretty Ballerinas y un jersey muy liviano, también negro, que se resbalaba por uno de sus hombros.
Se saludaron con una sonrisa y se movieron torpemente, sin saber si saludarse con un beso en la boca o uno en cada mejilla. Al final, se dieron uno en la comisura de los labios.
Se sentaron en una bonita mesita junto a la ventana y una camarera les preguntó qué querían para beber. Ella pidió una copa de vino blanco y él una cerveza. Después se abstrajeron en la carta. Bueno, Nerea ya sabía qué quería comer, pero pensaba en qué iba a decirle.
Charlaron mientras esperaban la cena sobre cosas sin importancia. Trabajo, un festival de música al que iba a ir Jorge y un mueble de Ikea que Nerea estaba intentando montar sola.
—Y me he dado cuenta —dijo Nerea avergonzada— de que ni siquiera tengo cuatro malas herramientas en casa. Cuando me he visto a mí misma clavando un taco con el lomo de un libro, me he dicho que lo mejor será esperar a que mi padre o uno de mis cuñados me ayude, antes de que termine cercenándome una mano de manera estúpida.
—No seas tonta. Yo te ayudaré. —Sonrió él.
—Bueno, también lo he pensado, pero… la verdad es que aún no sé para qué cosas puedo llamarte.
Jorge la miró de soslayo.
—Pues… no sé, Nerea. No sé bien a lo que te refieres.
—Me refiero a que…, a que no sé si puedo descolgar el teléfono y decirte: «Jorge, ayúdame a montar esta cómoda» o si me tengo que limitar a invitarte a una copa de vino.
Jorge se revolvió el pelo.
—Bueno, de esto creo que ya hemos hablado, preciosa.
—Pues no recuerdo a qué conclusión llegamos —insistió ella, dispuesta a obtener una respuesta clara.
—Podemos llegar a un equilibrio cómodo entre ser amigos y acostarnos de vez en cuando, supongo —dijo antes de apartar su plato.
Nerea respiró hondo.
—Yo…, yo no quiero eso. —Suspiró—. Esa no es la relación que busco, Jorge.
—Bueno, Nerea. Yo no busco otra cosa. —Se quedaron callados, incómodos. Jorge se aclaró la garganta y siguió hablando—. Creo que por el bien de la relación laboral que tenemos debería ser sincero contigo, Nerea. Está claro que me atraes. Me pareces una chica preciosa. Probablemente eres la chica más guapa con la que he estado, pero…, pero no estoy seguro de que me guste tu forma de ser. No sé si me gustas como persona, Nerea.
Un cubo de agua fría y una patada en el estómago le habrían sentado muchísimo mejor que aquella afirmación. Cogió aire, llamó a la camarera y con un gesto le pidió la cuenta.
—Esto no quiere decir que no podamos ser amigos —aclaró Jorge.
Dios. Quién la llamaba a hacer esas cosas. Ella (¡¡ella!!) diciéndole a un chico que quería más de lo que le daba. No era así como solían funcionar las cosas. Pero es que tal y como siempre habían funcionado las cosas anteriormente tampoco le satisfacía. Estaba en medio de lo que había sido siempre y lo que quería ser. En tierra de nadie.
—Ne… —dijo él con voz dulce—. Es que… a veces me pareces una tía fría y estirada. A veces creo que hasta te avergüenza que te apetezca follar conmigo. Y creo que no tenemos nada en común. Todas las tías con las que he intentado tener una relación más formal eran…, eran como yo.
—Por lo visto, que fueran como tú tampoco era garantía de que funcionara —contestó sin poder contenerse.
—No, pero si ya me es difícil con alguien como yo…, ¿cómo sería contigo? ¿Qué haríamos además de follar? Ni siquiera sé qué querrías y ya…, ya me agobia hasta planteármelo.
Nerea interceptó la cuenta en cuanto la camarera la dejó sobre la mesa.
—Déjame pagar a mí. Visto lo visto, esta podría haber sido una cena de trabajo como cualquier otra.
Dejó un billete en la mesa y se levantó. Él lo hizo también.
—No nos vayamos de esta manera —le pidió él—. Vamos a tomarnos una copa. Vamos a charlar un rato y…
—No me apetece —confesó Nerea de corazón.
—Dame la oportunidad de explicarme un poco más y no parecer un completo subnormal, por favor.
Se sentaron en el rincón de una coctelería, a un par de calles de distancia del restaurante. Nerea quería irse a casa, meterse en la cama y taparse por encima de la cabeza. Probablemente no saldría en una semana de debajo de la sábana.
Jorge pidió dos copas y, visiblemente nervioso, alargó una mano para coger a Nerea de la muñeca.
—No es que no me gustes como persona. Quizá antes no he elegido las palabras adecuadas —empezó a decir—. Es solo que las relaciones no me van. Al menos las relaciones tradicionales. No sé si sirvo para tener una novia y tener que estar preocupándome continuamente de no defraudar a alguien. No sé comportarme cuando esperan algo de mí. Y las mujeres, como ya habrás comprobado, no se me dan demasiado bien fuera de la cama.
Nerea cogió aire otra vez, dispuesta a callarse, pero, otra vez, no pudo.
—Jorge, tienes el mismo tacto que un guante de esparto. El mismo. Yo no te he dicho que quiera ser tu novia. Te he dicho que lo de meterme en tu cama cada vez que nos pica no me va. Solo quería saber si está abierta la posibilidad de conocernos un poco más como personas, de poder decirte que me acompañes a la exposición de un amigo o si puedo llamarte para ir al cine. De ahí a lo que dices hay un abismo. Pero no te preocupes, porque debí de sufrir un momento de enajenación mental transitoria si me imaginé por un instante que tú y yo podríamos comportarnos como dos personas normales.
Jorge resopló.
—Ahora no te pongas en ese plan.
—¿En qué plan?
—En plan tía despechada. Yo te gusto, vale. Tú a mí también, pero la verdad es que no sé si darte esperanzas de que esto pudiera funcionar es positivo. Ni siquiera sé si yo querría que funcionara. Eres una de esas chicas complicadas que…
—¡Yo no soy complicada! —lo reprendió Nerea—. Es solo que no te has tomado la molestia de conocer más de lo que hay debajo de la ropa interior. Tú me has colgado el sambenito de tía estirada sin pararte a averiguar si lo que me pasa es que lucho entre el modo en el que he sido educada y la persona que realmente quiero ser.
—¿Ves…?, eres complicada.
—¿Y tú qué eres, Jorge? ¿Eres tú una persona simple, sin aspiraciones ni ganas de conseguir las cosas que quieres? Es eso, ¿no? ¿Nunca te sientes solo, ni necesitas tener a alguien con quien pasar simplemente un rato callado?
—Joder, Nerea… —se quejó.
—Vale, Jorge. Olvídalo. Esto…, esto no ha pasado. —Nerea se levantó de la mesa, cogió su bolso y controló las ganas de llorar. Solo le faltaba echarse a llorar para terminar de arreglar la noche—. Me voy. A las copas invita tú. Y no vuelvas a llamarme, por favor.
Sorteó el resto de las mesas y salió a la calle, donde corría una brisa caliente. Contuvo un sollozo y caminó rápido, rumbo a Tribunal, donde podría coger un taxi.
Cuando estaba resguardándose en el interior de uno y dejaba escapar las primeras lágrimas, recibió un mensaje en su móvil, que no leyó hasta que llegó a casa. Era Jorge: «Soy un soberano gilipollas. Pero no quiero engañarte, pequeña. Eres demasiado para mí».